Un artículo sobre “Cantando bajo la lluvia” (1952), de Stanley Donen y Gene Kelly
En los años ’80, y hasta en los ’90, se incluía a veces esta comedia musical entre “las diez mejores películas la historia del cine”. ¿Pero merece tan alto rango crítico “Cantando bajo la lluvia”, ya sea como simple comedia, o como pieza musical, o como obra que mezcla ambos tratamientos?
Como comedia, la
película basa su humorismo en unos pocos elementos: en primer lugar, el
tránsito del cine mudo al sonoro, con todas las rarezas y dificultades de ese
tránsito (la escena de la grabación con el micrófono escondido enfrente, y
luego en el escote, y luego en el hombro de la actriz incapaz de habituarse a
él, la falta de sincronía imagen-voz en la sala de proyección de aquellos
filmes primitivos, el aire tan rudimentario, y al tiempo tan pintoresco, y al
tiempo tan ufano de sí mismo, de aquellas producciones tan arcaicas, de
aquellas “rutilantes” estrellas mudas, de aquellos guiones, diálogos y géneros moldeados
como barro y flexibles como chicle); en segundo lugar, la increíble, imposible,
insufrible voz de la “diva” del cine mudo Lina Lamont (encarnada abnegadamente por
Jean Hagen), con todo lo que ello implica para su propia carrera en el sonoro y
para la eclosión a lo largo de la trama de los talentos vocales de la pizpireta
Kathy Selden (una jovencísima Debbie Reynolds de diecinueve años, igual de
apabullante en su inocencia que en su fotogenia), talentos que, a su vez, junto
a muy femeninos y justificados celos, desencadenan hilarantes rabietas en la
Lamont, ciega y sorda a su nulidad vocal y al hecho de que el galán Don
Lockwood (Gene Kelly) sólo la “adora” en las páginas de la prensa rosa…; en
tercer y último lugar, el personaje de Cosmo Brown (representado por Donald
O’Connor), el viejo amigo y conmilitón de Kelly, cuyas múltiples aptitudes
incluyen las de componer, cantar, tocar el piano, bailar hasta el delirio,
idear títulos de películas, tener ocurrencias geniales, ser sarcástico, ser
entusiasta, ser de ayuda y, no en último lugar, aprovechar al máximo su
peculiar rostro para dibujar mil carantoñas expresivas y risibles.
El guión hace un
uso continuo y muy dinámico de estas fuentes de comicidad, y el tratamiento es
siempre amable, alentador e intranscendente; de modo que la impresión final es
de una comedieta muy entretenida, muy benévola y muy superficial. Como comedia,
“Cantando bajo la lluvia” es, en conjunto, un apólogo sobre las virtudes, o las
ventajas, de ser positivo ante los contratiempos, de tener buenos amigos, de
estar enamorado, de reír, cantar, bailar y hacer que los demás rían, canten y
bailen también, y, claro está, de gozar de las cualidades necesarias (el humor,
el cuerpo, la voz, el ánimo) para lograr todo eso. En suma, una inyección de
confianza, jovialidad y entusiasmo que, por su irreal o imposible, ideal o
increíble, atmósfera anímica, sólo puede obrar sus efectos sobre la gente que
está de antemano dispuesta a recibirlos…
Como película
musical, “Cantando bajo la lluvia” recupera y agrupa unas cuantas canciones
dispersas, escritas por Arthur Freed y Nacio Herb Brown quince o veinte años
antes. Las canciones, y los bailes que las acompañan, son de una gran variedad
de tonos y ritmos, lo que redunda también en la fluidez y el agrado con que se
contempla la película. Voy a desglosar canciones y bailes en tres tipos: en
primer lugar, están los momentos de música muy ágil, frenética, que propicia
exhibiciones acrobáticas de los bailarines, virtuosismos de vodevil en el uso
jocoso, infatigable, casi mágico, bien de instrumentos musicales (los violines
en el número “Fit as a Fiddle”) o bien del propio cuerpo y del atrezzo, acaso
modesto, disponible sobre la escena (como en el enloquecido, epiléptico, número
“Make Them Laugh”); en segundo lugar, están los momentos corales,
multitudinarios, en que directores y escenógrafos se entregan a un delirio de
colores, de movimientos de grupo, de perspectivas geométricas (siguiendo en
esto al pionero Busby Berkeley): son momentos que a mí al menos me sorprenden
por su modernidad, por su imaginación visual, por su estructura acelarada,
caleidoscópica, sorprendente (¡como si fueran videoclips rodados en 1952!),
momentos entre los que destaca, naturalmente, el larguísimo y complejo número “Broadway
Rhythm”; en tercer lugar, están los momentos íntimos, las melodías para dos, animadas
en soledad por dos balarines cuyos corazones laten al unísono con la música:
uno de estos momentos tiene lugar entre Kelly y Reynolds, en el estudio vacío
pero “vivificado”, y es un precioso remanso en el film, en que la sintonía de
movimientos/sentimientos y el sutil diálogo de los dos cuerpos que alternativamente
se acercan y se separan nos evocan el misterio y la magia de la (verdadera)
danza, su fina expresividad, su honda humanidad; el otro momento de intimidad
tiene lugar en el centro de “Broadway Rhythm”, y liga a Kelly con Cyd Charisse
(que, dicho sea de paso, se ganó un nombre en la historia del cine gracias a
estos simples cinco minutos de rodaje), en un fantástico diálogo que, sólo con
música, sólo con pasos de danza, sólo con un dominio absoluto del cuerpo y de sus
recursos expresivos, nos describe de modo tan bello como enérgico la relación
entre los dos sexos (la seducción, la confusión, la ensoñación, la decepción),
hasta culminar en la inolvidable secuencia (con una puesta en escena digna casi
de “Tristán e Isolda”…) en que Charisse danza envuelta en un larguísimo tul,
que flota en torno a Kelly como el aire delicado, bello, envolvente, suave,
poderoso, del “Eterno femenino”...
Inevitable,
evidentemente, hay, como se ve, entre las canciones de la película (canciones no siempre con letra, como sucede
en el dúo Kelly-Charisse, y canciones, dicho sea de paso, a menudo de letras
francamente pueriles), piezas que me gustan más y otras que me gustan menos.
Todas las escenas cantadas están bien rodadas, al servicio de piezas que se han
vuelto clásicas (“Good Morning”, “Singin’ in the Rain”, “All I Do is Dream of
You”) y que son siempre, por supuesto, simpáticas, dinámicas, estimulantes y “edificantes”.
En cuanto a los bailarines, es evidente que se trata de verdaderos
especialistas, con un sentido excepcional del ritmo y de la fisicidad (Kelly y
O’Connor sobre todo, pero también Charisse y Reynolds). Kelly es un auténtico
atleta y O’Connor un verdadero contorsionista, y los dos son acróbatas
manifiestos. Pero naturalmente esas proezas que resultarían geniales en un
circo pueden no ser demasiado significativas para la calidad intrínseca de una
película... Y, desde luego, mi preferencia es por las escenas en que se
expresa, se sugiere o se comunica (he ofrecido algunos ejemplos), por encima de
aquellas en que simplemente se brinca, o se trepa por las paredes, o se
chapotea, o se zapatea como seres atacados por el baile de San Vito…
El examen de la
película no estaría completo sin algunas observaciones acerca de cómo la
comedia y la música se encuentran y se mezclan en ella. Y hay que decir que, a
diferencia de tantas películas del mismo género, “Cantando bajo la lluvia”
integra bastante bien historia y canciones, peripecia y números musicales.
Naturalmente hay partes musicales que están introducidas “con calzador” en la
trama (el dilatadísimo “Broadway Rhythm”, notablemente), pero otras surgen con
toda naturalidad de lo que se cuenta (“All I Do is Dream of You”, “Moses
Supposes”, “Singin’ in the Rain”). No hay que repetir que las canciones
reflejan (e intentan inspirar) siempre un estado de ánimo optimista,
esperanzado, enamorado de la vida. Es un acierto de la película que, en todos
sus aspectos, sea mesurada (ni demasiadas canciones, ni demasiadas
“interrupciones” musicales, ni demasiada trama, ni demasiada duración): esto
también la convierte en una obra amable, que se contempla y se recuerda con
cariño.
“¿Una de las mejores
películas de la Historia?” A tenor de lo explicado, resultará evidente que no
es esa mi opinión. He hablado de una comedia bonachona, de una serie de números
musicales muy heterogéneos (quizá demasiado heterogéneos…), de un ensamblaje aceptable
(por encima del usual en las obras de este género) entre argumento esencial y
revestimiento musical: nada de todo ello justifica ninguna consideración
hiperbólica de la película. Buenos momentos hay bastantes; momentos extraordinarios,
de un verdadero impulso y logro artístico, más bien pocos (aunque
verdaderamente son extraordinarios: pocas ilustraciones mejores de lo mucho que
el baile tiene de metáfora del sexo, o de efusión del corazón, que los dúos
Kelly-Charisse y Kelly-Reynolds, respectivamente: fragmentos de sentida expresión
musical y corporal, acompañados de inventivos, coloristas decorados, y rodados
con ancilar discreción). En cuanto a los avances (o los retrocesos hasta
Berkeley) en el rodaje de ciertas escenas de multitudes danzantes, se me ocurre
que para entrar en un florilegio de clásicos se requeriría algo más que colocar
una cámara (aunque se haga en el techo, aunque se recree en geometrías) en unos
cuantos salones de baile. De modo que, aun reconociendo los muchos méritos de
la película, y aun habiendo disfrutado de su humor, de sus canciones, de su
romántica peripecia, no seré yo quien expida a este dulce y ligero batido de chocolate
blanco y negro, fresas como corazones y fresca agua de lluvia ningún pasaporte
al Panteón del Séptimo Arte.
(12 de junio de 2013)
Siempre me ha parecido la comedia musical un género artificioso hasta la pura falsedad. Pocas películas de este género que haya visto me han resultado soportables. También reconozco que se trata de uno de esos géneros, como el de las películas "del Oeste", que exacerban mi gen antiyankee. Así pues, reconozco no poder ser objetivo.
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