1 ago 2013

“No” (2012), de Pablo Larraín


Un artículo sobre “No” (2012), de Pablo Larraín


En la mente de los productores de esta película quizá no hubo al principio más que el deseo de recuperar y de mostrar al mundo, en el vigésimo quinto aniversario de los acontecimientos descritos en la película, el muy rico y sorprendente material televisivo rodado con ocasión del histórico plebiscito chileno de 1988. De algún modo, por alguna persona, se planteó la conveniencia de insertar todo este metraje semiolvidado en un relato cinematográfico, en vez de armarlo en un formato más documental. Ignoro si fue en este momento cuando intervino Antonio Skármeta, para escribir la obra teatral en que, al parecer, se basa el filme, o si los cineastas recurrieron a la pieza teatral, previamente existente, sólo una vez pergeñada la idea básica para la película. Sea como fuere, el relato narrado en “No” es, precisamente, el de los creadores y los avatares de la decisiva campaña electoral de resultas de la cual el régimen pinochetista se vino abajo.

Lo dicho hasta ahora, aun vago y conjetural, nos permite ya abordar críticamente algunos aspectos de la película:

a) A mi juicio, la película hubiera ganado en fuerza y en interés si se hubiera rodado como puro documental. Digo esto porque la envoltura dramática de la historia real de “No” me parece, en general, fallida. Las relaciones conyugales del protagonista René (Gael García Bernal), un publicista exitoso y acomodaticio, y su mujer, una valiente activista política, son un tanto confusas, y nunca llegan a interesarnos ni a emocionarnos. En cuanto a la tensa simbiosis entre René y su patrón (un Alfredo Castro que me parece de lo mejor de la película), hay a lo largo de la cinta varios amagos de real enfrentamiento entre ambos, pero que nunca llegan a cuajar como seria amenaza que pueda involucrar al espectador en el destino arriesgado de René. Dígase lo mismo de los seguimientos o las advertencias al osado publicista por parte de los hombres del régimen. Acaso porque, realmente, el autoritario gobierno chileno no estaba en ese momento para abandonarse a las tropelías cometidas quince años antes o, más probablemente, por la falta de más nervio en el guión o en la dirección de la película, el caso es que todas las bravatas de los prebostes de la dictadura (“si yo abro esa puerta, usted tiene que cerrar los ojos”) nunca llegan a impresionar al espectador distante o desapasionado, no digamos a inspirar simpatía o piedad por René y los suyos. En resumen, a la película le falta “gancho” desde el punto de vista del “drama”, de los personajes y de sus avatares, de lo emocional o lo emocionante en la historia narrada. Y la pobre compensación ensayada, repitiendo una y otra vez las escenas entre René y el niño (ya se sabe que los niños son un recurso emocional seguro…), no es suficiente para insuflar verdadero sentimiento o pasión al relato. 

b) Como la película flojea por el lado dramático (ya lo he dicho: carece de fuerza, hay reiteraciones innecesarias y fatigosas, no se transmite la obvia tensión subyacente en el Chile de octubre de 1988, el suspense no existe, los recursos de identificación con los caracteres realmente tampoco, etc., etc.), la apuesta por la vertiente documental (frente a la ficcional) se incrementa mediante una fotografía y una iluminación artificiosas hasta la distorsión. La película nace de o gira en torno a material televisivo, publicitario, documental; visto que nada puede igualar su impacto (o que, al menos, la envoltura dramática no lo logra), los autores parecen haberse preguntado: “¿Por qué no rodamos toda la película como si toda ella fuese de verdad un documental de aquella época?”. Recurso principal para ello: una fotografía a veces difuminada, inepta para los perfiles nítidos, semi-abrasada por la luz radiante. Y hay que decir que a veces el resultado es muy plausible: me gusta especialmente la escena de la concentración del campo del “No” en la víspera del plebiscito, rodada con tal habilidad que, gracias a esa fotografía “documental”, se pueden combinar o confundir imágenes sobre el mismo acontecimiento rodadas entonces, en 1988, con otras rodadas ahora, en 2012 (René con su hijo o su esposa). En otras, en la mayoría de ocasiones, se nos impone, sin embargo, la desalentadora impresión de estar viendo una película continua, deliberada e innecesariamente mal fotografiada.

c) Tratándose de los “spots” del plebiscito de legitimación convocado por el general Pinochet, y de las personas y peripecias que los idearon, los rodaron, los socavaron, los contrarrestaron, etc., uno esperaría encontrarse con una película “política” (es decir, una película acerca del poder, de los juegos del poder, de la pugna por el poder…). Pues bien, aunque decir esto pueda parecer una paradoja, la película no es “política” en absoluto. De acuerdo en que aparecen un par de reuniones ministeriales (se discute acerca de las respectivas campañas de partidarios y detractores del régimen), en que un ministro fantasmón, un “mascarón de proa” del régimen, profiere algunas amenazas (y hasta certidumbres), en que asistimos a reuniones de partidos, a manifestaciones, a intervenciones policiales y a recuentos de votos; pero todo esto no gira casi nunca en torno al hecho de que en el país hay una transición en marcha y de que un régimen (y unos hombres) tendrá (y tendrán) que suceder a otro(s), todo esto no se refiere casi nunca al “hecho en sí” de la política sino, como mucho, a la proyección o representación de la política. En este sentido, así como uno de los políticos profesionales deja una reunión enfurecido ante el escamoteo por los publicistas de los hechos crudos de la dictadura (muertes, exilios, desapariciones), de igual modo un espectador interesado en la pura política podría muy bien dejar la sala no menos enfadado ante el sesgo impreso a los hechos históricos por el director de esta película, naturalmente siguiendo en esto las huellas de los publicistas retratados (especialmente, de René). (No hay que decir que todas mis simpatías se dirigen, naturalmente, a ese hombre personal y colectivamente agraviado, íntima y políticamente concernido, que se retira del “circo” publicitario entre improperios escandalizados). Esta ausencia, o proscripción, de la política en un obra sobre el plebiscito chileno de 1988 merece una explicación más detallada.

La película no es sobre política, sino sobre la mercadotecnia de la política; no es sobre la gente común, sobre los problemas cotidianos, sobre las percepciones ciudadanas, sino sobre la influencia en la gente común, sobre las versiones (o perversiones) audiovisuales de los problemas cotidianos, sobre la manipulación de las auténticas (y a la postre irrelevantes) percepciones ciudadanas. En cuanto al puro horror de la dictadura (el espanto de los crímenes cometidos, con y sin cadáveres que entregar a la paz de las tumbas), la película evita toda referencia detallada o demorada, nos lanza a vuelapluma cuatro cifras (sólo escritas, sólo legibles) de exiliados, desaparecidos, etc., y se sacude el engorroso asunto de las atrocidades pasadas y los atropellos presentes con un capirotazo desabrido; sencillamente, como dice literalmente René a los representantes del bloque anti-pinochetista, “el tema no vende”.

Así que lo que prometía ser una película política aparece en realidad como una película sobre mercadotecnia y sobre la competencia entre dos grupos de publicistas por hacerse con una “franja de mercado” mayor que la del rival. Que ese “mercado” sea una sociedad que ha conocido durante quince años el horror, la abyección, la amputación de derechos y libertades, la miseria más lacerante junto a la opulencia más obscena, etc., etc., no parece tener mayor importancia. Una implicación desalentadora del modo de pensar, y de actuar, de René y sus cofrades sería que incluso una sociedad como esa, que tanto ha visto y tanto ha no visto, es maleable, que incluso a esa sociedad se le puede convencer con una tonadilla tontorrona y cuatro estampas de felicidad convencional; dicho de otro modo, que no hay grupo humano, sea cual sea su historia o su experiencia, inmune a los poderes casi taumatúrgicos de la manipulación publicitaria; llevando la idea un paso más allá, la profesión (de fe y de vida) del creador publicitario sería que, frente a la propaganda, la política no pinta nada (y estos son los dos polos opuestos en el núcleo de la película: propaganda y política) o, a lo sumo, sirve sólo como pretexto, o como fuente de ideas o de tópicos, o como parterre de la verdadera contienda: la que se decide entre los medios de comunicación (o de formación) de masas.

Véase pues adónde hemos llegado silenciando esa “pesadez” fea, oscura, “invendible”, de la represión de la dictadura, y promoviendo en su lugar una estrategia “más comercial, más positiva, más colorista, más próxima a la gente” (ésta es la jerga): hemos llegado a desacreditar la política, o a degradarla a un papel ancilar. ¿Cabía imaginar conclusión más inesperada, ambivalente y desesperanzadora, en un filme rodado desde una óptica aparentemente (pero quizá engañosamente) progresista? Y naturalmente, llegados a este punto, presos de esta lógica, es muy fácil (y casi instintivo…) preguntarse: “Después de todo, ¿fueron Pinochet, su golpe de estado, su represión, su dictadura, realmente tan malos? ¿No habrá padecido el “venerable y abnegado general”, “salvador de la patria” al fin y al cabo, las consecuencias de una desastrosa gestión de su imagen? ¿No habremos sido nosotros mismos víctimas de una propaganda un poco, o un demasiado, exagerada? En una palabra: ¿no hubiera el bando del “Sí” debido reclutar al brillante René antes de que lo hicieran sus antagonistas, cambiando así de este modo el curso sucesivo de la historia chilena?...”. El sueño de la razón puede producir monstruos, pero los desvelos de la publicidad son muy capaces (como el doctor Goebbels sabía muy bien) de enmascararlos y de encumbrarlos…        (1 de julio de 2013)

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