30 ago 2016

“Sinuhé el egipcio” (1954), de Michael Curtiz


 
Una sombra manchada por la conciencia
Mi comentario a “Sinuhé el egipcio”(1954), de Michael Curtiz

Pese a tratarse de una película convencional, oblicuamente bíblica y orientada al espectáculo, “Sinuhé el egipcio” sorprende con su inusitado fondo, su mensaje nihilista y su irreprimible intimismo. Estas tres características se manifiestan de modo patente y potente en los contados pero muy intensos minutos que describen el arrebato de Sinuhé por la cortesana Nefer. Asistimos al encuentro cataclísmico de dos seres solos, en que la naturaleza inquisitiva del médico, ese hombre del “por qué”, deja aflorar su desesperación íntima, su espera de respuestas sin espera de soluciones para lo que el mundo y él mismo, Sinuhé, en el fondo son (“Sé que he nacido para vivir en el ocaso del mundo, y que nada importa, nada, salvo lo que veo en tus ojos”). En Nefer encuentra Sinuhé, por fin, una respuesta (si es que puede considerarse una respuesta el eco de la propia soledad en otra soledad...), pero una respuesta cuyo precio es el hundimiento absoluto de Sinuhé como ser moral. Y hay algo fatal en Sinuhé, o en su sed de porqués, o en su misma vida –algo fatal realzado por la astuta narración cíclica (de aires sherehezadescos) de su paulatina degradación a los pies de la tirana Nefer–, que le arrastra –sin lucha, sin vacilación, sin vergüenza– a pagar ese precio y a inmolarse por completo. No hay negociación, no hay promesas, no hay entrega, por parte de la mujer, puesto que ella sabe que nada de eso necesita el vértigo desesperado de él: dice ella, aviesamente, “yo no te pido nada, solamente quiero que me entiendas”, y solamente de eso se trata para él, de entender, de entender nada más, aunque su comprensión sea ciega, estéril, paralizada (“conocer la perfección del amor”, o “desnudar tus brazos de joyas para mí”, como se formula en el diálogo, valdrían por lo tanto como simples emblemas o metáforas de un desvelamiento o un desnudamiento más profundos e inefables).

Un hombre que está solo, un hombre asfixiado de porqués, un hombre que se conoce a sí mismo. Cómo está Sinuhé, cómo es, qué sabe, qué cree. La película, despojada de sus fastos de cartón-piedra, de sus intrigas áulicas y sus batallas de figurantes, del almíbar de la criadita y las chanzas del sirviente, gira en mareantes círculos en torno al personaje sombrío, estragado, maldito, de Sinuhé. Quiere aprender (la medicina, el amor, la trepanación), pero es incapaz de creer (“Malo es creer tanto, pero es peor creer tan poco”, le dicen, y él responde, impertérrito: “yo no creo nada”). Viaja, estudia, practica, pero es incapaz de deshacerse de su conciencia amarga, fatalista (“el gato no puede remediar lo que es”), de ser como es, desde siempre y para siempre; incapaz de no reconocerse, inexplicable y hondamente, solitaria e íntimamente, malvado (“yo sé que soy malo, y soy responsable del mal que hay en mí”); incapaz de escapar a la abrumadora sensación de encontrarse encadenado, hastiado y aislado con su propio mal (“antes o después, hasta los gatos se cansan de su juego”).
 
              No puede negarse que un carácter como Sinuhé es inusual en esta clase de películas, habitualmente pobladas de héroes de mandíbula cuadrada que encarnan, a lo sumo, las virtudes previsibles. Entiendo que el origen y el modo de ser de Sinuhé son importaciones, más o menos incontaminadas, de la famosa novela (compuesta durante y sin duda marcada por la II Guerra Mundial) que la pelicula adapta. La impresión causada por el peregrino maldito que es Sinuhé resulta tan fuerte que el artificioso, discursivo, admonitorio, remate de su peripecia en la corte, subsumiendo con no poca obscenidad el período de Amenhotep IV, llamado Akenatón, en no sé qué filosofía teleológica de la historia (apropiadamente orientada hacia el monoteísmo y el evangelio, faltaría más), por fuerza decepciona y hasta indigna. Son significativos empero, en el “sermón” de Sinuhé al faraón, tanto su desolada e insistente recreación en lo efímero (“una sombra, una ficción…”) como la conclusión última de su aparatosa conversión mística: “Ningún hombre está solo”. No menos deprimentes, y aún más ridículas, que la prestidigitación impúdica entre fes de la antigüedad, son todas esas andanzas de cazadores y espadones, por tabernas y por gineceos, en las que el amigo del atormentado médico, entre fanfarrias y guardarropía, exhibe su plana y energética personalidad. Muy lejos de ello, el actor que encarna a Sinuhé adensa su personaje con su misma inexpresividad, entregándonoslo siempre serio, introvertido y consciente de sí: un héroe abrasado, alejado y aislado. (24-agosto-2016)