Un artículo sobre “No” (2012), de Pablo Larraín
En la mente de los
productores de esta película quizá no hubo al principio más que el deseo de
recuperar y de mostrar al mundo, en el vigésimo quinto aniversario de los
acontecimientos descritos en la película, el muy rico y sorprendente material
televisivo rodado con ocasión del histórico plebiscito chileno de 1988. De
algún modo, por alguna persona, se planteó la conveniencia de insertar todo
este metraje semiolvidado en un relato cinematográfico, en vez de armarlo en un
formato más documental. Ignoro si fue en este momento cuando intervino Antonio
Skármeta, para escribir la obra teatral en que, al parecer, se basa el filme, o
si los cineastas recurrieron a la pieza teatral, previamente existente, sólo
una vez pergeñada la idea básica para la película. Sea como fuere, el relato
narrado en “No” es, precisamente, el de los creadores y los avatares de la
decisiva campaña electoral de resultas de la cual el régimen pinochetista se vino
abajo.
Lo dicho hasta
ahora, aun vago y conjetural, nos permite ya abordar críticamente algunos
aspectos de la película:
a) A mi juicio, la
película hubiera ganado en fuerza y en interés si se hubiera rodado como puro
documental. Digo esto porque la envoltura dramática de la historia real de “No”
me parece, en general, fallida. Las relaciones conyugales del protagonista René
(Gael García Bernal), un publicista exitoso y acomodaticio, y su mujer, una
valiente activista política, son un tanto confusas, y nunca llegan a
interesarnos ni a emocionarnos. En cuanto a la tensa simbiosis entre René y su
patrón (un Alfredo Castro que me parece de lo mejor de la película), hay a lo
largo de la cinta varios amagos de real enfrentamiento entre ambos, pero que
nunca llegan a cuajar como seria amenaza que pueda involucrar al espectador en
el destino arriesgado de René. Dígase lo mismo de los seguimientos o las advertencias
al osado publicista por parte de los hombres del régimen. Acaso porque,
realmente, el autoritario gobierno chileno no estaba en ese momento para
abandonarse a las tropelías cometidas quince años antes o, más probablemente,
por la falta de más nervio en el guión o en la dirección de la película, el
caso es que todas las bravatas de los prebostes de la dictadura (“si yo abro
esa puerta, usted tiene que cerrar los ojos”) nunca llegan a impresionar al
espectador distante o desapasionado, no digamos a inspirar simpatía o piedad
por René y los suyos. En resumen, a la película le falta “gancho” desde el punto
de vista del “drama”, de los personajes y de sus avatares, de lo emocional o lo
emocionante en la historia narrada. Y la pobre compensación ensayada,
repitiendo una y otra vez las escenas entre René y el niño (ya se sabe que los
niños son un recurso emocional seguro…), no es suficiente para insuflar
verdadero sentimiento o pasión al relato.
b) Como la película
flojea por el lado dramático (ya lo he dicho: carece de fuerza, hay
reiteraciones innecesarias y fatigosas, no se transmite la obvia tensión subyacente
en el Chile de octubre de 1988, el suspense no existe, los recursos de
identificación con los caracteres realmente tampoco, etc., etc.), la apuesta
por la vertiente documental (frente a la ficcional) se incrementa mediante una
fotografía y una iluminación artificiosas hasta la distorsión. La película nace
de o gira en torno a material televisivo, publicitario, documental; visto que
nada puede igualar su impacto (o que, al menos, la envoltura dramática no lo
logra), los autores parecen haberse preguntado: “¿Por qué no rodamos toda la
película como si toda ella fuese de verdad un documental de aquella época?”. Recurso
principal para ello: una fotografía a veces difuminada, inepta para los
perfiles nítidos, semi-abrasada por la luz radiante. Y hay que decir que a
veces el resultado es muy plausible: me gusta especialmente la escena de la
concentración del campo del “No” en la víspera del plebiscito, rodada con tal
habilidad que, gracias a esa fotografía “documental”, se pueden combinar o
confundir imágenes sobre el mismo acontecimiento rodadas entonces, en 1988, con
otras rodadas ahora, en 2012 (René con su hijo o su esposa). En otras, en la
mayoría de ocasiones, se nos impone, sin embargo, la desalentadora impresión de
estar viendo una película continua, deliberada e innecesariamente mal
fotografiada.
c) Tratándose de
los “spots” del plebiscito de legitimación convocado por el general Pinochet, y
de las personas y peripecias que los idearon, los rodaron, los socavaron, los
contrarrestaron, etc., uno esperaría encontrarse con una película “política”
(es decir, una película acerca del poder, de los juegos del poder, de la pugna
por el poder…). Pues bien, aunque decir esto pueda parecer una paradoja, la
película no es “política” en absoluto. De acuerdo en que aparecen un par de
reuniones ministeriales (se discute acerca de las respectivas campañas de
partidarios y detractores del régimen), en que un ministro fantasmón, un
“mascarón de proa” del régimen, profiere algunas amenazas (y hasta certidumbres),
en que asistimos a reuniones de partidos, a manifestaciones, a intervenciones
policiales y a recuentos de votos; pero todo esto no gira casi nunca en torno
al hecho de que en el país hay una transición en marcha y de que un régimen (y
unos hombres) tendrá (y tendrán) que suceder a otro(s), todo esto no se refiere
casi nunca al “hecho en sí” de la política sino, como mucho, a la proyección o
representación de la política. En este sentido, así como uno de los políticos
profesionales deja una reunión enfurecido ante el escamoteo por los publicistas
de los hechos crudos de la dictadura (muertes, exilios, desapariciones), de
igual modo un espectador interesado en la pura política podría muy bien dejar
la sala no menos enfadado ante el sesgo impreso a los hechos históricos por el
director de esta película, naturalmente siguiendo en esto las huellas de los
publicistas retratados (especialmente, de René). (No hay que decir que todas mis
simpatías se dirigen, naturalmente, a ese hombre personal y colectivamente
agraviado, íntima y políticamente concernido, que se retira del “circo”
publicitario entre improperios escandalizados). Esta ausencia, o proscripción,
de la política en un obra sobre el plebiscito chileno de 1988 merece una
explicación más detallada.
La película no es
sobre política, sino sobre la mercadotecnia de la política; no es sobre la
gente común, sobre los problemas cotidianos, sobre las percepciones ciudadanas,
sino sobre la influencia en la gente común, sobre las versiones (o
perversiones) audiovisuales de los problemas cotidianos, sobre la manipulación
de las auténticas (y a la postre irrelevantes) percepciones ciudadanas. En
cuanto al puro horror de la dictadura (el espanto de los crímenes cometidos,
con y sin cadáveres que entregar a la paz de las tumbas), la película evita
toda referencia detallada o demorada, nos lanza a vuelapluma cuatro cifras (sólo
escritas, sólo legibles) de exiliados, desaparecidos, etc., y se sacude el
engorroso asunto de las atrocidades pasadas y los atropellos presentes con un
capirotazo desabrido; sencillamente, como dice literalmente René a los
representantes del bloque anti-pinochetista, “el tema no vende”.
Así que lo que
prometía ser una película política aparece en realidad como una película sobre
mercadotecnia y sobre la competencia entre dos grupos de publicistas por
hacerse con una “franja de mercado” mayor que la del rival. Que ese “mercado”
sea una sociedad que ha conocido durante quince años el horror, la abyección,
la amputación de derechos y libertades, la miseria más lacerante junto a la
opulencia más obscena, etc., etc., no parece tener mayor importancia. Una
implicación desalentadora del modo de pensar, y de actuar, de René y sus
cofrades sería que incluso una sociedad como esa, que tanto ha visto y tanto ha
no visto, es maleable, que incluso a esa sociedad se le puede convencer con una
tonadilla tontorrona y cuatro estampas de felicidad convencional; dicho de otro
modo, que no hay grupo humano, sea cual sea su historia o su experiencia,
inmune a los poderes casi taumatúrgicos de la manipulación publicitaria;
llevando la idea un paso más allá, la profesión (de fe y de vida) del creador
publicitario sería que, frente a la propaganda, la política no pinta nada (y
estos son los dos polos opuestos en el núcleo de la película: propaganda y
política) o, a lo sumo, sirve sólo como pretexto, o como fuente de ideas o de
tópicos, o como parterre de la verdadera contienda: la que se decide entre los
medios de comunicación (o de formación) de masas.
Véase pues adónde hemos llegado silenciando esa “pesadez”
fea, oscura, “invendible”, de la represión de la dictadura, y promoviendo en su
lugar una estrategia “más comercial, más positiva, más colorista, más próxima a
la gente” (ésta es la jerga): hemos llegado a desacreditar la política, o a
degradarla a un papel ancilar. ¿Cabía imaginar conclusión más inesperada,
ambivalente y desesperanzadora, en un filme rodado desde una óptica aparentemente
(pero quizá engañosamente) progresista? Y naturalmente, llegados a este punto, presos
de esta lógica, es muy fácil (y casi instintivo…) preguntarse: “Después de
todo, ¿fueron Pinochet, su golpe de estado, su represión, su dictadura,
realmente tan malos? ¿No habrá padecido el “venerable y abnegado general”, “salvador
de la patria” al fin y al cabo, las consecuencias de una desastrosa gestión de
su imagen? ¿No habremos sido nosotros mismos víctimas de una propaganda un
poco, o un demasiado, exagerada? En una palabra: ¿no hubiera el bando del “Sí”
debido reclutar al brillante René antes de que lo hicieran sus antagonistas,
cambiando así de este modo el curso sucesivo de la historia chilena?...”. El
sueño de la razón puede producir monstruos, pero los desvelos de la publicidad
son muy capaces (como el doctor Goebbels sabía muy bien) de enmascararlos y de encumbrarlos… (1 de julio de 2013)
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