1 jul 2013

“El Yang-tsé en llamas” (1966), de Robert Wise


Un artículo sobre “El Yang-tsé en llamas” (1966), de Robert Wise


Para ser una película de Hollywood, “El Yang-tsé en llamas” está cuajada de momentos dudosamente digeribles por el patriotismo norteamericano al uso. Vaya por delante una muestra de algunas de estas “lindezas”: un soldado de la Marina estadounidense incita a un ganapán chino a pelearse con y a dar una paliza a un compañero de navío, de oficio y de bandera; los tripulantes de un barco militar norteamericano piden a gritos, ante una turba de extranjeros hostiles, la entrega de uno de los suyos a esa turba, sabedores e indiferentes al hecho de que será ejecutado tan injusta como implacablemente (petición vociferada que es un acto a la vez de nula camaradería, de deslealtad profesional, de sedición militar y de renuncia patriótica); el capitán del mismo barco considera seriamente, contemplando su pistola reglamentaria en la soledad de su camarote, la posibilidad de suicidarse, avergonzado y humillado ante el conato de rebelión de que ha sido testigo (y víctima) por parte de una marinería abyecta; un misionero que ha renunciado por vergüenza a su nacionalidad estadounidense maldice su exbandera (y todas las banderas) y reprocha al envarado militar llegado para salvarle su ciego orgullo, su dañina irresponsabilidad y los crímenes cometidos en nombre de su paternalismo nacionalista; un marinero abandona el barco y deserta del servicio simplemente para amancebarse con una mujer nativa a la que ha conocido, y de la que se ha prendado, en un burdel; otro marinero manifiesta ante su superior, en el momento de mayor peligro, que va a desertar para vivir en una misión, y que para él “ya no existen enemigos”… y la enumeración de actos e intervenciones “dudosas” desde el punto de vista de un patriotismo ortodoxo (no digamos desde el de un patrioterismo zafio) podría continuar. Si se considera que el filme data del año 1966, o sea, del período de la intervención de los Estados Unidos en Vietnam, y que gira en torno a una modesta y vetusta cañonera patrullando los ríos de la China interior (so pretexto de proteger a sus nacionales que ejercían tareas de misión o simplemente residían allí –como quizá lo hacía aún entonces la famosa escritora Pearl S. Buck–), en un momento (1926) en que nacionalistas y comunistas se baten tanto por el control del país unificado como por sacudirse la tutela, y hasta la presencia, extranjera; si se considera todo esto, habrá que reconocer que “La cañonera del Yang-tsé” es en realidad una atípica, anacrónica, casi escandalosa o blasfema, película hollywoodense.

Ya he dicho que la enumeración de escenas chocantes (tratándose de una película centrada en la Marina de los Estados Unidos) podría continuar. Dos más me vienen a la cabeza: en una de ellas asistimos al relato, parsimonioso y detallado, de una real humillación del colonialismo “yanki” cuando un general nacionalista chino clausura una legación diplomática, arría la bandera de las “barras y estrellas” para izar la de la China nacionalista, y ofrece a la tropa estadounidense la opción de regresar a su barco bien escoltada o bien derrotada (el relato cinematográfico se recrea en el espectáculo de los soldados “yankis” recibiendo, en su paso a través de las calles de la modesta población china, una lluvia de cáscaras de frutas, mondas de patatas y huevos podridos, así como en las lágrimas del oficial al mando y en la vergüenza de los soldados deseosos de quemar sus uniformes, tan mancillados por la humillante retirada); en otra escuchamos las últimas palabras de Steve McQueen, finalmente alcanzado de muerte por los disparos de los asaltantes chinos: unas palabras tan poco heroicas, tan poco retóricas, tan deprimentes (o sea, tan poco “americanas”…), como “yo estaba en casa, ¿qué ocurrió?, ¿qué diablos ocurrió?”.

Recordar la muerte de McQueen nos lleva ya a la memorable (y prolongada) escena final, en la que ciertamente navegamos por aguas profundas: los reproches del misionero al capitán (Richard Crenna) se contrapesan con la necesidad sentida por éste de redimir a su tripulación y a su navío (¿y a sí mismo?), mediante el combate heroico (forzando el paso a través de la barrera de barcas y maromas), del oprobio del conato de sedición –en aquel momento, decisivo y nefasto, de la exigencia por el populacho sanguinario de la entrega de McQueen (para hacerle pagar por la muerte de la mujer china, de la que evidentemente no es autor)–. El heroísmo sería así la compensación de la vergüenza (vergüenza por el miedo, por el abandono, por la deslealtad). Y, naturalmente, el pretexto para estas sutiles compensaciones –y quien acaba pagando con su vida el precio de las mismas– serían civiles inocentes como el misionero o como sus estudiantes “protegidos” (ellos mismos en una situación ciertamente confusa y convulsa…). En fin, ya he dicho que navegábamos por aguas profundas… (ello sin insistir en el hecho de que los protagonistas de estos toma-y-daca éticos son soldados de la Marina de guerra de los Estados Unidos…).

Puesto que estamos comentando la escena final, es preciso ensalzarla, desde otro punto de vista, como un éxito memorable de localización, de fotografía y de rodaje teatral (o, si se quiere, “operístico”): se trata de veinte minutos fascinantes en que uno no sabe si lo más admirable es la elección de ese patio inmenso, con un proscenio (en que tienen lugar el diálogo, las interpelaciones solemnes, el conflicto de valores), con columnas dispersas (que servirán en su momento de hitos o de escondites para los tiradores), con bastidores (en los que se deciden el sacrificio de Crenna o de McQueen, cada uno por sus particulares razones) y con “gradas” (esos tejados desde los que el “público” disparará a los caracteres, y a sus convicciones), en lo que es un verdadero escenario de tragedia clásica; o si hay que ponderar más la prodigiosa fotografía, igualmente nítida que onírica, de este ámbito iluminado por la luz azulada de la luna y de la noche despejada; o si lo más digno de alabanza es, en realidad, el fluido y suntuoso rodaje en este anchuroso escenario, en que entradas y salidas, diálogos y carreras, tiroteos y muertes, se nos trasladan con la misma fluidez, cercanía e intensidad que si se hubieran rodado en un interior (¿debido al talento escenográfico de Wise, director al fin y al cabo de “West Side Story” o de “Sonrisas y lágrimas”?); prefiera uno lo que prefiera, no hay duda de que el efecto combinado de los tres factores es magnífico, y dudo de que quien haya visto una vez la película pueda olvidar sus veinte minutos finales, entre la llegada a la misión Luz de China del destacamento del “San Pablo” y el cierre final, con los tres cadáveres del misionero, de Crenna y de McQueen contemplados con una mirada que pronto es de conjunto, y que luego toma una ligera, solemne, meditabunda elevación.

Es muy curioso el título original de la película, porque procede de un juego con el nombre de la cañonera (que se llama “San Pablo” y, se nos dice, proviene de la guerra hispano-cubana, casi treinta años antes). Los marineros del “San Pablo” se llaman a sí mismos, jugando con la similitud fónica entre español e inglés, los “sand-pebblers” (término que, en el vocabulario del mar, se refiere a unos guijarros arenosos que al parecer se encuentran en algunos bajíos). Y así es como se llama la película: “The Sand Pebblers”.            (28-junio-13)  

“Cantando bajo la lluvia” (1952), de Stanley Donen y Gene Kelly


Un artículo sobre “Cantando bajo la lluvia” (1952), de Stanley Donen y Gene Kelly


En los años ’80, y hasta en los ’90, se incluía a veces esta comedia musical entre “las diez mejores películas la historia del cine”. ¿Pero merece tan alto rango crítico “Cantando bajo la lluvia”, ya sea como simple comedia, o como pieza musical, o como obra que mezcla ambos tratamientos?

Como comedia, la película basa su humorismo en unos pocos elementos: en primer lugar, el tránsito del cine mudo al sonoro, con todas las rarezas y dificultades de ese tránsito (la escena de la grabación con el micrófono escondido enfrente, y luego en el escote, y luego en el hombro de la actriz incapaz de habituarse a él, la falta de sincronía imagen-voz en la sala de proyección de aquellos filmes primitivos, el aire tan rudimentario, y al tiempo tan pintoresco, y al tiempo tan ufano de sí mismo, de aquellas producciones tan arcaicas, de aquellas “rutilantes” estrellas mudas, de aquellos guiones, diálogos y géneros moldeados como barro y flexibles como chicle); en segundo lugar, la increíble, imposible, insufrible voz de la “diva” del cine mudo Lina Lamont (encarnada abnegadamente por Jean Hagen), con todo lo que ello implica para su propia carrera en el sonoro y para la eclosión a lo largo de la trama de los talentos vocales de la pizpireta Kathy Selden (una jovencísima Debbie Reynolds de diecinueve años, igual de apabullante en su inocencia que en su fotogenia), talentos que, a su vez, junto a muy femeninos y justificados celos, desencadenan hilarantes rabietas en la Lamont, ciega y sorda a su nulidad vocal y al hecho de que el galán Don Lockwood (Gene Kelly) sólo la “adora” en las páginas de la prensa rosa…; en tercer y último lugar, el personaje de Cosmo Brown (representado por Donald O’Connor), el viejo amigo y conmilitón de Kelly, cuyas múltiples aptitudes incluyen las de componer, cantar, tocar el piano, bailar hasta el delirio, idear títulos de películas, tener ocurrencias geniales, ser sarcástico, ser entusiasta, ser de ayuda y, no en último lugar, aprovechar al máximo su peculiar rostro para dibujar mil carantoñas expresivas y risibles.

El guión hace un uso continuo y muy dinámico de estas fuentes de comicidad, y el tratamiento es siempre amable, alentador e intranscendente; de modo que la impresión final es de una comedieta muy entretenida, muy benévola y muy superficial. Como comedia, “Cantando bajo la lluvia” es, en conjunto, un apólogo sobre las virtudes, o las ventajas, de ser positivo ante los contratiempos, de tener buenos amigos, de estar enamorado, de reír, cantar, bailar y hacer que los demás rían, canten y bailen también, y, claro está, de gozar de las cualidades necesarias (el humor, el cuerpo, la voz, el ánimo) para lograr todo eso. En suma, una inyección de confianza, jovialidad y entusiasmo que, por su irreal o imposible, ideal o increíble, atmósfera anímica, sólo puede obrar sus efectos sobre la gente que está de antemano dispuesta a recibirlos…

Como película musical, “Cantando bajo la lluvia” recupera y agrupa unas cuantas canciones dispersas, escritas por Arthur Freed y Nacio Herb Brown quince o veinte años antes. Las canciones, y los bailes que las acompañan, son de una gran variedad de tonos y ritmos, lo que redunda también en la fluidez y el agrado con que se contempla la película. Voy a desglosar canciones y bailes en tres tipos: en primer lugar, están los momentos de música muy ágil, frenética, que propicia exhibiciones acrobáticas de los bailarines, virtuosismos de vodevil en el uso jocoso, infatigable, casi mágico, bien de instrumentos musicales (los violines en el número “Fit as a Fiddle”) o bien del propio cuerpo y del atrezzo, acaso modesto, disponible sobre la escena (como en el enloquecido, epiléptico, número “Make Them Laugh”); en segundo lugar, están los momentos corales, multitudinarios, en que directores y escenógrafos se entregan a un delirio de colores, de movimientos de grupo, de perspectivas geométricas (siguiendo en esto al pionero Busby Berkeley): son momentos que a mí al menos me sorprenden por su modernidad, por su imaginación visual, por su estructura acelarada, caleidoscópica, sorprendente (¡como si fueran videoclips rodados en 1952!), momentos entre los que destaca, naturalmente, el larguísimo y complejo número “Broadway Rhythm”; en tercer lugar, están los momentos íntimos, las melodías para dos, animadas en soledad por dos balarines cuyos corazones laten al unísono con la música: uno de estos momentos tiene lugar entre Kelly y Reynolds, en el estudio vacío pero “vivificado”, y es un precioso remanso en el film, en que la sintonía de movimientos/sentimientos y el sutil diálogo de los dos cuerpos que alternativamente se acercan y se separan nos evocan el misterio y la magia de la (verdadera) danza, su fina expresividad, su honda humanidad; el otro momento de intimidad tiene lugar en el centro de “Broadway Rhythm”, y liga a Kelly con Cyd Charisse (que, dicho sea de paso, se ganó un nombre en la historia del cine gracias a estos simples cinco minutos de rodaje), en un fantástico diálogo que, sólo con música, sólo con pasos de danza, sólo con un dominio absoluto del cuerpo y de sus recursos expresivos, nos describe de modo tan bello como enérgico la relación entre los dos sexos (la seducción, la confusión, la ensoñación, la decepción), hasta culminar en la inolvidable secuencia (con una puesta en escena digna casi de “Tristán e Isolda”…) en que Charisse danza envuelta en un larguísimo tul, que flota en torno a Kelly como el aire delicado, bello, envolvente, suave, poderoso, del “Eterno femenino”...

Inevitable, evidentemente, hay, como se ve, entre las canciones de la película  (canciones no siempre con letra, como sucede en el dúo Kelly-Charisse, y canciones, dicho sea de paso, a menudo de letras francamente pueriles), piezas que me gustan más y otras que me gustan menos. Todas las escenas cantadas están bien rodadas, al servicio de piezas que se han vuelto clásicas (“Good Morning”, “Singin’ in the Rain”, “All I Do is Dream of You”) y que son siempre, por supuesto, simpáticas, dinámicas, estimulantes y “edificantes”. En cuanto a los bailarines, es evidente que se trata de verdaderos especialistas, con un sentido excepcional del ritmo y de la fisicidad (Kelly y O’Connor sobre todo, pero también Charisse y Reynolds). Kelly es un auténtico atleta y O’Connor un verdadero contorsionista, y los dos son acróbatas manifiestos. Pero naturalmente esas proezas que resultarían geniales en un circo pueden no ser demasiado significativas para la calidad intrínseca de una película... Y, desde luego, mi preferencia es por las escenas en que se expresa, se sugiere o se comunica (he ofrecido algunos ejemplos), por encima de aquellas en que simplemente se brinca, o se trepa por las paredes, o se chapotea, o se zapatea como seres atacados por el baile de San Vito…

El examen de la película no estaría completo sin algunas observaciones acerca de cómo la comedia y la música se encuentran y se mezclan en ella. Y hay que decir que, a diferencia de tantas películas del mismo género, “Cantando bajo la lluvia” integra bastante bien historia y canciones, peripecia y números musicales. Naturalmente hay partes musicales que están introducidas “con calzador” en la trama (el dilatadísimo “Broadway Rhythm”, notablemente), pero otras surgen con toda naturalidad de lo que se cuenta (“All I Do is Dream of You”, “Moses Supposes”, “Singin’ in the Rain”). No hay que repetir que las canciones reflejan (e intentan inspirar) siempre un estado de ánimo optimista, esperanzado, enamorado de la vida. Es un acierto de la película que, en todos sus aspectos, sea mesurada (ni demasiadas canciones, ni demasiadas “interrupciones” musicales, ni demasiada trama, ni demasiada duración): esto también la convierte en una obra amable, que se contempla y se recuerda con cariño.

“¿Una de las mejores películas de la Historia?” A tenor de lo explicado, resultará evidente que no es esa mi opinión. He hablado de una comedia bonachona, de una serie de números musicales muy heterogéneos (quizá demasiado heterogéneos…), de un ensamblaje aceptable (por encima del usual en las obras de este género) entre argumento esencial y revestimiento musical: nada de todo ello justifica ninguna consideración hiperbólica de la película. Buenos momentos hay bastantes; momentos extraordinarios, de un verdadero impulso y logro artístico, más bien pocos (aunque verdaderamente son extraordinarios: pocas ilustraciones mejores de lo mucho que el baile tiene de metáfora del sexo, o de efusión del corazón, que los dúos Kelly-Charisse y Kelly-Reynolds, respectivamente: fragmentos de sentida expresión musical y corporal, acompañados de inventivos, coloristas decorados, y rodados con ancilar discreción). En cuanto a los avances (o los retrocesos hasta Berkeley) en el rodaje de ciertas escenas de multitudes danzantes, se me ocurre que para entrar en un florilegio de clásicos se requeriría algo más que colocar una cámara (aunque se haga en el techo, aunque se recree en geometrías) en unos cuantos salones de baile. De modo que, aun reconociendo los muchos méritos de la película, y aun habiendo disfrutado de su humor, de sus canciones, de su romántica peripecia, no seré yo quien expida a este dulce y ligero batido de chocolate blanco y negro, fresas como corazones y fresca agua de lluvia ningún pasaporte al Panteón del Séptimo Arte.              (12 de junio de 2013)

“Anna Karenina” (2012), de Joe Wright


Mis notas a “Anna Karenina” (2012), de Joe Wright


Esta enésima adaptación de “Anna Karenina” es ante todo un brillante ejercicio de estilo, un alarde de imaginación escénica y de expresión visual. Y, como casi todo lo que es alarde, brillantez, artificiosidad, suscita tanta admiración como poca emoción. Pero dudo mucho que emocionar con la consabida (y casi “desgastada” por el cine) tragedia de Anna Karenina pasara siquiera por la imaginación de guionista y director.

La obra es un auténtico festival de transiciones entre escenas, de movimientos entre decorados (movimientos que con frecuencia suceden ante nuestros propios ojos atónitos), de saltos abruptos o enlaces elocuentes entre localizaciones, entre estados de ánimo y hasta entre tonalidades cromáticas significativas. Todo ello al servicio de la premisa básica de la película: contar la novela clásica de León Tolstoi dentro de un teatro, un gran teatro decimonónico cuyas amplias posibilidades y abundantes rincones se explotan y se mudan a discreción, y con total desparpajo, ante nosotros; premisa básica, ciertamente, pero no premisa taxativa, pues la historia se abre ocasionalmente al campo, al aire libre, al modesto pero real marco de una isba rural.

 El sentido evidente de esta opción por el artificio teatral es retratar esa convencional, envarada, hiper-interconectada sociedad rusa del siglo XIX, cuyos miembros se vigilan y se censuran constante, penetrante, implacablemente; esa sociedad en la que los comportamientos vienen determinados sin tregua ni descanso por la lógica del “qué-dirán” y en la que, por tanto, la hipocresía es o acaba siendo un imperativo; esa sociedad en la que es imposible hablar, y casi imposible pensar o sentir, sin entrar a formar parte de un “espectáculo” social siempre inundado de luz, siempre envuelto en palabras y, ocasional, excepcionalmente (cuando se va más allá de transgredir la ley, cuando se llega, como Anna, a transgredir “las normas”, lo que es infinitamente peor…), saturado, intoxicado, acerado, de crueldad.

En este sentido, ¿qué diferencia hay realmente, para la alta sociedad rusa de la época, entre asistir a una representación teatral y hacerlo a una carrera hípica? Ninguna, puesto que el sentido social y el predominio de la dimensión social de ambas “ceremonias” son los mismos en uno y otro caso: luego dicha carrera bien puede tener lugar (¡y lo hace!) dentro del mismo teatro (lo que resulta, en no poca medida, una ocurrencia y una realización cinematográfica “virtuosísticas”).

Sería cómodo poder describir la historia como un diálogo entre interiores y exteriores, o entre naturaleza y teatro, o entre intimidad y sociedad, pero no resultaría exacto: el único interior verdaderamente “interior” es la conciencia de los personajes (esa conciencia en que nace y culmina la desgracia de Anna: el espacio del enamoramiento, de la pasión, de la culpa, del desamparo, de la desesperación) y el único exterior verdaderamente "exterior" se encuentra muy, muy lejos de Petersburgo-Moscú (en el campo abierto, en la vida esforzada y natural de quien trabaja la tierra, en las isbas de los “mujiks”); dicho de otro modo, todo en la sociedad es teatro, salvo en ese espacio remoto, primitivo, casi mítico o irreal, denominado “la finca” o “la hacienda” o “la cosecha”; aún de otro modo, la intimidad no es nunca el complemento de la sociedad, porque ésta es invasiva, asfixiante, colonizadora del menor estado íntimo (y por ventura que lo es –confesaría el Karenin dentro de nosotros–, pues son tan ciegos, tan salvajes, tan incontrolados, nuestros impulsos internos, como esos que llevan a la pobre Anna a su perdición…): la intimidad es un espacio simplemente “por defecto” –expresión ésta nunca mejor utilizada–, un espacio ignoto, silvestre, infestado de amenazas y trampas.

Por centrarme más en la película misma, anotaré que es también muy característico de ella el tono operístico: los diálogos son los justos, y en general son muy sobrios, pero la envoltura musical es apabullante, como el rol que se le confiere de definir o de describir la tonalidad de las escenas, de los caracteres, de los humores. Esta brillantez “operística” de la película (esas grandes escenas, esos movimientos suntuosos, esa música sinfónica tan expresiva) me parece no menos admirable que su artificio básico (la localización en un teatro).

Hay que mencionar, por tanto, con entusiasmo la banda sonora de Dario Grandinelli, que ha logrado una partitura decimonónica, opulentamente sinfónica –diríamos que “tchaikovskiana”–, verdaderamente maravillosa.

 Un momento fantástico en que la música y la realización lo dicen todo es, por ejemplo, el del baile, al término del cual Kitty sabe que Vronski no está interesado en ella sino más bien (¡y mucho más que interesado!) en Anna: sin palabras, con una cámara entregada al frenesí de la música, de la danza, de los corazones desbocados, y con una partitura inspiradísima, se nos describe en unos intensos minutos de puro cine  todo el torbellino de sentimientos heridos y de pasiones fatales desencadenados en ese baile y esa noche decisivos.

En un tono más ligero, las visitas de Levin a la oficina de Oblonski nos muestran a los burócratas subordinados a éste estampando sellos al unísono, rítmica, casi industrialmente: otro estupendo momento “operístico”.

Naturalmente, este tratamiento o tono “operístico”, como en general el planteamiento tan sofisticado de la película, no resulta tan efectivo en las escenas de intimidad o de reflexión que, lógicamente, son más frecuentes a medida que la historia progresa. La emoción intenta emerger a medida que decae el furor de la imaginería (lo que es evidente, y probablemente obligado, en la segunda mitad del filme), pero es un intento fallido (recuerdo, por ejemplo, la escena del perdón, cuando Anna convoca a su lecho de enferma de gravedad a los dos hombres de su vida; también su elección ulterior de Vronski, pese a todo –“moriría por mi hijo, pero no viviré así por él”, se expresa enérgicamente Anna en esa ocasión–; e incluso el momento cumbre, y a mi juicio poco convincente, del suicidio de la desdeñada, desesperada heroína).

Mucho más plausibles que esas escenas de intimidad lo son los escenarios en que se desenvuelven. Pienso ahora en la casa de Karenin, juiciosamente sombría, marmórea, repleta de maderas y de rincones oscuros, nobles, dignísimos: el hogar de un hombre abnegado, prosaico y severo. O en la de Vronski, ese espacio tan ansiado por los amantes, en el que éstos terminan, sin embargo, por des-encontrarse (esas bellas cenefas, de un azul intenso pero frío, reflejadas en la pared).

En cuanto a los actores, Vronski (Aaron Taylor-Johnson) no es convincente en absoluto (parece simplemente un “dandy” de rizados cabellos de un color imposible), y a Keira Knightley le faltan un punto de pasión y el fondo “oscuro” de Anna Karenina; pero Oblonski y Levin han encontrado en Matthee Macfadyen y Domnhall Gleeson, respectivamente, unos actores magníficos para encarnarlos, y Jude Law borda el papel de Karenin.

Hasta ahora apenas he mencionado a Levin, que es, como se sabe, el contra-modelo del microcosmos (o del “gran teatro”) moscovita-petersburgués: un hombre simple y sincero, un hombre del campo, cuya sentimentalidad sencilla no tiene nada que ver con la lascivia lúdica, risueña, de Oblonski, ni tampoco con la pasión arrebatada y devastadora de Anna-Vronski. Pues bien, la película traza con perfiles bien marcados la figura contrastada (“alternativa”) de Levin: muchas de sus apariciones suceden en exteriores (¡y son los únicos exteriores de la película, aparte de uno o dos momentos de plenitud de los dos amantes protagonistas –momentos bien efímeros, por cierto–!), y le acompañamos a veces mientras realiza tareas agrícolas o colabora en ellas (Levin es un pequeño hacendado, pero nada señorial ni despótico: es un hombre que “se arremanga” igual que sus siervos, y codo a codo con ellos); su casa es una casa de verdad, en la que él y su enamorada Kitty acogen (en una de las pocas escenas verdaderamente emocionantes de la película) al descarriado y moribundo hermano de Levin (hermano al que éste, al comienzo de la película, ha rendido visita en los altos del teatro, rodeado de poleas y de cuerdas, en lo que es una chocante y memorable escena); hay un momento bellísimo, en que Levin, subido a un carro, mira el horizonte y ve pasar a lo lejos a Kitty, a quien aún no se ha declarado por segunda vez (usando unos infantiles cubos de mesa con letras dibujadas, por cierto); y la película terminará precisamente con una imagen que evoca el mundo “saludable” de Levin: esa pradera inundada de luz solar ocupando el escenario y el espacio de la monumental sala teatral, como promesa de un día en que lo sencillo, lo natural, lo auténtico, invadirán el insano espacio del “teatro” en que hemos asistido a la tragedia de la pasión enfermiza de Anna.

La historia de Anna es, como es sabido, una historia de trenes: el incidente inicial (el accidente del obrero ferroviario) se nos recordará una y otra vez a lo largo del metraje, como un presagio (ruedas girando, el chorro de vapor, ruidos metálicos); y hay un momento en que el tren de juguete del hijo de Anna se transforma, en otra de tantas transiciones audaces y bellas de la película, en el tren real en que ella comparte viaje con la madre de Vronski.  

“Anna Karenina” es, en suma, una recreación muy original de la obra de Tolstoi, una obra que apela a y halaga la vista y el oído, pero que no toca el corazón. Hay que contemplarla como se contempla un juego de imaginación, una ilusión óptica, un trampantojo construido a la escala enorme de la novela original. Y hay que aplaudir, y no en poca medida, el exitoso intento de los autores (Wright y el prestigioso guionista Tom Stoppard) por demostrar que una nueva, original lectura fílmica de clásicos tan “literarios”, tan “prosaicos”, como “Anna Karenina” es siempre posible.       (9-junio-13) 

“Hotel Rwanda” (2004), de Terry George


Mis notas a “Hotel Rwanda” (2004), de Terry George


La acción de “Hotel Rwanda” se desarrolla en medio del torbellino de horror que sacudió Ruanda durante unos cien días de 1994, al cabo de los cuales ochocientos mil cadáveres de la etnia tutsi, víctimas de la orgía genocida de la mayoría hutu, cubrían la superficie del país.

La perspectiva adoptada por la película, frente a este trasfondo de salvajismo y de ensañamiento inconcebibles, es rigurosamente individual, doméstica, modesta, limitada: se trata de la peripecia personal y familiar de Paul Rusesabagina, gerente del hotel Mille Collines (propiedad de la compañía áerea belga Sabena) en la capital Kigali. Paul comienza como un sirviente eficaz, adulador, espabilado, ambicioso, de sus “amos” occidentales y nacionales, y evoluciona hasta convertirse en un Schindler ruandés, que acoge en el hotel a más de mil personas, sobre todo tutsis (siendo Paul mismo hutu, aunque no su esposa), en riesgo evidente de ser asesinados por el delirio genocida hutu.

El punto de vista adoptado hará que todo lo veamos, oigamos, sepamos, con los sentidos de Paul, que estemos situados casi siempre en el hotel (adonde nos llegarán las noticias del mundo exterior), que nuestra única inquietud inicial sea la misma de Paul (el bienestar de su familia), que nuestra comprensión y compasión se vayan paulatinamente ampliando (como las de Paul). Dicho punto de vista exigirá, naturalmente, que la presencia de Paul en escena sea constante.

A modo de ejemplo, nos llegan imágenes y noticias por las grabaciones callejeras semi-clandestinas del reportero, por las conversaciones con el oficial de los Cascos Azules o con la colaboradora de la Cruz Roja Internacional, por la ominosa emisora de radio del “Poder Hutu”, o por el avieso proveedor al que Paul debe visitar para asegurar los suministros al hotel…

Sólo en una ocasión Paul es testigo personal del horror (pues la agresión a un vecino al principio del filme no ha alcanzado aún esa escala): cuando se ve alevosamente encaminado hacia, y circulando sobre, una carretera literalmente sembrada de cadáveres.

Hay que mencionar ya, en relación con esta escena, otra característica de la película: es sumamente discreta en la exhibición de violencias y atrocidades (por ejemplo, en la escena mencionada una niebla lo cubre todo, de modo que más que ver adivinamos los cuerpos, y ni una gota de sangre nos sobresalta); hasta el punto de que sobre la masacre, diríamos, se ha tendido el tupido velo de un pudor o de una delicadeza casi exagerados.

Volviendo a la perspectiva individual, Paul es un hombre cuya mayor preocupación es su familia (la “familia extensa”, digamos: pues la suerte de sus sobrinas continuará preocupándole y ocupándole una vez que su “familia nuclear” está ya a salvo), y un hombre que se convierte en un salvador casi a su pesar, simplemente negociando (con sus habilidades de lacayo bien amaestrado por sus amos…) por su familia, simplemente extendiendo el cuidado de los suyos a algunas otras personas, y luego a más, y luego a más, por pura compasión, casi por debilidad, perplejo y desbordado ante la situación que inesperada e indeseadamente se le ha venido encima. En este sentido, Paul es un héroe totalmente plausible (un buen hombre haciendo favores por bondad), no un super-héroe inverosímil (consciente de su estatura épica, imbuido de grandeza y coraje sobrehumanos, bien pertrechado de elocuencia para defender su Causa, etc., etc.). Y es un hombre cuyas flaquezas presenciamos (ese impostado, ridículo señorío inicial del criado “parvenu”; ese gusto y don por la negociación, el compromiso, incluso el franco engaño; también ese emocionante, incontrolable, desmoronamiento, de puros horror, piedad y humanidad, justo después de regresar de la espantosa carretera cubierta de cuerpos muertos).

La perspectiva individual, si ayuda a la verosimilitud, al interés del relato (que es, dicho sea de paso, verdaderamente entretenido) y a la identificación con los caracteres, tiene como contrapartida que nos priva de una visión de conjunto, de una adecuada explicación del contexto, de un marco amplio del conflicto más allá de las pinceladas iniciales y de las opiniones, al hilo de los acontecimientos, del soldado o del periodista, de la televisión o del general. Por ejemplo, estamos tan absortos por los informes acerca de los progresos de la matanza, y por cómo los matarifes se ciernen cual sanguinarios depredadores sobre el hotel, que las noticias de que en realidad en Ruanda hay una guerra con dos bandos (¡no sólo un genocidio!, ¡no sólo una mayoría asesina exterminando a una minoría!), de que los rebeldes tutsis han tomado Kigali y de que este hecho militar va a suponer la salvación de los refugiados del Mille Collines, nos sorprende con la dudosa eficacia de una solución “deus ex machina”.

La película es, como he repetido o dado a entender hasta la saciedad, “particular”, íntima, doméstica, no global, no épica, no política o histórica. Pero Terry George no oculta los hechos esenciales: aparte de la masacre a escala casi inimaginable, los orígenes del conflicto (en el dominio colonial belga), la responsabilidad francesa en el suministro de armas a los criminales hutus, los eufemismos vergonzantes de la administración Clinton para justificar o excusar su inacción (“se trata de ‘actos de genocidio’, no de ‘genocidio’”), las sutilezas similares que maniatan a los Cascos Azules (“fuerzas de ‘mantenimiento’ de la paz, no de ‘imposición’ de la paz”), el desinterés de Occidente por la carnicería en el centro de África, el hecho desolador de que, para la opinión pública internacional, ser africano es aún menos que ser negro (como el soldado de la ONU reconoce amargamente a Paul)...; un par de intervenciones decisivas, cuando todo parece perdido para Paul, ponen de manifiesto que la larga mano del colonialismo (francés, belga) puede aún mover, o detener, los hilos en África, incluso en medio de una tormenta de odio étnico, es decir, aparentemente irracional, intestino, incontrolable...

Narrativamente, la película evoluciona mediante una serie de crisis que amenazan a Paul, a su familia y, luego, a los refugiados del hotel; crisis sucesivas que Paul va superando por medio de su posición, de su dinero (o del dinero del hotel), de su sangre fría, de sus contactos nacionales e internacionales, de su astucia e imaginación (los satélites norteamericanos “viéndolo todo”, el futuro tribunal internacional ante el que él testificará, o no, a favor de uno u otro general…), de sus innatos “savoir faire”, inteligencia situacional, don de gentes y perspicacia psicológica.

Una evaluación justa de la película ha de tener en cuenta sus premisas: esencialmente, la perspectiva elegida y la contención descriptiva. Pues bien, la película es tan contenida que acaba conteniendo su propio efecto y, tibiamente, no terminamos ni del todo horrorizados (pues no asistimos, en persona, a demasiado horror) ni del todo indignados (puesto que si “todo Occidente” es culpable, o responsable, ¿qué culpa podemos tener los pobres de nosotros, insignificantes como somos?) ni del todo apiadados (pues, al fin y al cabo, los únicos ruandeses que vemos son los protegidos de Paul, que crisis tras crisis van soslayando la tragedia –e incluso las propias sobrinas de Paul terminan por aparecer al final, sanas y salvas–). Como se trata de una historia individual contada de modo decididamente particular, cuesta mucho abstraerse o evadirse del estrecho (aunque super-poblado) círculo de Paul, hacia emociones o conclusiones más generales o externas, más políticas o históricas.

Hay otra razón para esta “tibieza” en que, un poco avergonzadamente, nos encontramos al final, y es la deliberada contención artística (ya no descriptiva) de la película. El director opta por una realización modesta, funcional, casi televisiva, y elude también toda brillantez en la música o en el lenguaje visual. Ignoro si lo hace por respeto a la “estricta” verdad. Pero, en mi opinión, el gran arte (al menos, el cinematográfico) se caracteriza por trascender (sin traicionar) la “estricta” verdad mediante el empleo de recursos artísticos: es así como logra la universalidad, la apelación profunda a nuestra humanidad, la emoción y la comprensión más allá de lo inmediato, la “catarsis” (por emplear la palabra que Aristóteles usaba para referirse a la tragedia). “Hotel Rwanda” no quiere ser un documental, pero no acierta a ser una obra de arte. Se mueve en un espacio artístico muy limitado, muy modesto y muy cómodo; y lo hace al precio de no penetrar a fondo en la conciencia del espectador. Los contados momentos en que la película se decide a ir más allá (por ejemplo, esas imágenes, con un fondo de canciones africanas, de los decepcionados niños abandonados bajo la lluvia por los rescatadores internacionales) entrevemos la gran obra que pudo haber sido, de haber partido de otras premisas que un relato tan estrecho y un tratamiento del mismo tan autocontrolado.                          (5 de junio de 2013)