25 oct 2011

"El golpe" (1973), de George Roy Hill

En defensa de la dignidad del Auténtico Canalla
(Mi comentario a "El golpe" (1973), de George Roy Hill)

Soy el personaje de Robert Shaw, y me dirijo a ustedes en ejercicio legítimo de mi derecho a demandar una rectificación.

Quiero protestar rotundamente por el tratamiento que recibo en esta película, un tratamiento tan sesgado como maniqueo como denigrante como injusto. En suma, ¿en qué soy yo peor que los simpáticos protagonistas, qué razones hay de mi lado, que no existan del suyo, para desfigurarme y ridiculizarme como los guionistas lo hacen?

Redford y Newman (en adelante, RyN) son exactamente el mismo tipo de canallas que yo –esa es la pura verdad–, con una diferencia, como mucho, de escala o de ambición (o quizá sólo de edad). Cuando Redford roba a uno de mis correos, lo que desata mi justa indignación, no está haciendo más que su trabajo diario. Su víctima resulta ser en este caso, accidental, excepcionalmente, un peón criminal, pero lo normal es que esa víctima sea una persona anónima, inocente, probablemente pobre. Y, en otro momento del filme, cuando Newman es interrogado acerca de sus andanzas, responde con displicencia: “He estado trampeando por esos pueblos de inmigrantes”. Muy noble, ¿verdad? ¿Y esta pareja de pícaros sin escrúpulos pueden ser “los buenos de la película”, atraer la simpatía del espectador, erigirse en sonrientes justicieros o ejecutores de no sé qué venganza?

Pueden hacerlo porque son RyN, porque son jóvenes, guapos y sonrientes, y eso es suficiente para el guionista (y, al parecer, para el espectador medio). Por la misma razón, yo me veo convertido en el villano sencillamente porque no soy famoso ni joven, porque no sonrío ni soy un guaperas. Esa es toda la diferencia entre ellos y yo. El resto –la diferencia ética, la identificación emocional– lo pone, simplemente, el puro instinto (por definición, irracional) del guionista y del espectador.

Está la muerte del tipo de color, de acuerdo. ¡Pero cómo se precipita todo el mundo en llamarme asesino, y en convertir el relato en una venganza jovial de unos bonachones ladronzuelos sobre un odioso supercriminal! En primer lugar, nadie ve cómo el hombre es asesinado y, sorprendentemente, a nadie se le ocurren las hipótesis más verosímiles: que el tipo se precipitó al vacío al tratar de rescatar a su gato, que creyó distinguir un dólar de plata en el suelo y al asomarse para ver mejor perdió pie, que (esto es lo más probable, lo reconozco) se asustó tanto tras la visita de mis hombres que decidió suicidarse. Porque, en efecto, mi gente fue a verle, pero sólo para conminarle amablemente a colaborar en la recuperación del dinero y, en vista de su negativa, para intimarle bajo amenaza a reconsiderar su postura. No discuto que los hombres quizá se excedieron en su presión, pero de ahí a cometer un asesinato… ¿A alguien le gusta tener problemas, con la policía o con compinches vengativos? A mí, desde luego, ni me gusta ni me conviene. En resumen, en la vida hay accidentes, y admito, como mucho, un accidente –que desde luego ni aprobaría ni, mucho menos, dejaría impune, en caso de tener la seguridad de que fue debido a la agresividad incompetente de mis empleados–.

Luego viene la venganza de RyN sobre el pobre inocente que suscribe la presente. Sí, de acuerdo, son muy listos (si uno se cree todo el montaje, claro: ¿alguien puede imaginar que yo no iba a hacer mil averiguaciones directas e indirectas acerca de ese garito surgido de la noche a la mañana, que yo no iba a enviar a agentes encubiertos a verificar bien verificado que no era todo un trampantojo? –pero ya se sabe con el cine americano: si a uno le ponen el sambenito de malo tiene que ser también tonto, y acabar debidamente escarmentado al final–).

Pero si RyN son tan listos, ¿por qué no dicen ni una sola frase medianamente inteligente, ingeniosa, seria o divertida en todo el metraje? A uno de mis hombres le advierto, en un momento dado, de que podría llegar a tener ideas propias, si sigue en presencia de Redford y mía. Pero, honestamente, a RyN habría que advertirles de que carecen por completo de ideas propias o ajenas. Sus frases son pedestres y funcionales hasta el hastío: ni un chiste, ni una reflexión, ni una réplica aguda, ni una intuición de ningún tipo. Sólo el intercambio mostrenco de frases de dos fontaneros reparando una cañería.

Por ejemplo, hay pobres y pícaros, hay una criminalidad rampante, hay “ley seca”, hay un duelo rabioso de estrategias de supervivencia, hay formulaciones específicas del afecto o el odio en este contexto de necesidad y fiebre. ¿Una sola palabra, una sola alusión, una sola imagen vigorosa, acerca de todo ello? Ni la más mínima.

La decepción es total cuando uno considera la fecha de producción de esta película. Es increíblemente tardía, tan reciente como 1973, cuando el cine contaba ya con un buen puñado de obras maestras de los géneros de comedia y de gángsters. “El golpe” pretende ser una rememoración o un homenaje a esos grandes clásicos, a su ambiente, a sus maneras narrativas, a sus caracteres. Pero, a mi juicio, falla en todos los campos: en la atmósfera, en los diálogos, en la psicología de los caracteres y hasta en la nómina de éstos (me parece sencillamente bochornosa la presencia del carácter de Durning, que no aporta nada más que tres o cuatro sustos y carreras del todo irrelevantes; y algo podría decirse también de esos tipos imposibles, de esos hampones beatíficos prestos a “liberar su agenda” en homenaje al santo raterillo caído en combate).

¿Quizá soy parcial? Quizá, pero no más de lo que la película lo es conmigo, sin ofrecerme además ninguna posibilidad de réplica o de matización. Es por eso por lo que quiero aprovechar –y aprovecho– este foro para solicitar la retirada de esta cinta de todas las bases de datos de películas posibles o imaginables. En caso de que, por alguna razón, eso no sea posible, estoy dispuesto, evidentemente, a enviar a un par de amigos para discutir con los responsables de los respectivos sitios las modificaciones que (nos, les) convendría introducir en la película o en las críticas a ella.    (16-oct-11)

"Marmaduke" (2010), de Tom Dey


Perro nuestro, que estás en los oscuros sueños
(Mi comentario a "Marmaduke" (2010), de Tom Dey)

Esta hamburguesa de perro nos deja al primer mordisco un sabor empalagoso e imposible –como a carne de ángel– en la boca. Vemos a un perrazo de tamaño equino razonándonos como un jeti-guay presuntamente gracioso y haciendo lo que se le pone (sisar comida, devastar el jardín, arrastrar por el fango a su dueño) en un casita repugnantemente unirepugnantementefamiliar, donde todos y cada uno de los integrantes parecen alcanzar inefables orgasmos con cada nueva barrabasada de la malabestia de la megamascota.

Al final de los tóntulos de crédito ya nos hemos dado cuenta de lo que se está guisando aquí: el can Cerbero encarna y nos conduce a nuestros sueños más salvajes, el argumento no es sino una proyección psicológica legible en lenguaje freudiano, la película es el retrato escalofriante de un gilipollas en serie trazado en el lenguaje de un “Matrix” para veterinarios y orientado a un público de tarados frustrados.

Ahí tenemos por ejemplo al paterfamilias de esta tribu de zoófilos discapacitados. Incapaz de currar en nada que no sea el mercadeo de fruslerías (la venta de Mierda de Perro como su Meta en la Vida), humillado por su rol de estereotipador vulgar en la camada de que se cree responsable (el muy ingenuo: es obvio que sus hijos son en realidad obra de su perro, no hay más que fijarse en sus rasgos faciales), rotundamente inútil para cuanto no sea el baboseo vulgar de su hembra, de sus crías o de su Amo. ¿No ha de necesitar un tipo así, para tener la vergüenza de persistir en la vida, una proyección mental como Marmaduke?

Aún más obvio es el caso de la vaca reproductora que cual lapa se ha adherido a míster Patético desde los tiempos del instituto. Salta a la vista el tejemaneje que se traen ella y el perro. Hacer carantoñas al incauto del maridito le sobra a ella para que él le coma en la mano, hasta que llega el momento –cuando al Astado se le ocurre castigar por una noche al único semental del hogar dulce hogar– de ponerle morritos y exiliarle al sofá.

Pero nada más probatorio de la naturaleza de holograma psicológico del perro epónimo del filme que los hijos de esa pareja de paralíticos vitales. A la clorótica de turno le despierta la libido un surfeador cachitas, pero ahí está el padre represor para aguar la fiesta de la pollita encelada y el pepitopiscinas. Resultado: Marmaduke, campeón de surf, invade los sueños y la realidad de la ado. Luego hay un churumbel al que no le gusta el fútbol, sino el patinaje (su deriva hacia los grafitis, las pandillas y la delincuencia juvenil parece inexorable…): como chaval desgarrado por su terrible conflicto interno entre fútbol y patines, su más acariciada ficción nocturna es la de un “alter ego” comprensivo. Resultado: Marmaduke. Y respecto a la niñita pequeña, sería demasiado sórdido, casi atroz –y muy probablemente delictivo– glosar aquí las implicaciones últimas del depravado guionista al mostrar a un Marmaduke ciegamente sumiso a los caprichos mínimos y a la correa imperiosa de la niña.

Esto respecto al contexto de partida de esa imagen virtual llamada Marmaduke. Pero ese contexto se amplía, nos alcanza, nos invade, nos pringa, nos revela, una vez que la imagen cobra vida fuera de su recinto inicial. Entonces el Perro del Infierno se introduce subrepticiamente en nuestro “ello” más recóndito, se apodera de nuestros más inconfesos delirios y nos los muestra salvaje, irrestrictamente realizados. Ah, quién no ha soñado con destronar al obvia y conscientemente superior, al rival de mejor casta o de más clase, y ocupar su trono (¿y qué mejor, más indisputado modo de hacerlo, que con una proclama condescendiente, sofísticamente magnánima?). Y a quién no le ha seducido, sordamente, la idea de desairar a esa amiga fea y abnegada, para demostrarle que podemos legítimamente ambicionar y obtener más de la vida que su piedad sin “glamour”. Y gustar a la bella, a la Tía Buena (esa entelequia), hacerla reír, seducirla con nuestras habilidades deportivas, prepararle una cena que no desee concluir sin haberse deleitado en una golosina sexual, llevarla a menospreciar a su macho puramente vistoso, acabar menospreciándola a ella por ser puramente vistosa, ¿quién no se ha refocilado hasta la alucinación en una perspectiva así? Y utilizar al amigo en nuestro provecho, desahogarnos físicamente en su maltrato cruento, obtener su perdón sin haberlo solicitado (y además enriquecido con nuevas dosis de admiración) y seguir gozando de su amistad, ¡ah, qué cimas inconfesables del instinto de muerte, de la voluntad de poder, del amor propio más amoroso y más propio!

Llegados a este punto de íntimo trastorno y transfiguración, el terremoto en que culmina la película nos parece tan lógico como la conclusión de un silogismo. Es hora de hablar el viejo lenguaje: la vida, la salvación. Nuestra grandeza culmina salvando una vida, nuestra miseria culmina siendo nuestra vida la salvada. Marmaduke, ese monstruo que ha adoptado –cual tótem arcaico– nuestras peores bajezas y nuestros más dementes sueños, salva una vida y ve la suya salvada. Si eso no es una catarsis o un “shock” psicológico, que venga Freud y lo diga. (Y la sede de tal conmoción no podía ser otra –dicho sea de paso– que una cloaca, considerando cuanto antecede).

En síntesis, para terminar: “Marmaduke” es una interesante muestra de unos cuantos géneros cinematográficos: el terror psicológico más sutil, las películas de mascotas para niños de cero a cien años, la ciencia-ficción en la era de la realidad virtual, la pura evasión mediante seres y fenómenos paranormales (incluidos animales domésticos), las comedias costumbristas ácidas, e incluso el documental etnográfico sobre el hábitat y las estrategias mentales de adaptación y supervivencia del Ciudadano Medio (esa plaga irrisoria).   (9-oct-11)

"Saw III" (2006), de Darren Lynn Bousman


Para una trepanación estilo Ikea, el paciente debe estar fresco como una lechuga
(Mi comentario a "Saw III" (2006), de Darren Lynn Bousman)

Así como hay películas que apelan a “las potencias del alma” (inteligencia, sensibilidad…), las hay que apelan a “las miserias del cuerpo”. Una forma de apelación corporal es el cine porno; otra, el cine gore.

(“Va a oir mucho ruido”, y una taladradora se cierne sobre la cabeza del enfermo.)

“Saw”, paradigma gore, es una fascinante exploración de nuestra carnalidad. Por eso es tan difícil, tan atroz de visionar. Es un diálogo franco con la propia carne, brutal a veces hasta el punto de la mutilación (pregunta implícita: “¿hasta cuándo se es uno mismo si uno tiene que ir amputándose miembros?”). Nuestro barro esencial, la materia blanda de que estamos hechos, nos muestra su insoportable fragilidad o vulnerabilidad: la congelación, la vecindad de otras carnes abiertas, o licuadas, o pútridas, la torsión más allá de un límite estricto, pueden sencillamente aniquilarnos –tan endeble es nuestra pasta–. Por supuesto, enfrentarse a esta verdad es horrible. Pero el horror de adquirir conciencia de nuestra naturaleza quebradiza es un horror sano. Es la clásica “catarsis” en estado puro: una impresión que es una revelación que puede ser una transformación.

A mi juicio, el ápice del espanto lo alcanza, en “Saw III”, el momento de la cirugía sobre John. Un análisis de la repulsa de nuestros ojos a contemplar esta escena confirma lo dicho antes: sencillamente, no podemos soportar ver nuestra carne profanada con ese utillaje de fontanero, nos repele la visión del núcleo de nuestro yo (el cerebro) asaltado de un modo tan minuciosamente brutal y acientífico, quizá incluso apartamos la vista (algunos) de eso que, dentro de este ser que piensa y escribe, no son más que vísceras palpitantes y sangrantes, y turbadoramente parecidas a las expuestas en un mostrador de carnecería.

(“Ahora oirá mucho campanilleo”, y aparece una fresadora para continuar la intervención).

Por desgracia el marco de todas estas experiencias es una historia de planteamiento y desenlace disparatados. El personaje imposible de Puzzle, un agonizante dicharachero y concienzudo hasta la náusea, es casi el delirio menor del guionista. Obsesionado con explicarlo todo (desde la “hoja de servicios” de Amanda hasta su ataque de celos, más o menos inducido) y con vincular los episodios (y, claro, el “IV” queda preparado), ofrece un antológico (y risible, o bien indignante) chaparrón de casualidades, de milagros del reloj y de la pre u omnisciencia del psicópata, de “deus ex machina” y demás pirotecnia cronológica. Y la realización, dicho sea de paso, agota sus recursos, deja de sorprendernos y se torna monótona (como los gritos de los torturados) bien pronto, reservándose para el final, eso sí, un último (y prolongado) alarde epiléptico de imágenes fugacísimas.

La película, no hace falta decirlo, gana bastante si se la “descuartiza” –precisamente–. Es decir, si uno se olvida de la continuidad o de la coherencia, y se fija sólo en los sucesivos momentos o retos que deben afrontar los cobayas de Puzzle. Hay que admirar, a ratos, la imaginación retorcida que tantos artilugios denotan (otros ratos, en cambio, se nos impone una impresión de estar viendo siempre lo mismo). Y sobre todo hay que desentenderse de la racionalidad o de la verosimilitud y entrar, no en el juego de la peli, que es incomprensible y delirante, sino en los muchos juegos sucesivos –como los sustos que se suceden en una Casa de la Bruja de cualquier feria– que la peli contiene.

(“Y ahora voy a retirar el cráneo”, y sólo le falta echar en el trozo curvo de calavera un culín de sidra y brindar a nuestra salud).     (28-sep-11)

"Up in the air" (2010), de Jason Reitman


No lastimes el corazoncito del esbirro
(Mi comentario a "Up in the air" (2010), de Jason Reitman)

Se trata de un tipo que ha hecho del desarraigo, del desplazamiento continuo, del distanciamiento, de “sobrevolar” (up in the air) la vida real, una forma y una filosofía de vida. Este hombre se dedica, casualmente (puesto que su oficio podría ser cualquier otro), a comunicar a infortunados trabajadores su despido. En la medida en que la película examina la opción vital por el desapego del viajante protagonista, puede calificarse de relato “moral” en sentido débil (edificante, individual). En la medida en que su feo oficio no aparece ligado a ese estilo de vida, o en que su evolución ética no tiene ningún impacto en su actividad profesional, o en que el desolado panorama humano que deja tras de sí no tiene la menor incidencia en su desarrollo interno, la película no puede calificarse de “moral” en sentido fuerte (ético-político, comprometido, social).

Tratándose de líneas separadas, forzoso es tratarlas separadamente. El drama del paro, tan acuciante estos años, es presentado, muy plausiblemente, de los dos lados de la mesa. Vemos los rostros de los damnificados pero, sobre todo, se nos muestran las repugnantes estrategias empresariales para solventar del mejor modo posible el “inconveniente” de que el material sobrante, el desecho, los residuos, sean seres humanos. Una retórica abyecta de eufemismos y evasivas, retales y eslóganes del subgénero de la autoayuda, un paternalismo impostado y odioso; en el fondo, una frialdad y un desprecio inhumanos, puro ánimo de lucro, el mismo raciocinio que un triturador de basura.

El acrítico ejecutor de esta sevicia es un personaje cinematográfico fabuloso, que al final cobra una altura casi mítica. Es el Hombre del Aeropuerto, el Viajero por antonomasia, el hombre sin otro hogar que las salas de embarque y los “duty-free”. Ligero de equipaje, apóstol de la mochila vacía, hostil a todo vínculo, auto-marginado a un limbo de hospitalidad lujosa y fingida. Con igual nitidez se nos muestra su reverso: la puerilidad de sus logros y sus sueños (tarjetas exclusivas, millas de vuelo), la banal irrealidad de sus fugaces lazos (hasta que descubre que él mismo no es real, que no pasa ni puede pasar para los otros de un paréntesis o una evasión), la perfecta vacuidad de toda su retórica de prontuario.

No hay conexión, en el formidable personaje de Clooney, entre su drama humano (sus sueños, su sueño, su despertar) y el drama humano del que él es agente consciente. Los estupendos diálogos Clooney-Hendrick(-Farmiga) versan siempre acerca de temas personales (compromiso, logros, renuncias), nunca del tema social (candente, dado el oficio de Clooney). Y el desarrollo, el crecimiento, de Clooney se debe sólo a esos diálogos (y acaso la boda de su hermana), no a ninguna “toma de conciencia” o recapacitación en vista de tanto parado sin otro asidero (por lo tanto, necesario) que sus seres queridos.

¿En una palabra? Pese al paro y a los rostros del paro, “Up in the air” recuerda más a “Juno” que a Ken Loach.     (25-sep-11)

"Napola" (2004), de Dennis Gansel


Astillas descubriendo el fuego
(Mi comentario a "Napola" (2004), de Dennis Gansel)

Aunque hay poco de original en una película “de instituto”, la idea de “Napola” de ubicar su historia de adolescentes intramuros en una escuela militar nazi sí me parece novedosa. La siguiente obra del director Dennis Gansel –la espléndida e impactante “La ola”– abordaría de nuevo el tema del nazismo o totalitarismo fascista, visto otra vez con ojos adolescentes y desde una perspectiva aún más inusitada.

Aparte de la localización, no hay nada demasiado sorprendente en “Napola”. Sus virtudes son otras que la originalidad, y deben buscarse en el buen hacer, la intensidad y la emoción.

Se trata de una historia de formación (¿puede haber algo más convencionalmente alemán que una Bildungsroman?). El adolescente Max Riemelt rompe con todo para ingresar, ahíto de confianza y de sueños, en una escuela de élite, que le franquea las puertas ufana de contar con sus dotes pugilísticas para reverdecer marchitos laureles deportivos. Es el verano de 1942 y el venerable castillo sede de la escuela NAcional POLítica (de ahí el nombre) está permeado, concienzuda, fanáticamente, de los aires terribles y decisivos de la época. Paulatinamente, el joven irá descubriendo y experimentando la naturaleza abominable de la mentalidad inoculada en la escuela. Pero ello sucederá a expensas de su inocencia, de sus ideales y hasta de su humanidad. 

La película logra transmitirnos la emoción de muchos momentos. A quienes gustamos de rememorar los años de nuestra adolescencia la película nos apela con el íntimo goce del héroe en la comunión con el grupo, en cantar a pleno pulmón –todos juntos– sonoros himnos, en compartir mates rutinas y brillantes sueños con almas gemelas, en el auroral milagro de encontrar un amigo.

Luego, poco a poco, para el héroe Riemelt llegan las experiencias de crueldad, de hipocresía, de desengaño. Los momentos en que el Sistema –sea eso lo que sea– le obliga a uno a mancharse las manos y, peor, a mancharse el alma. Las inexplicables, increíbles arbitrariedades, el despotismo de los esbirros insignificantes, la mentira elevada a programa, el imperio y el privilegio de los deliberada, manifiestamente Peores, la constatación de que la vulnerabilidad o refinamiento le convierten a uno en reo de lesa debilidad. Hablo de las escenas de la batida en el bosque, de los fugaces lapsos en que el chico, en el cuadrilátero, vacila (¡pero no debe vacilar!), de la camaradería y la retórica brutales (y falsas) del preboste local, de la encrucijada del amigo entre conciencia y familia, de la terrible prueba, desgarradora, reveladora, decisiva, en el lago helado. Pues bien, todos estos hitos de la trama están rodados con fuerza y con convicción.

Hay más momentos. En uno de ellos, el personaje, en medio de una tormenta de nieve, mira hacia atrás y ve lo que deja, un error de su vida, la sede inolvidable de un aprendizaje amargo. Y enfrente está el camino, abierto y ancho, pleno de incertidumbre pero al tiempo invitador. No tenemos más que una maleta y dieciocho años, nos golpea la nieve, damos el primer paso de nuestra nueva vida. ¿Quién no ha vivido algo así?     (24-sep-11)

"El cuarto Reich" (1990), de Manie von Rensburg


Miré la Cruz del Sur, y era una esvástica besada por el sol
(Mi comentario a "El cuarto Reich" (1990), de Manie von Rensburg)

Me decidí por esta película esperando encontrar, a juzgar por el título, una fantasía política o una visión, distópica o delirante, de un nuevo/viejo modelo nacional. En realidad “El cuarto Reich” describe los avances y los propósitos de los grupos filonazis en la Sudáfrica de los tumultuosos años de la II Guerra Mundial, así como el heroico empeño de las fuerzas lealistas, encarnadas en el héroe de la historia, por contrarrestar el empuje de esos grupos.

Así resumida, la película puede parecer histórica, fiel a y explicativa de los hechos realmente acaecidos. No es el caso, puesto que, pese al siempre atractivo reclamo “Basada en una historia real”, la realidad histórica o política o social que sirve de fondo al relato es menos que esbozada: simplemente ignorada, o reducida a la mínima expresión.

Una buena razón para ello podría ser que los autores de la peli dan por supuesto que sabemos muchas cosas (lo que no es mi caso). Una mala razón, pero más plausible a mi juicio, es que el guión deja mucho, mucho que desear.

Porque la trama no se decanta por la crónica, cierto, pero tampoco por la reflexión socio-política (las escasas arengas son paupérrimas), ni tampoco, acentuando lo psicológico, por el duelo de caracteres entre el seudo-nazi Roby Leibbrandt y su cazador Jan Taillard.

No se sigue ningún camino porque el guión es muy pobre. Los diálogos carecen por completo de garra. No hay persuasión, ni emoción, ni una pizca de originalidad o de gracia. Las escenas se suceden mostrando momentos de drama o de heroísmo, pero el autor es incapaz de insuflar un poco de vida o de emoción o de épica a lo que cuenta.

Dejando a un lado el nulo énfasis, la árida llaneza de los diálogos, la misma construcción de la historia ofrece algunos momentos sencillamente risibles (como el descubrimiento de la quintacolumnista, el pueril espionaje de Taillard en casa de ella o el inaudito no-interrogatorio del confidente apresado).

La interpretación, hasta donde puedo juzgarla, me parece igualmente mediocre. En el personaje que se parece a Sterling Hayden se echan de menos los ojos con que el mismo Hayden hubiera humanizado al personaje (ideal para él, por cierto). Su adversario filonazi es también únicamente una cara pétrea e inexpresiva. Y los demás personajes (esencialmente las dos mujeres) están demasiado desdibujados como para tener rostro.

Sólo se me ocurren dos o tres cosas positivas: una, que la ambientación es aceptable (aunque sin ningún alarde: es una ambientación de telefilme, o poco más); otra, que, pese a los defectos señalados del guión, hay que reconocer que la historia no está mal contada (el reclutamiento, el acercamiento, el enfrentamiento) –aun con esos hitos risibles a que me refería-.

Y una tercera, creo que la más importante. La trama de la cinta, y las “fuerzas en presencia”, me inspiran el deseo de saber algo más sobre Sudáfrica, ese extraño país donde se han cruzado tantas gentes heterogéneas (nativos, holandeses, británicos) y donde, en el período descrito en la película, incluso los nazis influyeron sobre las fuerzas nacionalistas que tan poderosas llegarían a ser, desde 1948 hasta los años de Pieter Botha y los trenos inquietantes del supremacista Terreblanche.    (21-sep-11)

"Saw" (2004), de James Wan


Una apuesta visceral por la educación en valores
(Mi comentario a "Saw" (2004), de James Wan)

Es incomprensible que esta película no sea de difusión obligatoria y frecuente en las escuelas públicas. Me consta el interés en ella de muchos docentes y centros católicos, pero se echa en falta su efecto benéfico en la educación laica.

Se trata, resumiendo mucho, de un bello canto a la familia y a los valores familiares: a la fidelidad, a la intimidad con los seres queridos, al calor de la vida hogareña. Qué hermoso ese momento en que el doctor, al fin purificado y desengañado, regresa contrito pero feliz con su risueña familia. ¡Sólo harían falta algunos acordes de violín para que a uno se le saltasen las lágrimas!

Un emocionante himno a la familia, sí, pero también una sabia y omnicomprensiva lección vital de Puzzle (Jigsaw), ese impar maestro de moral, ese gurú ético cuyo ejemplo debería guiarnos sin desmayo por el proceloso camino de la vida. De buena gana quisiera yo reproducir aquí sus enseñanzas, pero son tantos los consejos contenidos en los cien minutos de película que apenas me atrevo con una pobre enumeración.

Nos enseña el Filántropo a amar la vida y a estar agradecidos a cuantos nos la preservan (doctores, fotógrafos, fuerzas del orden, psicópatas juguetones…). Nos propone también modos de vivirla intensamente y, con la emoción y la seriedad de las grandes parábolas, nos enseña sin eufemismos el dolor y el valor del sacrificio.

En su apasionada defensa de una formación moral lúdica, el Filósofo nos persuade de la importancia relativa, instrumental, del cuerpo (“y si tu cuerpo te hace pecar…”). Asimismo, en el mismo espíritu del juego, muestra a nuestra imaginación el camino para llegar más y mejor, siempre jugando, a los sentimientos de los demás. Y no son baladíes su seriedad respecto de las reglas prefijadas –en estos tiempos de disciplina laxa– y su apostolado de una leal colaboración entre todos los participantes en el juego.

En estos tiempos de lamentable devaluación de la cultura del esfuerzo, merece a mi juicio especial loa la constancia invencible con que el Maestro imparte sus enseñanzas teóricas y prácticas (pedagógicamente maridadas en el recurso del juego, ese primogénito, pero desheredado, vástago de la LOGSE). No menos encomiable, ni menos provechosa para nuestros adolescentes engolfados en juegos hueros, me parece la cosecha fructífera de su imaginación, capaz siempre de desbordar sus propios límites en pos de la edificación humana de sus beneficiarios.

¿Acaso, damnificados ya por la ESO, las doctrinas de Puzzle, ese Gran Hombre, ese Altruista sin igual, pueden pareceros –al menos en esta mi modesta exégesis de su riqueza inagotable– ligeramente abstractas, o incluso desapegadas de la vida real y sus gajes? Error craso sería, y error que sólo dos ejemplos bastarán para enmendar. “Saw” ofrece –una joya entre sus mil– una soberbia lección sobre cómo no volver nunca a meter la pata. Y además, no pocos jayanes mimados o solteros mal acostumbrados pueden sentir al verla la llamada sutil, inefable como un efluvio, a limpiar, alguna vez, su cuarto de baño.                (19-sep-11)

"Quemar después de leer" (2008), de Joel y Ethan Coen


Las apariencias sólo engañan a las apariencias
(Mi comentario a "Quemar después de leer" (2008), de Joel y Ethan Coen)

Otra de esas “obras menores” de los hermanos Coen, otra muestra del talento de los Coen para la pequeña relojería. Una trama doméstica, pulcra y de piezas bien encajadas, que me recuerda especialmente a “Fargo”.

Escenarios cotidianos, como un gimnasio; tipos corrientes, como sus monitores, un funcionario del montón o una dentista; cruces de intereses prosaicos y de poco vuelo, de vanidades ínfimas (unas memorias, una cirugía estética) y de aspiraciones intranscendentes (un novio por internet, un polvete de chuleta); finalmente, malentendidos, violencia, los caracteres, desbordados e incapaces de comprender, atrapados en un desenlace absurdamente sangriento.

Todo ello en un guión preciso, en tono de comedia, bien escrito, bien graduado, bien estructurado, que sabe interesarnos desde el primer momento.

La dirección, propiamente, no existe, o es inteligentemente invisible, sumisa por completo al argumento. Existe la interpretación, que es brillante en todos los caracteres: el cabreado Malkovich, la neurótica McDormand, el tontorrón Pitt, el gilipollas Clooney, la arpía Swinton. En esos caracteres de trazos bien marcados, como en un cómic, que tan bien saben crear y desarrollar los Coen.

El telón de fondo es de espionaje, de secretos, de paranoia. La trama funciona sobre la asunción de que hay Secretos recónditos, de que Grandes Potencias o Grandes Sumas pueden comprarlos, de que Nos Vigilan; en suma, toda la faramalla conspiranoica adquirida en décadas de guerra fría (y de “cine frío”). Por desgracia, la realidad es más pedestre: uno puede encontrarse la factura de la lavandería, el papel puede no interesarle a nadie, y quizá es nuestra cornuda mujer la que nos acecha para ponernos los cuernos con más impunidad…

Los Coen se ufanan en revelarnos ese íntimo malentendido, en desenmascarar nuestros viciados hábitos mentales, en mostrarnos hasta qué extremos puede llevarnos nuestra insignificancia. Al final, queda el desconcierto, la paradoja, cadáveres sin otro por qué que el miedo o la presión, el vicio o la vanidad, en suma, la irracionalidad, el azar, un mal momento en un mal lugar. “¿Qué hemos aprendido?”, se preguntan al final. Y es apenas una pregunta de comedia, en ese momento de abrumador desconcierto, cuando todo se ha ido de las manos y de la cabeza.

Ha habido dos escenas de violencia, con cuatro caracteres implicados. Y en ellas es donde, a mi juicio, radica el punto débil de la película. Son perfectamente paralelas, e implican a dos caracteres bastante tangenciales de la historia. No revelo ningún secreto si confieso que el personaje de Clooney, pese a su brillantez y gracia, queda al margen de la historia central, y ello aun estando en conexión con las dos mujeres de la trama. En una reacción desafortunada (y poco plausible, a mi juicio), es él quien precipita el desenlace.

Quiero decir con esto que, vista de cerca, la trama puede presentar momentos innecesarios, caracteres marginales, rarezas psicológicas. Pero, tratándose de un guión de los Coen, es preciso ver la película muy de cerca para encontrar algo que no sea una modesta perfección de relojero.      (18-sep-11)

"Resacón en Las Vegas" (2009), de Todd Phillips


¿Y si "memoria" viniera de "memo"?
(Mi comentario a "Resacón en Las Vegas" (2009), de Todd Phillips)

Aplicar el nombre de “comedia” a este producto me parece degradante para un género que ha dado tanta gloria al cine estadounidense y tanto placer a nosotros, sus espectadores. Para “bajar el nivel” se habla de “comedia gamberra”, y nosotros podríamos invocar la astracanada, en su versión menos imaginativa y más ordinaria.

Se trata de un humor de brocha muy gorda, con continuas alusiones sexuales, generoso uso de tacos, y bromas incorrectas no sólo políticamente. Más de la mitad de la comicidad de la cinta descansa sobre los hombros de Zach Galifianakis, interpretando a un tarado pródigo en barrabasadas. La presencia de bromas o recursos o términos picantes es abrumadora. Y “naturalmente”, cuando aparecen en escena un viejo, o una putilla, o un chino, hay aún más motivos para el jolgorio.

Muy frecuentes son también las apariciones o los encuentros o las revelaciones sorprendentes. Un tigre en el dormitorio, la embestida de un automóvil, la inopinada boda de un personaje. El guión avanza, y funciona, acumulando sobresaltos (desconcertantes más que graciosos).

Naturalmente, para ello hay que ocultar lo sucedido durante la despedida de soltero, y lanzar a los caracteres a averiguarlo. Esto se logra con una rotunda elipsis de los hechos acaecidos, yuxtaponiendo el brindis de inicio de la francachela al penoso despertar del día siguiente. El vacío de esa noche, en el relato y en la cabeza de los protagonistas, es lo que su peripecia habrá de rellenar y explicar.

Como se ve, hablamos ya de otra cosa. Hablamos de construcción, de una escena inicial (reflejando el momento crítico de la trama) a partir de la cual se vuelve al principio absoluto, de una elipsis en el relato que deberá ser colmada, del éxito final en cubrirla incluso con imágenes (cuya exhibición acompaña –habilísima ocurrencia– a los créditos finales). En una palabra, hablamos de la arquitectura de la historia, no ya de su contenido.

Y esa arquitectura es muy plausible, tanto como la agilidad de la narración. No hay cabos sueltos, y la acumulación disparatada del resacoso despertar (el bebé y el tigre inesperados, el amigo y el diente desaparecidos, etc.) va explicándose y resolviéndose paulatinamente. Hay altibajos obvios (la segunda escena con Tyson, la súbita y facilona resolución final, las apariciones incomprensibles de Heather Graham), pero a cierta altura de la peli el paladar de uno ha dejado de ser exigente.

Los consabidos momentos de vídeo musical, las bochornosas intervenciones del antipático chino, las ridículas y sosas tonterías con el tigre, es mejor ignorarlos. De hecho, si uno ignora por completo ese elemento “insignificante” llamado “diálogo”, el guión resulta bastante aceptable, y desde luego denota un “savoir faire” y un conocimiento cinematográficos (hay alusiones a títulos como “Tres solteros y un biberón” o “La fiera de mi niña” –aunque a “Resacón…” le falta un Cary Grant, pese a los intentos de Bradley Cooper–) dignos de mejor empeño.     (16-sep-11)

"12" (2007), de Nikita Mihalkov


Nuestra verdad es siempre más grande que nosotros
(Mi comentario a "12" (2007), de Nikita Mihalkov)

Para juzgar esta película no hay enfoque más desencaminado que la comparación con la obra magistral de Sidney Lumet y Reginald Rose. Y ello pese a que las referencias de “12” a “Doce hombres sin piedad” sean explícitas y continuas. Pero a mi juicio las dos obras son muy dispares tanto en sus objetivos como en su realización. La clásica opta por la condensación, por el puertas-adentro, por el diálogo, por la situación; la versión de Mihalkov se decanta por la dispersión, por el puertas-afuera, por los monólogos, por los personajes.

La obra se desparrama en el espacio y en el tiempo. Espacialmente hay esos interludios de “desastres de la guerra” o de “escenas de prisión” (además del confuso final); también el escenario, ese polideportivo escolar provocadoramente anchuroso. Temporalmente, la pieza se alarga hasta alcanzar dos horas y media de duración. Ambos excesos, a mi juicio, perjudican a la película.

Importa, no sólo lo que pasa en escena, sino también, y casi más, lo que pasa fuera. El elenco es debidamente heterogéneo, para permitir a todas las figuras de la Rusia contemporánea acceder al proscenio. Y ahí están el trepa, el negociante, el burócrata, el funcionario corrupto, etc. Y están en calidad de tales, convocados con un obvio propósito socio o tipológico, con un ánimo de realismo socio-político. A estas alturas ya es claro: nada que ver con el pintoresco muestrario del clásico de Rose-Lumet.

Aquí cada uno cuenta su historia, con pelos y señales, tomándose su tiempo, y sin paños calientes. Todos son reconociblemente rusos (incluso el abyecto productor televisivo), y no pocos son terriblemente rusos, apasionados, excesivos, residentes o aspirantes del delirio. Esos monólogos a los que se entregan delatan, en muchas ocasiones, caracteres dostoievskianos, que han tocado fondo y han querido llegar aún más allá, y que justo en el límite de la alucinación alcanzan la lucidez.

Lástima que esos caracteres no siempre encajen con los personajes, lástima que los personajes aparezcan a veces encarnados por actores imposibles o sencillamente mediocres. Lástima, sobre todo, que esos monólogos no estén tocados por la mano transfiguradora del arte. Vemos la pasión pero falta el toque de artista que nos la transmita conmocionadoramente, que nos impida que olvidemos en el acto –lo que, ay, nos sucede– los testimonios ardientes de los caracteres.

No le pedíamos tanto a “Doce hombres sin piedad”… Claro que no, pero es Mihalkov el que plantea una historia ambiciosa, honda, global. Y, habiendo prometido tanto, la decepción es grande: el guión, sencillamente, no está a la altura de la tradición teatral de su país. Por recordar sólo a un autor, ¡que no hubiera hecho el creador de los maravillosos caracteres de “El jardín de los cerezos” o “Tío Vania” con esta docena de ciudadanos comunes encerrados en un gimmasio a decidir sobre la suerte de un acusado de homicidio!     (12-sep-11)

"127 horas" (2010), de Danny Boyle


Utillaje chino, sabiduría de mercadillo y otras meteduras (de brazo)
(Mi comentario a "127 horas" (2010), de Danny Boyle)


Este cortometraje estirado como un chicle es una bagatela paupérrima, aburrida e irreal. Publicitarlo como una película suena a broma, y tragárselo es picar, a costa de nuestro tiempo, el típico anzuelo hollywoodense.

Es una simpleza: un tipo queda atrapado en una grieta y trata de salir de ella. Eso es todo: el resto es sólo aire, un relleno a ratos facilón y a ratos pomposo, un patético empeño de alargar lo que daría para diez minutos de discretito documental del National Geographic hasta llegar, agónicamente, hasta los noventa minutos estándar vendibles como largometraje.

Lógicamente, como no podía ser de otro modo, la película es aburridísima. No pasa nada, y los sucesivos trucos u ocurrencias de este McGyver de pacotilla nos parecen casi desde el principio faltos de todo interés.

Por encima de todo, la descripción de la seudo-agonía del sujeto es irreal hasta repugnar. ¿Todo lo que uno piensa en circunstancias tan cruciales es “tenía que haber sido bueno con papá y mamá, y con mi chica”? Es ridículo. Desde luego que, en punto a realismo, la película no es “La muerte de Iván Ilich”, pero uno esperaría al menos una descripción o indagación digna de esos momentos en que se ve a la muerte frente a frente. Lo que esta película ofrece es tan superficial, tan pobre, tan absurdo, que casi no se cree. Cuando uno se enfrenta a la muerte, se enfrenta también a la propia vida vivida (que es algo mucho más amplio, denso, profundo, comprehensivo, que estos irrisorios accesos de moralina facilona y grotesca). En una palabra, irrealismo desmesurado y decepcionante, superficialidad casi enfermiza, moralinismo de genuino sabor americano, psicología cero (cuando no de signo negativo).

El producto es infumable. Le ponen chicas (las dos del principio: ¡solucionado un cuarto de hora!, la guapísima novia del tipo: ¡bonita atracción comercial, para endulzar el tostón!), le añaden bastante jueguecito de imágenes (simultáneas en pantalla, efectos fotográficos, etc.), le echan unas gotitas de paisaje espectacular y de música rápida (que si no la gente se duerme, diablos), pero ni aun así. Resulta un rollo pretencioso que, como otros intentos del pedante de Danny Boyle (como por ejemplo “La playa”), tiene ínfulas de mensaje o de reflexión existencial y no pasa de videoclip hueco.

Es todo un vídeoclip. El tipo se pasa el tiempo rodándose, con su supercámara ideal para fines de semana “lejos de la civilización” (y naturalmente acaba siendo lo que pretende ser: una imagen sin fondo). Y el rodaje de su historia, si bien es indudablemente habilidoso (considerando los estrechos límites físicos del lugar done transcurren las 127 horas), es también un simple videoclip tontorrón, nervioso y obstinadamente ágil. ¡Pero no había necesidad de ser “ágil” con una historia tan estática y dramática como ésta!

Al final –y esto dará idea del mérito de la película- aprendemos una cosa de la terrible prueba sufrida por Aaron Ralston. Es una lección para la vida que puede quedar como duradero legado de esta película en nuestros espíritus. No, no tiene nada que ver con telefonear de vez en cuando a papá o con contar con los demás al planificar nuestras excursiones. Es mucho más hondo y provechoso que todo eso. Se trata de “no confiar en las navajas chinas cuando uno sale al campo”. ¿No es una maravillosa lección que extraer de una gran odisea de supervivencia?      (11-sep-11)

"Promesas del Este" (2001), de David Cronenberg


Estrellas de puntas muy afiladas en un cielo rojo sangre
(Mi comentario a "Promesas del Este" (2001), de David Cronenberg)

“Promesas del Este” no es una película sobre la mafia rusa. Hay mafiosos rusos en ella, y se nos muestran usos y rituales al parecer idiosincráticos (las mutilaciones significativas, la ceremonia de investidura), pero esta exhibición casi etnográfica es puramente enunciativa, no reflexiva. Compárese la descripción llena de sentido y de profundidad (la familia, el honor, las inercias malditas) de la mafia italo-americana en “El padrino” con el muestrario pintoresco de rarezas del film que comentamos y se verá lo que quiero decir.

Esto no pretende ser una descalificación de la película puesto que, en mi opinión, la cinta nunca aspiró a ir más allá del mero entretenimiento ni a desbordar los límites de una ficción digna y condensada. Y estos propósitos, a mi juicio, están sobradamente logrados.

El mérito es de un guión extremadamente sobrio y eficaz. El prólogo es debidamente impactante y el desenlace debidamente convencional, pero el desarrollo delata a un autor cinematográfico más que notable. Por encima de todo, el filme sabe ser interesante, y hay algo muy original y casi virtuoso en esa intriga sostenida, aparte de por las gestiones providentes de Naomi Watts respecto del bebé, por el latido –por el simple latido– de algo ominoso que se cierne sobre ella desde el principio. Un plus de mérito lo aportan detalles como los minutos de suspensión, y de clara angustia, hasta nuestro descubrimiento del destino de una víctima peculiarmente inocente.

El notable guión sostiene una historia de una breve hora y media, y lo hace cargando el énfasis en los personajes, que son escasos pero imponentes. La caracterización, la excelentes interpretaciones, los pulidos diálogos, los convierten en un repertorio memorable. Todos brillan (quizá la que menos la guapa Watts), pero en mi opinión Vincent Cassel y Armin Müller-Stahl deslumbran. (Un curioso secundario, dicho sea de paso, es el viejo director polaco Jerzy Skolimovski.)

La dirección de David Cronenberg tiene el mérito de servir dócilmente al estilo del guión, o sea, es seca, eficaz, bien contrastada, suavemente impactante. Sin renunciar a rasgos de su estilo más truculento (esas ocasionales exhibiciones de carnalidad –que recuerdan la repugnante “Existenz”–, como el parto, los degüellos o la lucha en carne viva), se adapta a la perfección a esta historia de interiores (y muy pocos: casa de la Watts, hospital, restaurante, muelle del puerto, poco más), rodada con una parsimonia que deja flotar, y posarse, esa nube de oprobio que sobrevuela el relato.

Poco convincentes, una concesión, son, por supuesto, el final (dirigido a “restablecer la legalidad” moral y estética hollywoodense) y, asimismo, el recurso a la lectura en “off” del diario de la infortunada joven rusa. El uno descarta la tragedia a mayor gloria de Viggo Mortensen; el otro aporta un extra sentimental superfluo para quien está ya implicado en la historia, en ese plano emotivo, gracias a las vicisitudes de la Watts y su inocente protegida.   (8-sep-11)

"La sra. McGinty ha muerto" (1964), de George Pollock


La Gran Abuela te vigila, mequetrefe que a Talía cultivas
(Mi comentario a "La sra. McGinty ha muerto" (1964), de George Pollock)

Esta adaptación de Agatha Christie es un subproducto industrial de los años 60. No vale nada, y nadie en su sano juicio debería perder el tiempo viéndola.

Ya el inicio parece una burla o un error (puesto que ese prólogo de opereta, con el “bobby” trasegando una birrita, anuncia lo que sabemos que la peli NO va a ser: una parodia del género). Y luego llega la música: una melodía de “pin-ball” o de tómbola que le sienta a A. Christie como un tiro. (El énfasis musical en los bostezos, algo más tarde, va en la misma dirección torpemente grotesca.) Pronto nos damos cuenta de que este chusco abigarramiento anuncia una obra sin pulso.

Luego el relato cobra un tono más previsible y convencional. De hecho, demasiado, puesto que la falta de interés de las situaciones, la falta de vigor o chispa en los diálogos, y la falta de relieve de los personajes (en la compañía teatral hay un aparente excéntrico, una sonámbula visionaria, una hija-de-papá… pero todos son tan monótamente iguales…) encarnan lo peor del cine de género (no digo de la escritura de género porque, francamente, me cuesta creer que la novela adaptada sea tan mala).

Con la mente abierta a lo grotesco (gracias al exordio y a la partitura, como he dicho), uno podría encontrar hilarantes algunos pasajes, como la visita de la detective, junto a su aliado masculino, a la hermana de la asesinada, o como la prueba actoral de la anciana investigadora. Por desgracia, la visita es un pasilleo de comedieta, rodado sin la menor gracia –y arruinando de paso la importancia de esta primera pesquisa– y, en cuanto a la prueba, el doblaje español ridiculiza del todo la presunta gracia que el poema recitado por miss Marple pudiera tener.

Mención aparte merece esa “troupe” de actorzuelos (que ponen en escena, entre otras, obras de A. Christie: esta autorreferencialidad –que sin duda no se encuentra en la novela– es simplemente bochornosa). Son tan desvaídos y tan iguales, tan sosos en sus afirmadas idiosincrasias, que, ni (ya) “young angry men” ni (todavía) melenudos, le traen a uno a las mientes el famoso poema (referido a 1963, la película es de 1964) “Annus Mirabilis” de Philip Larkin (“…in nineteen sixty-three… between the end of the “Chatterley” ban / and the Beatles’ first LP”), puesto que, yes, “everyone felt the same, / and every life became / a brilliant breaking of the bank / a quite unlosable game”.

De la trama me niego a decir nada. No usaré el “spoiler” porque no hay nada que uno pueda “spoil” (valga el juego de palabras): es, simplemente, demasiado penoso, entretenimiento de la peor clase, la demostración de que el cine-basura, la escritura cinematográfica ínfima, no apela (o no lo hacía en los años 60) sólo al gusto juvenil.

Los anglófilos pueden consolarse culpando a la yanki Metro de haber echado a perder una pulcra historia británica de estricto ambiente británico. Quienes no lo somos habremos de vivir con el pesar de haber despilfarrado hora y media de nuestras vidas.    (4-sep-11)

"El ultimátum de Bourne" (2007), de Paul Greengrass


La primera víctima de la amnesia es el cinturón de seguridad
(Mi comentario a )

Aunque pueda parecer una paradoja, las espasmódicas circunvoluciones planetarias del despistado Bourne son una notable muestra de concentración narrativa. No hay historias secundarias, los personajes no se pierden en digresiones de ningún tipo, se dice lo justo y necesario (“ponme con el Ministro del Interior ruso”, por ejemplo, nada de “hagamos una reunión…” o “consideremos…”), no hay postales ni chistes, se está a lo que se está y como se debe estar (sin aliento, claro).

El episodio paradigmático a este respecto me parece el segundo (“El mito…”). “El ultimátum…” es un paso atrás, en lo que a esta característica se refiere. Los “malos” (por cierto, la pareja de “malos” Strathairn-Allen es aquí la mejor de la trilogía, siendo ya notables los dúos Cooper-Cox y Allen-Cox), los malos, decía, hablan como sacamuelas (se trata de mostrar la metamorfosis de Joan Allen, esa cordera con piel de loba) y, a mi juicio, el consabido marco de amnesia (la nebulosa de recuerdos inicial de Bourne y su progresiva afinación) aquí no aporta nada más que minutos innecesarios (no se puede decir lo mismo de la relación de Bourne con Julia Stiles, descrita con el habitual laconismo).

Por el contrario, las escenas de acción son lo que tienen que ser, lo son de un modo magnífico y, de remate, concentran –pese a toda la cacharrería ocasionada– la acción y la tensión. De los tres grandes momentos de acción de la película, la persecución “protectora” por los tejados de Tánger del sicario de turno es memorable, pero la cita-seguimiento-escolta del periodista en la londinense estación de Waterloo es sencillamente magistral.

¿Por qué? Primeramente porque nos introduce en la película sin remisión (nos concentra en ella, usando de nuevo el término clave). Y además, porque lo hace pese a ser sumamente larga (¡en cuántas pelis de acción uno se aburre al cabo de medio minuto de tiros o de patadas!). Las herramientas para lograrlo son fáciles de enumerar (¡pero no de dominar!): una sucesión de imágenes espléndidamente pautada (no vertiginosa o mareante, estilo “Moulin Rouge”), una sucesión que narra clara, comprensiblemente, mediante enfoques, barridos, planos cortos y demás recursos, lo que está pasando, y que es servida al espectador al cabo de un montaje pulcro, minucioso y efectivo, y en compañía de una vibrante banda sonora más que adecuada. El resultado, como he dicho, es una larga e inolvidable secuencia, cuajada por añadidura de ese realismo tangible, de ese pálpito de gran ciudad bullente, que es otra de las marcas de estilo (y de talento) de la serie Bourne. Pero de este realismo ya he hablado en otro de mis comentarios a estas películas.    (1-sep-11)

"El caso Bourne" (2001), de Doug Liman


El águila imperial se picotea la cola en París
(Mi comentario a "El caso Bourne" (2001), de Doug Liman)

Un elemento clásico, casi definitorio, del género de espionaje es, aparte del obvio marco internacional, la conspiración (el gran proyecto total, la traición, los agentes dobles o triples, la caza del cazador, etc.). Las pelis de Bourne llevan al extremo este rasgo: se trata de la CIA en lucha intestina, de americanos persiguiendo a americanos (con el mundo entero como parque de sus atracciones, o como circuito de sus frenéticos acosos y derribos), de un fantasmagórico megaplan que se revela como una caja de mil truenos.

Este ejercicio de vigilancia y cacería autista, esta serpiente planetaria que en la primera entrega de la serie se muerde la cola sobre todo en Francia, aparece descrita –curiosa, encantadoramente– con trazos bastante realistas. ¿Quién aparte de la Agencia norteamericana podría recurrir a tantos medios técnicos, a tantos y tan curtidos sicarios, a tal despliegue de recursos y personal? Nadie, y en este sentido la película es completamente realista. ¿Y quién sino un agente norteamericano podría exhibir semejantes dotes de intuición, semejantes aptitudes adaptativa y de supervivencia, semejante frialdad polar, semejante capacidad de reacción casi sobrehumana, semejante dominio de tal abanico de lenguas extranjeras? Obviamente nadie, lo que de nuevo refuerza el planteamiento realista de la película.

En una palabra: ¿alguien podría creerse una historia donde el poderoso o el héroe fueran otra cosa que norteamericanos (como esos ridículos villanos apátridas de James Bond)? Por supuesto que no. Por eso la serie de Bourne es tan encantadoramente verosímil.

(Añado entre paréntesis que los poderosos son aquí “los malos” un poco por error. Está la amnesia de Bourne, ha habido algún pequeño malentendido, en fin, todo el mundo es un poco impulsivo… Y luego están los “top secrets”, los testigos, la reputación, la maldita prisa que tienen todos y, claro, la patria. Porque, del lado de la Agencia, todo es por la patria, si hacía falta decirlo.)

(Y por cierto, también entre paréntesis, el ineliminable Bourne es igualmente “el bueno” también un poco por accidente. Es el pobre amnésico, el perseguido, el guapo; en fin, uno tiene que apoyar a alguien en esta vida… Pero hay que reconocer que el sujeto es un simple robot programado para liquidar y no ser liquidado. El tipo se lía con la Potente, pero qué menos; aparte de eso, tiene la expresividad, la personalidad, el idealismo o la vulnerabilidad de un “putching-ball” –que es lo que es–. Y hay que darse por contento, porque en la segunda peli –salvo una ridícula confesión que más parece un recado pendiente– la hechura metálica y hueca del héroe se exacerba aún más. Así que la identificación con él es, en parte, sólo “por exigencias del guión”. Seguimos sus peripecias y hazañas con el asombro que se siente ante un prestidigitador, no con la emoción y la solidaridad con que uno se identifica con esos protagonistas que saben hacerse querer y compadecer.)     (29-ago-11)

"El mito de Bourne" (2004), de Paul Greengrass


La vuelta al mundo en taxi de carreras
(Mi comentario a "El mito de Bourne" (2004), de Paul Greengrass)

La trilogía de Bourne tiene un encanto peculiar, que consiste en fusionar elementos clásicos de dos géneros, el policiaco y el de espionaje, de un modo deliberadamente realista y concentrado. Véamoslo por partes.

¿Qué es lo esencial (y a veces lo único memorable) en una típica peli policial de los años 60-70? Desde luego, no el proceso deductivo o la descripción de una atmósfera social o moral sino, trivialmente, la acción. La acción por antonomasia es la persecución, y la persecución por antonomasia, en esas despiadadas ciudades norteamericanas, es la persecución de automóviles.

Las pelis de Bourne (y esta segunda destacadamente) se entregan sin rebozo ni mesura a ese recurso setentero (aquilatado en joyas como “Bullitt” o “French Connection”). Cualquier coche de la calle, incluso el taxi más desvencijado, le sirve al héroe Bourne, en cualquier lugar del mundo, para lanzarnos al alarde técnico y de adrenalina de diez minutos de carrera a muerte por calles debidamente saturadas de gentes y vehículos. Y hay tres carreras en “El mito…” (por Goa, por Berlín –aunque aquí se trata sobre todo de una carrera a pie– y –una chulería de la industria hollywoodense, supongo– por Moscú).

Por supuesto, no hay que tomarse todo este ajetreo muy en serio. No se trata más que de fuegos de artificio para entretener al poco exigente (en este caso) devorador de palomitas. Un entretenimiento que es todo lo que la película pretende (y logra con creces: de ahí mi calificación, más o menos la máxima que puede atribuirse a una cinta sin otra pretensión que la de hacernos matar el rato). Pero aun sin dar mayor importancia a la “manía persecutoria” de la cinta, hay dos cosas que decir en elogio de la misma.

La primera es que en mi opinión las persecuciones son técnicamente soberbias, de una verosimilitud, un ritmo, una tensión y un acompañamiento musical fuera de serie.

La segunda, más importante a mi juicio, es que optan por un planteamiento realista, callejero, que las hace, sencillamente, inolvidables. Nada de rodaje en estudio, nada de efectos especiales (o efectos demasiado ostensibles), nada de maquetas, etc. No, lo que estas carreras nos ofrecen son desplazamientos reales (o que percibimos como tales) por ciudades reales y entre gente real. De las tres persecuciones de “El mito…”, la de Berlín es sencillamente fabulosa (se trata de la carrera a pie de Bourne): tenemos la impresión de estar ahí, en la estación de Berlin Alexanderplatz, entrando y saliendo del tranvía, corriendo entre la gente, sintiendo alrededor el aliento de la megalópolis. La impresión de Moscú no es tan física, pero la trama de las calles moscovitas se puede palpar (ese momento de carrera paralela a ambos lados del río Moscova…).

(Al encanto de la serie de Bourne, desde el punto de vista del género de espionaje, así como a la concentración que señalaba como una de sus características esenciales, me referiré en mi comentario a las otras películas de la trilogía.)       (28-ago-11)