1 ago 2013

“El niño” (2005), de Jean-Pierre y Luc Dardenne



Un artículo sobre “El niño” (2005), de Jean-Pierre y Luc Dardenne


Al terminar de ver esta película me di cuenta, con un sobresalto, de que, emocional o incluso éticamente, el hecho central de la misma (la venta por un tipo de su hijo recién nacido) me había dejado completamente indiferente. ¿Qué me había sucedido?, ¿qué clase de inmunidad o de insensibilidad humana me había aquejado durante la visión de la película para no considerar ese acto aberrante más que como un simple hito del argumento?, ¿es que mi corazón se había vuelto pétreo?

Quizá sí, pero, de ser así, ello habría sido debido solamente al planteamiento y al desarrollo mismo de la película, en la que, casi desde el principio, cualquier tropelía cometida por el lamentable personaje encarnado por Jerémie Rénier (Bruno) nos parece posible, y hasta lógica.

Entramos de inmediato, desde que “el telón se descorre”, en un ambiente de amoralidad personal y social totalmente patológica, de comportamientos de una irresponsabilidad y una inconsciencia extremas: el par de tarados que son Bruno y la madre de su hijo, es decir, su novia Sonia (interpretada por Déborah François), han alcanzado (sobre todo él) un punto de autismo o de anestesia moral y social llegado el cual todo parece posible (él podría prostituirla o ella hacerlo de grado, él podría vender a su “banda” de chavalillos por dos reales, él podría incluso matar…).

De modo que, ¿qué es un hijo, sino una insospechada pero bienvenida mercancía, de la que, bien negociada, se puede sacar un suculento fajo de billetes? Un bebé es un bien (de mercado), la paternidad no significa nada, el amor significa poco (y eso por ahora), los otros no cuentan, y el mañana no existe (de modo que, en cuanto se tiene algo de “pasta” en el bolsillo, ¿por qué no comprarse unas prendas caras, o alquilar un descapotable para pasar el día, o “quemar” el dinero de cualquier otra manera, y mañana ya se verá?).

 Qué completo impresentable es Bruno, ahí mendigando con el cigarrillo en los labios, entreteniéndose en darle coces, como un verdadero energúmeno, a una pared, soltando con desdén que “trabajar es de gente a la que le gusta que le den por el culo”…

Y qué atmósfera tan fea y tan miserable: los devastados suburbios industriales de Seraing y Lieja, escenarios de un hundimiento, o “paisajes después de una batalla”, de los valores otroras sólidos de la economía y la ciudadanía.

No es posible hacer, en esta película, generosas, progresistas, comprensivas interpretaciones sociales (Bruno y Sonia sólo serían víctimas de una magna crisis que les sobrepasa, la miseria de los pobres iría de consuno con su encanallamiento, sería la estructura socio-económica lo que habría generado comportamientos tan abyectos como el tráfico con la “carne de la propia carne”, etc., etc.), porque los dos personajes que los hermanos Dardenne nos presentan como personajes principales (y casi únicos) de su filme nos aparecen como sujetos deplorables que han elegido y abrazado, y que disfrutan a su modo, su vida al margen, una vida de auténticos “idiotas” (etimológicamente: egoístas) confinados en un mundo de mimos infantiles, de caprichos imbéciles, de avatares ciegos y deshilvanados en sus vidas a la deriva.

Hay un momento en que sentimos que estamos caminando por un terreno que, aun no siendo extranjero, nos resulta casi exótico, de tan raro: cuando el protagonista, como siempre falto de dinero, vende su cazadora en una tienda de segunda mano. Le ofrecen un euro por ella, y lo acepta. Pero, nos preguntamos (desde nuestra cómoda posición, sin duda), ¿cómo se puede ofrecer un euro por una prenda de vestir?, ¿y cómo se puede aceptar? (Una pregunta similar: ¿cómo se puede alquilar la propia vivienda por un período de UNA SEMANA? Es lo que Bruno ha hecho mientras Sonia se encontraba en el hospital, dando a luz). Es evidente que los hermanos Dardenne nos han llevado a un sub-ghetto del Cuarto Mundo europeo, en que esas transacciones imposibles no extrañan a nadie.

La película enfatiza la peripecia individual de Bruno y Sonia para hacer resaltar con mayor fuerza la culminación de esa peripecia, que es, nada menos, la redención de Bruno (o quizá, de los dos, si es que la comprensión de sus ruinosas vidas, comprensión que parece alumbrarse también en Sonia, vale igualmente como elemento de redención). Pero, por desgracia, la redención de Bruno es, cinematográficamente, muy decepcionante; de modo que terminamos la película con la penosa impresión que el personaje nos ha causado, sin el alivio (pretendido por los autores) de verle redimido y vuelto “un hombre de provecho”; en otras palabras, la “inversión” hecha por los Dardenne, en el ánimo del espectador, en inquina hacia Bruno no “se compensa”, a la postre, con la satisfacción de ver a éste debidamente arrepentido y enmendado.

En efecto, pese a las evidentes intenciones de la película, planteada como una suerte de aventura psicológica dostoievskiana, o como una fábula policíaco-moral, la redención de Bruno, y las dos escenas que nos la muestran, son muy, muy poco convincentes. En primer lugar, está el hecho de entregarse a la policía para liberar a su joven compinche detenido de resultas del incidente delictivo en que sólo él, Bruno, ha logrado escapar; pues bien, las motivaciones de Bruno para esta entrega en comisaría no pueden ser más ambiguas: ahora que la “mafia” de los compra-niños ha puesto sus miradas en él (para hacerse pagar, con creces, los “daños y perjuicios” ocasionados por la devolución del bebé inicialmente vendido a ellos por Bruno), éste bien podría haber decidido “quitarse de en medio” hasta que remita la presión sobre él de esos extorsionadores; por otra parte, es dudoso que, para un tipo como Bruno, la cárcel sea un espacio de recapacitación, y muy dudoso que una vida de preso sea lo mejor que en ese momento puede hacer por Sonia y por su hijo. En cuanto a la segunda escena, me temo que no basta con mostrar en escena a dos personajes (Bruno y Sonia) mirándose y rompiendo a llorar para que la redención sea, a ojos del espectador, convincente: las escenas con lágrimas son siempre demasiado sencillas, y más aún si, como es el caso, no se hace uso del diálogo para expresar o entender lo que los personajes están experimentando en esos momentos de llanto.

De modo que, por mucha palabrería solemne que se le ponga (podría incluso hablarse del forzado baño de Bruno y su edecán en el río como de un “bautismo” del “nuevo” Bruno, puestos a hinchar de retórica grandilocuente a la película), la película falla sobre todo justo allí donde desea ser más convincente: en el giro final de los personajes, decididamente impulsados, mediante el noble gesto de entregarse tanto a la policía como a las lágrimas, hacia el definitivo enderezamiento de sus vidas.

La película falla en su resolución psicológica o moral, pero tiene grandes aciertos en otros aspectos: uno, por ejemplo, es la aparente facilidad con que logra mantener el interés y el ritmo, con una fluidez digna del mejor cine negro o policial; si se tienen en cuenta los escasos medios a que los Dardenne han reducido su utillaje artístico (no hay efecto alguno, rodaje semi-documental a pie de calle, uso meramente funcional de una cámara siempre a la altura de la mirada), si se añade que durante buena parte del metraje apenas se habla, y si se observa que, carente también de banda sonora, la película se sostiene “sólo” visualmente, no queda más remedio que aplaudir el talento narrativo de los hermanos Dardenne: como muestra del mismo, no puedo dejar de mencionar el último “golpe” de Bruno y su galopín (el “tirón”, la huida en la moto, la persistencia del perseguidor, el refugio en el río y en la casa de la ribera –en la que, por cierto, tras la disputa con Sonia, Bruno duerme arropado en cartones–).

Un recurso mucho más fácil que el talentoso, documental, minimalista, rodaje, es el título, tan simple que se abre a numerosas lecturas: la más simple o inmediata sería que el “niño” del título es tanto el bebé de Sonia y Bruno como el adolescente cómplice o ejecutor de éste en sus trapicheos, adolescente para salvar al cual (o quizá no) Bruno se entregará, casi al final, a la policía; pero “el niño” también puede ser el propio Bruno, egoísta e inconsciente él mismo como un niño. En fin, si se me permite terminar con una observación malévola, llamar a la película “El niño” deja todo el trabajo “verbal” en manos de los críticos o glosadores del filme: como el propio estilo de los Dardenne, es una invitación a ver o a decir más (a elaborar, a explayarse, quizá a trascender, quizá a desbarrar) de lo que realmente hay en la película, que, aunque rodada con honestidad de documentalistas, siempre con sobriedad y cercanía a los caracteres y ocasionalmente con evidente talento narrativo, es realmente muy poco, muy simple y muy triste.                (6-julio-13)

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