1 ago 2013

“Oldboy” (2003), de Chanwook Park



Mis notas a “Oldboy” (2003), de Chanwook Park


Esta película es un “tour de force” modélico: empieza muy arriba (incluso literalmente: en una azotea) y, desde ese mismo instante, continúa subiendo, en tensión narrativa, en fuerza dramática y, sobre todo, en potencia visual.

Me apresuro a hablar de potencia visual porque esta potencia es, a mi juicio, el logro más impresionante y memorable de la obra: Chamwook Park es un auténtico maestro del lenguaje cinematográfico, que demuestra conocer y dominar todos los recursos (angulares, travellings, picados, primeros planos, efectos de “cómic”) y todos los registros (diálogo, violencia, drama, ensueño, intimidad…), todos los elementos expresivos (fotografía, música, efectos de sonido, iluminación, colorido) y todos los ritmos (la monotonía, la agilidad, la cotidianidad, la convulsión); en suma, todo aquello que ha llegado a constituir el lenguaje del cine, y que Chamwook Park ha asimilado, evidentemente, con tanta avidez como talento.

La película está plagada de alusiones a otras películas (aun sin haber rastreado esas alusiones a fondo, “La naranja mecánica”, “Amélie” y “Seven” son de inmediato reconocibles), pero cuanto pudiera haber de ecléctico en estas citas es dominado e incorporado a la perfección por un director brillante que sirve de principio a fin a su argumento.

Por desgracia, es justo en el argumento donde radican mis (escasas) objeciones a esta excelente película: se trata de una historia tan truculenta y tan morbosa, tan hiperbólica y tan cruel, que arrastra al director a excesos digamos… comerciales (o sencillamente dirigidos a halagar los instintos brutales de cierta audiencia, o, acaso, gustosamente cometidos por el gusto algo onanista de “epatar” a toda costa a cualquier público…). Excesos que Park no necesitaría en absoluto, dadas su admirables dotes artísticas, para contarnos de modo convincente y conmovedor una historia cualquiera, ya fuera trágica o lírica, ya íntima o épica.

Los guionistas de “Oldboy” se han complacido en lo tremendo (desde hacer que el protagonista se coma un pulpo vivo hasta escalofriantes momentos de “bricolage” dental, desde un horrendo crimen cometido con un disco compacto usado como navaja hasta una espantosa auto-mutilación digna de las peores pesadillas de “Saw”…), y Chamwook Park coloca su talento al servicio de estos delirios de la imaginación.

Pero junto a estos momentos hay que mencionar otros, en los que el tono es completamente distinto, y el efecto igualmente poderoso: la evocación del instituto;la estampa del columpio y la bici, entre el chico y la chica; la metáfora de la hormiga en el metro; el espléndido retrato del amor entre los dos adolescentes; la imagen de los dos Odaesus (Odaesu es, por supuesto, el nombre del protagonista), el actual y el joven, recorriendo en busca de sus recuerdos los antiguos escenarios estudiantiles…: todas estas son escenas bellísimas, rodadas por Chanwook Park con mano maestra, y envueltas en una luz y en una música simplemente perfectas.

Respecto a la música, he de confesar mi entusiasmo: lo que el director hace con partituras clásicas, o seudoclásicas, lo que hace con los violines barrocos y con Vivaldi, es sencillamente asombroso (por ejemplo, ¿cómo no quedarse estupefacto ante esa enfrentamiento a martillazos del protagonista, en el corredor estrecho, con una pléyade de sicarios del empresario de seguridad?: la combinación del lento y lineal movimiento de cámara, de la parsimoniosa y coreografiada pendencia, y de la armónica música de fondo, provocan un efecto inolvidable; comparado con este momento, las escenas de dentistas “amateur” envueltas en Vivaldi son casi convencionales…).

De nuevo contrapesando los elogios: ¿cabe prueba mayor de la vocación “epatante” del filme y de sus autores que ese engañoso e intenso momento inicial (cuando el héroe sujeta por la corbata, al borde de la azotea, al tipo a punto de caer)?: pronto aprendemos que el tipo contrariado no es realmente víctima de ninguna amenaza por parte de Odaesu sino, simplemente, un suicida al que Odaesu está impidiendo arrojarse (aún) al vacío… Dígase lo mismo (“epatar” por “epatar”, ser chocante por el gusto de serlo) de esa “pradera” en que Odaesu vuelve a la vida y que es, realmente, la azotea en la que  encuentra a dicho suicida...

El momento de la azotea me lleva a apuntar otro rasgo muy llamativo del filme: ese uso de frases sentenciosas, a veces repetidas en varias ocasiones (“Ríe, y el mundo entero reirá contigo; llora, y llorarás solo”; “Da igual que sea un grano de arena o una piedra: en el agua se hunden igual”); también es bastante característica una voz en “off” que alguna vez interpela directamente a Odaesu (esta relación despectiva del “narrador” con el personaje me trae a las mientes, no sé por qué, “Berlin Alexanderplatz”, la famosa novela de Alfred Döblin: ¿será acaso por tratarse “Berlín…” también del relato del “descenso a los infiernos” de un pobre desgraciado, como Odaesu?).

Tipos desgraciados, inadaptados, perdidos, lo son tanto Odaesu (rastreando la ciudad, martillo en ristre, en busca de sus victimarios) como la chica, Mido (esa cocinera aún infantil, abnegadamente ligada al quebrantado Odaesu), o como el personaje, imposible e inolvidable, del enemigo y verdugo de Odaesu (ese guapo millonario que no se separa del mando a distancia de su marcapasos, “para morir cuando quiera”, y que esconde una pasión y una sed de venganza míticas, faústicas, inagotables…).

La explicación de este nudo de odios y revanchas, de los porqués de tantísima y tan prolongada sevicia, es igualmente hipnótica que inverosímil, y uno, sin poder apartar los ojos de la pantalla durante la última media hora de proyección (localizada en ese ático del apuesto villano, donde Odaesu razona, lucha, aprende, comprende, se arrastra, se hunde… en una auténtica sinfonía de todos los abismos del corazón humano), siente que las explicaciones han llegado demasiado, demasiado lejos (el hipnotismo, el incesto, la venganza más allá de la venganza, el amor y el odio más allá de la vida y de la muerte…).

¡Pero qué final, o qué serie de finales sucesivos (este asombro también hay que expresarlo)!: esa lucha con el guardaespaldas (y se oye caer los cristales desmenuzados sobre el cuerpo tendido de Odaesu, en un momento de virtuosismo cinematográfico…); ese desdoblarse del personaje, cuando “cada paso que dé hacia la puerta será un año vivido” (extraordinario relámpago de elocuencia verbal y visual); ese abrazo en la nieve, por fin (y engañosamente) “a todo color”, entre Odaesu y Mido, tras el momento de hipnotismo…

No sé si la película es “redonda”, pero ciertamente es “circular”: al suicidio (o no) inicial (en la azotea) se corresponde el suicidio (o no) final (en el pantano); al suplicante Odaesu (herido en su celda) del comienzo se corresponde el suplicante Odaesu (herido en el ático) del final; al ambiguo comienzo (¿cuáles son las relaciones de Odaesu con su familia) se corresponde el ambiguo final (¿cuál va a ser ahora la relación de Odaesu con Mido, que es tanto para él?).

Hay que decir al menos una palabra al pasar sobre la excelente fotografía, sobre la pulquérrima ambientación, sobre la excelente selección de actores; y especialmente, hay que elogiar el impresionante despliegue físico y actoral de Choi Min-Sik, que cubre con solvencia todos los muchos registros del titán psíquico que es Odaesu.

Por no dar la impresión de desdeñar absolutamente el “mensaje” o la “intención” de los autores del filme, anotaré que la película sí admite alguna lectura más allá de la puramente estética (que, insisto, es la más relevante, y desde luego mi preferida en este caso). Se trata de una historia de venganza, o de venganzas (y de venganzas basadas en el amor). Pero el tema de fondo de la película me parece ser el de la justa medida de la venganza, es decir, el del justo precio que se puede pagar por ella. En un momento dado, Odaesu puede castigar a su torturador, pero decide no hacerlo porque para él lo más importante, más aún que vengarse, es saber, es comprender el porqué de su prolongado encierro (y ese ha sido precisamente el gran crimen de su vida: saber demasiado…). Sin embargo, tocante al amor, Odaesu preferirá al final no saber, u olvidar, o haber sido hecho olvidar. Parece que, en la “jerarquía de valores” de los guionistas de la película, la curiosidad se impone a la venganza, pero que nada puede, o debe, o debe por mucho tiempo, imponerse al amor...

No quiero profundizar más en esta línea porque es mi convicción que no es la “tesis” el punto fuerte de la película, sino más bien el tratamiento cinematográfico de la misma. “Oldboy” es una gran película en cuanto “película”, o sea, en cuanto obra de arte elaborada con un lenguaje y unos medios muy particulares y muy sofisticados. Chanwook Park domina ese lenguaje, y sus técnicas y herramientas, con tal maestría que, al servicio de un guión adecuado (un guión más serio y menos tremendista, un guión menos convulsivo y más universal que el de “Oldboy”), bien podría dejar para la historia del arte cinematográfico algún fruto imperecedero.     (30 de julio de 2013)

2 comentarios:

  1. Esta madrugada del sabado-domingo del 19 de abril del 2014 ha pasado la película ha terminado al las 3 50 de la madrugada y me ha tenido hasta el final muy triste y vaya manera de hacer sufrir ,en fin a mi me ha gustado.

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  2. Estoy de acuerdo con todo. Pedazo de película. Obra maestra.

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