Pese a tratarse de una película convencional, oblicuamente bíblica y
orientada al espectáculo, “Sinuhé el egipcio” sorprende con su inusitado fondo,
su mensaje nihilista y su irreprimible intimismo. Estas tres características se
manifiestan de modo patente y potente en los contados pero muy intensos minutos
que describen el arrebato de Sinuhé por la cortesana Nefer. Asistimos al
encuentro cataclísmico de dos seres solos, en que la naturaleza inquisitiva del
médico, ese hombre del “por qué”, deja aflorar su desesperación íntima, su
espera de respuestas sin espera de soluciones para lo que el mundo y él mismo,
Sinuhé, en el fondo son (“Sé que he nacido para vivir en el ocaso del mundo, y
que nada importa, nada, salvo lo que veo en tus ojos”). En Nefer encuentra
Sinuhé, por fin, una respuesta (si es que puede considerarse una respuesta el
eco de la propia soledad en otra soledad...), pero una respuesta cuyo precio es el
hundimiento absoluto de Sinuhé como ser moral. Y hay algo fatal en Sinuhé, o en
su sed de porqués, o en su misma vida –algo fatal realzado por la astuta
narración cíclica (de aires sherehezadescos) de su paulatina degradación a los
pies de la tirana Nefer–, que le arrastra –sin lucha, sin vacilación, sin
vergüenza– a pagar ese precio y a inmolarse por completo. No hay negociación,
no hay promesas, no hay entrega, por parte de la mujer, puesto que ella sabe
que nada de eso necesita el vértigo desesperado de él: dice ella, aviesamente,
“yo no te pido nada, solamente quiero que me entiendas”, y solamente de eso se
trata para él, de entender, de entender nada más, aunque su comprensión sea ciega, estéril, paralizada (“conocer la perfección del amor”, o
“desnudar tus brazos de joyas para mí”, como se formula en el diálogo, valdrían
por lo tanto como simples emblemas o metáforas de un desvelamiento o un desnudamiento
más profundos e inefables).
Un hombre que está solo, un hombre asfixiado de porqués, un hombre que se
conoce a sí mismo. Cómo está Sinuhé, cómo es, qué sabe, qué cree. La película,
despojada de sus fastos de cartón-piedra, de sus intrigas áulicas y sus batallas
de figurantes, del almíbar de la criadita y las chanzas del sirviente, gira en
mareantes círculos en torno al personaje sombrío, estragado, maldito, de
Sinuhé. Quiere aprender (la medicina, el amor, la trepanación), pero es incapaz
de creer (“Malo es creer tanto, pero es peor creer tan poco”, le dicen, y él
responde, impertérrito: “yo no creo nada”). Viaja, estudia, practica, pero es
incapaz de deshacerse de su conciencia amarga, fatalista (“el gato no puede
remediar lo que es”), de ser como es, desde siempre y para siempre; incapaz de no
reconocerse, inexplicable y hondamente, solitaria e íntimamente, malvado (“yo
sé que soy malo, y soy responsable del mal que hay en mí”); incapaz de escapar
a la abrumadora sensación de encontrarse encadenado, hastiado y aislado con su
propio mal (“antes o después, hasta los gatos se cansan de su juego”).
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