31 mar 2016

“El puente de los espías” (2015), de Steven Spielberg

El cuento de los espías
(Mi comentario a “El puente de los espías” (2015), de Steven Spielberg)

Por el precio de una sola entrada, “El puente de los espías” nos ofrece la atractiva posibilidad de ver dos películas: una, de juzgados, y otra, de espías. ¿Qué tacaño podría resistirse a esta oferta? Sin embargo, ni el mayor manirroto podría evitar, a la salida de la proyección, el incómodo regusto de haber sido estafado, luego de no haber visto, en realidad, no ya dos, sino ni siquiera media película...
 
Tanto la trama judicial como la de espionaje son ramplonas, lineales, mecánicas, previsibles. Recuerdan a muchas otras que hemos visto, dejando al tiempo la impresión de que sin duda no recordaremos éstas durante mucho tiempo… No hay sorpresa, no hay imaginación, no hay creatividad. Las dos mitades de “El puente de los espías”, yuxtapuestas, no alcanzan para formar una sola película, digna y memorable…

¿Dónde está el esperado toque brillante de los hermanos Coen, coautores del guión?, ¿dónde su don del humor, del personaje, de la intriga? En ninguna parte. Y mi sospecha es que ello se debe a haberse visto obligados a servir fielmente a un incidente y a un carácter reales. ¡Pero a los hermanos Coen no hay que atarles a la realidad!

A Spielberg sí se le puede cargar con la realidad, porque él sí sabe qué hacer con ella. Habitualmente. Pero no, por cierto, en “El puente de los espías”, donde, de modo inesperado, el pintor se impone al fotógrafo, y lo hace con todos sus vicios. Y, además, con tal rotundidad que la historia real, de puro coloreada, termina siendo casi irreconocible… 

Los colores del Spielberg pintor son bien conocidos pero, como digo, aquí se aplican de un modo sencillamente enfermizo. Hagamos abstracción, en este caso, de todo el almíbar de valores familiares (niños devotos, esposas abnegadas, etc.) y demás compota buenista, muy oportuna y muy adecuada para el estreno navideño de la película, y centrémonos en pecados menos veniales.

En primer lugar, el maniqueísmo. Es, en “El puente de los espías”, un rasgo tan deliberado y tan avasallador que, literalmente, aplasta la película bajo su peso. Y resulta increíble, o casi increíble, que una película rodada en 2015 se complazca de tal modo en reducir una época histórica (sea la época que sea) a un contrastado retrato en blanco y negro de buenos beatíficos y malos demoníacos. Y ello, cuando la película misma alude conveniente y honestamente, por boca del asustado hijo del abogado, a la histeria y a las consiguientes distorsiones de la verdad que fueron desatadas por aquellos años trémulos de la guerra fría.

El contraste entre la escena norteamericana y la soviética alcanza extremos caricaturescos. La deformación es perceptible en el tratamiento fotográfico mismo (las tonalidades elegidas, la luminosidad) y, naturalmente, mucho más en los antitéticos comportamientos descritos: los brutales interrogatorios rusos del piloto americano capturado frente al civilizado diálogo estadounidense con el espía soviético, los torturadores contrapuestos al humanísimo abogado, el “ukase” judicial frente al “due process”, etc. La obvia superioridad de un sistema jurisdiccional garantista, codificado, respetuoso de la dignidad del prisionero, humano en forma y fondo, etc., etc., no precisa, y hasta rechaza, ser apuntalada por ninguna estrategia deformante o propagandística.

La gran ironía de la contraposición entre ambas jurisdicciones, la americana y la soviética, viene dada por el resultado real, histórico, de los procesos seguidos al espía (en los Estados Unidos) y al piloto (en la Unión Soviética). Muy sorprendentemente, al menos para mí, un arrojado piloto de guerra, capturado tras invadir un espacio aéreo enemigo con el propósito manifiesto de fotografiar instalaciones militares, fue sentenciado a una pena más benigna que un apacible espía civil, cuya sola ocupación parece ser deambular por Nueva York pintando acuarelas y tomando fotos que bien podrían ser servir como postales para sus nietos… La retribución que la justicia soviética impuso en realidad al militar invasor fueron unos años de prisión, mientras que el afable observador neoyorquino fue en cambio condenado, por los tribunales estadounidenses, a prisión perpetua (y lo hubiera sido a la pena capital de no haber mediado consideraciones de pura estrategia diplomática…).

Aparte del maniqueísmo, la consabida (y normalmente adecuada, habilidosa y resultona) simplicidad de Spielberg resulta, en “El puente de los espías”, sumamente insípida. Por obra de esa simplicidad, el relato del juicio al espía, el de las gestiones del servicial abogado al otro lado del Telón del Acero, el del trabajado intercambio del espía por el piloto, adquieren un aire de avatares como de cuento infantil: un cuento de espías (por no decir “un cuento de hadas”…).

Nada pudo ser tan sencillo, ni en el proceso de enjuiciamiento ni en el de negociación, ni en el trasfondo judicial ni en el político ni en el diplomático, en un caso así. En un tema con tantos matices, aristas, sombras, como éste (el espionaje y los intercambios de espías durante la guerra fría), la simplicidad raya casi siempre con la simpleza.

Por ofrecer puntos de referencia (en realidad, de contraposición) en que apoyar mi juicio, tan severo, se me ocurre mencionar los nombres bien conocidos de John Le Carré y de Graham Greene. Escribiendo en aquella época, los años 60-70, y no cuarenta años después, no instalados como Spielberg en la comodidad y la complacencia de una guerra (la guerra fría) ganada, ambos novelistas son capaces de transmitir la complejidad (cuando no la ambigüedad) diplomática, emocional, ética, política, del “gran juego” de las naciones y de sus “pequeños (¡pero densísimos!) jugadores”, durante las décadas del equilibrio helado de los dos bloques. Pues bien, ni un ápice de la “seriedad” de esos clásicos del espionaje (uso la palabra “seriedad” por condensar sus mejores rasgos en una sola palabra) puede atisbarse en la trivial, superficial y monocroma “El puente de los espías”.

Un defecto de muy otra índole que el maniqueísmo y el simplicismo (aunque no sin relaciones con ellos) es el patrioterismo. Sin entrar ahora en disquisiciones “metafísicas” acerca del valor (o disvalor) del patriotismo, o acerca de la fina línea que separa, en el cine de los Estados Unidos, la película patriótica de la pura “americanada”, y reconociendo sin ambages la dignidad y el decoro habituales del cine de Spielberg, fuerza es reconocer la curiosa conjugación de la reflexión nacional en “El puente de los espías”.

La indagación por la raíz, la diferencia, el valor o el “destino manifiesto” de los Estados Unidos parece un empeño decidido del reciente Spielberg. Baste con mencionar “Lincoln”, si es que este título puede escribirse al lado de “El puente de los espías” sin incurrir en impertinencia o incluso en blasfemia (puesto que “Lincoln” es, en todos los aspectos, una obra magistral e imperecedera, frente a la cual “El puente de los espías” se difuminará pronto en un olvido casi absoluto).  

En “El puente de los espías” hay una afirmación rotunda, expresada con solemne y eficaz retórica, de un patriotismo que podríamos llamar cívico. La superioridad de los Estados Unidos, y el orgullo y la adhesión que suscitan en nacionales y extranjeros, descansaría en su calidad constitucional, es decir, en los valores encarnados en su ley fundamental: la libertad, la dignidad, los límites del poder, las garantías en el trato con la autoridad, etc. No hace falta decir que no cabe imaginar patriotismo de mejor ley, ni más admirable ni más amable, que éste.

Sin embargo, hay en la película un momento central en que esta proclama se adereza de un modo cuanto menos llamativo. Me refiero al montaje paralelo del alegato del abogado ante el Tribunal Supremo y de la arenga, repleta de tecnicismos, que el instructor de vuelo dirige a los pilotos destinados al cielo ruso. La alternancia entre el discurso legal, de principios superiores, y el discurso militar, de medios y objetivos instrumentales, transmite una visión patriótica en que la superioridad legal y moral se ve complementada (¿como corolario, como refuerzo, como amenaza?) por la superioridad militar.

Un crítico menos retorcido que yo, o más benévolo, podría aducir que ese montaje paralelo vino impuesto, de hecho, por la realidad histórica. Puesto que es un hecho que la vista y decisión sobre el espía ruso tuvo lugar, en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, en marzo de 1960, justo al mismo tiempo en que se desarrollaba la instrucción de la escuadrilla de reconocimiento para la misión que concluiría con la captura del piloto (el 1 de mayo de 1960). (Por suplementar estas alusiones factuales, anoto que la sentencia del espía ruso Rudolf Abel había recaído en noviembre de 1957, y que el intercambio con el piloto protagonista del llamado “incidente del U-2” se realizaría en febrero de 1962, en el puente berlinés de Glienicke). Pero, siendo esta simultaneidad muy cierta, parece obvio que el tratamiento cinematográfico de la misma podría haber sido muy otro.

Añadamos en cuarto lugar, y para concluir este ya extenso comentario, como otro de los patrones de Spielberg que “El puente de los espías” deforma o exagera, ese cuidado técnico que podría calificarse, a veces, de manierismo. Muy evidente, y muy logrado, en “Lincoln”, aparece aquí, en cambio, como forzado y repetitivo. Un simple ejemplo bastará para demostrarlo: el despliegue de efectos y tratamientos lumínicos con que el operador Janusz Kaminski embellece “Lincoln” parece reducirse, en “El puente de los espías”, a diálogos en un contraluz reiterado hasta la saciedad.
 
             No esperaba, al escoger esta película de entre el elenco de de filmes en la cartelera española, que me fuera a resultar tan decepcionante. Y mucho menos que la impresión más fuerte que me dejaría una obra de Spielberg escrita por los hermanos Coen fuera la de indiferencia. Pero es que faltan intriga, intensidad, emoción, profundidad. Un guión sin nervio ni chispa impuesto por la Historia (con mayúsculas) a los avasallados y reverentes hermanos Coen, y dirigido por un Spielberg incapaz de (o reacio a) controlar sus “estilemas”, se convierte en una película mediana que presenciamos con un interés que surge casi todo de nosotros, y que no es casi nada suscitado por la película misma.    (15 de marzo de 2016)

17 mar 2016

“Whiplash” (2014), de Damien Chazelle


Atlético tamborilero
(Mi comentario a “Whiplash” (2014), de Damien Chazelle)

Sólo el apabullante dominio del mercado español por la inagotable factoría cinematográfica de los EE.UU. puede explicar la aparición en nuestras salas de esta película, así como la desmesurada mercadotecnia crítica que la ha acompañado. Y sólo un modesto compromiso personal con la persona que, tras haberla adquirido y habérmela ensalzado, me la ha ofrecido en préstamo, explica que yo esté dedicando ahora unos momentos a poner por escrito las razones por las cuales la película me ha decepcionado.
“Whiplash” es la descripción del denodado empeño de un joven estudiante de conservatorio en triunfar, a cualquier precio, en su carrera de baterista. Su férrea determinación es espoleada, cuando no caprichosamente zarandeada, por un respetado y severo profesor, cuya influencia abrumadora arrastra al joven hacia una práctica musical obsesiva, hacia una sed enfermiza de perfeccionismo, hacia el sacrificio personal ilimitado, hacia el desequilibrio y la quiebra psíquica, hacia un arduo itinerario de victimización, de resurrección y, finalmente, de apoteosis.
En cuanto película, “Whiplash” es, de modo apenas indisimulado, un cortometraje estirado agónicamente (tras una exitosa presentación en el festival de Sundance, parece) y que, luego de tres semanas de rodaje, termina transmutado en una película de modesto presupuesto y modestas pretensiones, trufada de momentos musicales (protagonizados, naturalmente, por la batería, sola o acompañada), y con una fotografía y una realización modesta que ceden todo el peso de la obra al guión y, principalmente, a los caracteres.
Estos caracteres son dos: el ingenuo baterista y el aspérrimo tutor; el resto del elenco se reduce a la amiga del estudiante y a su muy secundaria familia. El carácter más perdurable de los dos, por su energía y por su sentido, no es el central (es decir, el joven músico), sino el personaje ancilar del enseñante, y guía, y juez, y verdugo, del anheloso percusionista.
Se trata, por decirlo en una palabra, de un verdadero tirano. Es un sujeto chabacano, caprichoso, aborrecible, que entronca a la perfección con el linaje de “sargentos de hierro” de tantas producciones norteamericanas. Insulta sin tregua y sin límites; maltrata verbal, física y psíquicamente; no escatima jamás ni la injuria, ni el reproche, ni la vejación; es pródigo en tacos, improperios, arbitrariedades, traiciones de confianza, estrategias para azuzar o humillar una hiper-competitividad que es su único norte como maestro.
Aprendemos ulteriormente que este repulsivo dictadorzuelo de aula abriga, por debajo de tanto desafuero, un propósito noble, al menos desde el punto de vista artístico: en realidad, tras y mediante tanta aspereza, sueña con descubrir (o con construir) a un nuevo genio musical, a la altura de los míticos Charlie Parker o Buddy Rich. De ahí su fanática obstinación en forzar a sus alumnos a una práctica musical infatigable, ilimitada, devoradora. Para él, con el único objetivo en mente de alumbrar el auténtico y avasallador genio musical, el joven debutante no debe descansar ni conformarse nunca (“las palabras más nocivas en nuestro idioma son ‘buen trabajo’”, sostiene), y no otra función que infundir en sus pupilos el horror a cualquier suerte de complacencia quiere cumplir ese su comportamiento autoritario y odioso pero no, de ningún modo, injustificado.
El joven baterista, aun inconsciente de este designio en su maestro, comparte con él, y se deja permear por, sus métodos heterodoxos y violentos, embarcado como está en la misma búsqueda, más allá de todo límite racional o razonable, de la perfección musical. En consecuencia, se somete a solitarias e interminables sesiones de práctica, a una disciplina de ensayos que, tratándose su instrumento de la muy sólida batería, le demanda una energía y entrega física extrema, hasta el punto de aproximarse muy temerariamente, primero en lo físico y muy pronto en lo psíquico, al pozo de la auto-destrucción. Su credo, en este arriesgado periplo personal, lo expone en un par de conversaciones con sus allegados que son, a mi juicio, los momentos mollares (y mejores) del filme.
No son ideas originales, pero se exponen con la nitidez y con el vigor de una juventud que cree profundamente en sí misma, en su tiempo y en su talento. Formuladas en términos levemente clásicos, diríamos que no hay vida como la de la memoria ni triunfo mayor que el ser recordado por la posteridad; que ningún afecto humano vale lo que el aprecio de los que nos sucederán en la Historia; que más vale morir joven y realizado, como los amados de los dioses, que hacerlo en la ancianidad, frustrado, estéril y consignado, con el último aliento, al olvido infinito. ¿Y en la práctica, en términos personales? “Quiero ser grande”, le confiesa a su novia. “¿Y no lo eres?”, replica ella. “Quiero ser uno de los grandes”. “¿Y crees que yo podría impedírtelo?”. “Sí”. “¿Sabes que yo te lo impediría, lo sabes a ciencia cierta?”. “Sí”.
Este diálogo con la chica, especialmente las réplicas de ella, tocan el fondo de la concepción del talento y de la percepción del propio talento que el chico alberga (y de las cuales las proclamas anteriores, acerca del valor supremo de la inmortalidad del propio nombre, no son sino corolarios o refuerzos). Y, al mismo tiempo, revelan a las claras los crasos errores lógicos y perceptivos en que él, inadvertida pero trágicamente, está incurriendo. En efecto, nadie temería por su grandeza, y nadie podría arrebatársela, si esa grandeza estuviera ya ahí; y esa grandeza estaría ya ahí si estuviera en uno, al menos en germen, desde siempre (¿y cómo podría uno no ser consciente de esto?); es decir, si no fuera preciso adquirirla (o, más bien, simplemente intentarlo…) a empellones, como quien la arranca o la roba o se la impone a sí mismo a la (pura) fuerza.
La confusión del muchacho, en el momento de la ruptura con su amiga, viene confirmada por el simple hecho de que esa ruptura tenga lugar: unas ideas más claras desde el principio, y una actitud coherente, hubieran hecho innecesarias las explicaciones respecto de un seudo-romance que nunca hubiera llegado a ver la luz…
El defecto lógico nuclear de la película, o sea, la confusión íntima del tozudo y desconsiderado baterista, que su sencilla amiga desvela con rotunda facilidad, no es el único aspecto susceptible de censura por una observación crítica (que, naturalmente, ha de ponderar la perspicacia y profundidad del sobresaliente diálogo con la joven). Dejando aparte, no sin cierto esfuerzo, prejuicios probablemente errados de mi parte (como la dudosa aplicación, al intérprete de un instrumento como la batería, del atributo de la genialidad musical, que tan bien se condice en cambio con el virtuosismo al piano, al violín o al clarinete…), encuentro, por ejemplo, sin duda erróneo (tanto como provinciano), y poco menos que blasfemo, calificar a Charlie Parker como “el mejor músico del siglo XX” (podría serlo para quien no conozca a Shostakovich, Stravinsky, Strauss o tantos otros, pero ¿qué crédito musical merecería alguien así?).
Menos anecdótica me parece la absurda equiparación, en que el filme incurre una y otra vez, entre rapidez y calidad de la ejecución musical. Desde mi nulo conocimiento de la batería y de sus potencialidades, me atrevo a afirmar que el talento del percusionista radica más en el dominio y la flexibilidad de los ritmos que en la intensidad, puramente física, del frenesí con que se golpean los tambores o los platillos. En este sentido, la película denotaría, creo yo, una comprensión muy escasa (y demasiado afín a la mitología deportiva, tan motejada durante la conversación familiar del joven percusionista) del talento musical, de la magia de la interpretación o de las delicias sutiles del jazz (puesto que de música de jazz se trata en “Whiplash”).
Otro parangón, sin duda justificado por razones dramáticas, es el que se hace entre la academia de música y una atroz escuela militar. La docilidad inaudita, el pánico cerval y la sumisión abyecta de los aprendices de música, en presencia de su vesánico tirano, los degrada al rango de cadetes intimidados de un terrorífico cuartel en que, solamente por pura casualidad, se impartiría instrucción musical. Lo mismo, pero a la inversa, podría decirse de ese director musical con modales de sargento zafio y malencarado, aureolado de un culto a la personalidad cuya raíz se nos hurta (puesto que sus solos dones musicales parecen ser un buen oído y una mala lengua…).
Estas hipérboles favorecen sin duda, acertadamente, la potencia dramática de la historia, pero lo hacen en detrimento de la verosimilitud, que resulta además damnificada hasta el extremo por obra de veleidades narrativas como el hecho de que el héroe llegue tarde por dos veces a acontecimientos decisivos para su destino; o el de que el instructor incurra en una de sus extravagancias autoritarias (forzando a la orquesta a ensayar toda la noche) precisamente la víspera de una gran presentación en público; o el de que el baterista sea perfectamente capaz de llegar a la sala de conciertos, y hasta de empezar a actuar, justo después de haber sido, nada menos, arrollado por un camión…
Mención aparte merece el concierto final, en que el joven percusionista alcanza por fin el triunfo. Viene precedido ese concierto de una media hora de metraje totalmente increíble e incomprensible, desde el punto de vista de los caracteres (pues es claro que, tras el momento en que el equilibrio del joven estalla por fin, justo después del accidente de coche, su carrera musical ha acabado –como debiera haber acabado también la película…–). El concierto en sí mismo es un absurdo: el instructor pretende vengarse del joven haciéndole tocar la música sin tener la partitura necesaria (lo que, de hecho, arruinaría la representación, y perjudicaría, sobre todo, a los otros músicos, y a él mismo como director; pero no así al joven, del que nadie puede esperar que adivine la música que interpretar, y que en todo caso parece ya fuera de toda aspiración profesional…). Detalles aparte, no encuentro otras razones para este inexplicable “apéndice” de la historia, aparte de la razón muy obvia de estirar el cortometraje germinal, que dejar al director musical exponer “su verdad” ante los oídos de su última víctima (nuestro joven baterista) y, además, ofrecer al espectador un imperativo “happy end” de triunfal aplauso para el itinerario de quien, a despecho de toda su retórica renacentista sobre la perdurabilidad, no es sino un simple aspirante al “hit parade”.
En su modestia, “Whiplash”, y la estampa del percusionista aporreando como un titán la batería durante minutos y más minutos (en el momento del concierto final, durante más de diez…), podrían servir, en estos tiempos de mimosa protección de animales otrora cruelmente forzados por la publicidad, como anuncio televisivo de esas famosas pilas de larga duración... “Whiplash” sería asimismo un buen vehículo de venta de discos, si la banda sonora no fuera tan inesperadamente anodina (¡en una película centrada en el mundo de los conservatorios, los instrumentos, el jazz!). Como producto de entretenimiento, la película es larga porque se hace larga, porque revela sus orígenes mínimos, su cirugía de expansión, su exagerado estiramiento final. Y, en calidad de parábola o de reflexión sobre el genio o el triunfo, sobre el sacrificio o sobre el auto-conocimiento, hay en “Whiplash” demasiado “ruido y furia” como para que los breves susurros al respecto no queden aplastados bajo el estrépito de la batería, igual que un rumor de viento se ve aniquilado por el fragor de la tempestad.           (12 de marzo de 2016).

16 mar 2016

“Lucy” (2014), de Luc Besson



Santa Lucía, a los que vemos doble ¡ampáranos también!
(Mi comentario a “Lucy” (2014), de Luc Besson)

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“Lucy” es, por encima de todo, una película de desarrollo y de superación personal, cuyo mensaje ético consagra a Luc Besson como digno continuador de la gran tradición del moralismo francés (Chamfort, Vauvenargues, Joubert, etc.).
Una inconsciente Johansson, descarriada en el laberinto remoto de Taipéi, se encuentra azarosamente con la posibilidad de ejercitar al máximo sus capacidades intelectuales más recónditas y prodigiosas, esas de las que ningún ser humano es, hasta ahora, sabedor y que, por tanto, dejamos todos dormir, desde la cuna hasta la sepultura, inexploradas e inexplotadas. Actuando su potencial, Johansson puede encaminarse hacia la plena realización de su humanidad, que es también la nuestra: una humanidad profunda y auroral, poderosa y transfiguradora.
El camino de perfección emprendido y aceptado por Johansson con admirable determinación y generosidad está jalonado de momentos de perplejidad, de desaliento y de dolor. Mas nada puede quebrantar el coraje de la resuelta joven ni detener, una vez desatado, el impulso ciego y sabio hacia la super-humanidad. Y Johansson afronta, con entereza inaudita, una sucesión de ordalías casi sin parangón en mi memoria cinematográfica: es engañada, es humillada, es pateada, se ve obligada a impetrar clemencia, es esposada a un maletín y aherrojada a un muro, sufre una cirugía aberrante, es drogada, ha de ser casi eviscerada sin anestesia, sufre en sus entrañas una escalofriante reacción química, es perseguida y disparada, y se ve finalmente, redentoramente, sacrificada, en una inmolación a la que ella se entrega en un éxtasis de filantropía.
Al final del camino, a lo largo del camino, ella adquiere o exhuma, aquilatado, su atributo más oculto: la humanidad ínsita en un desenvolvimiento cerebral pleno; en otras palabras, ella llega a ser lo que es, por el mero hecho de serlo en plenitud, lejos del consuetudinario e insuficiente dejarse vivir o dejarse pensar a que el hombre, todos los hombres, se han resignado desde siempre. Y la humanidad flamante de Johansson es, en verdad, una super-humanidad.
Los poderes del cerebro del hombre, durmientes como la música del arpa becqueriana, incluyen maravillas como la telequinesia, la adivinación, la telepatía, la hiperestesia, la presciencia y la omnisciencia, la permeabilidad infinita al conocimiento, una memoria puntillista, una introversión sin límites, el dominio del tiempo, un discernimiento y penetración de incontables milenios y de millones de impresiones.
Johansson, al precio de volverse sufriente oblación, nos muestra en ejercicio estos poderes, y nos invita, desafiantemente, a seguirla en su camino, tan ascético como insoslayable, para la recuperación y el despliegue de nuestras potencialidades; vale decir, ahora que conocemos a fondo nuestro fondo, para una vida humana digna de este nombre.
Y ésta es la conclusión de la película, su mensaje ético nuclear, su interpelación postrera a nosotros, seres humanos en boceto, en arcilla informe, en fárfara tierna.
2
En vista de sus heteróclitas, capilares y arbitrarias referencias, bien podemos calificar a “Lucy” como un monumento a la fatuidad intelectual. Uno pensaría que el guionista ha pergeñado en la intimidad de su gabinete una lista de “temas de nuestro tiempo”, y luego se ha deslizado, oculto tras sus gruesas gafas de pasta, por los cafés (¿de la “rive gauche”?), en busca de los estereotipos más reproducidos, en informales charlas de bar, acerca de esos temas.
El axioma que sirve de base a “Lucy” es un tópico muy manoseado, pero nunca gastado, de la literatura de auto-ayuda, desarrollo personal y “psicolajes” (o sea, psico-bricolajes) afines: esa especiosa afirmación, científicamente insostenible, según la cual sólo utilizamos el diez por ciento (o un porcentaje similar, pero siempre exiguo) de nuestra capacidad cerebral.
Sobre esta necedad, el director de “Lucy” construye la historia de una super-heroína que, por el progresivo incremento de su ejercicio cerebral, alcanza super-poderes parangonables a los prodigios de esos mitos de uniforme, como el hombre de hierro o el hombre murciélago, que llevan largo tiempo en nómina para salvar año tras año a la humanidad. “Lucy” contribuye a democratizar y feminizar el género de los super-héroes, pero su empeño sería más loable si, como punto de partida del desarrollo de Lucy, hubiera un imperativo intelectual o moral (vivir en plenitud, ejercitar nuestros talentos, portarnos dignamente), en vez de una “superstesis” (o sea, una tesis supersticiosa) cuya recurrente cuantificación (los porcentajes crecientes en el aprovechamiento cerebral de Johansson) exarceba aún más su ridiculez.
El autor no se conforma con partir de una proclama hueca de la “ciencia” de la auto-ayuda para hacer plausibles los super-poderes de su personaje: se obstina, además, como he apuntado, en atiborrar la ejecutoria de Johansson de referencias a la vulgata científica de nuestro tiempo. Así tenemos algunas declamaciones (pues me resisto a llamarlas “declaraciones”) acerca de la dinámica y la misión celular (reproducción, transmisión de conocimiento); una coloreada regresión al “big bang”, con parada en nuestra prehistórica antecesora “Lucy”; un desmontaje antihumanista de la aserción clásica de Protágoras (aproblemáticamente compatible, para mi sorpresa, con el sedicente humanismo del gran empeño de Johansson…); y una teoría de la relatividad en miniatura, con la exaltación del tiempo como la única unidad de medida y, nada menos, como la prueba de la existencia de la materia. Confieso que, para completar el menú científico del día, sólo echo de menos, a riesgo de parecer un “gourmet”, un poco de biotecnología o de ingeniería genética…
Y, por si todo esto fuera poco, como sustento intelectual de la epopeya de Johansson, se nos encuadra su misión también en el tránsito del “tener al ser” o “de la evolución a la revolución”, en una perfecta demostración de cuán fatuo se puede llegar a ser repitiendo simplemente frases hechas…
            En fin, cabría preguntarse qué clase de historia sostiene, o recubre, todo este andamiaje pretencioso. Yo la caracterizaría como un híbrido entre una película de gángsteres y una de super-héroes. La trama criminal es muy simplona (aunque incluye algún acertado momento tarantinesco, como el inicio) y muy convencional (con la consabida persecución de coches, en este caso por las calles de París, y con super-villanos ciegos a todo lo que no sea su mercancía exportada de matute, aunque ese “todo” sea nada menos que el fin del mundo…), con el único rasgo exótico de arrancar en Taipéi, y de presentar a un ejército de matones, incluido su comandante, de rasgos debidamente orientales. En cuanto película de super-héroes, la película maltrata hasta el sadismo a Johansson, cuya tortuosa y torturada evolución se puntea, ocasionalmente, de momentos de inesperada exaltación (como el de su segunda operación de vientre, cuando –en lo que es, seguramente, mi momento favorito del filme– un primerísimo plano de su bello rostro se entrega a una evocación, no sé si absurda o si borgiana, pero sin duda muy poética, de sus recuerdos neo- e incluso prenatalicios…), para alcanzar por fin una apoteosis de sacrificio y de conocimiento. Gángsteres y superheroína se entrecruzan y entrechocan, en Taipéi y en París, con agilidad indisimuladamente comercial, salpimentada, del modo largamente comentado, de excursos intelecto-científicos vestidos con ráfagas de aceleradas y vistosas imágenes, siempre al servicio de un espectador al que se aborda y desborda de idas y venidas, de ideas y (lato sensu) “paridas”.     (6 de marzo de 2016)