1 jul 2013

“Hotel Rwanda” (2004), de Terry George


Mis notas a “Hotel Rwanda” (2004), de Terry George


La acción de “Hotel Rwanda” se desarrolla en medio del torbellino de horror que sacudió Ruanda durante unos cien días de 1994, al cabo de los cuales ochocientos mil cadáveres de la etnia tutsi, víctimas de la orgía genocida de la mayoría hutu, cubrían la superficie del país.

La perspectiva adoptada por la película, frente a este trasfondo de salvajismo y de ensañamiento inconcebibles, es rigurosamente individual, doméstica, modesta, limitada: se trata de la peripecia personal y familiar de Paul Rusesabagina, gerente del hotel Mille Collines (propiedad de la compañía áerea belga Sabena) en la capital Kigali. Paul comienza como un sirviente eficaz, adulador, espabilado, ambicioso, de sus “amos” occidentales y nacionales, y evoluciona hasta convertirse en un Schindler ruandés, que acoge en el hotel a más de mil personas, sobre todo tutsis (siendo Paul mismo hutu, aunque no su esposa), en riesgo evidente de ser asesinados por el delirio genocida hutu.

El punto de vista adoptado hará que todo lo veamos, oigamos, sepamos, con los sentidos de Paul, que estemos situados casi siempre en el hotel (adonde nos llegarán las noticias del mundo exterior), que nuestra única inquietud inicial sea la misma de Paul (el bienestar de su familia), que nuestra comprensión y compasión se vayan paulatinamente ampliando (como las de Paul). Dicho punto de vista exigirá, naturalmente, que la presencia de Paul en escena sea constante.

A modo de ejemplo, nos llegan imágenes y noticias por las grabaciones callejeras semi-clandestinas del reportero, por las conversaciones con el oficial de los Cascos Azules o con la colaboradora de la Cruz Roja Internacional, por la ominosa emisora de radio del “Poder Hutu”, o por el avieso proveedor al que Paul debe visitar para asegurar los suministros al hotel…

Sólo en una ocasión Paul es testigo personal del horror (pues la agresión a un vecino al principio del filme no ha alcanzado aún esa escala): cuando se ve alevosamente encaminado hacia, y circulando sobre, una carretera literalmente sembrada de cadáveres.

Hay que mencionar ya, en relación con esta escena, otra característica de la película: es sumamente discreta en la exhibición de violencias y atrocidades (por ejemplo, en la escena mencionada una niebla lo cubre todo, de modo que más que ver adivinamos los cuerpos, y ni una gota de sangre nos sobresalta); hasta el punto de que sobre la masacre, diríamos, se ha tendido el tupido velo de un pudor o de una delicadeza casi exagerados.

Volviendo a la perspectiva individual, Paul es un hombre cuya mayor preocupación es su familia (la “familia extensa”, digamos: pues la suerte de sus sobrinas continuará preocupándole y ocupándole una vez que su “familia nuclear” está ya a salvo), y un hombre que se convierte en un salvador casi a su pesar, simplemente negociando (con sus habilidades de lacayo bien amaestrado por sus amos…) por su familia, simplemente extendiendo el cuidado de los suyos a algunas otras personas, y luego a más, y luego a más, por pura compasión, casi por debilidad, perplejo y desbordado ante la situación que inesperada e indeseadamente se le ha venido encima. En este sentido, Paul es un héroe totalmente plausible (un buen hombre haciendo favores por bondad), no un super-héroe inverosímil (consciente de su estatura épica, imbuido de grandeza y coraje sobrehumanos, bien pertrechado de elocuencia para defender su Causa, etc., etc.). Y es un hombre cuyas flaquezas presenciamos (ese impostado, ridículo señorío inicial del criado “parvenu”; ese gusto y don por la negociación, el compromiso, incluso el franco engaño; también ese emocionante, incontrolable, desmoronamiento, de puros horror, piedad y humanidad, justo después de regresar de la espantosa carretera cubierta de cuerpos muertos).

La perspectiva individual, si ayuda a la verosimilitud, al interés del relato (que es, dicho sea de paso, verdaderamente entretenido) y a la identificación con los caracteres, tiene como contrapartida que nos priva de una visión de conjunto, de una adecuada explicación del contexto, de un marco amplio del conflicto más allá de las pinceladas iniciales y de las opiniones, al hilo de los acontecimientos, del soldado o del periodista, de la televisión o del general. Por ejemplo, estamos tan absortos por los informes acerca de los progresos de la matanza, y por cómo los matarifes se ciernen cual sanguinarios depredadores sobre el hotel, que las noticias de que en realidad en Ruanda hay una guerra con dos bandos (¡no sólo un genocidio!, ¡no sólo una mayoría asesina exterminando a una minoría!), de que los rebeldes tutsis han tomado Kigali y de que este hecho militar va a suponer la salvación de los refugiados del Mille Collines, nos sorprende con la dudosa eficacia de una solución “deus ex machina”.

La película es, como he repetido o dado a entender hasta la saciedad, “particular”, íntima, doméstica, no global, no épica, no política o histórica. Pero Terry George no oculta los hechos esenciales: aparte de la masacre a escala casi inimaginable, los orígenes del conflicto (en el dominio colonial belga), la responsabilidad francesa en el suministro de armas a los criminales hutus, los eufemismos vergonzantes de la administración Clinton para justificar o excusar su inacción (“se trata de ‘actos de genocidio’, no de ‘genocidio’”), las sutilezas similares que maniatan a los Cascos Azules (“fuerzas de ‘mantenimiento’ de la paz, no de ‘imposición’ de la paz”), el desinterés de Occidente por la carnicería en el centro de África, el hecho desolador de que, para la opinión pública internacional, ser africano es aún menos que ser negro (como el soldado de la ONU reconoce amargamente a Paul)...; un par de intervenciones decisivas, cuando todo parece perdido para Paul, ponen de manifiesto que la larga mano del colonialismo (francés, belga) puede aún mover, o detener, los hilos en África, incluso en medio de una tormenta de odio étnico, es decir, aparentemente irracional, intestino, incontrolable...

Narrativamente, la película evoluciona mediante una serie de crisis que amenazan a Paul, a su familia y, luego, a los refugiados del hotel; crisis sucesivas que Paul va superando por medio de su posición, de su dinero (o del dinero del hotel), de su sangre fría, de sus contactos nacionales e internacionales, de su astucia e imaginación (los satélites norteamericanos “viéndolo todo”, el futuro tribunal internacional ante el que él testificará, o no, a favor de uno u otro general…), de sus innatos “savoir faire”, inteligencia situacional, don de gentes y perspicacia psicológica.

Una evaluación justa de la película ha de tener en cuenta sus premisas: esencialmente, la perspectiva elegida y la contención descriptiva. Pues bien, la película es tan contenida que acaba conteniendo su propio efecto y, tibiamente, no terminamos ni del todo horrorizados (pues no asistimos, en persona, a demasiado horror) ni del todo indignados (puesto que si “todo Occidente” es culpable, o responsable, ¿qué culpa podemos tener los pobres de nosotros, insignificantes como somos?) ni del todo apiadados (pues, al fin y al cabo, los únicos ruandeses que vemos son los protegidos de Paul, que crisis tras crisis van soslayando la tragedia –e incluso las propias sobrinas de Paul terminan por aparecer al final, sanas y salvas–). Como se trata de una historia individual contada de modo decididamente particular, cuesta mucho abstraerse o evadirse del estrecho (aunque super-poblado) círculo de Paul, hacia emociones o conclusiones más generales o externas, más políticas o históricas.

Hay otra razón para esta “tibieza” en que, un poco avergonzadamente, nos encontramos al final, y es la deliberada contención artística (ya no descriptiva) de la película. El director opta por una realización modesta, funcional, casi televisiva, y elude también toda brillantez en la música o en el lenguaje visual. Ignoro si lo hace por respeto a la “estricta” verdad. Pero, en mi opinión, el gran arte (al menos, el cinematográfico) se caracteriza por trascender (sin traicionar) la “estricta” verdad mediante el empleo de recursos artísticos: es así como logra la universalidad, la apelación profunda a nuestra humanidad, la emoción y la comprensión más allá de lo inmediato, la “catarsis” (por emplear la palabra que Aristóteles usaba para referirse a la tragedia). “Hotel Rwanda” no quiere ser un documental, pero no acierta a ser una obra de arte. Se mueve en un espacio artístico muy limitado, muy modesto y muy cómodo; y lo hace al precio de no penetrar a fondo en la conciencia del espectador. Los contados momentos en que la película se decide a ir más allá (por ejemplo, esas imágenes, con un fondo de canciones africanas, de los decepcionados niños abandonados bajo la lluvia por los rescatadores internacionales) entrevemos la gran obra que pudo haber sido, de haber partido de otras premisas que un relato tan estrecho y un tratamiento del mismo tan autocontrolado.                          (5 de junio de 2013) 

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