Nec polis ultra
(Mi comentario a “El Niño” (2015), de
Daniel Monzón)
“El Niño” es un extraordinario documento sobre ese lugar único en el mundo
que es el estrecho de Gibraltar. “Documento” quiere decir aquí documental, panorama,
reportaje, crónica, testimonio: una captación y una transmisión de la realidad
que son, sencillamente, inolvidables.
Una simple, y somera, enumeración de los múltiples entornos en que la
película nos introduce bastará para mostrar su voluntad de aprehensión integral
de todo un microcosmos humano. Así, presenciamos maniobras en el muelle de
contenedores del puerto de Algeciras; vemos cómo la Guardia Civil monitoriza
las descargas (en permanente alerta ante cargamentos potencialmente
prohibidos); cruzamos la frontera con Gibraltar y palpamos el ambiente allí
(una insana mezcolanza de turistas visitantes de naderías con delincuentes de
toda laya, sobre un fondo de monos y de mar); atisbamos la vida difícil de los
pescadores de la zona; escuchamos las dudas y cuitas, los sueños y tentaciones,
de la juventud local, paupérrima y desnortada en un confuso paisaje de
deslumbramientos fáciles y relumbrones ambiguos; tratamos con criminales de
poca monta, trapicheadores de hachís en La Línea de la Concepción, buscavidas
ínfimos que arriesgan libertad y vida por exprimir unos céntimos a su pasaporte
mestizo; nos las vemos también con criminales de más, y de mucha, monta, debidamente
trajeados, bronceados, educados, tonificados, moviendo sin piedad los hilos de fortunas
inmensas y de vidas deleznables; atravesamos la frontera de Ceuta, junto a los
enjambres de porteadores; entramos en Marruecos, recorriendo las calles en que
viven su gente modesta y su juventud en el límite, o en muchos límites (de
solvencia económica, de observancia religiosa, de satisfacción vital); nos
internamos en el traspaís, en busca de los cultivadores de marihuana, que nos
muestran sus casas, sus cultivos y sus tradiciones; regresamos a la orilla,
desde donde divisamos en el horizonte la costa española, ese Eldorado, esa
Ítaca, esa Citerea, cuya conquista depende solamente de dos horas de audacia y de
fortuna en una lancha Zodiac bien aprovisionada; recorremos esa distancia
exigua entre países, entre continentes, entre posibilidades de vida, junto a
los muchachos desesperados y arrebatados por su delirio de un puñado de euros;
vamos, volvemos, vamos, volvemos, sobre las aguas, sobre el ruido del motor y
de los corazones desbocados; atravesamos el mismo espacio junto a los
guardianes del orden, en el helicóptero que les otorga toda la visibilidad
sobre el mar sin privarles de todo el riesgo que de él pueda provenir;
descansamos en las dependencias policiales, en los despachos, en las salas de
reuniones, en las taquillas, en los vehículos, donde los agentes comparten las minucias
cotidianas de sus existencias modestas; nos asomamos a las inquietudes y a los
altibajos asordinados de los simples trabajadores de uniforme que los guardias
de este confín son (los hijos, los novios, las familias de los novios, los
traslados, los ascensos, las deslealtades, los peligros, los accidentes, el
sentido y el alcance del combate rutinario contra el Mal, o simplemente contra
los denominados malvados…); acabamos en una playa desierta, retozando con una belleza
exótica y soñando en el interior de este sueño con una vida simplemente honesta
y normal; o acabamos encerrados, golpeados, desamparados, en un establo
marroquí, como rehenes de nuestros fiadores; o acabamos en una cárcel española,
purgando a la vez la pobreza y la ambición, la transgresión y el compañerismo.
Acabamos porque es preciso, pero la simple enunciación de atmósferas, de
tipos, de lugares, en la excepcional encrucijada del estrecho de Gibraltar,
podría proseguir, conducida por un guión y un rodaje documentadísimos,
ambiciosos, sedientos de llamar a cada puerta y de cruzar cada umbral, de
contar cada historia y de retratar con nitidez a cada personaje, de explorar y
entrelazar todas las motivaciones de los personajes operantes sobre el escenario
único y majestuoso de tres países que se tocan en uno de los puntos más calientes
o neurálgicos de nuestro planeta. La impresión final, después de cerca de tres
horas de metraje, repletas de digresiones, reiteraciones y matizaciones
narrativas, es simplemente apabullante, en términos de descubrimiento, de
aproximación y de comprensión de una realidad muy concreta y muy peculiar.
La visión de “El Niño” me sirve para corroborarme en algunas viejas ideas o
preferencias. El cine que muestra el mundo con la apoyatura de una narración
(es decir, con caracteres, con trama) concentra, anima y potencia el efecto de
un documental en sentido estricto (la referencia aristotélica sería aquí de
rigor). Asimismo, no es necesario viajar para conocer el mundo (especialmente
en nuestros tiempos), y es, por el contrario, muy posible (y muy común) viajar
sin ver nada: lo relevante es mirar, aprender, comprender; no ir, no estar
allí, no simplemente ver. Igualmente, hay en las obras ambiciosas, en toda obra
ambiciosa (no importa si fallida), un plus de dignidad del que es imposible
privarlas, como si el simple esfuerzo o el titanesco empeño fueran un argumento
(y en mi opinión lo son) en favor de su valor, de su derecho al respeto, de su
perdurabilidad.
“El Niño” se centra (puesto que, desmesurada como es, la película ha de
centrarse, quizá a su pesar) en el mundo (y el mundillo) del tráfico de drogas.
Consigno como una deuda pendiente con los espectadores, como mi deseo personal
en tanto que aficionado a este género de cine y como una necesidad para la
escena y el debate políticos, mi esperanza de que, no tardando mucho, otro
director tan ambicioso como Daniel Monzón (o él mismo) se enfrente con sus
guiones y sus cámaras a un tráfico tan siniestro como el de los estupefacientes,
y sin duda igualmente boyante en el Estrecho: aquél en que las mercancías
objeto de compraventa y contrabando son los seres humanos más frágiles y
desposeídos de la Tierra. (25 de septiembre de 2016)
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