Atlético tamborilero
(Mi comentario a “Whiplash” (2014),
de Damien Chazelle)
Sólo el
apabullante dominio del mercado español por la inagotable factoría
cinematográfica de los EE.UU. puede explicar la aparición en nuestras salas de
esta película, así como la desmesurada mercadotecnia crítica que la ha
acompañado. Y sólo un modesto compromiso personal con la persona que, tras
haberla adquirido y habérmela ensalzado, me la ha ofrecido en préstamo, explica
que yo esté dedicando ahora unos momentos a poner por escrito las razones por
las cuales la película me ha decepcionado.
“Whiplash” es la
descripción del denodado empeño de un joven estudiante de conservatorio en
triunfar, a cualquier precio, en su carrera de baterista. Su férrea
determinación es espoleada, cuando no caprichosamente zarandeada, por un
respetado y severo profesor, cuya influencia abrumadora arrastra al joven hacia
una práctica musical obsesiva, hacia una sed enfermiza de perfeccionismo, hacia
el sacrificio personal ilimitado, hacia el desequilibrio y la quiebra psíquica,
hacia un arduo itinerario de victimización, de resurrección y, finalmente, de
apoteosis.
En cuanto
película, “Whiplash” es, de modo apenas indisimulado, un cortometraje estirado
agónicamente (tras una exitosa presentación en el festival de Sundance, parece)
y que, luego de tres semanas de rodaje, termina transmutado en una película de
modesto presupuesto y modestas pretensiones, trufada de momentos musicales
(protagonizados, naturalmente, por la batería, sola o acompañada), y con una
fotografía y una realización modesta que ceden todo el peso de la obra al guión
y, principalmente, a los caracteres.
Estos caracteres
son dos: el ingenuo baterista y el aspérrimo tutor; el resto del elenco se
reduce a la amiga del estudiante y a su muy secundaria familia. El carácter más
perdurable de los dos, por su energía y por su sentido, no es el central (es
decir, el joven músico), sino el personaje ancilar del enseñante, y guía, y
juez, y verdugo, del anheloso percusionista.
Se trata, por
decirlo en una palabra, de un verdadero tirano. Es un sujeto chabacano,
caprichoso, aborrecible, que entronca a la perfección con el linaje de “sargentos
de hierro” de tantas producciones norteamericanas. Insulta sin tregua y sin
límites; maltrata verbal, física y psíquicamente; no escatima jamás ni la
injuria, ni el reproche, ni la vejación; es pródigo en tacos, improperios,
arbitrariedades, traiciones de confianza, estrategias para azuzar o humillar una
hiper-competitividad que es su único norte como maestro.
Aprendemos
ulteriormente que este repulsivo dictadorzuelo de aula abriga, por debajo de tanto
desafuero, un propósito noble, al menos desde el punto de vista artístico: en
realidad, tras y mediante tanta aspereza, sueña con descubrir (o con construir)
a un nuevo genio musical, a la altura de los míticos Charlie Parker o Buddy
Rich. De ahí su fanática obstinación en forzar a sus alumnos a una práctica
musical infatigable, ilimitada, devoradora. Para él, con el único objetivo en
mente de alumbrar el auténtico y avasallador genio musical, el joven debutante
no debe descansar ni conformarse nunca (“las palabras más nocivas en nuestro
idioma son ‘buen trabajo’”, sostiene), y no otra función que infundir en sus
pupilos el horror a cualquier suerte de complacencia quiere cumplir ese su
comportamiento autoritario y odioso pero no, de ningún modo, injustificado.
El joven
baterista, aun inconsciente de este designio en su maestro, comparte con él, y
se deja permear por, sus métodos heterodoxos y violentos, embarcado como está
en la misma búsqueda, más allá de todo límite racional o razonable, de la
perfección musical. En consecuencia, se somete a solitarias e interminables
sesiones de práctica, a una disciplina de ensayos que, tratándose su
instrumento de la muy sólida batería, le demanda una energía y entrega física
extrema, hasta el punto de aproximarse muy temerariamente, primero en lo físico
y muy pronto en lo psíquico, al pozo de la auto-destrucción. Su credo, en este
arriesgado periplo personal, lo expone en un par de conversaciones con sus
allegados que son, a mi juicio, los momentos mollares (y mejores) del filme.
No son ideas
originales, pero se exponen con la nitidez y con el vigor de una juventud que
cree profundamente en sí misma, en su tiempo y en su talento. Formuladas en
términos levemente clásicos, diríamos que no hay vida como la de la memoria ni
triunfo mayor que el ser recordado por la posteridad; que ningún afecto humano
vale lo que el aprecio de los que nos sucederán en la Historia; que más vale
morir joven y realizado, como los amados de los dioses, que hacerlo en la ancianidad,
frustrado, estéril y consignado, con el último aliento, al olvido infinito. ¿Y
en la práctica, en términos personales? “Quiero ser grande”, le confiesa a su
novia. “¿Y no lo eres?”, replica ella. “Quiero ser uno de los grandes”. “¿Y
crees que yo podría impedírtelo?”. “Sí”. “¿Sabes que yo te lo impediría, lo
sabes a ciencia cierta?”. “Sí”.
Este diálogo con
la chica, especialmente las réplicas de ella, tocan el fondo de la concepción
del talento y de la percepción del propio talento que el chico alberga (y de
las cuales las proclamas anteriores, acerca del valor supremo de la
inmortalidad del propio nombre, no son sino corolarios o refuerzos). Y, al
mismo tiempo, revelan a las claras los crasos errores lógicos y perceptivos en
que él, inadvertida pero trágicamente, está incurriendo. En efecto, nadie
temería por su grandeza, y nadie podría arrebatársela, si esa grandeza
estuviera ya ahí; y esa grandeza estaría ya ahí si estuviera en uno, al menos
en germen, desde siempre (¿y cómo podría uno no ser consciente de esto?); es
decir, si no fuera preciso adquirirla (o, más bien, simplemente intentarlo…) a
empellones, como quien la arranca o la roba o se la impone a sí mismo a la
(pura) fuerza.
La confusión del
muchacho, en el momento de la ruptura con su amiga, viene confirmada por el
simple hecho de que esa ruptura tenga lugar: unas ideas más claras desde el
principio, y una actitud coherente, hubieran hecho innecesarias las explicaciones
respecto de un seudo-romance que nunca hubiera llegado a ver la luz…
El defecto
lógico nuclear de la película, o sea, la confusión íntima del tozudo y
desconsiderado baterista, que su sencilla amiga desvela con rotunda facilidad,
no es el único aspecto susceptible de censura por una observación crítica (que,
naturalmente, ha de ponderar la perspicacia y profundidad del sobresaliente
diálogo con la joven). Dejando aparte, no sin cierto esfuerzo, prejuicios probablemente
errados de mi parte (como la dudosa aplicación, al intérprete de un instrumento
como la batería, del atributo de la genialidad musical, que tan bien se condice
en cambio con el virtuosismo al piano, al violín o al clarinete…), encuentro,
por ejemplo, sin duda erróneo (tanto como provinciano), y poco menos que
blasfemo, calificar a Charlie Parker como “el mejor músico del siglo XX”
(podría serlo para quien no conozca a Shostakovich, Stravinsky, Strauss o
tantos otros, pero ¿qué crédito musical merecería alguien así?).
Menos anecdótica
me parece la absurda equiparación, en que el filme incurre una y otra vez,
entre rapidez y calidad de la ejecución musical. Desde mi nulo conocimiento de
la batería y de sus potencialidades, me atrevo a afirmar que el talento del
percusionista radica más en el dominio y la flexibilidad de los ritmos que en
la intensidad, puramente física, del frenesí con que se golpean los tambores o
los platillos. En este sentido, la película denotaría, creo yo, una comprensión
muy escasa (y demasiado afín a la mitología deportiva, tan motejada durante la
conversación familiar del joven percusionista) del talento musical, de la magia
de la interpretación o de las delicias sutiles del jazz (puesto que de música
de jazz se trata en “Whiplash”).
Otro parangón,
sin duda justificado por razones dramáticas, es el que se hace entre la academia
de música y una atroz escuela militar. La docilidad inaudita, el pánico cerval
y la sumisión abyecta de los aprendices de música, en presencia de su vesánico
tirano, los degrada al rango de cadetes intimidados de un terrorífico cuartel
en que, solamente por pura casualidad, se impartiría instrucción musical. Lo
mismo, pero a la inversa, podría decirse de ese director musical con modales de
sargento zafio y malencarado, aureolado de un culto a la personalidad cuya raíz
se nos hurta (puesto que sus solos dones musicales parecen ser un buen oído y
una mala lengua…).
Estas hipérboles
favorecen sin duda, acertadamente, la potencia dramática de la historia, pero
lo hacen en detrimento de la verosimilitud, que resulta además damnificada
hasta el extremo por obra de veleidades narrativas como el hecho de que el
héroe llegue tarde por dos veces a acontecimientos decisivos para su destino; o
el de que el instructor incurra en una de sus extravagancias autoritarias
(forzando a la orquesta a ensayar toda la noche) precisamente la víspera de una
gran presentación en público; o el de que el baterista sea perfectamente capaz
de llegar a la sala de conciertos, y hasta de empezar a actuar, justo después
de haber sido, nada menos, arrollado por un camión…
Mención aparte
merece el concierto final, en que el joven percusionista alcanza por fin el
triunfo. Viene precedido ese concierto de una media hora de metraje totalmente
increíble e incomprensible, desde el punto de vista de los caracteres (pues es
claro que, tras el momento en que el equilibrio del joven estalla por fin,
justo después del accidente de coche, su carrera musical ha acabado –como
debiera haber acabado también la película…–). El concierto en sí mismo es un
absurdo: el instructor pretende vengarse del joven haciéndole tocar la música
sin tener la partitura necesaria (lo que, de hecho, arruinaría la
representación, y perjudicaría, sobre todo, a los otros músicos, y a él mismo
como director; pero no así al joven, del que nadie puede esperar que adivine la
música que interpretar, y que en todo caso parece ya fuera de toda aspiración
profesional…). Detalles aparte, no encuentro otras razones para este
inexplicable “apéndice” de la historia, aparte de la razón muy obvia de estirar
el cortometraje germinal, que dejar al director musical exponer “su verdad”
ante los oídos de su última víctima (nuestro joven baterista) y, además,
ofrecer al espectador un imperativo “happy end” de triunfal aplauso para el
itinerario de quien, a despecho de toda su retórica renacentista sobre la
perdurabilidad, no es sino un simple aspirante al “hit parade”.
En su modestia,
“Whiplash”, y la estampa del percusionista aporreando como un titán la batería
durante minutos y más minutos (en el momento del concierto final, durante más
de diez…), podrían servir, en estos tiempos de mimosa protección de animales
otrora cruelmente forzados por la publicidad, como anuncio televisivo de esas
famosas pilas de larga duración... “Whiplash” sería asimismo un buen vehículo
de venta de discos, si la banda sonora no fuera tan inesperadamente anodina (¡en
una película centrada en el mundo de los conservatorios, los instrumentos, el
jazz!). Como producto de entretenimiento, la película es larga porque se hace
larga, porque revela sus orígenes mínimos, su cirugía de expansión, su
exagerado estiramiento final. Y, en calidad de parábola o de reflexión sobre el
genio o el triunfo, sobre el sacrificio o sobre el auto-conocimiento, hay en
“Whiplash” demasiado “ruido y furia” como para que los breves susurros al
respecto no queden aplastados bajo el estrépito de la batería, igual que un
rumor de viento se ve aniquilado por el fragor de la tempestad. (12 de marzo de 2016).
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