1 jul 2013

“El Yang-tsé en llamas” (1966), de Robert Wise


Un artículo sobre “El Yang-tsé en llamas” (1966), de Robert Wise


Para ser una película de Hollywood, “El Yang-tsé en llamas” está cuajada de momentos dudosamente digeribles por el patriotismo norteamericano al uso. Vaya por delante una muestra de algunas de estas “lindezas”: un soldado de la Marina estadounidense incita a un ganapán chino a pelearse con y a dar una paliza a un compañero de navío, de oficio y de bandera; los tripulantes de un barco militar norteamericano piden a gritos, ante una turba de extranjeros hostiles, la entrega de uno de los suyos a esa turba, sabedores e indiferentes al hecho de que será ejecutado tan injusta como implacablemente (petición vociferada que es un acto a la vez de nula camaradería, de deslealtad profesional, de sedición militar y de renuncia patriótica); el capitán del mismo barco considera seriamente, contemplando su pistola reglamentaria en la soledad de su camarote, la posibilidad de suicidarse, avergonzado y humillado ante el conato de rebelión de que ha sido testigo (y víctima) por parte de una marinería abyecta; un misionero que ha renunciado por vergüenza a su nacionalidad estadounidense maldice su exbandera (y todas las banderas) y reprocha al envarado militar llegado para salvarle su ciego orgullo, su dañina irresponsabilidad y los crímenes cometidos en nombre de su paternalismo nacionalista; un marinero abandona el barco y deserta del servicio simplemente para amancebarse con una mujer nativa a la que ha conocido, y de la que se ha prendado, en un burdel; otro marinero manifiesta ante su superior, en el momento de mayor peligro, que va a desertar para vivir en una misión, y que para él “ya no existen enemigos”… y la enumeración de actos e intervenciones “dudosas” desde el punto de vista de un patriotismo ortodoxo (no digamos desde el de un patrioterismo zafio) podría continuar. Si se considera que el filme data del año 1966, o sea, del período de la intervención de los Estados Unidos en Vietnam, y que gira en torno a una modesta y vetusta cañonera patrullando los ríos de la China interior (so pretexto de proteger a sus nacionales que ejercían tareas de misión o simplemente residían allí –como quizá lo hacía aún entonces la famosa escritora Pearl S. Buck–), en un momento (1926) en que nacionalistas y comunistas se baten tanto por el control del país unificado como por sacudirse la tutela, y hasta la presencia, extranjera; si se considera todo esto, habrá que reconocer que “La cañonera del Yang-tsé” es en realidad una atípica, anacrónica, casi escandalosa o blasfema, película hollywoodense.

Ya he dicho que la enumeración de escenas chocantes (tratándose de una película centrada en la Marina de los Estados Unidos) podría continuar. Dos más me vienen a la cabeza: en una de ellas asistimos al relato, parsimonioso y detallado, de una real humillación del colonialismo “yanki” cuando un general nacionalista chino clausura una legación diplomática, arría la bandera de las “barras y estrellas” para izar la de la China nacionalista, y ofrece a la tropa estadounidense la opción de regresar a su barco bien escoltada o bien derrotada (el relato cinematográfico se recrea en el espectáculo de los soldados “yankis” recibiendo, en su paso a través de las calles de la modesta población china, una lluvia de cáscaras de frutas, mondas de patatas y huevos podridos, así como en las lágrimas del oficial al mando y en la vergüenza de los soldados deseosos de quemar sus uniformes, tan mancillados por la humillante retirada); en otra escuchamos las últimas palabras de Steve McQueen, finalmente alcanzado de muerte por los disparos de los asaltantes chinos: unas palabras tan poco heroicas, tan poco retóricas, tan deprimentes (o sea, tan poco “americanas”…), como “yo estaba en casa, ¿qué ocurrió?, ¿qué diablos ocurrió?”.

Recordar la muerte de McQueen nos lleva ya a la memorable (y prolongada) escena final, en la que ciertamente navegamos por aguas profundas: los reproches del misionero al capitán (Richard Crenna) se contrapesan con la necesidad sentida por éste de redimir a su tripulación y a su navío (¿y a sí mismo?), mediante el combate heroico (forzando el paso a través de la barrera de barcas y maromas), del oprobio del conato de sedición –en aquel momento, decisivo y nefasto, de la exigencia por el populacho sanguinario de la entrega de McQueen (para hacerle pagar por la muerte de la mujer china, de la que evidentemente no es autor)–. El heroísmo sería así la compensación de la vergüenza (vergüenza por el miedo, por el abandono, por la deslealtad). Y, naturalmente, el pretexto para estas sutiles compensaciones –y quien acaba pagando con su vida el precio de las mismas– serían civiles inocentes como el misionero o como sus estudiantes “protegidos” (ellos mismos en una situación ciertamente confusa y convulsa…). En fin, ya he dicho que navegábamos por aguas profundas… (ello sin insistir en el hecho de que los protagonistas de estos toma-y-daca éticos son soldados de la Marina de guerra de los Estados Unidos…).

Puesto que estamos comentando la escena final, es preciso ensalzarla, desde otro punto de vista, como un éxito memorable de localización, de fotografía y de rodaje teatral (o, si se quiere, “operístico”): se trata de veinte minutos fascinantes en que uno no sabe si lo más admirable es la elección de ese patio inmenso, con un proscenio (en que tienen lugar el diálogo, las interpelaciones solemnes, el conflicto de valores), con columnas dispersas (que servirán en su momento de hitos o de escondites para los tiradores), con bastidores (en los que se deciden el sacrificio de Crenna o de McQueen, cada uno por sus particulares razones) y con “gradas” (esos tejados desde los que el “público” disparará a los caracteres, y a sus convicciones), en lo que es un verdadero escenario de tragedia clásica; o si hay que ponderar más la prodigiosa fotografía, igualmente nítida que onírica, de este ámbito iluminado por la luz azulada de la luna y de la noche despejada; o si lo más digno de alabanza es, en realidad, el fluido y suntuoso rodaje en este anchuroso escenario, en que entradas y salidas, diálogos y carreras, tiroteos y muertes, se nos trasladan con la misma fluidez, cercanía e intensidad que si se hubieran rodado en un interior (¿debido al talento escenográfico de Wise, director al fin y al cabo de “West Side Story” o de “Sonrisas y lágrimas”?); prefiera uno lo que prefiera, no hay duda de que el efecto combinado de los tres factores es magnífico, y dudo de que quien haya visto una vez la película pueda olvidar sus veinte minutos finales, entre la llegada a la misión Luz de China del destacamento del “San Pablo” y el cierre final, con los tres cadáveres del misionero, de Crenna y de McQueen contemplados con una mirada que pronto es de conjunto, y que luego toma una ligera, solemne, meditabunda elevación.

Es muy curioso el título original de la película, porque procede de un juego con el nombre de la cañonera (que se llama “San Pablo” y, se nos dice, proviene de la guerra hispano-cubana, casi treinta años antes). Los marineros del “San Pablo” se llaman a sí mismos, jugando con la similitud fónica entre español e inglés, los “sand-pebblers” (término que, en el vocabulario del mar, se refiere a unos guijarros arenosos que al parecer se encuentran en algunos bajíos). Y así es como se llama la película: “The Sand Pebblers”.            (28-junio-13)  

1 comentario:

  1. Qué buen comentario. Lo mejor de los análisis de Pisandropromontorio es que incitan con salvaje energía a degustar las buenas películas (pocas, en su criterio).

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