Lingotazo de insecticida
(Mi comentario a “Mimic” (1997), de
Guilermo del Toro)
Nostalgia de exilado por la entomología. Las curiosidades, las
expediciones, los instrumentos, las amistades, las taxonomías, las láminas, los
muestrarios. Presente ya antaño y ausente luego no pocos años, lo que la
entomología ha sido en mi vida no es fácil de ponderar, ni mediante una
evaluación racional ni tampoco mediante una puramente emocional o sentimental.
Más allá de ese juicio arduo, me pesa la certeza, que siento al tiempo como una
deuda intelectual y hasta moral, de mi pertinaz (aunque siempre respetuosa y un
punto asustada) displicencia hacia ella, de mi distanciamiento íntimo,
profundo, casi involuntario, respecto de su objeto, su método, sus alcances,
sus descubrimientos, sus detalles, sus hechos brutos (y brutales). Y sin
embargo, es algo tan tangible, tan natural, tan mínimo y minucioso, tan
depuradamente salvaje, como la entomología, lo que me ha deparado en la vida algún
tierno afecto adolescente, hermosos días al aire libre, alfilerazos de asombro
y admiración, impulsos intelectuales (efímeros, ay) hacia los abismos ardientes
de las ciencias de la vida, perplejidades de frágil ser vivo extraviado o
desapegado (anclado a la vida casi sólo por la amistad…) en esa pululación casi
infinita de las criaturas que la devota entomología censa y describe con mimo.
Una descalificación prácticamente global de la película “Mimic” podría
aspirar a servir como modesto desagravio a la discreta y munífica entomología.
Puesto que “Mimic” gira en torno a una proliferación repentina de insectos
gigantes, asesinos, antropófagos, colonizadores ávidos de las entrañas de la
ciudad de Nueva York (es decir, de los túneles de su ferrocarril
metropolitano). Se trata de insectos monstruosos, o más bien de monstruos
insectiformes, que han sido fruto de una manipulación genética (cuyas
explicaciones por los actores suenan ellas mismas como manipulaciones
monstruosas…), y que se comportan, no como “animales sensatos”, sino como
simples o típicos psicópatas de filmes de serie B...
La entomología, sin duda, hubiera podido contribuir a refinar –con alguno
de sus inagotables detalles de acendrada crueldad, o de abnegación colectiva, o
de mayúscula astucia minúscula, justificadas sin excepción por la lucha por la
supervivencia grupal– la maldad intrínseca de la plaga descontrolada que se ha
adueñado del subsuelo neoyorquino. Pero, más allá de una somera descripción de
la estratificación social y sexual de una colonia de insectos, la película
desdeña toda aproximación o explotación de los horrores y prodigios sin fin que
la entomología atesora.
Y ello, no porque el énfasis de la película sea más metafísico que
científico, es decir, no porque la trama se centre o se detenga en el sentido
de amenaza existencial o sanitaria, de desafío a la humanidad como especie, que
la superpoblación de insectos asesinos supone, sino, muy al contrario, porque
el único énfasis a que la película aspira es, tristemente, el de nuestros
continuos, y finalmente mecánicos y triviales, respingos de sobresalto.
“Mimic” no es, así, otra cosa que una sucesión de “sustos” provocados por
la aparición, de entre las sombras, de uno (o más) de los insectos, a la caza
del incauto personaje que, para su desgracia y nuestro escalofriado deleite, se
encuentre entonces en escena (naturalmente, para mayor efecto, no faltan los
niños entre las víctimas de los bichos depredadores…). Este preciso momento
(sombras que se mueven, personajes inermes en la oscuridad, acometida brusca e
implacable) se repite una y otra vez, hasta la extenuación, con leves
variaciones debidas solamente a las convenciones narrativas (por ejemplo, la
chica es “almacenada” en vez de asesinada o devorada de inmediato, su marido y
el niño son preservados de la deflagración final, los héroes descubren sobre la
marcha cómo combatir, y a la postre vencer, a los insectos, etc., etc.).
El resultado de todo ello es la fatiga (de la cual en mi caso quizá podría
dar razón, parcialmente, el hecho de haber ya visto la película en el pasado).
“Mimic” es ese tren del terror que nos invita en todas las ferias provincianas
a diez minutos de sustos pueriles entre monstruos de peluche pobremente
iluminados; en este caso, el “tren de la bruja” es el metro de Nueva York, y el
recorrido sedicentemente aterrador nos lleva por su laberinto de túneles,
depósitos y dependencias, casi siempre en una estudiada semioscuridad (y no
digo siempre, puesto que la escena más memorable, a mi juicio, sucede, bien
curiosamente, a la neta luz artificial de un pasillo del metro, cuando un
solitario circunstante se revela de repente como un astuto insecto que en el
vuelo de un instante arrebata del andén a la protagonista).
¿Cómo no recordar, vueltos a la luz del día, y ya fuera de la barraca de
los mil horrores, esas otras obras posteriores, y los muchos dones
cinematográficos (el esteticismo, la imaginación y suntuosidad visual, el
impulso psicologista), de Guillermo del Toro? Salvo el obvio gusto por las
atmósferas opresivas, por los recursos del miedo, por el empleo de niños como
talismanes de las experiencias de terror, ninguno de esos dones puede
encontrarse en la casi primeriza, y en muchos sentidos rudimentaria, “Mimic”.
Una simple distracción, un simple entretenimiento, una simple película del
género de monstruos: solamente esto es “Mimic”.
La
entomología… No, la película “Mimic”, que sólo roza la entomología con la punta
de los dedos, no es capaz de curar mi nostalgia de exilado por ella. He de
salir a la calle, buscar una mariposa o una oruga, mirarlas de cerca, recordar
momentos similares de búsqueda y de observación, mirarlos de cerca, pensar en
mí mismo, mirarme -también a mí mismo- de cerca. Y quizá ni con todo eso baste… (2 de octubre de 2016)