29 mar 2013

“Vacaciones de ferragosto” (2008), de Gianni di Gregorio


Mis notas a “Vacaciones de ferragosto” (2008), de Gianni di Gregorio


Más que una película, se trata de una promesa de película. Se proponen un tema y un tratamiento y, justo entonces, la película se termina. Pues “Pranzo di Ferragosto” es apenas un largometraje: dura setenta y dos minutos.

Al parecer, la extrema brevedad es debida a las estrecheces presupuestarias. También a causa de ellas –aunque sin duda no sólo a causa de ellas– el director elige la grande y vetusta vivienda de su madre (difunta, parece), en el centro de Roma, como escenario para el rodaje, así como a unas señoras de la misma barriada que la casa, en vez de a actrices profesionales, para que hagan, literalmente, de ellas mismas. Y es evidente que los medios de rodaje son austeros a más no poder. (Con todo, el filme costó finalmente, he leído en alguna parte, medio millón de euros; gozó del sostén financiero de la productora de Matteo Garrone, el director de “Somorra”, que parece un antiguo amigo y colega de Di Gregorio).

Es también propia del autor, hasta cierto punto (me entero de todo esto viendo los extras del DVD), la historia del tipo que, de buenas a primeras, se encuentra, en pleno agosto, haciéndose cargo de varias ancianas que le confían algunos amigos o conocidos.

Di Gregorio es autor de la idea, director, guionista y protagonista, y desempeña todas esas funciones a la perfección.

El principio es memorable: el hijo leyendo “Los tres mosqueteros” a la ancianísima madre, que de repente le interrumpe para preguntar “cómo es D’Artagnan” físicamente. Es un jubiloso sobresalto comenzar la película de un modo tan original, tan chusco y tan entrañable, todo al mismo tiempo.

Luego se producen las propuestas del administrador del edificio y del amigo médico, y he aquí que el protagonista se encuentra obligado a cuidar, alimentar y atender a cuatro ancianas durante un día y medio.

El punto fuerte de la película es la estupenda captación, plena de naturalidad y de “bondadosa malicia”, del modo de ser y de interactuar de las cuatro ancianas (que se presentan, obviamente, como ejemplos o representantes del amplio colectivo de las ancianas italianas –al menos italianas– de nuestros días).

El tono es muy divertido y muy amable, tan perspicaz como entrañable, finalmente pleno de comprensión y de indulgencia.

Ahí vemos la amabilidad de las buenas mujeres, y también qué pronto ésta cede a la conveniencia o al capricho (el eterno conflicto por quién hace uso de la televisión…), y éstos a su vez a la rebelión o a la rabieta infantiles; la coquetería innata, que ni la ancianidad puede vencer (los recargados maquillajes de la nonagenaria madre del protagonista, los ensayos estéticos con el cabello o con el atuendo, las ironías y facecias acerca de los “amigos”); la solidaridad a veces con cruel con las compañeras sujetas a una dieta o a un medicamento (“yo preferiría no comer a comer eso”, le suelta la cocinera de pasta a la madre del médico, que no puede ingerir sino verduritas…), y la propia, ocasional rebeldía de las sometidas a tan estrechas prescripciones (…madre del médico que, de noche, asalta la cocina para darse un atracón de los manjares prohibidos…); en fin, la verbalidad indómita, que, cuando no se desahoga en la charla de salón, se ceba, infatigable, interminablemente en la propia memoria y los recuerdos de antaño...
  
La impresión global es de “descubrir” facetas que de ordinario no nos llaman la atención en ese colectivo tan próximo y a la vez tan misterioso: las ancianas, las abuelas. La película nos muestra ejemplos de vitalidad, acaso a veces un poco delirantes (la vieja que se escapa al bar, lo madrugadoras que son todas); nos enseña con seriedad la desatención social de estas mujeres (atadas a una persona –un hijo o un cuidador– cuya ausencia plantea un verdadero problema familiar y social); nos transmite con ternura su vulnerabilidad física o anímica (la salud, el qué dirán); nos esboza su peculiar forma de ser, tan pronta a sentirse agraviada por futesas como a reconciliarse y a anudar nuevas amistades (y las cuatro mujeres al final no quieren separarse, en ese final anticlimático, apacible, hogareño, de la comida del 15 de agosto…).

Para satisfacer a estos seres inagotables, repletos de vida, sedientos de experiencia, el protagonista tiene que recorrer Roma (en el vespino de su amigo Vikingo) en busca de buen pescado para la comida de Ferragosto –como llaman los italianos al muy festivo y católico 15 de agosto–: el director nos da así un paseo por la ciudad semi-vacía en la canícula y la luminosidad del sol de agosto…

El tema del filme es cotidiano, realista, a pie de calle: cuál es el lugar y el tratamiento de los ancianos en nuestra sociedad; de esos ancianos que, a pesar de su edad, a pesar de su aspecto, a pesar incluso de su salud, se sienten llenos de interés por las cosas, de curiosidad por las personas, de pura vitalidad (¡y se sienten así porque nadie –salvo casos patológicos– envejece por dentro del mismo modo que envejece por fuera!).

En suma, una notable miniatura, una muy esperanzadora “promesa de película” (película que quizá Di Gregorio no ruede nunca, pues, cinco años más tarde del éxito de “Pranzo di Ferragosto”, sólo ha dirigido otra obra, “Gianni y sus mujeres”, de asunto muy dispar a la que nos ocupa).           3 de marzo de 2013

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