Mis notas a “Anna Karenina” (2012), de Joe Wright
Esta enésima
adaptación de “Anna Karenina” es ante todo un brillante ejercicio de estilo, un
alarde de imaginación escénica y de expresión visual. Y, como casi todo lo que
es alarde, brillantez, artificiosidad, suscita tanta admiración como poca
emoción. Pero dudo mucho que emocionar con la consabida (y casi “desgastada”
por el cine) tragedia de Anna Karenina pasara siquiera por la imaginación de
guionista y director.
La obra es un
auténtico festival de transiciones entre escenas, de movimientos entre decorados
(movimientos que con frecuencia suceden ante nuestros propios ojos atónitos),
de saltos abruptos o enlaces elocuentes entre localizaciones, entre estados de
ánimo y hasta entre tonalidades cromáticas significativas. Todo ello al
servicio de la premisa básica de la película: contar la novela clásica de León
Tolstoi dentro de un teatro, un gran teatro decimonónico cuyas amplias posibilidades
y abundantes rincones se explotan y se mudan a discreción, y con total
desparpajo, ante nosotros; premisa básica, ciertamente, pero no premisa
taxativa, pues la historia se abre ocasionalmente al campo, al aire libre, al
modesto pero real marco de una isba rural.
El sentido evidente de esta opción por el
artificio teatral es retratar esa convencional, envarada, hiper-interconectada
sociedad rusa del siglo XIX, cuyos miembros se vigilan y se censuran constante,
penetrante, implacablemente; esa sociedad en la que los comportamientos vienen
determinados sin tregua ni descanso por la lógica del “qué-dirán” y en la que,
por tanto, la hipocresía es o acaba siendo un imperativo; esa sociedad en la que
es imposible hablar, y casi imposible pensar o sentir, sin entrar a formar
parte de un “espectáculo” social siempre inundado de luz, siempre envuelto en
palabras y, ocasional, excepcionalmente (cuando se va más allá de transgredir
la ley, cuando se llega, como Anna, a transgredir “las normas”, lo que es
infinitamente peor…), saturado, intoxicado, acerado, de crueldad.
En este sentido,
¿qué diferencia hay realmente, para la alta sociedad rusa de la época, entre
asistir a una representación teatral y hacerlo a una carrera hípica? Ninguna,
puesto que el sentido social y el predominio de la dimensión social de ambas
“ceremonias” son los mismos en uno y otro caso: luego dicha carrera bien puede
tener lugar (¡y lo hace!) dentro del mismo teatro (lo que resulta, en no poca
medida, una ocurrencia y una realización cinematográfica “virtuosísticas”).
Sería cómodo poder
describir la historia como un diálogo entre interiores y exteriores, o entre naturaleza
y teatro, o entre intimidad y sociedad, pero no resultaría exacto: el único
interior verdaderamente “interior” es la conciencia de los personajes (esa
conciencia en que nace y culmina la desgracia de Anna: el espacio del
enamoramiento, de la pasión, de la culpa, del desamparo, de la desesperación) y
el único exterior verdaderamente "exterior" se encuentra muy, muy
lejos de Petersburgo-Moscú (en el campo abierto, en la vida esforzada y natural
de quien trabaja la tierra, en las isbas de los “mujiks”); dicho de otro modo,
todo en la sociedad es teatro, salvo en ese espacio remoto, primitivo, casi
mítico o irreal, denominado “la finca” o “la hacienda” o “la cosecha”; aún de
otro modo, la intimidad no es nunca el complemento de la sociedad, porque ésta
es invasiva, asfixiante, colonizadora del menor estado íntimo (y por ventura que
lo es –confesaría el Karenin dentro de nosotros–, pues son tan ciegos, tan salvajes,
tan incontrolados, nuestros impulsos internos, como esos que llevan a la pobre Anna
a su perdición…): la intimidad es un espacio simplemente “por defecto” –expresión
ésta nunca mejor utilizada–, un espacio ignoto, silvestre, infestado de amenazas
y trampas.
Por centrarme más
en la película misma, anotaré que es también muy característico de ella el tono
operístico: los diálogos son los justos, y en general son muy sobrios, pero la
envoltura musical es apabullante, como el rol que se le confiere de definir o de
describir la tonalidad de las escenas, de los caracteres, de los humores. Esta
brillantez “operística” de la película (esas grandes escenas, esos movimientos
suntuosos, esa música sinfónica tan expresiva) me parece no menos admirable que
su artificio básico (la localización en un teatro).
Hay que mencionar,
por tanto, con entusiasmo la banda sonora de Dario Grandinelli, que ha logrado
una partitura decimonónica, opulentamente sinfónica –diríamos que “tchaikovskiana”–,
verdaderamente maravillosa.
Un momento fantástico en que la música y la
realización lo dicen todo es, por ejemplo, el del baile, al término del cual
Kitty sabe que Vronski no está interesado en ella sino más bien (¡y mucho más
que interesado!) en Anna: sin palabras, con una cámara entregada al frenesí de
la música, de la danza, de los corazones desbocados, y con una partitura
inspiradísima, se nos describe en unos intensos minutos de puro cine todo el torbellino de sentimientos heridos y
de pasiones fatales desencadenados en ese baile y esa noche decisivos.
En un tono más
ligero, las visitas de Levin a la oficina de Oblonski nos muestran a los
burócratas subordinados a éste estampando sellos al unísono, rítmica, casi
industrialmente: otro estupendo momento “operístico”.
Naturalmente, este
tratamiento o tono “operístico”, como en general el planteamiento tan
sofisticado de la película, no resulta tan efectivo en las escenas de intimidad
o de reflexión que, lógicamente, son más frecuentes a medida que la historia
progresa. La emoción intenta emerger a medida que decae el furor de la
imaginería (lo que es evidente, y probablemente obligado, en la segunda mitad
del filme), pero es un intento fallido (recuerdo, por ejemplo, la escena del
perdón, cuando Anna convoca a su lecho de enferma de gravedad a los dos hombres
de su vida; también su elección ulterior de Vronski, pese a todo –“moriría por
mi hijo, pero no viviré así por él”, se expresa enérgicamente Anna en esa
ocasión–; e incluso el momento cumbre, y a mi juicio poco convincente, del
suicidio de la desdeñada, desesperada heroína).
Mucho más
plausibles que esas escenas de intimidad lo son los escenarios en que se desenvuelven.
Pienso ahora en la casa de Karenin, juiciosamente sombría, marmórea, repleta de
maderas y de rincones oscuros, nobles, dignísimos: el hogar de un hombre
abnegado, prosaico y severo. O en la de Vronski, ese espacio tan ansiado por
los amantes, en el que éstos terminan, sin embargo, por des-encontrarse (esas
bellas cenefas, de un azul intenso pero frío, reflejadas en la pared).
En cuanto a los
actores, Vronski (Aaron Taylor-Johnson) no es convincente en absoluto (parece
simplemente un “dandy” de rizados cabellos de un color imposible), y a Keira Knightley
le faltan un punto de pasión y el fondo “oscuro” de Anna Karenina; pero
Oblonski y Levin han encontrado en Matthee Macfadyen y Domnhall Gleeson,
respectivamente, unos actores magníficos para encarnarlos, y Jude Law borda el
papel de Karenin.
Hasta ahora apenas
he mencionado a Levin, que es, como se sabe, el contra-modelo del microcosmos
(o del “gran teatro”) moscovita-petersburgués: un hombre simple y sincero, un
hombre del campo, cuya sentimentalidad sencilla no tiene nada que ver con la
lascivia lúdica, risueña, de Oblonski, ni tampoco con la pasión arrebatada y
devastadora de Anna-Vronski. Pues bien, la película traza con perfiles bien
marcados la figura contrastada (“alternativa”) de Levin: muchas de sus
apariciones suceden en exteriores (¡y son los únicos exteriores de la película,
aparte de uno o dos momentos de plenitud de los dos amantes protagonistas
–momentos bien efímeros, por cierto–!), y le acompañamos a veces mientras
realiza tareas agrícolas o colabora en ellas (Levin es un pequeño hacendado,
pero nada señorial ni despótico: es un hombre que “se arremanga” igual que sus
siervos, y codo a codo con ellos); su casa es una casa de verdad, en la que él
y su enamorada Kitty acogen (en una de las pocas escenas verdaderamente
emocionantes de la película) al descarriado y moribundo hermano de Levin (hermano
al que éste, al comienzo de la película, ha rendido visita en los altos del
teatro, rodeado de poleas y de cuerdas, en lo que es una chocante y memorable
escena); hay un momento bellísimo, en que Levin, subido a un carro, mira el
horizonte y ve pasar a lo lejos a Kitty, a quien aún no se ha declarado por
segunda vez (usando unos infantiles cubos de mesa con letras dibujadas, por
cierto); y la película terminará precisamente con una imagen que evoca el mundo
“saludable” de Levin: esa pradera inundada de luz solar ocupando el escenario y
el espacio de la monumental sala teatral, como promesa de un día en que lo
sencillo, lo natural, lo auténtico, invadirán el insano espacio del “teatro” en
que hemos asistido a la tragedia de la pasión enfermiza de Anna.
La historia de Anna
es, como es sabido, una historia de trenes: el incidente inicial (el accidente
del obrero ferroviario) se nos recordará una y otra vez a lo largo del metraje,
como un presagio (ruedas girando, el chorro de vapor, ruidos metálicos); y hay
un momento en que el tren de juguete del hijo de Anna se transforma, en otra de
tantas transiciones audaces y bellas de la película, en el tren real en que
ella comparte viaje con la madre de Vronski.
“Anna Karenina” es, en suma, una recreación muy
original de la obra de Tolstoi, una obra que apela a y halaga la vista y el
oído, pero que no toca el corazón. Hay que contemplarla como se contempla un
juego de imaginación, una ilusión óptica, un trampantojo construido a la escala
enorme de la novela original. Y hay que aplaudir, y no en poca medida, el
exitoso intento de los autores (Wright y el prestigioso guionista Tom Stoppard)
por demostrar que una nueva, original lectura fílmica de clásicos tan
“literarios”, tan “prosaicos”, como “Anna Karenina” es siempre posible. (9-junio-13)
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