Santa Lucía, a los que vemos doble
¡ampáranos también!
(Mi comentario a “Lucy” (2014), de
Luc Besson)
1
“Lucy” es, por
encima de todo, una película de desarrollo y de superación personal, cuyo
mensaje ético consagra a Luc Besson como digno continuador de la gran tradición
del moralismo francés (Chamfort, Vauvenargues, Joubert, etc.).
Una inconsciente
Johansson, descarriada en el laberinto remoto de Taipéi, se encuentra
azarosamente con la posibilidad de ejercitar al máximo sus capacidades
intelectuales más recónditas y prodigiosas, esas de las que ningún ser humano
es, hasta ahora, sabedor y que, por tanto, dejamos todos dormir, desde la cuna
hasta la sepultura, inexploradas e inexplotadas. Actuando su potencial, Johansson
puede encaminarse hacia la plena realización de su humanidad, que es también la
nuestra: una humanidad profunda y auroral, poderosa y transfiguradora.
El camino de
perfección emprendido y aceptado por Johansson con admirable determinación y
generosidad está jalonado de momentos de perplejidad, de desaliento y de dolor.
Mas nada puede quebrantar el coraje de la resuelta joven ni detener, una vez
desatado, el impulso ciego y sabio hacia la super-humanidad. Y Johansson
afronta, con entereza inaudita, una sucesión de ordalías casi sin parangón en
mi memoria cinematográfica: es engañada, es humillada, es pateada, se ve
obligada a impetrar clemencia, es esposada a un maletín y aherrojada a un muro,
sufre una cirugía aberrante, es drogada, ha de ser casi eviscerada sin
anestesia, sufre en sus entrañas una escalofriante reacción química, es
perseguida y disparada, y se ve finalmente, redentoramente, sacrificada, en una
inmolación a la que ella se entrega en un éxtasis de filantropía.
Al final del
camino, a lo largo del camino, ella adquiere o exhuma, aquilatado, su atributo
más oculto: la humanidad ínsita en un desenvolvimiento cerebral pleno; en otras
palabras, ella llega a ser lo que es, por el mero hecho de serlo en plenitud,
lejos del consuetudinario e insuficiente dejarse vivir o dejarse pensar a que
el hombre, todos los hombres, se han resignado desde siempre. Y la humanidad
flamante de Johansson es, en verdad, una super-humanidad.
Los poderes del
cerebro del hombre, durmientes como la música del arpa becqueriana, incluyen
maravillas como la telequinesia, la adivinación, la telepatía, la hiperestesia,
la presciencia y la omnisciencia, la permeabilidad infinita al conocimiento, una
memoria puntillista, una introversión sin límites, el dominio del tiempo, un
discernimiento y penetración de incontables milenios y de millones de
impresiones.
Johansson, al
precio de volverse sufriente oblación, nos muestra en ejercicio estos poderes,
y nos invita, desafiantemente, a seguirla en su camino, tan ascético como
insoslayable, para la recuperación y el despliegue de nuestras potencialidades;
vale decir, ahora que conocemos a fondo nuestro fondo, para una vida humana
digna de este nombre.
Y ésta es la
conclusión de la película, su mensaje ético nuclear, su interpelación postrera
a nosotros, seres humanos en boceto, en arcilla informe, en fárfara tierna.
2
En vista de sus
heteróclitas, capilares y arbitrarias referencias, bien podemos calificar a
“Lucy” como un monumento a la fatuidad intelectual. Uno pensaría que el
guionista ha pergeñado en la intimidad de su gabinete una lista de “temas de
nuestro tiempo”, y luego se ha deslizado, oculto tras sus gruesas gafas de
pasta, por los cafés (¿de la “rive gauche”?), en busca de los estereotipos más
reproducidos, en informales charlas de bar, acerca de esos temas.
El axioma que
sirve de base a “Lucy” es un tópico muy manoseado, pero nunca gastado, de la
literatura de auto-ayuda, desarrollo personal y “psicolajes” (o sea, psico-bricolajes)
afines: esa especiosa afirmación, científicamente insostenible, según la cual
sólo utilizamos el diez por ciento (o un porcentaje similar, pero siempre
exiguo) de nuestra capacidad cerebral.
Sobre esta
necedad, el director de “Lucy” construye la historia de una super-heroína que,
por el progresivo incremento de su ejercicio cerebral, alcanza super-poderes
parangonables a los prodigios de esos mitos de uniforme, como el hombre de
hierro o el hombre murciélago, que llevan largo tiempo en nómina para salvar
año tras año a la humanidad. “Lucy” contribuye a democratizar y feminizar el
género de los super-héroes, pero su empeño sería más loable si, como punto de
partida del desarrollo de Lucy, hubiera un imperativo intelectual o moral
(vivir en plenitud, ejercitar nuestros talentos, portarnos dignamente), en vez
de una “superstesis” (o sea, una tesis supersticiosa) cuya recurrente cuantificación
(los porcentajes crecientes en el aprovechamiento cerebral de Johansson)
exarceba aún más su ridiculez.
El autor no se
conforma con partir de una proclama hueca de la “ciencia” de la auto-ayuda para
hacer plausibles los super-poderes de su personaje: se obstina, además, como he
apuntado, en atiborrar la ejecutoria de Johansson de referencias a la vulgata
científica de nuestro tiempo. Así tenemos algunas declamaciones (pues me
resisto a llamarlas “declaraciones”) acerca de la dinámica y la misión celular
(reproducción, transmisión de conocimiento); una coloreada regresión al “big
bang”, con parada en nuestra prehistórica antecesora “Lucy”; un desmontaje
antihumanista de la aserción clásica de Protágoras (aproblemáticamente
compatible, para mi sorpresa, con el sedicente humanismo del gran empeño de Johansson…);
y una teoría de la relatividad en miniatura, con la exaltación del tiempo como
la única unidad de medida y, nada menos, como la prueba de la existencia de la
materia. Confieso que, para completar el menú científico del día, sólo echo de
menos, a riesgo de parecer un “gourmet”, un poco de biotecnología o de
ingeniería genética…
Y, por si todo
esto fuera poco, como sustento intelectual de la epopeya de Johansson, se nos
encuadra su misión también en el tránsito del “tener al ser” o “de la evolución
a la revolución”, en una perfecta demostración de cuán fatuo se puede llegar a
ser repitiendo simplemente frases hechas…
En fin, cabría
preguntarse qué clase de historia sostiene, o recubre, todo este andamiaje
pretencioso. Yo la caracterizaría como un híbrido entre una película de
gángsteres y una de super-héroes. La trama criminal es muy simplona (aunque
incluye algún acertado momento tarantinesco, como el inicio) y muy convencional
(con la consabida persecución de coches, en este caso por las calles de París, y
con super-villanos ciegos a todo lo que no sea su mercancía exportada de matute,
aunque ese “todo” sea nada menos que el fin del mundo…), con el único rasgo
exótico de arrancar en Taipéi, y de presentar a un ejército de matones,
incluido su comandante, de rasgos debidamente orientales. En cuanto película de
super-héroes, la película maltrata hasta el sadismo a Johansson, cuya tortuosa
y torturada evolución se puntea, ocasionalmente, de momentos de inesperada
exaltación (como el de su segunda operación de vientre, cuando –en lo que es,
seguramente, mi momento favorito del filme– un primerísimo plano de su bello rostro
se entrega a una evocación, no sé si absurda o si borgiana, pero sin duda muy
poética, de sus recuerdos neo- e incluso prenatalicios…), para alcanzar por fin
una apoteosis de sacrificio y de conocimiento. Gángsteres y superheroína se
entrecruzan y entrechocan, en Taipéi y en París, con agilidad indisimuladamente
comercial, salpimentada, del modo largamente comentado, de excursos
intelecto-científicos vestidos con ráfagas de aceleradas y vistosas imágenes,
siempre al servicio de un espectador al que se aborda y desborda de idas y
venidas, de ideas y (lato sensu) “paridas”. (6 de
marzo de 2016)
No la he visto. Y me has convencido de que no ponga mucho interés en verla. Feliz día.
ResponderEliminarNo la he visto. Y me has convencido de que no ponga mucho interés en verla. Feliz día.
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