Más que una
película, se trata de una promesa de película. Se proponen un tema y un
tratamiento y, justo entonces, la película se termina. Pues “Pranzo di
Ferragosto” es apenas un largometraje: dura setenta y dos minutos.
Al parecer, la
extrema brevedad es debida a las estrecheces presupuestarias. También a causa
de ellas –aunque sin duda no sólo a causa de ellas– el director elige la grande
y vetusta vivienda de su madre (difunta, parece), en el centro de Roma, como
escenario para el rodaje, así como a unas señoras de la misma barriada que la
casa, en vez de a actrices profesionales, para que hagan, literalmente, de
ellas mismas. Y es evidente que los medios de rodaje son austeros a más no
poder. (Con todo, el filme costó finalmente, he leído en alguna parte, medio
millón de euros; gozó del sostén financiero de la productora de Matteo Garrone,
el director de “Somorra”, que parece un antiguo amigo y colega de Di Gregorio).
Es también propia
del autor, hasta cierto punto (me entero de todo esto viendo los extras del
DVD), la historia del tipo que, de buenas a primeras, se encuentra, en pleno
agosto, haciéndose cargo de varias ancianas que le confían algunos amigos o
conocidos.
Di Gregorio es
autor de la idea, director, guionista y protagonista, y desempeña todas esas
funciones a la perfección.
El principio es
memorable: el hijo leyendo “Los tres mosqueteros” a la ancianísima madre, que de
repente le interrumpe para preguntar “cómo es D’Artagnan” físicamente. Es un
jubiloso sobresalto comenzar la película de un modo tan original, tan chusco y
tan entrañable, todo al mismo tiempo.
Luego se producen
las propuestas del administrador del edificio y del amigo médico, y he aquí que
el protagonista se encuentra obligado a cuidar, alimentar y atender a cuatro
ancianas durante un día y medio.
El punto fuerte de
la película es la estupenda captación, plena de naturalidad y de “bondadosa
malicia”, del modo de ser y de interactuar de las cuatro ancianas (que se
presentan, obviamente, como ejemplos o representantes del amplio colectivo de
las ancianas italianas –al menos italianas– de nuestros días).
El tono es muy
divertido y muy amable, tan perspicaz como entrañable, finalmente pleno de
comprensión y de indulgencia.
Ahí vemos la
amabilidad de las buenas mujeres, y también qué pronto ésta cede a la
conveniencia o al capricho (el eterno conflicto por quién hace uso de la
televisión…), y éstos a su vez a la rebelión o a la rabieta infantiles; la
coquetería innata, que ni la ancianidad puede vencer (los recargados maquillajes
de la nonagenaria madre del protagonista, los ensayos estéticos con el cabello
o con el atuendo, las ironías y facecias acerca de los “amigos”); la
solidaridad a veces con cruel con las compañeras sujetas a una dieta o a un
medicamento (“yo preferiría no comer a comer eso”, le suelta la cocinera de
pasta a la madre del médico, que no puede ingerir sino verduritas…), y la
propia, ocasional rebeldía de las sometidas a tan estrechas prescripciones (…madre
del médico que, de noche, asalta la cocina para darse un atracón de los
manjares prohibidos…); en fin, la verbalidad indómita, que, cuando no se
desahoga en la charla de salón, se ceba, infatigable, interminablemente en la propia
memoria y los recuerdos de antaño...
La impresión global es de “descubrir” facetas
que de ordinario no nos llaman la atención en ese colectivo tan próximo y a la
vez tan misterioso: las ancianas, las abuelas. La película nos muestra ejemplos
de vitalidad, acaso a veces un poco delirantes (la vieja que se escapa al bar,
lo madrugadoras que son todas); nos enseña con seriedad la desatención social de
estas mujeres (atadas a una persona –un hijo o un cuidador– cuya ausencia plantea
un verdadero problema familiar y social); nos transmite con ternura su
vulnerabilidad física o anímica (la salud, el qué dirán); nos esboza su peculiar
forma de ser, tan pronta a sentirse agraviada por futesas como a reconciliarse
y a anudar nuevas amistades (y las cuatro mujeres al final no quieren separarse,
en ese final anticlimático, apacible, hogareño, de la comida del 15 de agosto…).
Para satisfacer a
estos seres inagotables, repletos de vida, sedientos de experiencia, el
protagonista tiene que recorrer Roma (en el vespino de su amigo Vikingo) en
busca de buen pescado para la comida de Ferragosto –como llaman los italianos
al muy festivo y católico 15 de agosto–: el director nos da así un paseo por la
ciudad semi-vacía en la canícula y la luminosidad del sol de agosto…
El tema del filme es
cotidiano, realista, a pie de calle: cuál es el lugar y el tratamiento de los
ancianos en nuestra sociedad; de esos ancianos que, a pesar de su edad, a pesar
de su aspecto, a pesar incluso de su salud, se sienten llenos de interés por
las cosas, de curiosidad por las personas, de pura vitalidad (¡y se sienten así
porque nadie –salvo casos patológicos– envejece por dentro del mismo modo que
envejece por fuera!).
En suma, una
notable miniatura, una muy esperanzadora “promesa de película” (película que
quizá Di Gregorio no ruede nunca, pues, cinco años más tarde del éxito de
“Pranzo di Ferragosto”, sólo ha dirigido otra obra, “Gianni y sus mujeres”, de
asunto muy dispar a la que nos ocupa). 3 de marzo de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario