1 jul 2013

“Anna Karenina” (2012), de Joe Wright


Mis notas a “Anna Karenina” (2012), de Joe Wright


Esta enésima adaptación de “Anna Karenina” es ante todo un brillante ejercicio de estilo, un alarde de imaginación escénica y de expresión visual. Y, como casi todo lo que es alarde, brillantez, artificiosidad, suscita tanta admiración como poca emoción. Pero dudo mucho que emocionar con la consabida (y casi “desgastada” por el cine) tragedia de Anna Karenina pasara siquiera por la imaginación de guionista y director.

La obra es un auténtico festival de transiciones entre escenas, de movimientos entre decorados (movimientos que con frecuencia suceden ante nuestros propios ojos atónitos), de saltos abruptos o enlaces elocuentes entre localizaciones, entre estados de ánimo y hasta entre tonalidades cromáticas significativas. Todo ello al servicio de la premisa básica de la película: contar la novela clásica de León Tolstoi dentro de un teatro, un gran teatro decimonónico cuyas amplias posibilidades y abundantes rincones se explotan y se mudan a discreción, y con total desparpajo, ante nosotros; premisa básica, ciertamente, pero no premisa taxativa, pues la historia se abre ocasionalmente al campo, al aire libre, al modesto pero real marco de una isba rural.

 El sentido evidente de esta opción por el artificio teatral es retratar esa convencional, envarada, hiper-interconectada sociedad rusa del siglo XIX, cuyos miembros se vigilan y se censuran constante, penetrante, implacablemente; esa sociedad en la que los comportamientos vienen determinados sin tregua ni descanso por la lógica del “qué-dirán” y en la que, por tanto, la hipocresía es o acaba siendo un imperativo; esa sociedad en la que es imposible hablar, y casi imposible pensar o sentir, sin entrar a formar parte de un “espectáculo” social siempre inundado de luz, siempre envuelto en palabras y, ocasional, excepcionalmente (cuando se va más allá de transgredir la ley, cuando se llega, como Anna, a transgredir “las normas”, lo que es infinitamente peor…), saturado, intoxicado, acerado, de crueldad.

En este sentido, ¿qué diferencia hay realmente, para la alta sociedad rusa de la época, entre asistir a una representación teatral y hacerlo a una carrera hípica? Ninguna, puesto que el sentido social y el predominio de la dimensión social de ambas “ceremonias” son los mismos en uno y otro caso: luego dicha carrera bien puede tener lugar (¡y lo hace!) dentro del mismo teatro (lo que resulta, en no poca medida, una ocurrencia y una realización cinematográfica “virtuosísticas”).

Sería cómodo poder describir la historia como un diálogo entre interiores y exteriores, o entre naturaleza y teatro, o entre intimidad y sociedad, pero no resultaría exacto: el único interior verdaderamente “interior” es la conciencia de los personajes (esa conciencia en que nace y culmina la desgracia de Anna: el espacio del enamoramiento, de la pasión, de la culpa, del desamparo, de la desesperación) y el único exterior verdaderamente "exterior" se encuentra muy, muy lejos de Petersburgo-Moscú (en el campo abierto, en la vida esforzada y natural de quien trabaja la tierra, en las isbas de los “mujiks”); dicho de otro modo, todo en la sociedad es teatro, salvo en ese espacio remoto, primitivo, casi mítico o irreal, denominado “la finca” o “la hacienda” o “la cosecha”; aún de otro modo, la intimidad no es nunca el complemento de la sociedad, porque ésta es invasiva, asfixiante, colonizadora del menor estado íntimo (y por ventura que lo es –confesaría el Karenin dentro de nosotros–, pues son tan ciegos, tan salvajes, tan incontrolados, nuestros impulsos internos, como esos que llevan a la pobre Anna a su perdición…): la intimidad es un espacio simplemente “por defecto” –expresión ésta nunca mejor utilizada–, un espacio ignoto, silvestre, infestado de amenazas y trampas.

Por centrarme más en la película misma, anotaré que es también muy característico de ella el tono operístico: los diálogos son los justos, y en general son muy sobrios, pero la envoltura musical es apabullante, como el rol que se le confiere de definir o de describir la tonalidad de las escenas, de los caracteres, de los humores. Esta brillantez “operística” de la película (esas grandes escenas, esos movimientos suntuosos, esa música sinfónica tan expresiva) me parece no menos admirable que su artificio básico (la localización en un teatro).

Hay que mencionar, por tanto, con entusiasmo la banda sonora de Dario Grandinelli, que ha logrado una partitura decimonónica, opulentamente sinfónica –diríamos que “tchaikovskiana”–, verdaderamente maravillosa.

 Un momento fantástico en que la música y la realización lo dicen todo es, por ejemplo, el del baile, al término del cual Kitty sabe que Vronski no está interesado en ella sino más bien (¡y mucho más que interesado!) en Anna: sin palabras, con una cámara entregada al frenesí de la música, de la danza, de los corazones desbocados, y con una partitura inspiradísima, se nos describe en unos intensos minutos de puro cine  todo el torbellino de sentimientos heridos y de pasiones fatales desencadenados en ese baile y esa noche decisivos.

En un tono más ligero, las visitas de Levin a la oficina de Oblonski nos muestran a los burócratas subordinados a éste estampando sellos al unísono, rítmica, casi industrialmente: otro estupendo momento “operístico”.

Naturalmente, este tratamiento o tono “operístico”, como en general el planteamiento tan sofisticado de la película, no resulta tan efectivo en las escenas de intimidad o de reflexión que, lógicamente, son más frecuentes a medida que la historia progresa. La emoción intenta emerger a medida que decae el furor de la imaginería (lo que es evidente, y probablemente obligado, en la segunda mitad del filme), pero es un intento fallido (recuerdo, por ejemplo, la escena del perdón, cuando Anna convoca a su lecho de enferma de gravedad a los dos hombres de su vida; también su elección ulterior de Vronski, pese a todo –“moriría por mi hijo, pero no viviré así por él”, se expresa enérgicamente Anna en esa ocasión–; e incluso el momento cumbre, y a mi juicio poco convincente, del suicidio de la desdeñada, desesperada heroína).

Mucho más plausibles que esas escenas de intimidad lo son los escenarios en que se desenvuelven. Pienso ahora en la casa de Karenin, juiciosamente sombría, marmórea, repleta de maderas y de rincones oscuros, nobles, dignísimos: el hogar de un hombre abnegado, prosaico y severo. O en la de Vronski, ese espacio tan ansiado por los amantes, en el que éstos terminan, sin embargo, por des-encontrarse (esas bellas cenefas, de un azul intenso pero frío, reflejadas en la pared).

En cuanto a los actores, Vronski (Aaron Taylor-Johnson) no es convincente en absoluto (parece simplemente un “dandy” de rizados cabellos de un color imposible), y a Keira Knightley le faltan un punto de pasión y el fondo “oscuro” de Anna Karenina; pero Oblonski y Levin han encontrado en Matthee Macfadyen y Domnhall Gleeson, respectivamente, unos actores magníficos para encarnarlos, y Jude Law borda el papel de Karenin.

Hasta ahora apenas he mencionado a Levin, que es, como se sabe, el contra-modelo del microcosmos (o del “gran teatro”) moscovita-petersburgués: un hombre simple y sincero, un hombre del campo, cuya sentimentalidad sencilla no tiene nada que ver con la lascivia lúdica, risueña, de Oblonski, ni tampoco con la pasión arrebatada y devastadora de Anna-Vronski. Pues bien, la película traza con perfiles bien marcados la figura contrastada (“alternativa”) de Levin: muchas de sus apariciones suceden en exteriores (¡y son los únicos exteriores de la película, aparte de uno o dos momentos de plenitud de los dos amantes protagonistas –momentos bien efímeros, por cierto–!), y le acompañamos a veces mientras realiza tareas agrícolas o colabora en ellas (Levin es un pequeño hacendado, pero nada señorial ni despótico: es un hombre que “se arremanga” igual que sus siervos, y codo a codo con ellos); su casa es una casa de verdad, en la que él y su enamorada Kitty acogen (en una de las pocas escenas verdaderamente emocionantes de la película) al descarriado y moribundo hermano de Levin (hermano al que éste, al comienzo de la película, ha rendido visita en los altos del teatro, rodeado de poleas y de cuerdas, en lo que es una chocante y memorable escena); hay un momento bellísimo, en que Levin, subido a un carro, mira el horizonte y ve pasar a lo lejos a Kitty, a quien aún no se ha declarado por segunda vez (usando unos infantiles cubos de mesa con letras dibujadas, por cierto); y la película terminará precisamente con una imagen que evoca el mundo “saludable” de Levin: esa pradera inundada de luz solar ocupando el escenario y el espacio de la monumental sala teatral, como promesa de un día en que lo sencillo, lo natural, lo auténtico, invadirán el insano espacio del “teatro” en que hemos asistido a la tragedia de la pasión enfermiza de Anna.

La historia de Anna es, como es sabido, una historia de trenes: el incidente inicial (el accidente del obrero ferroviario) se nos recordará una y otra vez a lo largo del metraje, como un presagio (ruedas girando, el chorro de vapor, ruidos metálicos); y hay un momento en que el tren de juguete del hijo de Anna se transforma, en otra de tantas transiciones audaces y bellas de la película, en el tren real en que ella comparte viaje con la madre de Vronski.  

“Anna Karenina” es, en suma, una recreación muy original de la obra de Tolstoi, una obra que apela a y halaga la vista y el oído, pero que no toca el corazón. Hay que contemplarla como se contempla un juego de imaginación, una ilusión óptica, un trampantojo construido a la escala enorme de la novela original. Y hay que aplaudir, y no en poca medida, el exitoso intento de los autores (Wright y el prestigioso guionista Tom Stoppard) por demostrar que una nueva, original lectura fílmica de clásicos tan “literarios”, tan “prosaicos”, como “Anna Karenina” es siempre posible.       (9-junio-13) 

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