Un artículo sobre “El Yang-tsé en llamas” (1966), de Robert Wise
Para ser una
película de Hollywood, “El Yang-tsé en llamas” está cuajada de momentos
dudosamente digeribles por el patriotismo norteamericano al uso. Vaya por
delante una muestra de algunas de estas “lindezas”: un soldado de la Marina
estadounidense incita a un ganapán chino a pelearse con y a dar una paliza a un
compañero de navío, de oficio y de bandera; los tripulantes de un barco militar
norteamericano piden a gritos, ante una turba de extranjeros hostiles, la
entrega de uno de los suyos a esa turba, sabedores e indiferentes al hecho de
que será ejecutado tan injusta como implacablemente (petición vociferada que es
un acto a la vez de nula camaradería, de deslealtad profesional, de sedición
militar y de renuncia patriótica); el capitán del mismo barco considera
seriamente, contemplando su pistola reglamentaria en la soledad de su camarote,
la posibilidad de suicidarse, avergonzado y humillado ante el conato de
rebelión de que ha sido testigo (y víctima) por parte de una marinería abyecta;
un misionero que ha renunciado por vergüenza a su nacionalidad estadounidense
maldice su exbandera (y todas las banderas) y reprocha al envarado militar
llegado para salvarle su ciego orgullo, su dañina irresponsabilidad y los
crímenes cometidos en nombre de su paternalismo nacionalista; un marinero
abandona el barco y deserta del servicio simplemente para amancebarse con una
mujer nativa a la que ha conocido, y de la que se ha prendado, en un burdel;
otro marinero manifiesta ante su superior, en el momento de mayor peligro, que
va a desertar para vivir en una misión, y que para él “ya no existen enemigos”…
y la enumeración de actos e intervenciones “dudosas” desde el punto de vista de
un patriotismo ortodoxo (no digamos desde el de un patrioterismo zafio) podría
continuar. Si se considera que el filme data del año 1966, o sea, del período de
la intervención de los Estados Unidos en Vietnam, y que gira en torno a una
modesta y vetusta cañonera patrullando los ríos de la China interior (so
pretexto de proteger a sus nacionales que ejercían tareas de misión o
simplemente residían allí –como quizá lo hacía aún entonces la famosa escritora
Pearl S. Buck–), en un momento (1926) en que nacionalistas y comunistas se
baten tanto por el control del país unificado como por sacudirse la tutela, y
hasta la presencia, extranjera; si se considera todo esto, habrá que reconocer
que “La cañonera del Yang-tsé” es en realidad una atípica, anacrónica, casi
escandalosa o blasfema, película hollywoodense.
Ya he dicho que la
enumeración de escenas chocantes (tratándose de una película centrada en la
Marina de los Estados Unidos) podría continuar. Dos más me vienen a la cabeza:
en una de ellas asistimos al relato, parsimonioso y detallado, de una real
humillación del colonialismo “yanki” cuando un general nacionalista chino clausura
una legación diplomática, arría la bandera de las “barras y estrellas” para
izar la de la China nacionalista, y ofrece a la tropa estadounidense la opción
de regresar a su barco bien escoltada o bien derrotada (el relato
cinematográfico se recrea en el espectáculo de los soldados “yankis” recibiendo,
en su paso a través de las calles de la modesta población china, una lluvia de
cáscaras de frutas, mondas de patatas y huevos podridos, así como en las
lágrimas del oficial al mando y en la vergüenza de los soldados deseosos de
quemar sus uniformes, tan mancillados por la humillante retirada); en otra
escuchamos las últimas palabras de Steve McQueen, finalmente alcanzado de
muerte por los disparos de los asaltantes chinos: unas palabras tan poco
heroicas, tan poco retóricas, tan deprimentes (o sea, tan poco “americanas”…),
como “yo estaba en casa, ¿qué ocurrió?, ¿qué diablos ocurrió?”.
Recordar la muerte
de McQueen nos lleva ya a la memorable (y prolongada) escena final, en la que
ciertamente navegamos por aguas profundas: los reproches del misionero al
capitán (Richard Crenna) se contrapesan con la necesidad sentida por éste de
redimir a su tripulación y a su navío (¿y a sí mismo?), mediante el combate
heroico (forzando el paso a través de la barrera de barcas y maromas), del
oprobio del conato de sedición –en aquel momento, decisivo y nefasto, de la
exigencia por el populacho sanguinario de la entrega de McQueen (para hacerle
pagar por la muerte de la mujer china, de la que evidentemente no es autor)–.
El heroísmo sería así la compensación de la vergüenza (vergüenza por el miedo,
por el abandono, por la deslealtad). Y, naturalmente, el pretexto para estas
sutiles compensaciones –y quien acaba pagando con su vida el precio de las
mismas– serían civiles inocentes como el misionero o como sus estudiantes “protegidos”
(ellos mismos en una situación ciertamente confusa y convulsa…). En fin, ya he
dicho que navegábamos por aguas profundas… (ello sin insistir en el hecho de
que los protagonistas de estos toma-y-daca éticos son soldados de la Marina de
guerra de los Estados Unidos…).
Puesto que estamos
comentando la escena final, es preciso ensalzarla, desde otro punto de vista, como
un éxito memorable de localización, de fotografía y de rodaje teatral (o, si se
quiere, “operístico”): se trata de veinte minutos fascinantes en que uno no
sabe si lo más admirable es la elección de ese patio inmenso, con un proscenio
(en que tienen lugar el diálogo, las interpelaciones solemnes, el conflicto de
valores), con columnas dispersas (que servirán en su momento de hitos o de escondites
para los tiradores), con bastidores (en los que se deciden el sacrificio de
Crenna o de McQueen, cada uno por sus particulares razones) y con “gradas”
(esos tejados desde los que el “público” disparará a los caracteres, y a sus
convicciones), en lo que es un verdadero escenario de tragedia clásica; o si
hay que ponderar más la prodigiosa fotografía, igualmente nítida que onírica,
de este ámbito iluminado por la luz azulada de la luna y de la noche despejada;
o si lo más digno de alabanza es, en realidad, el fluido y suntuoso rodaje en
este anchuroso escenario, en que entradas y salidas, diálogos y carreras,
tiroteos y muertes, se nos trasladan con la misma fluidez, cercanía e
intensidad que si se hubieran rodado en un interior (¿debido al talento
escenográfico de Wise, director al fin y al cabo de “West Side Story” o de
“Sonrisas y lágrimas”?); prefiera uno lo que prefiera, no hay duda de que el
efecto combinado de los tres factores es magnífico, y dudo de que quien haya
visto una vez la película pueda olvidar sus veinte minutos finales, entre la
llegada a la misión Luz de China del destacamento del “San Pablo” y el cierre
final, con los tres cadáveres del misionero, de Crenna y de McQueen contemplados
con una mirada que pronto es de conjunto, y que luego toma una ligera, solemne,
meditabunda elevación.
Es muy curioso el título original de la película,
porque procede de un juego con el nombre de la cañonera (que se llama “San
Pablo” y, se nos dice, proviene de la guerra hispano-cubana, casi treinta años
antes). Los marineros del “San Pablo” se llaman a sí mismos, jugando con la
similitud fónica entre español e inglés, los “sand-pebblers” (término que, en
el vocabulario del mar, se refiere a unos guijarros arenosos que al parecer se
encuentran en algunos bajíos). Y así es como se llama la película: “The Sand
Pebblers”. (28-junio-13)
Qué buen comentario. Lo mejor de los análisis de Pisandropromontorio es que incitan con salvaje energía a degustar las buenas películas (pocas, en su criterio).
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