22 ene 2012

“Los 4 Fantásticos y Silver Surfer” (2007), de Tim Story


Genealogía del chicle, la maga, la cerilla y el adoquín
(Mi comentario a “Los 4 Fantásticos y Silver Surfer” (2007), de Tim Story)

¿En qué momento unas cuantas personas corrientes, sin especiales facultades e incluso moralmente irreprochables, ciudadanos que ni advierten que pasan inadvertidos, se convierten en una familia convencional más? He aquí la pregunta que me tortura durante todo el metraje de esta película, cuya ambiciosa inquisición metafísica no puedo ignorar.

Él era un brillante cacharrero, un calenturiento pero autista inventor de cohetes y otras pirotecnias, un ricacho feliz con sus mecanos al que nadie reconocía ni temía en la abacería o en la bolera. Y de pronto, helo ahí convertido en una monstruosa máquina de autoalargamientos: una bendición en los pasillos del súper, una alucinación en la pista de baile, un prodigio en el lecho.

El otro no era más que un adolescente (me ahorraré detalles bochornosos), hasta verse transformado (¿por qué? ¿por el qué?) en un gañán fogoso que lo mismo abrasa que se abrasa, que igual flamea que vuela, un chico-antorcha ignaro de la incógnita de su ignición.

Su hermana no debería haber sido más que la novia del manitas, una chica florero realzada a lo sumo por una afición o una o-ene-gé o una esteticién o una sinecura en una consejería. Pero ahí la tienes, convertida en una mítica criatura capaz de dispensar a sí misma y a otros el don de la invisibilidad, en alguien capaz igualmente de desaparecer como de cargar el vacío de misteriosas fuerzas magnéticas, inefables e irrefragables.

Aún más anónimo hubiera debido permanecer el compañero de facultad del inventor, un sujeto al que, tras breves años de esplendor en el césped del campus, aguardaba un destino mate de mancebo de botica, o de talludito becario de un laboratorio ignoto e inocuo, o de tutor de ciencias de uno de tantos liceos borrosos. Lejos de eso, este ser gris se despierta anaranjado un día, con un cutis cuarteado y aspérrimo al que ningún bálsamo puede restaurar la humana delicadeza, y dotado de una no menos sobrehumana fuerza física.

¿Qué sucedió para que tales metamorfosis, casi inimaginables, se operasen sobre estos cuatro seres a priori destinados a un perdurable anonimato? Conocida es la explicación canónica: la tormenta de rayos cósmicos que perturbó el vuelo de prueba de un cohete experimental construido por el brillante bricolista. Pero, a poca que sea nuestra curiosidad, este lugar común, este prosaico porqué enunciado en términos ramplones, no puede sino dejarnos insatisfechos.

Arduas reflexiones en ascensores y prolongados debates con mi áulica consejera almohada me han llevado a una más plausible elucidación de tantas y tan prodigiosas mudanzas. Así, me atrevo a postular como causa convincente de las mismas la visita del cuarteto de marras, digamos un sábado por la tarde, al nuevo centro comercial inaugurado en su localidad. Tuvo que ser ahí, y por obra del poder mirífico de esa meca de las mentes y los corazones, donde se obró el múltiple milagro.

En ese polo de magnetismo invencible el científico se tornó en “paterfamilias”, forzado a desarrollar la habilidad de estirar hasta lo inverosímil la normal paciencia humana, el razonable presupuesto de un individuo o grupo limitados, el ámbito de alcance de sus extremidades ahora ávidas de adquisición y posesión.

Ahí mismo se inflamó de mil ardores el jayán antes mate y ahora ardiente ante miríadas de solicitaciones. Juguetes más o menos sofisticados, desplazamientos planetarios (en la sección de viajes), seres del otro sexo, todo se volvió, tras la visita al emporio deslumbrante, una mercancía cuyo deseo, y la impaciencia de su consumación, abrasa por dentro y por fuera como una tea.

Más sutiles, pero no menos transfiguradores, hubieron de ser los cambios sobre la fémina de la cuadrilla. En adelante ella sabría volverse invisible y volver invisible, sabría crear campos de fuerza a voluntad, sabría dominar, presente o ausente o prepresente o preausente, su entorno. Porque ahora, tras la visita al Templo del Bien, ella sabe lo que quiere, ella sabe lo que vale, y ella sabe lo que vale lo que vale. Y está dispuesta y dotada para conseguirlo o hacérselo conseguir. Porque ella lo vale.

¿Qué papel le quedaba al pobre amigo, en esta prodigiosa confusión que aquejaba ya para siempre a la parejita y al adolescente hermanito de ella? Sólo uno: el de resistente voz de la conciencia o de la sensatez, el de tío bonachón (a ratos cascarrabias, a ratos sarcástico, siempre infeliz de su rol) encargado de moderar excesos y templar gaitas, el de rocoso pagano o tesorero o sermoneador o policía del enloquecido trío en cuyo centro se encuentra.

¿Mi explicación tiene sentido? Yo diría que sí, y que esta lectura familiar-comercial es la única posible en el contexto en que los Cuatro Fantásticos aparecieron en cómic por primera vez (1961). Sin demorarme en descripciones del “orgullo y prejuicio” de la época (expansión capitalista, propulsión estadounidense, aprensiones nucleares, histerias de superpotencias), obvio parece que la única fuerza capaz de enfrentarse y someter a la Amenaza Global (encarnada en los mil supervillanos de la casa Marvel) podían ser individuos sueltos aglutinados en un grupo prodigioso: en la Típica Familia dotada de asombrosos superpoderes individuales por obra de esas Bases de moralización y estimulación y concienciación ciudadana que en aquellos años promisorios brotaban como champiñones, con sus miles de millas cuadradas de anaqueles, de anexos comerciales y de aparcamientos –y todo, todo cuajado de Bienes–, en las afueras de las grandes urbes de Occidente.         (8-ene-2012)

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