Mis notas a “Oldboy” (2003), de Chanwook Park
Esta película es un
“tour de force” modélico: empieza muy arriba (incluso literalmente: en una
azotea) y, desde ese mismo instante, continúa subiendo, en tensión narrativa, en
fuerza dramática y, sobre todo, en potencia visual.
Me apresuro a
hablar de potencia visual porque esta potencia es, a mi juicio, el logro más
impresionante y memorable de la obra: Chamwook Park es un auténtico maestro del
lenguaje cinematográfico, que demuestra conocer y dominar todos los recursos
(angulares, travellings, picados, primeros planos, efectos de “cómic”) y todos
los registros (diálogo, violencia, drama, ensueño, intimidad…), todos los
elementos expresivos (fotografía, música, efectos de sonido, iluminación,
colorido) y todos los ritmos (la monotonía, la agilidad, la cotidianidad, la
convulsión); en suma, todo aquello que ha llegado a constituir el lenguaje del
cine, y que Chamwook Park ha asimilado, evidentemente, con tanta avidez como
talento.
La película está
plagada de alusiones a otras películas (aun sin haber rastreado esas alusiones a
fondo, “La naranja mecánica”, “Amélie” y “Seven” son de inmediato
reconocibles), pero cuanto pudiera haber de ecléctico en estas citas es
dominado e incorporado a la perfección por un director brillante que sirve de
principio a fin a su argumento.
Por desgracia, es
justo en el argumento donde radican mis (escasas) objeciones a esta excelente
película: se trata de una historia tan truculenta y tan morbosa, tan
hiperbólica y tan cruel, que arrastra al director a excesos digamos…
comerciales (o sencillamente dirigidos a halagar los instintos brutales de cierta
audiencia, o, acaso, gustosamente cometidos por el gusto algo onanista de
“epatar” a toda costa a cualquier público…). Excesos que Park no necesitaría en
absoluto, dadas su admirables dotes artísticas, para contarnos de modo
convincente y conmovedor una historia cualquiera, ya fuera trágica o lírica, ya
íntima o épica.
Los guionistas de
“Oldboy” se han complacido en lo tremendo (desde hacer que el protagonista se
coma un pulpo vivo hasta escalofriantes momentos de “bricolage” dental, desde
un horrendo crimen cometido con un disco compacto usado como navaja hasta una
espantosa auto-mutilación digna de las peores pesadillas de “Saw”…), y Chamwook
Park coloca su talento al servicio de estos delirios de la imaginación.
Pero junto a estos
momentos hay que mencionar otros, en los que el tono es completamente distinto,
y el efecto igualmente poderoso: la evocación del instituto;la estampa del
columpio y la bici, entre el chico y la chica; la metáfora de la hormiga en el
metro; el espléndido retrato del amor entre los dos adolescentes; la imagen de
los dos Odaesus (Odaesu es, por supuesto, el nombre del protagonista), el
actual y el joven, recorriendo en busca de sus recuerdos los antiguos
escenarios estudiantiles…: todas estas son escenas bellísimas, rodadas por
Chanwook Park con mano maestra, y envueltas en una luz y en una música
simplemente perfectas.
Respecto a la
música, he de confesar mi entusiasmo: lo que el director hace con partituras
clásicas, o seudoclásicas, lo que hace con los violines barrocos y con Vivaldi,
es sencillamente asombroso (por ejemplo, ¿cómo no quedarse estupefacto ante esa
enfrentamiento a martillazos del protagonista, en el corredor estrecho, con una
pléyade de sicarios del empresario de seguridad?: la combinación del lento y
lineal movimiento de cámara, de la parsimoniosa y coreografiada pendencia, y de
la armónica música de fondo, provocan un efecto inolvidable; comparado con este
momento, las escenas de dentistas “amateur” envueltas en Vivaldi son casi
convencionales…).
De nuevo
contrapesando los elogios: ¿cabe prueba mayor de la vocación “epatante” del
filme y de sus autores que ese engañoso e intenso momento inicial (cuando el
héroe sujeta por la corbata, al borde de la azotea, al tipo a punto de caer)?:
pronto aprendemos que el tipo contrariado no es realmente víctima de ninguna
amenaza por parte de Odaesu sino, simplemente, un suicida al que Odaesu está
impidiendo arrojarse (aún) al vacío… Dígase lo mismo (“epatar” por “epatar”,
ser chocante por el gusto de serlo) de esa “pradera” en que Odaesu vuelve a la
vida y que es, realmente, la azotea en la que encuentra a dicho suicida...
El momento de la
azotea me lleva a apuntar otro rasgo muy llamativo del filme: ese uso de frases
sentenciosas, a veces repetidas en varias ocasiones (“Ríe, y el mundo entero
reirá contigo; llora, y llorarás solo”; “Da igual que sea un grano de arena o una
piedra: en el agua se hunden igual”); también es bastante característica una
voz en “off” que alguna vez interpela directamente a Odaesu (esta relación
despectiva del “narrador” con el personaje me trae a las mientes, no sé por
qué, “Berlin Alexanderplatz”, la famosa novela de Alfred Döblin: ¿será acaso
por tratarse “Berlín…” también del relato del “descenso a los infiernos” de un
pobre desgraciado, como Odaesu?).
Tipos desgraciados,
inadaptados, perdidos, lo son tanto Odaesu (rastreando la ciudad, martillo en
ristre, en busca de sus victimarios) como la chica, Mido (esa cocinera aún
infantil, abnegadamente ligada al quebrantado Odaesu), o como el personaje,
imposible e inolvidable, del enemigo y verdugo de Odaesu (ese guapo millonario
que no se separa del mando a distancia de su marcapasos, “para morir cuando
quiera”, y que esconde una pasión y una sed de venganza míticas, faústicas,
inagotables…).
La explicación de
este nudo de odios y revanchas, de los porqués de tantísima y tan prolongada
sevicia, es igualmente hipnótica que inverosímil, y uno, sin poder apartar los
ojos de la pantalla durante la última media hora de proyección (localizada en
ese ático del apuesto villano, donde Odaesu razona, lucha, aprende, comprende,
se arrastra, se hunde… en una auténtica sinfonía de todos los abismos del
corazón humano), siente que las explicaciones han llegado demasiado, demasiado
lejos (el hipnotismo, el incesto, la venganza más allá de la venganza, el amor
y el odio más allá de la vida y de la muerte…).
¡Pero qué final, o
qué serie de finales sucesivos (este asombro también hay que expresarlo)!: esa
lucha con el guardaespaldas (y se oye caer los cristales desmenuzados sobre el
cuerpo tendido de Odaesu, en un momento de virtuosismo cinematográfico…); ese
desdoblarse del personaje, cuando “cada paso que dé hacia la puerta será un año
vivido” (extraordinario relámpago de elocuencia verbal y visual); ese abrazo en
la nieve, por fin (y engañosamente) “a todo color”, entre Odaesu y Mido, tras
el momento de hipnotismo…
No sé si la
película es “redonda”, pero ciertamente es “circular”: al suicidio (o no)
inicial (en la azotea) se corresponde el suicidio (o no) final (en el pantano);
al suplicante Odaesu (herido en su celda) del comienzo se corresponde el
suplicante Odaesu (herido en el ático) del final; al ambiguo comienzo (¿cuáles
son las relaciones de Odaesu con su familia) se corresponde el ambiguo final
(¿cuál va a ser ahora la relación de Odaesu con Mido, que es tanto para él?).
Hay que decir al
menos una palabra al pasar sobre la excelente fotografía, sobre la pulquérrima
ambientación, sobre la excelente selección de actores; y especialmente, hay que
elogiar el impresionante despliegue físico y actoral de Choi Min-Sik, que cubre
con solvencia todos los muchos registros del titán psíquico que es Odaesu.
Por no dar la
impresión de desdeñar absolutamente el “mensaje” o la “intención” de los
autores del filme, anotaré que la película sí admite alguna lectura más allá de
la puramente estética (que, insisto, es la más relevante, y desde luego mi
preferida en este caso). Se trata de una historia de venganza, o de venganzas
(y de venganzas basadas en el amor). Pero el tema de fondo de la película me
parece ser el de la justa medida de la venganza, es decir, el del justo precio
que se puede pagar por ella. En un momento dado, Odaesu puede castigar a su
torturador, pero decide no hacerlo porque para él lo más importante, más aún
que vengarse, es saber, es comprender el porqué de su prolongado encierro (y
ese ha sido precisamente el gran crimen de su vida: saber demasiado…). Sin
embargo, tocante al amor, Odaesu preferirá al final no saber, u olvidar, o
haber sido hecho olvidar. Parece que, en la “jerarquía de valores” de los
guionistas de la película, la curiosidad se impone a la venganza, pero que nada
puede, o debe, o debe por mucho tiempo, imponerse al amor...
No quiero profundizar más en esta línea porque es
mi convicción que no es la “tesis” el punto fuerte de la película, sino más
bien el tratamiento cinematográfico de la misma. “Oldboy” es una gran película
en cuanto “película”, o sea, en cuanto obra de arte elaborada con un lenguaje y
unos medios muy particulares y muy sofisticados. Chanwook Park domina ese
lenguaje, y sus técnicas y herramientas, con tal maestría que, al servicio de
un guión adecuado (un guión más serio y menos tremendista, un guión menos
convulsivo y más universal que el de “Oldboy”), bien podría dejar para la
historia del arte cinematográfico algún fruto imperecedero. (30
de julio de 2013)
Esta madrugada del sabado-domingo del 19 de abril del 2014 ha pasado la película ha terminado al las 3 50 de la madrugada y me ha tenido hasta el final muy triste y vaya manera de hacer sufrir ,en fin a mi me ha gustado.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con todo. Pedazo de película. Obra maestra.
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