1 ago 2013

“Oldboy” (2003), de Chanwook Park



Mis notas a “Oldboy” (2003), de Chanwook Park


Esta película es un “tour de force” modélico: empieza muy arriba (incluso literalmente: en una azotea) y, desde ese mismo instante, continúa subiendo, en tensión narrativa, en fuerza dramática y, sobre todo, en potencia visual.

Me apresuro a hablar de potencia visual porque esta potencia es, a mi juicio, el logro más impresionante y memorable de la obra: Chamwook Park es un auténtico maestro del lenguaje cinematográfico, que demuestra conocer y dominar todos los recursos (angulares, travellings, picados, primeros planos, efectos de “cómic”) y todos los registros (diálogo, violencia, drama, ensueño, intimidad…), todos los elementos expresivos (fotografía, música, efectos de sonido, iluminación, colorido) y todos los ritmos (la monotonía, la agilidad, la cotidianidad, la convulsión); en suma, todo aquello que ha llegado a constituir el lenguaje del cine, y que Chamwook Park ha asimilado, evidentemente, con tanta avidez como talento.

La película está plagada de alusiones a otras películas (aun sin haber rastreado esas alusiones a fondo, “La naranja mecánica”, “Amélie” y “Seven” son de inmediato reconocibles), pero cuanto pudiera haber de ecléctico en estas citas es dominado e incorporado a la perfección por un director brillante que sirve de principio a fin a su argumento.

Por desgracia, es justo en el argumento donde radican mis (escasas) objeciones a esta excelente película: se trata de una historia tan truculenta y tan morbosa, tan hiperbólica y tan cruel, que arrastra al director a excesos digamos… comerciales (o sencillamente dirigidos a halagar los instintos brutales de cierta audiencia, o, acaso, gustosamente cometidos por el gusto algo onanista de “epatar” a toda costa a cualquier público…). Excesos que Park no necesitaría en absoluto, dadas su admirables dotes artísticas, para contarnos de modo convincente y conmovedor una historia cualquiera, ya fuera trágica o lírica, ya íntima o épica.

Los guionistas de “Oldboy” se han complacido en lo tremendo (desde hacer que el protagonista se coma un pulpo vivo hasta escalofriantes momentos de “bricolage” dental, desde un horrendo crimen cometido con un disco compacto usado como navaja hasta una espantosa auto-mutilación digna de las peores pesadillas de “Saw”…), y Chamwook Park coloca su talento al servicio de estos delirios de la imaginación.

Pero junto a estos momentos hay que mencionar otros, en los que el tono es completamente distinto, y el efecto igualmente poderoso: la evocación del instituto;la estampa del columpio y la bici, entre el chico y la chica; la metáfora de la hormiga en el metro; el espléndido retrato del amor entre los dos adolescentes; la imagen de los dos Odaesus (Odaesu es, por supuesto, el nombre del protagonista), el actual y el joven, recorriendo en busca de sus recuerdos los antiguos escenarios estudiantiles…: todas estas son escenas bellísimas, rodadas por Chanwook Park con mano maestra, y envueltas en una luz y en una música simplemente perfectas.

Respecto a la música, he de confesar mi entusiasmo: lo que el director hace con partituras clásicas, o seudoclásicas, lo que hace con los violines barrocos y con Vivaldi, es sencillamente asombroso (por ejemplo, ¿cómo no quedarse estupefacto ante esa enfrentamiento a martillazos del protagonista, en el corredor estrecho, con una pléyade de sicarios del empresario de seguridad?: la combinación del lento y lineal movimiento de cámara, de la parsimoniosa y coreografiada pendencia, y de la armónica música de fondo, provocan un efecto inolvidable; comparado con este momento, las escenas de dentistas “amateur” envueltas en Vivaldi son casi convencionales…).

De nuevo contrapesando los elogios: ¿cabe prueba mayor de la vocación “epatante” del filme y de sus autores que ese engañoso e intenso momento inicial (cuando el héroe sujeta por la corbata, al borde de la azotea, al tipo a punto de caer)?: pronto aprendemos que el tipo contrariado no es realmente víctima de ninguna amenaza por parte de Odaesu sino, simplemente, un suicida al que Odaesu está impidiendo arrojarse (aún) al vacío… Dígase lo mismo (“epatar” por “epatar”, ser chocante por el gusto de serlo) de esa “pradera” en que Odaesu vuelve a la vida y que es, realmente, la azotea en la que  encuentra a dicho suicida...

El momento de la azotea me lleva a apuntar otro rasgo muy llamativo del filme: ese uso de frases sentenciosas, a veces repetidas en varias ocasiones (“Ríe, y el mundo entero reirá contigo; llora, y llorarás solo”; “Da igual que sea un grano de arena o una piedra: en el agua se hunden igual”); también es bastante característica una voz en “off” que alguna vez interpela directamente a Odaesu (esta relación despectiva del “narrador” con el personaje me trae a las mientes, no sé por qué, “Berlin Alexanderplatz”, la famosa novela de Alfred Döblin: ¿será acaso por tratarse “Berlín…” también del relato del “descenso a los infiernos” de un pobre desgraciado, como Odaesu?).

Tipos desgraciados, inadaptados, perdidos, lo son tanto Odaesu (rastreando la ciudad, martillo en ristre, en busca de sus victimarios) como la chica, Mido (esa cocinera aún infantil, abnegadamente ligada al quebrantado Odaesu), o como el personaje, imposible e inolvidable, del enemigo y verdugo de Odaesu (ese guapo millonario que no se separa del mando a distancia de su marcapasos, “para morir cuando quiera”, y que esconde una pasión y una sed de venganza míticas, faústicas, inagotables…).

La explicación de este nudo de odios y revanchas, de los porqués de tantísima y tan prolongada sevicia, es igualmente hipnótica que inverosímil, y uno, sin poder apartar los ojos de la pantalla durante la última media hora de proyección (localizada en ese ático del apuesto villano, donde Odaesu razona, lucha, aprende, comprende, se arrastra, se hunde… en una auténtica sinfonía de todos los abismos del corazón humano), siente que las explicaciones han llegado demasiado, demasiado lejos (el hipnotismo, el incesto, la venganza más allá de la venganza, el amor y el odio más allá de la vida y de la muerte…).

¡Pero qué final, o qué serie de finales sucesivos (este asombro también hay que expresarlo)!: esa lucha con el guardaespaldas (y se oye caer los cristales desmenuzados sobre el cuerpo tendido de Odaesu, en un momento de virtuosismo cinematográfico…); ese desdoblarse del personaje, cuando “cada paso que dé hacia la puerta será un año vivido” (extraordinario relámpago de elocuencia verbal y visual); ese abrazo en la nieve, por fin (y engañosamente) “a todo color”, entre Odaesu y Mido, tras el momento de hipnotismo…

No sé si la película es “redonda”, pero ciertamente es “circular”: al suicidio (o no) inicial (en la azotea) se corresponde el suicidio (o no) final (en el pantano); al suplicante Odaesu (herido en su celda) del comienzo se corresponde el suplicante Odaesu (herido en el ático) del final; al ambiguo comienzo (¿cuáles son las relaciones de Odaesu con su familia) se corresponde el ambiguo final (¿cuál va a ser ahora la relación de Odaesu con Mido, que es tanto para él?).

Hay que decir al menos una palabra al pasar sobre la excelente fotografía, sobre la pulquérrima ambientación, sobre la excelente selección de actores; y especialmente, hay que elogiar el impresionante despliegue físico y actoral de Choi Min-Sik, que cubre con solvencia todos los muchos registros del titán psíquico que es Odaesu.

Por no dar la impresión de desdeñar absolutamente el “mensaje” o la “intención” de los autores del filme, anotaré que la película sí admite alguna lectura más allá de la puramente estética (que, insisto, es la más relevante, y desde luego mi preferida en este caso). Se trata de una historia de venganza, o de venganzas (y de venganzas basadas en el amor). Pero el tema de fondo de la película me parece ser el de la justa medida de la venganza, es decir, el del justo precio que se puede pagar por ella. En un momento dado, Odaesu puede castigar a su torturador, pero decide no hacerlo porque para él lo más importante, más aún que vengarse, es saber, es comprender el porqué de su prolongado encierro (y ese ha sido precisamente el gran crimen de su vida: saber demasiado…). Sin embargo, tocante al amor, Odaesu preferirá al final no saber, u olvidar, o haber sido hecho olvidar. Parece que, en la “jerarquía de valores” de los guionistas de la película, la curiosidad se impone a la venganza, pero que nada puede, o debe, o debe por mucho tiempo, imponerse al amor...

No quiero profundizar más en esta línea porque es mi convicción que no es la “tesis” el punto fuerte de la película, sino más bien el tratamiento cinematográfico de la misma. “Oldboy” es una gran película en cuanto “película”, o sea, en cuanto obra de arte elaborada con un lenguaje y unos medios muy particulares y muy sofisticados. Chanwook Park domina ese lenguaje, y sus técnicas y herramientas, con tal maestría que, al servicio de un guión adecuado (un guión más serio y menos tremendista, un guión menos convulsivo y más universal que el de “Oldboy”), bien podría dejar para la historia del arte cinematográfico algún fruto imperecedero.     (30 de julio de 2013)

“El niño” (2005), de Jean-Pierre y Luc Dardenne



Un artículo sobre “El niño” (2005), de Jean-Pierre y Luc Dardenne


Al terminar de ver esta película me di cuenta, con un sobresalto, de que, emocional o incluso éticamente, el hecho central de la misma (la venta por un tipo de su hijo recién nacido) me había dejado completamente indiferente. ¿Qué me había sucedido?, ¿qué clase de inmunidad o de insensibilidad humana me había aquejado durante la visión de la película para no considerar ese acto aberrante más que como un simple hito del argumento?, ¿es que mi corazón se había vuelto pétreo?

Quizá sí, pero, de ser así, ello habría sido debido solamente al planteamiento y al desarrollo mismo de la película, en la que, casi desde el principio, cualquier tropelía cometida por el lamentable personaje encarnado por Jerémie Rénier (Bruno) nos parece posible, y hasta lógica.

Entramos de inmediato, desde que “el telón se descorre”, en un ambiente de amoralidad personal y social totalmente patológica, de comportamientos de una irresponsabilidad y una inconsciencia extremas: el par de tarados que son Bruno y la madre de su hijo, es decir, su novia Sonia (interpretada por Déborah François), han alcanzado (sobre todo él) un punto de autismo o de anestesia moral y social llegado el cual todo parece posible (él podría prostituirla o ella hacerlo de grado, él podría vender a su “banda” de chavalillos por dos reales, él podría incluso matar…).

De modo que, ¿qué es un hijo, sino una insospechada pero bienvenida mercancía, de la que, bien negociada, se puede sacar un suculento fajo de billetes? Un bebé es un bien (de mercado), la paternidad no significa nada, el amor significa poco (y eso por ahora), los otros no cuentan, y el mañana no existe (de modo que, en cuanto se tiene algo de “pasta” en el bolsillo, ¿por qué no comprarse unas prendas caras, o alquilar un descapotable para pasar el día, o “quemar” el dinero de cualquier otra manera, y mañana ya se verá?).

 Qué completo impresentable es Bruno, ahí mendigando con el cigarrillo en los labios, entreteniéndose en darle coces, como un verdadero energúmeno, a una pared, soltando con desdén que “trabajar es de gente a la que le gusta que le den por el culo”…

Y qué atmósfera tan fea y tan miserable: los devastados suburbios industriales de Seraing y Lieja, escenarios de un hundimiento, o “paisajes después de una batalla”, de los valores otroras sólidos de la economía y la ciudadanía.

No es posible hacer, en esta película, generosas, progresistas, comprensivas interpretaciones sociales (Bruno y Sonia sólo serían víctimas de una magna crisis que les sobrepasa, la miseria de los pobres iría de consuno con su encanallamiento, sería la estructura socio-económica lo que habría generado comportamientos tan abyectos como el tráfico con la “carne de la propia carne”, etc., etc.), porque los dos personajes que los hermanos Dardenne nos presentan como personajes principales (y casi únicos) de su filme nos aparecen como sujetos deplorables que han elegido y abrazado, y que disfrutan a su modo, su vida al margen, una vida de auténticos “idiotas” (etimológicamente: egoístas) confinados en un mundo de mimos infantiles, de caprichos imbéciles, de avatares ciegos y deshilvanados en sus vidas a la deriva.

Hay un momento en que sentimos que estamos caminando por un terreno que, aun no siendo extranjero, nos resulta casi exótico, de tan raro: cuando el protagonista, como siempre falto de dinero, vende su cazadora en una tienda de segunda mano. Le ofrecen un euro por ella, y lo acepta. Pero, nos preguntamos (desde nuestra cómoda posición, sin duda), ¿cómo se puede ofrecer un euro por una prenda de vestir?, ¿y cómo se puede aceptar? (Una pregunta similar: ¿cómo se puede alquilar la propia vivienda por un período de UNA SEMANA? Es lo que Bruno ha hecho mientras Sonia se encontraba en el hospital, dando a luz). Es evidente que los hermanos Dardenne nos han llevado a un sub-ghetto del Cuarto Mundo europeo, en que esas transacciones imposibles no extrañan a nadie.

La película enfatiza la peripecia individual de Bruno y Sonia para hacer resaltar con mayor fuerza la culminación de esa peripecia, que es, nada menos, la redención de Bruno (o quizá, de los dos, si es que la comprensión de sus ruinosas vidas, comprensión que parece alumbrarse también en Sonia, vale igualmente como elemento de redención). Pero, por desgracia, la redención de Bruno es, cinematográficamente, muy decepcionante; de modo que terminamos la película con la penosa impresión que el personaje nos ha causado, sin el alivio (pretendido por los autores) de verle redimido y vuelto “un hombre de provecho”; en otras palabras, la “inversión” hecha por los Dardenne, en el ánimo del espectador, en inquina hacia Bruno no “se compensa”, a la postre, con la satisfacción de ver a éste debidamente arrepentido y enmendado.

En efecto, pese a las evidentes intenciones de la película, planteada como una suerte de aventura psicológica dostoievskiana, o como una fábula policíaco-moral, la redención de Bruno, y las dos escenas que nos la muestran, son muy, muy poco convincentes. En primer lugar, está el hecho de entregarse a la policía para liberar a su joven compinche detenido de resultas del incidente delictivo en que sólo él, Bruno, ha logrado escapar; pues bien, las motivaciones de Bruno para esta entrega en comisaría no pueden ser más ambiguas: ahora que la “mafia” de los compra-niños ha puesto sus miradas en él (para hacerse pagar, con creces, los “daños y perjuicios” ocasionados por la devolución del bebé inicialmente vendido a ellos por Bruno), éste bien podría haber decidido “quitarse de en medio” hasta que remita la presión sobre él de esos extorsionadores; por otra parte, es dudoso que, para un tipo como Bruno, la cárcel sea un espacio de recapacitación, y muy dudoso que una vida de preso sea lo mejor que en ese momento puede hacer por Sonia y por su hijo. En cuanto a la segunda escena, me temo que no basta con mostrar en escena a dos personajes (Bruno y Sonia) mirándose y rompiendo a llorar para que la redención sea, a ojos del espectador, convincente: las escenas con lágrimas son siempre demasiado sencillas, y más aún si, como es el caso, no se hace uso del diálogo para expresar o entender lo que los personajes están experimentando en esos momentos de llanto.

De modo que, por mucha palabrería solemne que se le ponga (podría incluso hablarse del forzado baño de Bruno y su edecán en el río como de un “bautismo” del “nuevo” Bruno, puestos a hinchar de retórica grandilocuente a la película), la película falla sobre todo justo allí donde desea ser más convincente: en el giro final de los personajes, decididamente impulsados, mediante el noble gesto de entregarse tanto a la policía como a las lágrimas, hacia el definitivo enderezamiento de sus vidas.

La película falla en su resolución psicológica o moral, pero tiene grandes aciertos en otros aspectos: uno, por ejemplo, es la aparente facilidad con que logra mantener el interés y el ritmo, con una fluidez digna del mejor cine negro o policial; si se tienen en cuenta los escasos medios a que los Dardenne han reducido su utillaje artístico (no hay efecto alguno, rodaje semi-documental a pie de calle, uso meramente funcional de una cámara siempre a la altura de la mirada), si se añade que durante buena parte del metraje apenas se habla, y si se observa que, carente también de banda sonora, la película se sostiene “sólo” visualmente, no queda más remedio que aplaudir el talento narrativo de los hermanos Dardenne: como muestra del mismo, no puedo dejar de mencionar el último “golpe” de Bruno y su galopín (el “tirón”, la huida en la moto, la persistencia del perseguidor, el refugio en el río y en la casa de la ribera –en la que, por cierto, tras la disputa con Sonia, Bruno duerme arropado en cartones–).

Un recurso mucho más fácil que el talentoso, documental, minimalista, rodaje, es el título, tan simple que se abre a numerosas lecturas: la más simple o inmediata sería que el “niño” del título es tanto el bebé de Sonia y Bruno como el adolescente cómplice o ejecutor de éste en sus trapicheos, adolescente para salvar al cual (o quizá no) Bruno se entregará, casi al final, a la policía; pero “el niño” también puede ser el propio Bruno, egoísta e inconsciente él mismo como un niño. En fin, si se me permite terminar con una observación malévola, llamar a la película “El niño” deja todo el trabajo “verbal” en manos de los críticos o glosadores del filme: como el propio estilo de los Dardenne, es una invitación a ver o a decir más (a elaborar, a explayarse, quizá a trascender, quizá a desbarrar) de lo que realmente hay en la película, que, aunque rodada con honestidad de documentalistas, siempre con sobriedad y cercanía a los caracteres y ocasionalmente con evidente talento narrativo, es realmente muy poco, muy simple y muy triste.                (6-julio-13)

“El último rey de Escocia” (2006), de Kevin Macdonald



Un artículo sobre “El último rey de Escocia” (2006), de Kevin Macdonald


No creo que se pueda empezar (ni, quizá, terminar) el comentario de una película como ésta, rodada en estado de hipnosis ante la figura fascinante y espantosa del dictador ugandés Idi Amin, sin referirse a la creación, o recreación, o revelación (pues todo ello es), que de esa atroz figura de los años ’70 hace el actor que la interpreta. La encarnación de Idi Amin por Forest Whitaker es prodigiosa, apabullante, esclarecedora. Contemplarle ora puerilmente contento o juguetón o amistoso, ora arrebatado por la ira como por un rayo abrasador; verle accionar como un palurdo campechano, inconsciente o pródigo, pasar después a un desdén tajante y preñado de amenazas, incurrir luego en momentos o miradas que dejan asomar toda la sabiduría abrumadora y brutal de la selva, dejarse más tarde llevar por encantos o desencantos o reproches o rencores de una ingenuidad casi angelical; seguir con nuestra mirada hipnotizada (no menos que la del director de la película), fascinada como ante la armonía y el peligro ominosos de una serpiente, todos estos vaivenes, bandazos, vértigos, abismos anímicos, es verdaderamente una experiencia memorable en cuanto espectador de cine. En presencia del inspiradísimo Whitaker, uno se da cuenta del poder y del alcance de los grandes intérpretes, y de hasta qué punto su arte puede representar, explicar o profundizar en todas las facetas de lo humano. En este caso, Whitaker da vida, da voz, da sentido, da matices, da alma, a la personalidad legendaria, como artífice de horrores de dimensiones bíblicas, del espantoso regente de Uganda durante los años ’70. Y, sin duda, nos hace convincente (porque nos lo hace “posible”) al personaje.

Naturalmente, todo el guión, toda la película, gravita en torno a Amin/Whitaker. Pero la perspectiva adoptada para contemplar al déspota es muy peculiar. Lejos de seguir el curso de su acción política o económica interna, o de su inter-acción con su pueblo o sus tropas, o de sus cambiantes alianzas sobre el tablero internacional, la obra se plantea como un examen de Amin en su vida “palaciega”, cotidiana, familiar. Estas “estampas de la vida privada”, este “retrato cortesano” de Idi Amin, naturalmente menciona hechos históricos (el derrocamiento del predecesor Obote –por cierto, antiguo compañero de armas de Amin–, la desastrosa expulsión de los asiáticos de Uganda, el ambiente cuajado de revanchismos entre cabecillas, huecas aclamaciones populares y lealtades lábiles, la transición desde la promoción y el sostén británicos –pues Amin fue otro de tantos monstruos engendrados, criados y mimados por Occidente– hasta la vinculación, mucho más “dudosa”, a países como la Libia de Gadafi, o, finalmente, el muy conocido secuestro del avión de Air France que culminaría en la famosa Operación Entebbe), pero esos hechos históricos están al servicio de una descripción más densa y más  pormenorizada del gran personaje “en zapatillas”.

El armazón narrativo de esta pintura del espeluznante dirigente lo da su relación con un joven médico escocés llegado a Uganda casi por azar, y sin otro propósito que huir de su provinciana familia, vivir aventuras y ver mundo. La película seguirá la conexión entre ambos, desde su encuentro casual hasta su trato más íntimo (cuando el escocés se convierte en y ejerce ufanamente de “consejero áulico” del dictador), y desde éste, a través de algunos hitos de dolorosos descubrimientos personales por parte del doctor, al ensayo y luego, por fin, el éxito en huir de una “corte” y un “príncipe” que se han convertido para él en una peligrosísima “jaula de oro” (el doctor dejará el país entre los rehenes no judíos que fueron liberados en Entebbe, gracias a la mediación del sátrapa Amin –o eso, al menos, es lo que éste declara con vanagloria a la prensa extranjera–).

La relación entre el joven doctor y el maduro presidente se nos cuenta con los ojos, o desde la perspectiva, de aquél, y es esto lo que da a la película su tono particularmente “palaciego” o “doméstico”. Dada la personalidad del joven doctor, la peripecia toma además unos giros y unos matices a veces chocantes y a veces inverosímiles. Y es precisamente en este momento del comentario de la película cuando más lejos nos encontramos del entusiasmo inicial que nos inspiró la interpretación de Forest Whitaker, un entusiasmo que a estas alturas casi hemos olvidado (claro está, hasta que Amin/Whitaker reaparece de nuevo en escena).

Dicho con toda claridad: el dichoso mediquillo escocés es un auténtico gilipollas que cae mal desde el principio, con esa despectiva actitud hacia su familia, su ambiente y la perspectiva de ejercer su profesión en su entorno, con ese ridículo desdén por Canadá, con esa auténtica obsesión por acostarse con la mujer del prójimo (de todos los prójimos, para decirlo con más exactitud), con esa idiota e irresponsable complacencia en la dorada “amistad” ofrecida por el dictador, con esa asombrosa falta de curiosidad por el mundo a su alrededor (él, un doctor), con esa alegre disposición a que los demás paguen el precio de sus ilimitados caprichos.

El personaje del doctor, necesario para que Whitaker/Amin realcen a nuestros ojos (es siempre difícil decidirse entre singular y plural, tratándose de interpretaciones tan excepcionales como la de Whitaker), arrastra a la historia, por causa únicamente de su lamentable personalidad, por meandros dudosos cuando no ridículos, inverosímiles cuando no indignantes. El chiquillo es responsable, nada menos, de la muerte de un ministro leal a su patria, de la de una de las mujeres de Amin (con la que el chico ha tenido un lío, faltaría más –y que, por cierto, es castigada con la muerte y el desmembramiento, en la escena más repugnante de la película, escena al parecer completamente ficticia–), del aborto del hijo engendrado con ella y, como postre, del sacrificio de un médico indígena que cambia su vida por la del doctorcito británico para que éste pueda huir con los rehenes liberados y contar en el extranjero la verdad sobre Amin (¡como si el doctor no tuviera interés en que muchas cosas de las que él se benefició no se supieran!): como se ve, una serie encantadoramente interminable de víctimas involuntarias del buen doctor…

Dejando aparte la “vitalista” personalidad del doctor (“¡ya pagarán otros la factura!”), su presencia como punto de vista narrativo nos priva de algunos momentos que hubieran sido impagables pero que, evidentemente, por coherencia no podían figurar en el filme: por ejemplo, no asistimos a la caída de Amin (dado que el foco es la peripecia del doctor, la película culmina cuando éste logra por fin escapar de Kampala en el avión de los exrehenes); y tampoco vemos a Amin “en acción”, es decir, cometiendo u ordenando ejecuciones o matanzas (y hay que mencionar esto como mérito de la película pues, aun sin mostrarnos esos crímenes, el Amin íntimo nos abruma con el puro horror de su presencia, de su mirada, de su voz, hasta el punto de que nos parece que no hay atrocidad, en el mundo exterior al palacio, que no pueda emanar del tempestuoso gigante cuya intimidad contemplamos). Sólo en un momento Amin se entrega, ante nuestros ojos, al horror, y es, naturalmente, un momento “palaciego”: cuando ordena la tortura del desleal doctor. Respecto al horror “exterior”, sólo vemos unas fotos (fosas comunes, matanzas raciales, cadáveres en cunetas) que el cínico diplomático inglés muestra al inconsciente mediquillo escocés.

Tal como el guión de la película los entiende, uno de los caracteres (Amin) es “un niño; eso es lo que le hace tan jodidamente temible”, y el otro (el médico) es un ser irreal, para el que “la muerte será la primera cosa real que va a pasarle”; en realidad, se me ocurre que pueden entenderse justo al contrario: Amin es un ser irreal, que la interpretación de Whitaker torna en uno de pesadilla, y el médico es un ser infantil, que la encarnación de McAvoy convierte en un gilipollas. En cuanto a la relación entre los dos, si no es rotundamente imposible, es rotundamente inmadura.

Empecé con Whitaker/Amin, y terminaré con él (como ya advertí que podría suceder…): es imprescindible ver esta película en versión original, a fin de apreciar el trabajo realizado por el actor con la dicción del inglés, que en sus labios se torna en una “segunda” (tras la tribal) lengua natural, simple, de escuela primaria, pronunciada con la melodía y el ritmo rudimentarios de un bruto iletrado, ofuscado, cuya verbalidad es tan física como su mentalidad. La dicción de Whitaker del inglés pedestre de Amin es en sí misma una proeza interpretativa, y un deleite para el espectador. Pero quizá es tiempo ya de poner fin a los epítetos, y a este largo artículo que ha acabado por convertirse en un ditirambo.          (5-julio-13)

“No” (2012), de Pablo Larraín


Un artículo sobre “No” (2012), de Pablo Larraín


En la mente de los productores de esta película quizá no hubo al principio más que el deseo de recuperar y de mostrar al mundo, en el vigésimo quinto aniversario de los acontecimientos descritos en la película, el muy rico y sorprendente material televisivo rodado con ocasión del histórico plebiscito chileno de 1988. De algún modo, por alguna persona, se planteó la conveniencia de insertar todo este metraje semiolvidado en un relato cinematográfico, en vez de armarlo en un formato más documental. Ignoro si fue en este momento cuando intervino Antonio Skármeta, para escribir la obra teatral en que, al parecer, se basa el filme, o si los cineastas recurrieron a la pieza teatral, previamente existente, sólo una vez pergeñada la idea básica para la película. Sea como fuere, el relato narrado en “No” es, precisamente, el de los creadores y los avatares de la decisiva campaña electoral de resultas de la cual el régimen pinochetista se vino abajo.

Lo dicho hasta ahora, aun vago y conjetural, nos permite ya abordar críticamente algunos aspectos de la película:

a) A mi juicio, la película hubiera ganado en fuerza y en interés si se hubiera rodado como puro documental. Digo esto porque la envoltura dramática de la historia real de “No” me parece, en general, fallida. Las relaciones conyugales del protagonista René (Gael García Bernal), un publicista exitoso y acomodaticio, y su mujer, una valiente activista política, son un tanto confusas, y nunca llegan a interesarnos ni a emocionarnos. En cuanto a la tensa simbiosis entre René y su patrón (un Alfredo Castro que me parece de lo mejor de la película), hay a lo largo de la cinta varios amagos de real enfrentamiento entre ambos, pero que nunca llegan a cuajar como seria amenaza que pueda involucrar al espectador en el destino arriesgado de René. Dígase lo mismo de los seguimientos o las advertencias al osado publicista por parte de los hombres del régimen. Acaso porque, realmente, el autoritario gobierno chileno no estaba en ese momento para abandonarse a las tropelías cometidas quince años antes o, más probablemente, por la falta de más nervio en el guión o en la dirección de la película, el caso es que todas las bravatas de los prebostes de la dictadura (“si yo abro esa puerta, usted tiene que cerrar los ojos”) nunca llegan a impresionar al espectador distante o desapasionado, no digamos a inspirar simpatía o piedad por René y los suyos. En resumen, a la película le falta “gancho” desde el punto de vista del “drama”, de los personajes y de sus avatares, de lo emocional o lo emocionante en la historia narrada. Y la pobre compensación ensayada, repitiendo una y otra vez las escenas entre René y el niño (ya se sabe que los niños son un recurso emocional seguro…), no es suficiente para insuflar verdadero sentimiento o pasión al relato. 

b) Como la película flojea por el lado dramático (ya lo he dicho: carece de fuerza, hay reiteraciones innecesarias y fatigosas, no se transmite la obvia tensión subyacente en el Chile de octubre de 1988, el suspense no existe, los recursos de identificación con los caracteres realmente tampoco, etc., etc.), la apuesta por la vertiente documental (frente a la ficcional) se incrementa mediante una fotografía y una iluminación artificiosas hasta la distorsión. La película nace de o gira en torno a material televisivo, publicitario, documental; visto que nada puede igualar su impacto (o que, al menos, la envoltura dramática no lo logra), los autores parecen haberse preguntado: “¿Por qué no rodamos toda la película como si toda ella fuese de verdad un documental de aquella época?”. Recurso principal para ello: una fotografía a veces difuminada, inepta para los perfiles nítidos, semi-abrasada por la luz radiante. Y hay que decir que a veces el resultado es muy plausible: me gusta especialmente la escena de la concentración del campo del “No” en la víspera del plebiscito, rodada con tal habilidad que, gracias a esa fotografía “documental”, se pueden combinar o confundir imágenes sobre el mismo acontecimiento rodadas entonces, en 1988, con otras rodadas ahora, en 2012 (René con su hijo o su esposa). En otras, en la mayoría de ocasiones, se nos impone, sin embargo, la desalentadora impresión de estar viendo una película continua, deliberada e innecesariamente mal fotografiada.

c) Tratándose de los “spots” del plebiscito de legitimación convocado por el general Pinochet, y de las personas y peripecias que los idearon, los rodaron, los socavaron, los contrarrestaron, etc., uno esperaría encontrarse con una película “política” (es decir, una película acerca del poder, de los juegos del poder, de la pugna por el poder…). Pues bien, aunque decir esto pueda parecer una paradoja, la película no es “política” en absoluto. De acuerdo en que aparecen un par de reuniones ministeriales (se discute acerca de las respectivas campañas de partidarios y detractores del régimen), en que un ministro fantasmón, un “mascarón de proa” del régimen, profiere algunas amenazas (y hasta certidumbres), en que asistimos a reuniones de partidos, a manifestaciones, a intervenciones policiales y a recuentos de votos; pero todo esto no gira casi nunca en torno al hecho de que en el país hay una transición en marcha y de que un régimen (y unos hombres) tendrá (y tendrán) que suceder a otro(s), todo esto no se refiere casi nunca al “hecho en sí” de la política sino, como mucho, a la proyección o representación de la política. En este sentido, así como uno de los políticos profesionales deja una reunión enfurecido ante el escamoteo por los publicistas de los hechos crudos de la dictadura (muertes, exilios, desapariciones), de igual modo un espectador interesado en la pura política podría muy bien dejar la sala no menos enfadado ante el sesgo impreso a los hechos históricos por el director de esta película, naturalmente siguiendo en esto las huellas de los publicistas retratados (especialmente, de René). (No hay que decir que todas mis simpatías se dirigen, naturalmente, a ese hombre personal y colectivamente agraviado, íntima y políticamente concernido, que se retira del “circo” publicitario entre improperios escandalizados). Esta ausencia, o proscripción, de la política en un obra sobre el plebiscito chileno de 1988 merece una explicación más detallada.

La película no es sobre política, sino sobre la mercadotecnia de la política; no es sobre la gente común, sobre los problemas cotidianos, sobre las percepciones ciudadanas, sino sobre la influencia en la gente común, sobre las versiones (o perversiones) audiovisuales de los problemas cotidianos, sobre la manipulación de las auténticas (y a la postre irrelevantes) percepciones ciudadanas. En cuanto al puro horror de la dictadura (el espanto de los crímenes cometidos, con y sin cadáveres que entregar a la paz de las tumbas), la película evita toda referencia detallada o demorada, nos lanza a vuelapluma cuatro cifras (sólo escritas, sólo legibles) de exiliados, desaparecidos, etc., y se sacude el engorroso asunto de las atrocidades pasadas y los atropellos presentes con un capirotazo desabrido; sencillamente, como dice literalmente René a los representantes del bloque anti-pinochetista, “el tema no vende”.

Así que lo que prometía ser una película política aparece en realidad como una película sobre mercadotecnia y sobre la competencia entre dos grupos de publicistas por hacerse con una “franja de mercado” mayor que la del rival. Que ese “mercado” sea una sociedad que ha conocido durante quince años el horror, la abyección, la amputación de derechos y libertades, la miseria más lacerante junto a la opulencia más obscena, etc., etc., no parece tener mayor importancia. Una implicación desalentadora del modo de pensar, y de actuar, de René y sus cofrades sería que incluso una sociedad como esa, que tanto ha visto y tanto ha no visto, es maleable, que incluso a esa sociedad se le puede convencer con una tonadilla tontorrona y cuatro estampas de felicidad convencional; dicho de otro modo, que no hay grupo humano, sea cual sea su historia o su experiencia, inmune a los poderes casi taumatúrgicos de la manipulación publicitaria; llevando la idea un paso más allá, la profesión (de fe y de vida) del creador publicitario sería que, frente a la propaganda, la política no pinta nada (y estos son los dos polos opuestos en el núcleo de la película: propaganda y política) o, a lo sumo, sirve sólo como pretexto, o como fuente de ideas o de tópicos, o como parterre de la verdadera contienda: la que se decide entre los medios de comunicación (o de formación) de masas.

Véase pues adónde hemos llegado silenciando esa “pesadez” fea, oscura, “invendible”, de la represión de la dictadura, y promoviendo en su lugar una estrategia “más comercial, más positiva, más colorista, más próxima a la gente” (ésta es la jerga): hemos llegado a desacreditar la política, o a degradarla a un papel ancilar. ¿Cabía imaginar conclusión más inesperada, ambivalente y desesperanzadora, en un filme rodado desde una óptica aparentemente (pero quizá engañosamente) progresista? Y naturalmente, llegados a este punto, presos de esta lógica, es muy fácil (y casi instintivo…) preguntarse: “Después de todo, ¿fueron Pinochet, su golpe de estado, su represión, su dictadura, realmente tan malos? ¿No habrá padecido el “venerable y abnegado general”, “salvador de la patria” al fin y al cabo, las consecuencias de una desastrosa gestión de su imagen? ¿No habremos sido nosotros mismos víctimas de una propaganda un poco, o un demasiado, exagerada? En una palabra: ¿no hubiera el bando del “Sí” debido reclutar al brillante René antes de que lo hicieran sus antagonistas, cambiando así de este modo el curso sucesivo de la historia chilena?...”. El sueño de la razón puede producir monstruos, pero los desvelos de la publicidad son muy capaces (como el doctor Goebbels sabía muy bien) de enmascararlos y de encumbrarlos…        (1 de julio de 2013)