24 feb 2012

“Ana Karenina” (1935), de Clarence Brown


Frío fuera, calor de café y ardores rusos
(Mi comentario a “Ana Karenina" (1935), de Clarence Brown)

Aunque ya alargan las tardes, se alarga también –todavía– el invierno, y esta tarde de sábado invernal nos acogemos –un poco desconectados (entre nosotros) y no poco desubicados (todos nosotros)– al calor de una vieja película de Greta Garbo. A la salida, unas bebidas en un lugar de soportables música y humo nos invitan a comentar lo recién visto.

La conversación brota y se prolonga con naturalidad, inducida por la simpatía hacia la desgraciada protagonista, por el pintoresquismo de su entorno, por las sutiles apelaciones de su drama al trasfondo o credo sentimental de cada uno de nosotros.

Todos hemos salido satisfechos de la proyección, aunque por diferentes razones. La bella y triste historia ha complacido a algunos, la hechura simple de lo que hubiera podido ser una densa adaptación ha gustado a otros, la simpática (y “colorista”) ambientación rusa de esta antiquísima producción (en blanco y negro) nos ha encantado a casi todos.

Una de nosotros se muestra entusiasmada con los personajes que rodean a la pareja de amantes: la cómica pero astuta madre de él (con una oportuna princesa escondida en el bolso), el marido rígido pero no ajeno al amor filial, el generoso amigo siempre presto a echar un cable al renegado camarada de armas.

Otra visión femenina se fija en las posibilidades no realizadas de la trama: ¿Y si los amantes no hubieran regresado de Italia? (¿Hubiera llegado antes el tedio, o hubieran podido prolongar la venturosamente exiliada luna de miel?). ¿Y si se hubiera preservado la mentira contada al niño de la muerte de ella? (¿No hubiera éste olvidado? ¿No hubiera sido una solución mejor para todos que esa reaparición tardía, patética, insuficiente, de ella en el día del cumpleaños?). ¿Y si la pareja de fugitivos hubiera mirado hacia delante, y tenido un hijo de su amor, o sea, un hijo del amor?

Sería otra historia, no la historia de Ana Karenina. Y la película cuenta estrictamente la historia de Ana y Vronski (y del marido y el hijo, claro está). Una persona del grupo, que conoce algo mejor la novela, se muestra escandalizada de las amputaciones realizadas por los guionistas en la ciclópea novela original. A su juicio, el fugaz y borroso tratamiento del personaje de Levin, así como la muy escasa atención prestada a las otras dos parejas del relato (los Oblonski y, sobre todo, los Levin), privan al relato de contrapesos ideológicos y morales esenciales en la concepción de la tragedia de Ana por Tolstoi, su autor.

Lo que queda es sólo una historia romántica (aunque algunas voces discrepan respecto a lo oportuno de esa palabra). Es un relato de amor, esencialmente, una historia de “amour fou”, a cuyo servicio se ponen todos los medios cinematográficos (guión, fotografía, etc.). Y todo ello a mayor gloria de Greta Garbo, la estrella de moda de la época.

Amor, estrellas y espectáculo, pero sin cargar las tintas, interviene otro en la mesa. Y señala el poco acentuado, casi discreto, momento del suicidio: ni vemos a la Garbo lanzarse al tren, ni vemos su cadáver. En este punto hay un murmullo general de asentimiento y de decepción compartida. Alguien echa de menos también una escena capital: la primera despedida de Ana de su hijo. ¿Por qué se nos escamotea ese momento? ¿Tal vez porque era moralmente indefendible? ¿Tal vez por la misma razón (moralizante) por la que se añade ese epílogo en que Vronski se descalifica a sí mismo, redimiendo con ello a “santa Ana”, víctima inocente de su amor desinteresado por alguien que no lo merecía?

La charla se enciende ahora. Surge el debate acerca de quién –los hombres o las mujeres– ama más y más generosamente, de quién es capaz de mayores renuncias. En la película queda claro que Vronski se ha guardado desde muy pronto una carta en la manga (la guerra, ese bello deporte del siglo XIX), mientras que Ana ha renunciado a todo y, al final, lo ha perdido todo. Pero ¿y en la vida real? ¿Son los hombres los inconstantes, los infieles, los que se aburren viviendo sólo para amar, mientras que, por el contrario, el ser entero, en cuerpo y alma, de la mujer está programado para el amor y es capaz de obtener una realización personal completa mediante el simple hecho de amar?... Cómo, pero ¿no era la “donna” la “mobile”?... ¿Y si en vez de amor habláramos de maternidad?... ¡Pero Ana es madre, y eso no le basta!... Y la conversación se exalta y enreda, especula y argumenta, se sostiene en la película y luego la sobrevuela.

Poco a poco, volvemos a la película. En un tono más distendido, acaso ya algo fatigado, acaso sencillamente ufano de la grata compañía mutua, de la bienvenida ocasión de encontrarnos, de los agradables local y momento en que compartimos este cálido fragmento de noche, nuestra conversación vuelve con una sonrisa a la Rusia de opereta que el filme pinta con decorados de cartón piedra. Las comidas pantagruélicas (que nos muestra un audaz y prolongadísimo “travelling”), las borracheras de titanes, el ceremonial de los grandes bailes de la corte, el espectáculo de los impertinentes –cargados como fusiles– en los palcos de la ópera, los juegos deportivos o hípicos para lucimiento de los apuestos cadetes en uniforme, y una plétora de otros tantos tópicos o clichés de la vieja, buena, bella Rusia zarista (sin duda añorada en el asustado 1935) y de sus exquisitas, bonachonas clases dirigentes.

Así, riendo de esa borrachera pautada (como aprendida en la instrucción del cuartel), de esa Venecia imposible hecha de un balcón y un trampantojo, de esos fragmentos musicales tozudamente ignorantes de la admirable tradición rusa, vamos terminando este rato de conversación. No lo decimos, pero ha sido grato conocer a Ana, sentir con Ana, hablar de Ana. Sí decimos que tenemos que repetir la experiencia, ver más películas como ésta (antiguas, hermosas, sencillas), y luego ir a hablar, a hablarnos, a hablarlas.      (19-feb-12)

12 feb 2012

“Un dios salvaje” (2011), de Roman Polanski


(Notas apresuradas en el programa de mano de la representación)
(Mi comentario a “Un dios salvaje” (2011), de Roman Polanski)

No pude asistir a la proyección de esta película sin tener en mente “La muerte y la doncella”, la adaptación hecha por Polanski hace ya unos cuantos años de la pieza teatral del chileno Ariel Dorfmann, con Ben Kingsley en el escalofriante rol de un extorturador argentino (¿o quizá chileno?). Pues bien, en comparación con la adaptación de Dorfman, la de la obra de Yasmina Reza “Un dios salvaje”, en mi opinión, palidece.

Mi impresión general de la película, nada más terminar de verla, es que le faltaba “cine”. Salí con la impresión de haber presenciado una obra de teatro filmado; bien filmado, sin duda, pero nada más que teatro. El dramatismo, la tensión, el conflicto, estaban en el texto, y únicamente en él: nada que ver con el talento atmosférico, claustrofóbico, envolvente, del cineasta Polanski para suscitar, usando recursos puramente cinematográficos, opresión o angustia o malestar. En este sentido, pese a ser una película de pocos personajes, una película de interiores, una película que muestra relaciones tensas o vibrantes entre los caracteres –todos ellos rasgos del puro Polanski que tantos adoramos–, cuesta reconocer “Un dios salvaje” como una obra suya.

Hay otro aspecto en el que la película es desconcertante (y, al menos para mis expectativas al entrar a verla, decepcionante). Muy a menudo no sabes si estás frente a una comedia o frente a una tragedia; no sabes si asistes a un drama o a una simple sátira. Personalmente, no amo (en general) estas mezcolanzas. Y, en este caso, no estoy seguro de que la obra (me refiero aquí a la obra de teatro, claro está) funcione del todo ni como una cosa ni como la otra.

Me decepciona también, rotundamente, el no-cierre de la historia. Cuando hemos contemplado el progresivo enrarecimiento de la atmósfera, la rendición de la idealista Foster, el burdo abandono de Reilly, el cómodo, inevitable ascenso de Waltz, la revelación entre bochornosa y orgullosa de Winslet, cuando hemos visto las relaciones rodar cuesta abajo de una civilizada tarde de vida social, de repente la película termina. ¿Y la conclusión? ¿Dónde está esa conclusión dramática –un enfrentamiento, una huida, un desahogo absoluto– que sentimos que se nos ha escamoteado?

En cuanto a los personajes, no estoy seguro de que sean del todo plausibles. Ni siquiera aceptando las convenciones del teatro puedo creerme, por ejemplo, que Waltz sea tan estúpido como para pregonar sus vergüenzas laborales-legales de modo tan descarado en presencia de desconocidos. Y desde luego, visto lo visto y oído lo oído, me resulta inverosímil que los dos maridos acaben compartiendo amigablemente un puro y un whisky. Reilly no puede ser, tampoco, tan blando, tan inconsciente y tan inconstante hacia Foster y sus convicciones como ostentosamente da muestras de ser. Para terminar, el recurso a lo “Ángel exterminador” (me refiero a la película de Buñuel) para mantener juntos durante hora y media a estos cuatro caracteres incompatibles no me acaba tampoco de convencer.

Quizá soy víctima de mis elevadas expectativas ante la muy loada nueva obra de Polanski, quizá mi concepción y mi estimación del maestro polaco me han jugado la mala pasada de hacerme esperar “una típica película de Polanski” (tratándose, como yo sabía de antemano que se trataba, de una historia de pocos seres en conflicto en un interior, como “Repulsión”, como “El quimérico inquilino”, como la mencionada e igualmente teatral “La muerte…”). Pero en este caso se trata de algo diferente, aun mostrando algunos de esos rasgos propios y característicos del director polaco. Se trata de una obra que, aun sin ser “polanskiana”, no es –esto hay que decirlo también– ni mucho menos desdeñable. Aunque sí me resulte, insisto, decepcionante.

La raíz profunda de mi decepción (si es preciso analizarla) va más allá de la frustración de mis expectativas cinematográficas. Podría radicar en que, en un momento dado, me doy cuenta de que no se está tratando a los personajes, y el conflicto entre ellos, como algo único y serio, como un “momento estelar en la historia de la humanidad”, con la ambición y la profundidad humanas que, a mi juicio, van de consuno con el gran teatro. No, aquí uno tiene la impresión de que el caso particular (la agresión entre chicos de escuela) permanece particular, de que los retratos de los personajes (las dos parejas de padres) derivan rápida, y quizá trivialmente, en estereotipos, de que, entre bromas y veras, la autora de la obra no pretende ir más allá de ofrecernos, amigablemente, serio ma non troppo, más que una estampa de costumbres. Y, sobre todo en teatro, nada me parece más imperdonable que faltarle al respeto a los personajes, esas entidades reales y vivas a las que en ningún caso debería privarse de su “derecho humano” a ser únicos y excepcionales. Si su creador, en este caso creadora, no les toma tan en serio como se merecen “por derecho de nacimiento”, yo asumo la causa de ellos y me niego en venganza (o en justicia) a tomar en serio al creador o creadora.

La película en sí misma no es mala ni buena. Es que no hay propiamente película, más allá de la muy profesional filmación de una obra teatral. Después de “El escritor”, que sí era una obra de cine –y a mi juicio una obra muy notable–, “Un dios salvaje” puede ser considerada sólo en sentido aproximado “la última película de Polanski”. Sin duda que el maestro trabaja en proyectos más ambiciosos, en los que su talento brillará con mucho más fulgor que en esta miniatura (aunque no diré minucia) teatral.                    (26-ene-12)