Un
artículo sobre “El último rey de Escocia” (2006), de Kevin Macdonald
No creo que se
pueda empezar (ni, quizá, terminar) el comentario de una película como ésta,
rodada en estado de hipnosis ante la figura fascinante y espantosa del dictador
ugandés Idi Amin, sin referirse a la creación, o recreación, o revelación (pues
todo ello es), que de esa atroz figura de los años ’70 hace el actor que la
interpreta. La encarnación de Idi Amin por Forest Whitaker es prodigiosa, apabullante,
esclarecedora. Contemplarle ora puerilmente contento o juguetón o amistoso, ora
arrebatado por la ira como por un rayo abrasador; verle accionar como un
palurdo campechano, inconsciente o pródigo, pasar después a un desdén tajante y
preñado de amenazas, incurrir luego en momentos o miradas que dejan asomar toda
la sabiduría abrumadora y brutal de la selva, dejarse más tarde llevar por
encantos o desencantos o reproches o rencores de una ingenuidad casi angelical;
seguir con nuestra mirada hipnotizada (no menos que la del director de la
película), fascinada como ante la armonía y el peligro ominosos de una
serpiente, todos estos vaivenes, bandazos, vértigos, abismos anímicos, es
verdaderamente una experiencia memorable en cuanto espectador de cine. En
presencia del inspiradísimo Whitaker, uno se da cuenta del poder y del alcance de
los grandes intérpretes, y de hasta qué punto su arte puede representar,
explicar o profundizar en todas las facetas de lo humano. En este caso, Whitaker
da vida, da voz, da sentido, da matices, da alma, a la personalidad legendaria,
como artífice de horrores de dimensiones bíblicas, del espantoso regente de
Uganda durante los años ’70. Y, sin duda, nos hace convincente (porque nos lo hace
“posible”) al personaje.
Naturalmente, todo
el guión, toda la película, gravita en torno a Amin/Whitaker. Pero la
perspectiva adoptada para contemplar al déspota es muy peculiar. Lejos de
seguir el curso de su acción política o económica interna, o de su inter-acción
con su pueblo o sus tropas, o de sus cambiantes alianzas sobre el tablero
internacional, la obra se plantea como un examen de Amin en su vida
“palaciega”, cotidiana, familiar. Estas “estampas de la vida privada”, este
“retrato cortesano” de Idi Amin, naturalmente menciona hechos históricos (el
derrocamiento del predecesor Obote –por cierto, antiguo compañero de armas de
Amin–, la desastrosa expulsión de los asiáticos de Uganda, el ambiente cuajado
de revanchismos entre cabecillas, huecas aclamaciones populares y lealtades
lábiles, la transición desde la promoción y el sostén británicos –pues Amin fue
otro de tantos monstruos engendrados, criados y mimados por Occidente– hasta la
vinculación, mucho más “dudosa”, a países como la Libia de Gadafi, o,
finalmente, el muy conocido secuestro del avión de Air France que culminaría en
la famosa Operación Entebbe), pero esos hechos históricos están al servicio de
una descripción más densa y más
pormenorizada del gran personaje “en zapatillas”.
El armazón
narrativo de esta pintura del espeluznante dirigente lo da su relación con un
joven médico escocés llegado a Uganda casi por azar, y sin otro propósito que
huir de su provinciana familia, vivir aventuras y ver mundo. La película
seguirá la conexión entre ambos, desde su encuentro casual hasta su trato más
íntimo (cuando el escocés se convierte en y ejerce ufanamente de “consejero áulico”
del dictador), y desde éste, a través de algunos hitos de dolorosos
descubrimientos personales por parte del doctor, al ensayo y luego, por fin, el
éxito en huir de una “corte” y un “príncipe” que se han convertido para él en
una peligrosísima “jaula de oro” (el doctor dejará el país entre los rehenes no
judíos que fueron liberados en Entebbe, gracias a la mediación del sátrapa Amin
–o eso, al menos, es lo que éste declara con vanagloria a la prensa extranjera–).
La relación entre
el joven doctor y el maduro presidente se nos cuenta con los ojos, o desde la
perspectiva, de aquél, y es esto lo que da a la película su tono
particularmente “palaciego” o “doméstico”. Dada la personalidad del joven
doctor, la peripecia toma además unos giros y unos matices a veces chocantes y
a veces inverosímiles. Y es precisamente en este momento del comentario de la
película cuando más lejos nos encontramos del entusiasmo inicial que nos
inspiró la interpretación de Forest Whitaker, un entusiasmo que a estas alturas
casi hemos olvidado (claro está, hasta que Amin/Whitaker reaparece de nuevo en
escena).
Dicho con toda
claridad: el dichoso mediquillo escocés es un auténtico gilipollas que cae mal
desde el principio, con esa despectiva actitud hacia su familia, su ambiente y
la perspectiva de ejercer su profesión en su entorno, con ese ridículo desdén
por Canadá, con esa auténtica obsesión por acostarse con la mujer del prójimo
(de todos los prójimos, para decirlo con más exactitud), con esa idiota e
irresponsable complacencia en la dorada “amistad” ofrecida por el dictador, con
esa asombrosa falta de curiosidad por el mundo a su alrededor (él, un doctor),
con esa alegre disposición a que los demás paguen el precio de sus ilimitados
caprichos.
El personaje del
doctor, necesario para que Whitaker/Amin realcen a nuestros ojos (es siempre
difícil decidirse entre singular y plural, tratándose de interpretaciones tan
excepcionales como la de Whitaker), arrastra a la historia, por causa
únicamente de su lamentable personalidad, por meandros dudosos cuando no
ridículos, inverosímiles cuando no indignantes. El chiquillo es responsable,
nada menos, de la muerte de un ministro leal a su patria, de la de una de las
mujeres de Amin (con la que el chico ha tenido un lío, faltaría más –y que, por
cierto, es castigada con la muerte y el desmembramiento, en la escena más
repugnante de la película, escena al parecer completamente ficticia–), del
aborto del hijo engendrado con ella y, como postre, del sacrificio de un médico
indígena que cambia su vida por la del doctorcito británico para que éste pueda
huir con los rehenes liberados y contar en el extranjero la verdad sobre Amin (¡como
si el doctor no tuviera interés en que muchas cosas de las que él se benefició
no se supieran!): como se ve, una serie encantadoramente interminable de
víctimas involuntarias del buen doctor…
Dejando aparte la
“vitalista” personalidad del doctor (“¡ya pagarán otros la factura!”), su
presencia como punto de vista narrativo nos priva de algunos momentos que
hubieran sido impagables pero que, evidentemente, por coherencia no podían
figurar en el filme: por ejemplo, no asistimos a la caída de Amin (dado que el
foco es la peripecia del doctor, la película culmina cuando éste logra por fin
escapar de Kampala en el avión de los exrehenes); y tampoco vemos a Amin “en
acción”, es decir, cometiendo u ordenando ejecuciones o matanzas (y hay que
mencionar esto como mérito de la película pues, aun sin mostrarnos esos
crímenes, el Amin íntimo nos abruma con el puro horror de su presencia, de su
mirada, de su voz, hasta el punto de que nos parece que no hay atrocidad, en el
mundo exterior al palacio, que no pueda emanar del tempestuoso gigante cuya
intimidad contemplamos). Sólo en un momento Amin se entrega, ante nuestros
ojos, al horror, y es, naturalmente, un momento “palaciego”: cuando ordena la
tortura del desleal doctor. Respecto al horror “exterior”, sólo vemos unas
fotos (fosas comunes, matanzas raciales, cadáveres en cunetas) que el cínico
diplomático inglés muestra al inconsciente mediquillo escocés.
Tal como el guión
de la película los entiende, uno de los caracteres (Amin) es “un niño; eso es
lo que le hace tan jodidamente temible”, y el otro (el médico) es un ser
irreal, para el que “la muerte será la primera cosa real que va a pasarle”; en
realidad, se me ocurre que pueden entenderse justo al contrario: Amin es un ser
irreal, que la interpretación de Whitaker torna en uno de pesadilla, y el
médico es un ser infantil, que la encarnación de McAvoy convierte en un
gilipollas. En cuanto a la relación entre los dos, si no es rotundamente
imposible, es rotundamente inmadura.
Empecé con
Whitaker/Amin, y terminaré con él (como ya advertí que podría suceder…): es
imprescindible ver esta película en versión original, a fin de apreciar el
trabajo realizado por el actor con la dicción del inglés, que en sus labios se
torna en una “segunda” (tras la tribal) lengua natural, simple, de escuela
primaria, pronunciada con la melodía y el ritmo rudimentarios de un bruto
iletrado, ofuscado, cuya verbalidad es tan física como su mentalidad. La
dicción de Whitaker del inglés pedestre de Amin es en sí misma una proeza
interpretativa, y un deleite para el espectador. Pero quizá es tiempo ya de
poner fin a los epítetos, y a este largo artículo que ha acabado por
convertirse en un ditirambo. (5-julio-13)
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