6 nov 2014

“El hombre de acero” (2013), de Zack Snyder




Jesukrypto Supercrack gana el Premio Planeta 
(Mi comentario a “El hombre de acero” (2013), de Zack Snyder)

Estás viendo esta película y sientes una suerte de jaqueca, de náusea, de aturdimiento (todo a la vez). Acudes al botiquín, al baño, al teléfono, y luego –una vez medicado, vomitado y animado– vuelves y, abnegadamente, la terminas. De inmediato te precipitas, sediento de venganza y de confirmación, a leer las reseñas críticas. Seria o jocosa, profesional o aficionada, nacional o extranjera, periodística o blogosférica: cualquier reseña te saciaría, con tal de encontrar en ella la sentencia tajante e inapelable: “esta peli es una m.”. Mas poco a poco, ay, ves que tu expectativa rabiosa no se cumple, que el juicio fulminador que te hierve en el pecho falta en las recensiones. Y es entonces cuando empiezas a hacerte preguntas: ¿qué sentido tiene la vida (si tiene alguno)?, ¿para qué estoy en este mundo?, ¿provendré acaso de otro planeta?

Son preguntas que nos asedian a todos los que, heridos por la flosofía profundísima de Christopher Nolan (cuyo hálito metafísico sopla sobre el guión de este film), nos hemos descubierto super-héroes de la inquisición existencial, de la hazaña auto-transfiguradora y del combate ultra-mega-titánico con el Mal en nosotros (y, sólo por deleznables razones de taquilla, también en un puñado de villanos infelices...). Y, mira por donde, hoy yo me he sentado abúlico a ver una peli de acción y, unas horas después, me he levantado convertido en todo un Superman-Siddharta…

(Oh, lo siento, he pronunciado la palabra prohibida en este juego: ¡el “hombre de acero” no debe ser llamado “Supermán”! Como la “S” de su uniforme no es una inicial, sino “un símbolo de esperanza en la fuerza del bien”, o una nolanada o nolanadería de similar calibre…).

Ahora lo comprendo, ahora lo comprendo. “Yo fui enviado aquí por una razón y, aunque descubrirlo me lleve toda la vida, tengo que averiguar cuál es esa razón”. Esto me lo dice mucho mi padre Kevin Costner, durante los partidos de beisbol, o mientras lavamos el coche en el garaje. El buen hombre siempre está dándome la matraca con frases como esa, o soltándome, como quien no quiere la cosa, que “yo, precisamente yo, soy la respuesta a la pregunta: ¿estamos solos en el universo?”. Es halagador, sí, pero también ligeramente abrasivo… Así que, al primer tornado que nos oree un poco la finca, con el pretexto de mantener mi anonimato hasta que llegue el día de salvar el mundo, igual dejo que el viento se lleve al viejo Costner igual que hizo con la plantación de Escarlata… Y es que, como él mismo dice, “tengo que tomar la decisión de aparecer orgulloso de mí mismo (o no) delante del género humano” (siempre esas frases suyas, tan pomposas). La verdad, papá, con un solo Christopher Nolan ya nos sobra, ¿no te parece?

Kevin Costner es mi padre terrestre. Mi padre celeste, y también biológico (puesto que el tío se saltó con toda frescura las reglas eugenésicas de su planeta huxleyano), es Russell Crowe. Pero no se puede hablar de muchos temas con él, la verdad, porque se pasa el tiempo mascullando tecnicismos y milenarismos absurdos… Eso sí, lo hace con una convicción y una profesionalidad “paternas” de verdad encomiables…

Aunque, en punto a disparates, quien se lleva la palma son los amigotes de mi padre (celestial). Uno de ellos (llamado Zod) es un militar golpista, condenado y evadido luego de su condena, que llega a la Tierra esencialmente a montar follón y a desahogar en mí su rencor contra mi padre. Creo que la cosa más idiota que he escuchado decir a este bellaco es (me permito el inglés original, para no dejar escapar ningún sutil matiz…): “We managed to retrofit the phantom projector into a hyperdrive”. En resumen, que todo en este mundo (en Krypton, claro) tiene arreglo, con una llave inglesa y un poco de maña…

La novia de ese despabilado sinvergüenza (la llamo novia porque por la Iglesia casados no están…), aunque carne de gimnasio, y adepta del kick-metal y el heavy-boxing (¿o era al revés?), se las da un poco de ideóloga, y te suelta, entre coz y soplamocos, que “la evolución siempre gana” o que “la moral es una traba evolutiva”. Pero aquí está un servidor (de la Humanidad) para desmentirlo, y para castigar a mamporro limpio esas barrabasadas (y ahí está también mi padre celestial, que de vez en cuando bendice al género humano con apariciones milagrosas, para hacer una loa a la democracia –estadounidense– frente al golpista Zod, y para lanzar una advertencia ecológica, escaldado por el destino aciago del consumido planeta Krypton). Que no se diga que los super-héroes no tenemos mensajes para la humanidad, o que no estamos al tanto de los eslóganes y consignas de moda...

Me entretengo tanto hablando de mi padre (celestial) y de sus enemigos fraternales de Krypton porque, a diferencia de la biografía mía realizada en los años ’70 (por un tal Richard Donner, y con el atildado Chistopher Reeves haciendo de mí), el episodio estelar no es un mero prólogo de mi vida secular, sino que se extiende, se expande y se adueña de todo el relato de mis aventuras en la Tierra. Dicho simple y francamente, mi “curriculum vitae” es una historia de naves espaciales, de super-héroes (superbuenos y supermalos) a gogó, de catástrofes y explosiones (¿pero hay algún modo mejor de terminar una buena pelea que con una buena explosión?), de violencia cósmica, de artilugios inverosímiles y desmesurados (que, por supuesto, no me impiden mover el eje de la Tierra con la fuerza de una uña, como si fuera un mondadientes). Alguien podría calificar al cantar de mis gestas por el beato Snyder de hueco espectáculo de efectos especiales o de pueril videojuego pero, en ese caso, yo podría espachurrar con un dedo, o ahogar con un esputo, a ese alguien por atreverse a degradar tan despectivamente la vida épica y salvífica de un super-Mesías como yo…

Yo no he dicho en ningún momento que la crónica de cómo vine a este mundo y cómo lo salvé de las hordas de Krypton tenga gracia o encanto (reconozcámoslo: la versión de Donner-Reeves, de tan edulcorada, no era apta para diabéticos…). Tampoco que mis hazañas desborden de armonía o de melodiosidad; son, exactamente, un fragor (y el compositor Hans Zimmer se esfuerza en exagerar su estilo para estar a la altura de ese fragor...), porque no se salva la Tierra silbando (la capa azul de Reeves hacía de él un príncipe azul, pero yo soy un titán de escala planetaria, ¿está claro?). Y no, no pretendo ser simpático o divertido (llamadme inexpresivo, si queréis, no se me va a alterar el gesto por eso…): mi cara bonita, mi mentón cuadrado y mi traje ceñido hablan por mí y, si lo que queréis es reíros, pasad a otra sala del multicine.

De todos modos, algo de gracia tendré –digo yo– cuando Amy Adams, aguerrida periodista, se empeña en que la salve de desastre tras desastre, hasta el cataclísmico momento de besarla en los labios (hazaña que ejecuto con el inconfeso propósito de inducirla a trasladarse a la sección de cotilleos, dejando de darme tanto quehacer…). Dicho sea entre nosotros, la muchacha es más oportuna que brillante (¡una muchacha así siempre es oportuna!) y, la verdad, tiene algunas ocurrencias por las que la mandaría de un soplido al hortera de Super-Reeves (allá donde esté), para que forme con él una parejita ideal –o sea, convencional– (“Dicen que, después del primer beso, es todo cuesta abajo…”, y entonces tengo que recordarle, pacientemente, que el abajo firmante es un super-héroe, y que nosotros estamos hechos de otra pasta). No obstante, pese a esas insignificantes debilidades de chica superficial y estereotípica (es periodista, hay que comprenderlo), ¿quién renunciaría a la guapa Amy Adams como novia? De hecho –y anoto esto como una confesión–, incluso a mí, que atesoro tantas vivencias y tantos recuerdos de prodigios y maravillas, no hay ni una sola cosa en esta biografía de mí que me parezca más misteriosa, más espectacular y más bella que, precisamente, la pequeña y puntiaguda naricita de mi chica...      (2 de noviembre de 2014)

3 nov 2014

“Blue Jasmine” (2013), de Woody Allen




Cuando lo último en caer son los anillos
(Mi comentario a “Blue Jasmine” (2013), de Woody Allen)

Luego de las dos bochornosas películas “europeas” rodadas en París y Roma, en que la firma de Allen se deforma en sonrojante borratajo o chafarrinón, el renombrado cineasta retorna a paisaje y paisanaje más conocidos (aunque no familiares, puesto que la acción tiene lugar en San Francisco) para firmar –esta vez sí con trazo digno de él– una historia seria, sobria, nítida y vigorosa, que refuerza su prestigio como escritor cinematográfico y a la vez da muestra de su sabia humanidad.

“Blue Jasmine” es un fascinante estudio de carácter (y, a contraluz, una acerada instantánea costumbrista). Es un retrato psicológico deliberado, ininterrumpido e implacable, que disecciona hasta el tuétano al personaje de Blanchett, en toda su insondable flaqueza y miseria, nos lo muestra en las cimas de su éxito y en los abismos de su ruina, y no esconde ni la culpa (o el defecto, o el error) originales de ella, ni tampoco el inmenso precio (en términos de alienación, incluso de auto-destrucción) que se ve obligada a pagar. Tanto el guión de Allen, escrito con precisión de cirujano, como la interpretación entregada e inspirada de Blanchett elevan al personaje de Jeanette/Jasmine a una perfecta encarnación artística del autoengaño, la locura, el hundimiento y el desamparo.

No es la menor de las virtudes de guión e interpretación que Jasmine, en sí misma un personaje antipático, inconsciente, egoísta, desconsiderado, nos interese y conmueva tanto. Una sabiduría artística sutil nos inspira una inexplicable empatía por el dechado de imperfecciones que se concitan en la despectiva y despreciable Jasmine.

La naturaleza profunda, la fuerza íntima, el impulso genuino de Jasmine es la mentira. Jasmine es originaria y genuinamente inauténtica. Es un ser puramente apariencial, una manipuladora de la realidad, una fantasista patológica. En su vida, estos rasgos se declinan, claro está, en una existencia, un cónyuge, un matrimonio, una residencia “de ensueño” (pues es exactamente eso lo que ella vive). Naturalmente, el vínculo inextricable entre personalidad y realización refuerza ambos polos de la inautenticidad de Jasmine (que muy pronto empieza a no ver, o a no querer ver, la realidad tal como es…). Y el drama se desencadena cuando la vida “de ensueño” se quiebra.

Es aquí donde realmente comienza la película (la situación previa se nos transmite por medio de medidos y oportunos “flash-backs”), y es éste el inicio de la carrera de Jasmine cuesta abajo, y sin frenos, de sus mentiras, empujada por su incapacidad innata para ver la verdad (su verdad), hasta el precipicio inevitable de la enajenación y la zozobra últimas (ya para siempre sin hogar, con cualquier resto de belleza o glamour ajado bajo lágrimas secas, monologando sin ilación en los parques como la orate que es…).

Jasmine es un ser de mentira y de mentiras. Es así, le gusta y se gusta. Pero su prolongada complacencia en la mendacidad encontrará cruel retribución en la ordalía a que su naturaleza inauténtica la arrastra en San Francisco (ese diplomático millonario al que, mentira tras mentira, se aferra y del que, mentira tras mentira, naufraga como de una última tabla de salvación…). Jasmine miente y se miente sobre sí misma; miente y se miente sobre su posición (incluso cuando goza de esa posición, junto al dudoso triunfador que es su marido…); miente sobre los otros (su hermana y excuñado, lastimosas víctimas del mundo “de ensueño” de Jasmine: “vivo así, amo a un perdedor, porque tú te casaste con el peor perdedor de todos, porque tú arruinaste mi única oportunidad de tener una vida mejor”, terminará desahogándose, casi sin querer, la sencilla, honesta, realista y pese a todo ello, o debido a todo ello– engañada y timada hermana); miente sobre los valores de los ricos (dar propinas, participar en obras de caridad, “ser generoso cuando se es rico” –en sus palabras a los sobrinos–: simplemente, vanidad de vanidosos…) y miente hasta sobre sus propios valores (la denuncia del marido como un simple acto de despecho, como una reacción hacia una última mentira que será excesiva incluso para ella…). Jasmine mentirá sin cesar, sobre todo y a todos (especialmente a la persona más dañada por esas mentiras: a sí misma), hasta el momento final en que fea, intratable, casi vieja, desahuciada, incluso la simple vida real huye de ella, repelida de tanta y tanta insinceridad en una sola persona, dejando abandonada en el banco del parque a una simple loca, a un caso psiquiátrico (que Allen trata con compasión y comprensión, y naturalmente sin uno solo de sus habituales chistes al respecto).

De esta loca alucinada (que, por derecho propio, es un antológico personaje cinematográfico) un precedente claro es la Blanche DuBois de “Un tranvía llamado Deseo”, el gran clásico norteamericano, carácter interpretado en la escena unos años atrás, según he leído, por la misma Blanchett. En la película hay también (y no terminarían aquí las semejanzas con la obra de Williams…) caracteres obreros, físicos, incluso brutales, que tienen empero su poderosa, a veces irónica, verdad (“Para algunas personas no es tan fácil dejar las cosas atrás”, reprochará a Jasmine su excuñado, no comprendiendo que el gran problema de ella es que no puede  dejarse atrás a sí misma…). Y son caracteres que, siendo ancilares u orbitales (al servicio o en torno de Jasmine), están descritos e interpretados con excelentes claridad y vigor (ya se trate del novio de la hermana, o del amigo de éste, o del ligue de ella, o del millonario “redentor” de Jasmine –la única excepción la constituirían, a mi juicio, los dudosos personaje y episodio del dentista–), por medio, naturalmente, de los diálogos que los dibujan.

Excelente en el retrato, excelente en el diálogo, “Blue Jasmine” entronca con los grandes dramas, con las serias reflexiones, con las perfiladas creaciones femeninas del Allen de décadas atrás (“Delitos y faltas”, “Hannah y sus hermanas”, “Otra mujer”…). Y sólo cabe esperar que el anciano cineasta persista en esta línea en sus próximas (y necesariamente últimas) obras, lejos de toda nueva veleidad “turística” por la remota, la incomprensible, la nociva Europa...   (1 de noviembre de 2014)