12 feb 2012

“Un dios salvaje” (2011), de Roman Polanski


(Notas apresuradas en el programa de mano de la representación)
(Mi comentario a “Un dios salvaje” (2011), de Roman Polanski)

No pude asistir a la proyección de esta película sin tener en mente “La muerte y la doncella”, la adaptación hecha por Polanski hace ya unos cuantos años de la pieza teatral del chileno Ariel Dorfmann, con Ben Kingsley en el escalofriante rol de un extorturador argentino (¿o quizá chileno?). Pues bien, en comparación con la adaptación de Dorfman, la de la obra de Yasmina Reza “Un dios salvaje”, en mi opinión, palidece.

Mi impresión general de la película, nada más terminar de verla, es que le faltaba “cine”. Salí con la impresión de haber presenciado una obra de teatro filmado; bien filmado, sin duda, pero nada más que teatro. El dramatismo, la tensión, el conflicto, estaban en el texto, y únicamente en él: nada que ver con el talento atmosférico, claustrofóbico, envolvente, del cineasta Polanski para suscitar, usando recursos puramente cinematográficos, opresión o angustia o malestar. En este sentido, pese a ser una película de pocos personajes, una película de interiores, una película que muestra relaciones tensas o vibrantes entre los caracteres –todos ellos rasgos del puro Polanski que tantos adoramos–, cuesta reconocer “Un dios salvaje” como una obra suya.

Hay otro aspecto en el que la película es desconcertante (y, al menos para mis expectativas al entrar a verla, decepcionante). Muy a menudo no sabes si estás frente a una comedia o frente a una tragedia; no sabes si asistes a un drama o a una simple sátira. Personalmente, no amo (en general) estas mezcolanzas. Y, en este caso, no estoy seguro de que la obra (me refiero aquí a la obra de teatro, claro está) funcione del todo ni como una cosa ni como la otra.

Me decepciona también, rotundamente, el no-cierre de la historia. Cuando hemos contemplado el progresivo enrarecimiento de la atmósfera, la rendición de la idealista Foster, el burdo abandono de Reilly, el cómodo, inevitable ascenso de Waltz, la revelación entre bochornosa y orgullosa de Winslet, cuando hemos visto las relaciones rodar cuesta abajo de una civilizada tarde de vida social, de repente la película termina. ¿Y la conclusión? ¿Dónde está esa conclusión dramática –un enfrentamiento, una huida, un desahogo absoluto– que sentimos que se nos ha escamoteado?

En cuanto a los personajes, no estoy seguro de que sean del todo plausibles. Ni siquiera aceptando las convenciones del teatro puedo creerme, por ejemplo, que Waltz sea tan estúpido como para pregonar sus vergüenzas laborales-legales de modo tan descarado en presencia de desconocidos. Y desde luego, visto lo visto y oído lo oído, me resulta inverosímil que los dos maridos acaben compartiendo amigablemente un puro y un whisky. Reilly no puede ser, tampoco, tan blando, tan inconsciente y tan inconstante hacia Foster y sus convicciones como ostentosamente da muestras de ser. Para terminar, el recurso a lo “Ángel exterminador” (me refiero a la película de Buñuel) para mantener juntos durante hora y media a estos cuatro caracteres incompatibles no me acaba tampoco de convencer.

Quizá soy víctima de mis elevadas expectativas ante la muy loada nueva obra de Polanski, quizá mi concepción y mi estimación del maestro polaco me han jugado la mala pasada de hacerme esperar “una típica película de Polanski” (tratándose, como yo sabía de antemano que se trataba, de una historia de pocos seres en conflicto en un interior, como “Repulsión”, como “El quimérico inquilino”, como la mencionada e igualmente teatral “La muerte…”). Pero en este caso se trata de algo diferente, aun mostrando algunos de esos rasgos propios y característicos del director polaco. Se trata de una obra que, aun sin ser “polanskiana”, no es –esto hay que decirlo también– ni mucho menos desdeñable. Aunque sí me resulte, insisto, decepcionante.

La raíz profunda de mi decepción (si es preciso analizarla) va más allá de la frustración de mis expectativas cinematográficas. Podría radicar en que, en un momento dado, me doy cuenta de que no se está tratando a los personajes, y el conflicto entre ellos, como algo único y serio, como un “momento estelar en la historia de la humanidad”, con la ambición y la profundidad humanas que, a mi juicio, van de consuno con el gran teatro. No, aquí uno tiene la impresión de que el caso particular (la agresión entre chicos de escuela) permanece particular, de que los retratos de los personajes (las dos parejas de padres) derivan rápida, y quizá trivialmente, en estereotipos, de que, entre bromas y veras, la autora de la obra no pretende ir más allá de ofrecernos, amigablemente, serio ma non troppo, más que una estampa de costumbres. Y, sobre todo en teatro, nada me parece más imperdonable que faltarle al respeto a los personajes, esas entidades reales y vivas a las que en ningún caso debería privarse de su “derecho humano” a ser únicos y excepcionales. Si su creador, en este caso creadora, no les toma tan en serio como se merecen “por derecho de nacimiento”, yo asumo la causa de ellos y me niego en venganza (o en justicia) a tomar en serio al creador o creadora.

La película en sí misma no es mala ni buena. Es que no hay propiamente película, más allá de la muy profesional filmación de una obra teatral. Después de “El escritor”, que sí era una obra de cine –y a mi juicio una obra muy notable–, “Un dios salvaje” puede ser considerada sólo en sentido aproximado “la última película de Polanski”. Sin duda que el maestro trabaja en proyectos más ambiciosos, en los que su talento brillará con mucho más fulgor que en esta miniatura (aunque no diré minucia) teatral.                    (26-ene-12)

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