28 nov 2016

“La isla mínima” (2014), de Alberto Rodríguez



¡Vuestra pitanza, plumíferos!
(Mi comentario a “La isla mínima” (2014), de Alberto Rodríguez)

De entre las muchas aves migratorias cuyo vuelo puede uno otear en los cielos espléndidos del parque de Donaña (en cuyos aledaños está situada y rodada “La isla mínima”), un curioso pájaro nos parece, a propósito de esta película, merecedor de particular atención. Se le conoce como “ganso pelipanoli hispánico”, y atraviesa la Península en todas las direcciones durante los meses del otoño, es decir, en el período comprendido entre la clausura del festival de San Sebastián y la gala anual de entrega de los premios Goya.

El “ganso pelipanoli hispánico” es un ave de vuelo corto, plumaje florido y hábitos gregarios. Emite gañidos estridentes que acompañan su frecuente babeo. Se alimenta principalmente de basura, que su buche amplio convierte en desechos pulverulentos. Es un pájaro territorial, que interacciona con sus pares ora con inexplicable agresividad ora con servil mimetismo.

El animal (también conocido como “ganso babeante de las hispantallas”) es muy sensible a los aspectos técnicos de las películas con que se ceba. Una fotografía nítida, con una dosis doble de color azafrán y una mano generosa de polvo y de solazo, basta para provocar sus aullidos de deleite. Y “delicatessen” tales como una banda sonora adecuadamente inquietante, o como unos títulos de crédito de cierto impacto, son recursos que pueden empujar al ganso al borde del deliquio.

Logrado esto, las plumas del pájaro se esponjan y extienden, la exhibición de sus colores cobra rasgos de peán y de desafío, sus gritos desgañitados se dejan ya oír por todas las columnas de pajareras y gacetillas. Por desgracia, un despliegue físico tal no sucede sin unas simultáneas relajación de la mirada y suspensión del juicio.

Y es así cómo el “ganso pelipanoli hispánico” hace pasar por su ancho gaznate, con toda credulidad y complacencia, personajes planos, ambientaciones burdas, tramas endebles, y demás emplastos normalmente indigeribles (por semicocinados, por caducados, por corrompidos) que sólo él es capaz de engullir y de procesar sin ceder ni por un instante en su piar entusiasta.

Con alborozo se traga, pues, nuestro animal (que algunos clasifican entre los pájaros bobos) unos caracteres trazados en dos brochazos y matizados en uno, en preparación de una paupérrima epifanía o moraleja final (ah, la ambigüedad moral, qué genial descubrimiento luego de tanta simpleza en la etopeya...).

El ávido “ganso pelipanoli hispánico” tampoco le hace ascos a una historia plagada de agujeros, cabos sueltos, eslabones perdidos, hilos sin continuidad y pistas abandonadas. El señuelo de la droga; la enfermedad ornamental del policía; los irrisorios interrogatorios desnortados, descafeínados, deslavazados; los detalles, tan explícitos como inexplicados, de mutilaciones o de vejaciones sádicas; los personajes increíblemente silenciosos o silenciados (por el guión). ¡Todo se lo traga nuestro admirable ganso, sin dejar ni por un instante (y es todo un alarde físico) de babear!

Reunidos en bandada, los “gansos pelipanolis hispánicos” (también llamados “gansos vovos”, en cuanto versiones originales y subtituladas de los genuinos gansos) ponderan hasta rompernos los tímpanos otro de sus manjares de vertedero, otra de esas gollerías que el guionista de la película ha exhumado para ellos en el basurero de la historia. La llaman ambientación, aunque sospecho que el medio ambiente no acogería con agrado ni la palabra ni su contenido.

El campo es más fácil de ambientar, por definición (si se dispone del tractor adecuado), que la ciudad. Unos pantalones de campana, viejos modelos de teléfono, vehículos turismos corrientes entonces; en fin, ya lo tenemos todo para una perfecta reconstrucción de época. Añádase un toque de contexto histórico, sobre el fondo intemporal y siempre pintoresco de una huelga de jornaleros agrarios, y los gansos, los pavos, y hasta muchos pájaros (los que dan los premios, los que dan las subvenciones), van a derretirse de gusto estético, ideológico, histórico y demás gustos esdrújulos, como si fueran helados de fresa al sol del verano sevillano.

¿Que no es cierto que, en septiembre de 1980, los retratos de Franco y de Campechano Primero compartieran las paredes de escuelas o lugares públicos? ¿Que no es nada probable que alguien colocara un retrato de Hitler junto a uno de Franco en un crucifijo? ¿Que no es verosímil, y resulta incluso grotescamente anacrónico, que se definiera la infausta Brigada Político Social como “la Gestapo de Franco”, ni por proximidad temporal ni por distancia conceptual, ni por el contexto educativo o cultural o histórico o sociológico? Bien, ¿y qué es, o qué vale, la corrección histórica al lado de la corrección política, el sentido del pasado frente a su lectura, lo que fue frente a lo que tuvo que ser?

El “ganso pelipanoli hispánico” (vulgo “gafapasta patoso”) alza el vuelo, se posa en las columnas críticas de las webs, los blogs, los posts, agrega su pío o piísimo piar al guirigay de todos esos lugares denominados (y chillones) como onomatopeyas. La bandada hace eco, el eco la hace banda, la banda se hace bando, el bando hace bandera de la peli, la peli abandera la temporada, la temporada bendice la peli, la bendición son los Goya, “La isla mínima” gana dos o tres docenas. El canto alborozado de los “gansos pelipanolis hispánicos” (denominados también “gansos de-goyados”) acuchilla el aire en una nueva mañana de resaca (dolor de cabeza, falta de memoria, dificultad de juicio, sensación de vacío, restos de vómito) del cine español.       (9 de octubre de 2016)

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