17 dic 2011

“Traffic” (2000), de Steven Soderbergh


“Drogatis Personae”
(Mi comentario a “Traffic” (2000), de Steven Soderbergh)

“Traffic” cumple con ejemplaridad su ambicioso propósito. Quiere ser un examen del “estado de la cuestión” sobre la lucha estadounidense contra el narcotráfico en el cambio de siglo. Esta vocación de reportaje, esta intención social o pública de la película, se deduce naturalmente de la pluralidad (con voluntad omnicomprensiva) de enfoques, de caracteres y de ambientes.

Naturalmente, lo que va del mero documental a la ficción de calidad es la creación de un repertorio de personajes bien trazados, palpitantes y en evolución, representativos de sus entornos pero no burdamente arquetípicos, sujetos a vaivenes e interacciones particulares.

No hay ausencias en la nómina de “dramatis personae”. Está el bando de la ley, con las dos clases de oficialidad y tropa, a los dos lados de la frontera mexicana; está el bando del crimen, igualmente jerarquizado y transfronterizo; están los no-concernidos, dramáticamente degradados a víctimas o a cómplices (la hija adolescente, la esposa respetable). Y este universo de seres bulle, se entrecruza, se combate, se rinde, se transforma.

A estas alturas resultará evidente que mi juicio, tanto de la contundente dirección como, sobre todo, del soberbio guión, es sobresaliente. Nada es abundante y todo es relevante en esta magnífica pieza de escritura cinematográfica. Se exponen las posiciones con intensidad y convicción, los diálogos son a veces agudísimos –mostrándonos las raíces profundas del consumo de drogas, o de la marginalidad, o de la inadaptación– (reproches cruzados sobre adicciones/escapatorias entre Douglas y su mujer de vuelta a casa, por ejemplo, o diálogo de Douglas con el estudiante, o de los estudiantes entre sí), algunos personajes son fantásticos (yo destacaría a C.Z. Jones), hay situaciones sencillamente inolvidables (esa ejecución en el desierto, el momento del doble desayuno, el intento de asesinato del testigo). Todo ello denota una mano maestra igualmente para lo discursivo que para lo incidental, tan dotada para el análisis sociológico como para la construcción dramática.

Mención especial merecen, a mi juicio, los finales de las respectivas líneas narrativas. Más que finales, habría que hablar de los momentos en que nuestra visita a esos mundos se interrumpe. El guionista cumple formalmente con el requisito industrial del “happy end”, pero es tan hábil que nos deja con el presentimiento de que esa felicidad será frágil o ilusoria o efímera. El malvado no será castigado, la cancha de béisbol será abandonada, los lazos familiares no serán lo suficientemente sólidos. Al cabo de dos horas y media ahondando en el poder de la droga, en el cosmos de intereses y de fuerzas (y, no menos importante, de debilidades) que lo sostienen, hemos aprendido a ser escépticos. De modo que el final es ofrecido y aceptado como una pura convención, nada convincente pero muy diestra para cerrar de modo dramáticamente plausible esta visita a los ambientes, tipos y argumentos –políticos y sociales, exquisitos y sórdidos, domésticos y remotos– de ese fenómeno llamado droga.                     (17-dic-11)

4 dic 2011

“La escopeta nacional” (1978), de Luis García Berlanga


Antifranquismo sin rostro humano
(Mi comentario a “La escopeta nacional” (1978), de Luis García Berlanga)

Una pareja llega a una casa para participar a una cacería cuando ésta ya ha comenzado; deambulan, interrogan, acaban dando con sus compañeros de partida, intentan integrarse en ella; pero ese retraso inicial, ese desconcierto y ese aire de recién llegados (¿de “parvenus”?) intentando ponerse continuamente al corriente ya no les abandona durante el resto del día. Ni tampoco a nosotros, los espectadores, inmediata, automáticamente involucrados en la misma carrera insatisfactoria. El varón de la pareja se pasa todo el día de la cacería intentando lograr una influencia política que propulse su modesto negocio; cuando parece que por fin la ha conseguido, un súbito cambio en los vientos palaciegos le devuelve lastimosamente al punto de partida, forzándole a recomenzar desde la nada (o menos que eso) con su empeño. Sobre la equívoca relación que le liga a la mujer que le acompaña, primero se ve obligado, contra su franca intención, a hacerla pasar por su mujer, y al final debe comprometerse a romper con ella. Y todos estos decididos avances que culminan en decididas rectificaciones, toda esta carrera acezante que no lleva más que a retroceder, toda esta brega titánica sin otra recompensa que el agotamiento, pueden descubrirse también, aunque más diluidos, en otros de los caracteres de la película.

Porque ese y no otro es el tema de “La escopeta nacional”: la frustración nacional, la dinámica absurda, desesperante, agotadora y a la postre estéril de una sociedad o de un país condenados a revivir el destino de Sísifo (un Sísifo cutre, todo hay que decirlo). Pretendiendo siempre (ora pretendiente, ora pretencioso, ora “pretending” en el sentido inglés), avanzando con la clarividencia de horizontes del asno que gira en torno a la noria, entusiasta de desfilar en círculo al ritmo de la zanahoria y el palo hacia un Destino Universal, un Mañana de Prosperidad o cualquier otro tótem hueco por el estilo. El paisanaje de la película es especialmente idóneo para encarnar esta desengañada visión de la España que no aparta de nosotros su cáliz: una cuadrilla de aspirantes, de opositores, de candidatos, jugando entre sí al juego del “quiero y no puedo”.

Esta escopeta capada, esta alegoría de la idiosincrasia castradora del país, es muy de su época, a la que paga a veces un peaje excesivo (en la vorágine del destape, del Bienvenido Mister Sexo a la pantalla, “La escopeta nacional” abusa un tanto de la sal gorda), pero es, reconociblemente, también muy intemporal. Esencialmente en el tema de fondo, que he tratado de explicar, pero también, por supuesto, en los muchos caracteres del elenco, en los muchos patrones de conducta, en los muchos tics de los poderosos que, décadas después, identificamos perfectamente. Y es precisamente esta profusión de tipos y tics lo que, dando su tono peculiar a la película, constituye también en cierto modo su talón de Aquiles. La película no contrapesa la sociología, la crítica, la descripción, con los personas, con la emoción, con el relato. No encontramos aquí a ninguno de los entrañables caracteres berlanga-azconianos de las obras magistrales de los años 60, nadie es aquí amable, nadie es una pura víctima. El día de caza, por otra parte, es un mero contexto, no es una historia (otra diferencia con aquellas grandes obras). Y el aguafuerte español en blanco y negro de otras veces, en que aún podían distinguirse rostros, se ha tornado aquí en un retrato demasiado abigarrado, en un aquelarre en color, en una crónica salvajemente social donde apenas pueden distinguirse, tras de los visajes crispados, caras que podamos intentar comprender. Si hubo o se habló antaño de un socialismo o capitalismo “con rostro humano”, lo que “La escopeta nacional” nos ofrece es un problemático, convulso, desesperante españolismo (y sin duda antifranquismo) “sin rostro humano”.           (30-nov-11)