Mis notas a “Hotel Rwanda” (2004), de Terry George
La acción de “Hotel
Rwanda” se desarrolla en medio del torbellino de horror que sacudió Ruanda
durante unos cien días de 1994, al cabo de los cuales ochocientos mil cadáveres
de la etnia tutsi, víctimas de la orgía genocida de la mayoría hutu, cubrían la
superficie del país.
La perspectiva
adoptada por la película, frente a este trasfondo de salvajismo y de ensañamiento
inconcebibles, es rigurosamente individual, doméstica, modesta, limitada: se
trata de la peripecia personal y familiar de Paul Rusesabagina, gerente del
hotel Mille Collines (propiedad de la compañía áerea belga Sabena) en la
capital Kigali. Paul comienza como un sirviente eficaz, adulador, espabilado,
ambicioso, de sus “amos” occidentales y nacionales, y evoluciona hasta
convertirse en un Schindler ruandés, que acoge en el hotel a más de mil
personas, sobre todo tutsis (siendo Paul mismo hutu, aunque no su esposa), en
riesgo evidente de ser asesinados por el delirio genocida hutu.
El punto de vista
adoptado hará que todo lo veamos, oigamos, sepamos, con los sentidos de Paul,
que estemos situados casi siempre en el hotel (adonde nos llegarán las noticias
del mundo exterior), que nuestra única inquietud inicial sea la misma de Paul
(el bienestar de su familia), que nuestra comprensión y compasión se vayan paulatinamente
ampliando (como las de Paul). Dicho punto de vista exigirá, naturalmente, que
la presencia de Paul en escena sea constante.
A modo de ejemplo,
nos llegan imágenes y noticias por las grabaciones callejeras semi-clandestinas
del reportero, por las conversaciones con el oficial de los Cascos Azules o con
la colaboradora de la Cruz Roja Internacional, por la ominosa emisora de radio del
“Poder Hutu”, o por el avieso proveedor al que Paul debe visitar para asegurar
los suministros al hotel…
Sólo en una ocasión
Paul es testigo personal del horror (pues la agresión a un vecino al principio del
filme no ha alcanzado aún esa escala): cuando se ve alevosamente encaminado
hacia, y circulando sobre, una carretera literalmente sembrada de cadáveres.
Hay que mencionar
ya, en relación con esta escena, otra característica de la película: es
sumamente discreta en la exhibición de violencias y atrocidades (por ejemplo,
en la escena mencionada una niebla lo cubre todo, de modo que más que ver
adivinamos los cuerpos, y ni una gota de sangre nos sobresalta); hasta el punto
de que sobre la masacre, diríamos, se ha tendido el tupido velo de un pudor o de
una delicadeza casi exagerados.
Volviendo a la
perspectiva individual, Paul es un hombre cuya mayor preocupación es su familia
(la “familia extensa”, digamos: pues la suerte de sus sobrinas continuará
preocupándole y ocupándole una vez que su “familia nuclear” está ya a salvo), y
un hombre que se convierte en un salvador casi a su pesar, simplemente
negociando (con sus habilidades de lacayo bien amaestrado por sus amos…) por su
familia, simplemente extendiendo el cuidado de los suyos a algunas otras
personas, y luego a más, y luego a más, por pura compasión, casi por debilidad,
perplejo y desbordado ante la situación que inesperada e indeseadamente se le
ha venido encima. En este sentido, Paul es un héroe totalmente plausible (un
buen hombre haciendo favores por bondad), no un super-héroe inverosímil
(consciente de su estatura épica, imbuido de grandeza y coraje sobrehumanos,
bien pertrechado de elocuencia para defender su Causa, etc., etc.). Y es un
hombre cuyas flaquezas presenciamos (ese impostado, ridículo señorío inicial del
criado “parvenu”; ese gusto y don por la negociación, el compromiso, incluso el
franco engaño; también ese emocionante, incontrolable, desmoronamiento, de
puros horror, piedad y humanidad, justo después de regresar de la espantosa
carretera cubierta de cuerpos muertos).
La perspectiva
individual, si ayuda a la verosimilitud, al interés del relato (que es, dicho
sea de paso, verdaderamente entretenido) y a la identificación con los
caracteres, tiene como contrapartida que nos priva de una visión de conjunto, de
una adecuada explicación del contexto, de un marco amplio del conflicto más
allá de las pinceladas iniciales y de las opiniones, al hilo de los
acontecimientos, del soldado o del periodista, de la televisión o del general.
Por ejemplo, estamos tan absortos por los informes acerca de los progresos de
la matanza, y por cómo los matarifes se ciernen cual sanguinarios depredadores sobre
el hotel, que las noticias de que en realidad en Ruanda hay una guerra con dos
bandos (¡no sólo un genocidio!, ¡no sólo una mayoría asesina exterminando a una
minoría!), de que los rebeldes tutsis han tomado Kigali y de que este hecho
militar va a suponer la salvación de los refugiados del Mille Collines, nos
sorprende con la dudosa eficacia de una solución “deus ex machina”.
La película es,
como he repetido o dado a entender hasta la saciedad, “particular”, íntima,
doméstica, no global, no épica, no política o histórica. Pero Terry George no
oculta los hechos esenciales: aparte de la masacre a escala casi inimaginable,
los orígenes del conflicto (en el dominio colonial belga), la responsabilidad
francesa en el suministro de armas a los criminales hutus, los eufemismos
vergonzantes de la administración Clinton para justificar o excusar su inacción
(“se trata de ‘actos de genocidio’, no de ‘genocidio’”), las sutilezas
similares que maniatan a los Cascos Azules (“fuerzas de ‘mantenimiento’ de la
paz, no de ‘imposición’ de la paz”), el desinterés de Occidente por la
carnicería en el centro de África, el hecho desolador de que, para la opinión
pública internacional, ser africano es aún menos que ser negro (como el soldado
de la ONU reconoce amargamente a Paul)...; un par de intervenciones decisivas,
cuando todo parece perdido para Paul, ponen de manifiesto que la larga mano del
colonialismo (francés, belga) puede aún mover, o detener, los hilos en África,
incluso en medio de una tormenta de odio étnico, es decir, aparentemente irracional,
intestino, incontrolable...
Narrativamente, la
película evoluciona mediante una serie de crisis que amenazan a Paul, a su
familia y, luego, a los refugiados del hotel; crisis sucesivas que Paul va
superando por medio de su posición, de su dinero (o del dinero del hotel), de
su sangre fría, de sus contactos nacionales e internacionales, de su astucia e
imaginación (los satélites norteamericanos “viéndolo todo”, el futuro tribunal
internacional ante el que él testificará, o no, a favor de uno u otro
general…), de sus innatos “savoir faire”, inteligencia situacional, don de
gentes y perspicacia psicológica.
Una evaluación
justa de la película ha de tener en cuenta sus premisas: esencialmente, la
perspectiva elegida y la contención descriptiva. Pues bien, la película es tan
contenida que acaba conteniendo su propio efecto y, tibiamente, no terminamos
ni del todo horrorizados (pues no asistimos, en persona, a demasiado horror) ni
del todo indignados (puesto que si “todo Occidente” es culpable, o responsable,
¿qué culpa podemos tener los pobres de nosotros, insignificantes como somos?)
ni del todo apiadados (pues, al fin y al cabo, los únicos ruandeses que vemos
son los protegidos de Paul, que crisis tras crisis van soslayando la tragedia
–e incluso las propias sobrinas de Paul terminan por aparecer al final, sanas y
salvas–). Como se trata de una historia individual contada de modo
decididamente particular, cuesta mucho abstraerse o evadirse del estrecho
(aunque super-poblado) círculo de Paul, hacia emociones o conclusiones más
generales o externas, más políticas o históricas.
Hay otra razón para esta “tibieza” en que, un poco
avergonzadamente, nos encontramos al final, y es la deliberada contención
artística (ya no descriptiva) de la película. El director opta por una
realización modesta, funcional, casi televisiva, y elude también toda brillantez
en la música o en el lenguaje visual. Ignoro si lo hace por respeto a la
“estricta” verdad. Pero, en mi opinión, el gran arte (al menos, el
cinematográfico) se caracteriza por trascender (sin traicionar) la “estricta”
verdad mediante el empleo de recursos artísticos: es así como logra la
universalidad, la apelación profunda a nuestra humanidad, la emoción y la
comprensión más allá de lo inmediato, la “catarsis” (por emplear la palabra que
Aristóteles usaba para referirse a la tragedia). “Hotel Rwanda” no quiere ser
un documental, pero no acierta a ser una obra de arte. Se mueve en un espacio
artístico muy limitado, muy modesto y muy cómodo; y lo hace al precio de no
penetrar a fondo en la conciencia del espectador. Los contados momentos en que
la película se decide a ir más allá (por ejemplo, esas imágenes, con un fondo
de canciones africanas, de los decepcionados niños abandonados bajo la lluvia
por los rescatadores internacionales) entrevemos la gran obra que pudo haber
sido, de haber partido de otras premisas que un relato tan estrecho y un
tratamiento del mismo tan autocontrolado. (5 de junio de 2013)
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