16 mar 2016

“Lucy” (2014), de Luc Besson



Santa Lucía, a los que vemos doble ¡ampáranos también!
(Mi comentario a “Lucy” (2014), de Luc Besson)

1
“Lucy” es, por encima de todo, una película de desarrollo y de superación personal, cuyo mensaje ético consagra a Luc Besson como digno continuador de la gran tradición del moralismo francés (Chamfort, Vauvenargues, Joubert, etc.).
Una inconsciente Johansson, descarriada en el laberinto remoto de Taipéi, se encuentra azarosamente con la posibilidad de ejercitar al máximo sus capacidades intelectuales más recónditas y prodigiosas, esas de las que ningún ser humano es, hasta ahora, sabedor y que, por tanto, dejamos todos dormir, desde la cuna hasta la sepultura, inexploradas e inexplotadas. Actuando su potencial, Johansson puede encaminarse hacia la plena realización de su humanidad, que es también la nuestra: una humanidad profunda y auroral, poderosa y transfiguradora.
El camino de perfección emprendido y aceptado por Johansson con admirable determinación y generosidad está jalonado de momentos de perplejidad, de desaliento y de dolor. Mas nada puede quebrantar el coraje de la resuelta joven ni detener, una vez desatado, el impulso ciego y sabio hacia la super-humanidad. Y Johansson afronta, con entereza inaudita, una sucesión de ordalías casi sin parangón en mi memoria cinematográfica: es engañada, es humillada, es pateada, se ve obligada a impetrar clemencia, es esposada a un maletín y aherrojada a un muro, sufre una cirugía aberrante, es drogada, ha de ser casi eviscerada sin anestesia, sufre en sus entrañas una escalofriante reacción química, es perseguida y disparada, y se ve finalmente, redentoramente, sacrificada, en una inmolación a la que ella se entrega en un éxtasis de filantropía.
Al final del camino, a lo largo del camino, ella adquiere o exhuma, aquilatado, su atributo más oculto: la humanidad ínsita en un desenvolvimiento cerebral pleno; en otras palabras, ella llega a ser lo que es, por el mero hecho de serlo en plenitud, lejos del consuetudinario e insuficiente dejarse vivir o dejarse pensar a que el hombre, todos los hombres, se han resignado desde siempre. Y la humanidad flamante de Johansson es, en verdad, una super-humanidad.
Los poderes del cerebro del hombre, durmientes como la música del arpa becqueriana, incluyen maravillas como la telequinesia, la adivinación, la telepatía, la hiperestesia, la presciencia y la omnisciencia, la permeabilidad infinita al conocimiento, una memoria puntillista, una introversión sin límites, el dominio del tiempo, un discernimiento y penetración de incontables milenios y de millones de impresiones.
Johansson, al precio de volverse sufriente oblación, nos muestra en ejercicio estos poderes, y nos invita, desafiantemente, a seguirla en su camino, tan ascético como insoslayable, para la recuperación y el despliegue de nuestras potencialidades; vale decir, ahora que conocemos a fondo nuestro fondo, para una vida humana digna de este nombre.
Y ésta es la conclusión de la película, su mensaje ético nuclear, su interpelación postrera a nosotros, seres humanos en boceto, en arcilla informe, en fárfara tierna.
2
En vista de sus heteróclitas, capilares y arbitrarias referencias, bien podemos calificar a “Lucy” como un monumento a la fatuidad intelectual. Uno pensaría que el guionista ha pergeñado en la intimidad de su gabinete una lista de “temas de nuestro tiempo”, y luego se ha deslizado, oculto tras sus gruesas gafas de pasta, por los cafés (¿de la “rive gauche”?), en busca de los estereotipos más reproducidos, en informales charlas de bar, acerca de esos temas.
El axioma que sirve de base a “Lucy” es un tópico muy manoseado, pero nunca gastado, de la literatura de auto-ayuda, desarrollo personal y “psicolajes” (o sea, psico-bricolajes) afines: esa especiosa afirmación, científicamente insostenible, según la cual sólo utilizamos el diez por ciento (o un porcentaje similar, pero siempre exiguo) de nuestra capacidad cerebral.
Sobre esta necedad, el director de “Lucy” construye la historia de una super-heroína que, por el progresivo incremento de su ejercicio cerebral, alcanza super-poderes parangonables a los prodigios de esos mitos de uniforme, como el hombre de hierro o el hombre murciélago, que llevan largo tiempo en nómina para salvar año tras año a la humanidad. “Lucy” contribuye a democratizar y feminizar el género de los super-héroes, pero su empeño sería más loable si, como punto de partida del desarrollo de Lucy, hubiera un imperativo intelectual o moral (vivir en plenitud, ejercitar nuestros talentos, portarnos dignamente), en vez de una “superstesis” (o sea, una tesis supersticiosa) cuya recurrente cuantificación (los porcentajes crecientes en el aprovechamiento cerebral de Johansson) exarceba aún más su ridiculez.
El autor no se conforma con partir de una proclama hueca de la “ciencia” de la auto-ayuda para hacer plausibles los super-poderes de su personaje: se obstina, además, como he apuntado, en atiborrar la ejecutoria de Johansson de referencias a la vulgata científica de nuestro tiempo. Así tenemos algunas declamaciones (pues me resisto a llamarlas “declaraciones”) acerca de la dinámica y la misión celular (reproducción, transmisión de conocimiento); una coloreada regresión al “big bang”, con parada en nuestra prehistórica antecesora “Lucy”; un desmontaje antihumanista de la aserción clásica de Protágoras (aproblemáticamente compatible, para mi sorpresa, con el sedicente humanismo del gran empeño de Johansson…); y una teoría de la relatividad en miniatura, con la exaltación del tiempo como la única unidad de medida y, nada menos, como la prueba de la existencia de la materia. Confieso que, para completar el menú científico del día, sólo echo de menos, a riesgo de parecer un “gourmet”, un poco de biotecnología o de ingeniería genética…
Y, por si todo esto fuera poco, como sustento intelectual de la epopeya de Johansson, se nos encuadra su misión también en el tránsito del “tener al ser” o “de la evolución a la revolución”, en una perfecta demostración de cuán fatuo se puede llegar a ser repitiendo simplemente frases hechas…
            En fin, cabría preguntarse qué clase de historia sostiene, o recubre, todo este andamiaje pretencioso. Yo la caracterizaría como un híbrido entre una película de gángsteres y una de super-héroes. La trama criminal es muy simplona (aunque incluye algún acertado momento tarantinesco, como el inicio) y muy convencional (con la consabida persecución de coches, en este caso por las calles de París, y con super-villanos ciegos a todo lo que no sea su mercancía exportada de matute, aunque ese “todo” sea nada menos que el fin del mundo…), con el único rasgo exótico de arrancar en Taipéi, y de presentar a un ejército de matones, incluido su comandante, de rasgos debidamente orientales. En cuanto película de super-héroes, la película maltrata hasta el sadismo a Johansson, cuya tortuosa y torturada evolución se puntea, ocasionalmente, de momentos de inesperada exaltación (como el de su segunda operación de vientre, cuando –en lo que es, seguramente, mi momento favorito del filme– un primerísimo plano de su bello rostro se entrega a una evocación, no sé si absurda o si borgiana, pero sin duda muy poética, de sus recuerdos neo- e incluso prenatalicios…), para alcanzar por fin una apoteosis de sacrificio y de conocimiento. Gángsteres y superheroína se entrecruzan y entrechocan, en Taipéi y en París, con agilidad indisimuladamente comercial, salpimentada, del modo largamente comentado, de excursos intelecto-científicos vestidos con ráfagas de aceleradas y vistosas imágenes, siempre al servicio de un espectador al que se aborda y desborda de idas y venidas, de ideas y (lato sensu) “paridas”.     (6 de marzo de 2016)

2 comentarios:

  1. No la he visto. Y me has convencido de que no ponga mucho interés en verla. Feliz día.

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  2. No la he visto. Y me has convencido de que no ponga mucho interés en verla. Feliz día.

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