Un
artículo sobre “El niño” (2005), de Jean-Pierre y Luc Dardenne
Al terminar de ver
esta película me di cuenta, con un sobresalto, de que, emocional o incluso
éticamente, el hecho central de la misma (la venta por un tipo de su hijo
recién nacido) me había dejado completamente indiferente. ¿Qué me había
sucedido?, ¿qué clase de inmunidad o de insensibilidad humana me había aquejado
durante la visión de la película para no considerar ese acto aberrante más que
como un simple hito del argumento?, ¿es que mi corazón se había vuelto pétreo?
Quizá sí, pero, de
ser así, ello habría sido debido solamente al planteamiento y al desarrollo
mismo de la película, en la que, casi desde el principio, cualquier tropelía cometida
por el lamentable personaje encarnado por Jerémie Rénier (Bruno) nos parece
posible, y hasta lógica.
Entramos de
inmediato, desde que “el telón se descorre”, en un ambiente de amoralidad
personal y social totalmente patológica, de comportamientos de una
irresponsabilidad y una inconsciencia extremas: el par de tarados que son Bruno
y la madre de su hijo, es decir, su novia Sonia (interpretada por Déborah
François), han alcanzado (sobre todo él) un punto de autismo o de anestesia
moral y social llegado el cual todo parece posible (él podría prostituirla o
ella hacerlo de grado, él podría vender a su “banda” de chavalillos por dos
reales, él podría incluso matar…).
De modo que, ¿qué
es un hijo, sino una insospechada pero bienvenida mercancía, de la que, bien negociada,
se puede sacar un suculento fajo de billetes? Un bebé es un bien (de mercado),
la paternidad no significa nada, el amor significa poco (y eso por ahora), los
otros no cuentan, y el mañana no existe (de modo que, en cuanto se tiene algo de
“pasta” en el bolsillo, ¿por qué no comprarse unas prendas caras, o alquilar un
descapotable para pasar el día, o “quemar” el dinero de cualquier otra manera, y
mañana ya se verá?).
Qué completo impresentable es Bruno, ahí
mendigando con el cigarrillo en los labios, entreteniéndose en darle coces,
como un verdadero energúmeno, a una pared, soltando con desdén que “trabajar es
de gente a la que le gusta que le den por el culo”…
Y qué atmósfera tan
fea y tan miserable: los devastados suburbios industriales de Seraing y Lieja,
escenarios de un hundimiento, o “paisajes después de una batalla”, de los
valores otroras sólidos de la economía y la ciudadanía.
No es posible
hacer, en esta película, generosas, progresistas, comprensivas interpretaciones
sociales (Bruno y Sonia sólo serían víctimas de una magna crisis que les
sobrepasa, la miseria de los pobres iría de consuno con su encanallamiento,
sería la estructura socio-económica lo que habría generado comportamientos tan
abyectos como el tráfico con la “carne de la propia carne”, etc., etc.), porque
los dos personajes que los hermanos Dardenne nos presentan como personajes
principales (y casi únicos) de su filme nos aparecen como sujetos deplorables
que han elegido y abrazado, y que disfrutan a su modo, su vida al margen, una
vida de auténticos “idiotas” (etimológicamente: egoístas) confinados en un
mundo de mimos infantiles, de caprichos imbéciles, de avatares ciegos y
deshilvanados en sus vidas a la deriva.
Hay un momento en
que sentimos que estamos caminando por un terreno que, aun no siendo
extranjero, nos resulta casi exótico, de tan raro: cuando el protagonista, como
siempre falto de dinero, vende su cazadora en una tienda de segunda mano. Le
ofrecen un euro por ella, y lo acepta. Pero, nos preguntamos (desde nuestra
cómoda posición, sin duda), ¿cómo se puede ofrecer un euro por una prenda de
vestir?, ¿y cómo se puede aceptar? (Una pregunta similar: ¿cómo se puede
alquilar la propia vivienda por un período de UNA SEMANA? Es lo que Bruno ha
hecho mientras Sonia se encontraba en el hospital, dando a luz). Es evidente
que los hermanos Dardenne nos han llevado a un sub-ghetto del Cuarto Mundo
europeo, en que esas transacciones imposibles no extrañan a nadie.
La película
enfatiza la peripecia individual de Bruno y Sonia para hacer resaltar con mayor
fuerza la culminación de esa peripecia, que es, nada menos, la redención de
Bruno (o quizá, de los dos, si es que la comprensión de sus ruinosas vidas,
comprensión que parece alumbrarse también en Sonia, vale igualmente como elemento
de redención). Pero, por desgracia, la redención de Bruno es,
cinematográficamente, muy decepcionante; de modo que terminamos la película con
la penosa impresión que el personaje nos ha causado, sin el alivio (pretendido
por los autores) de verle redimido y vuelto “un hombre de provecho”; en otras
palabras, la “inversión” hecha por los Dardenne, en el ánimo del espectador, en
inquina hacia Bruno no “se compensa”, a la postre, con la satisfacción de ver a
éste debidamente arrepentido y enmendado.
En efecto, pese a
las evidentes intenciones de la película, planteada como una suerte de aventura
psicológica dostoievskiana, o como una fábula policíaco-moral, la redención de
Bruno, y las dos escenas que nos la muestran, son muy, muy poco convincentes.
En primer lugar, está el hecho de entregarse a la policía para liberar a su
joven compinche detenido de resultas del incidente delictivo en que sólo él,
Bruno, ha logrado escapar; pues bien, las motivaciones de Bruno para esta
entrega en comisaría no pueden ser más ambiguas: ahora que la “mafia” de los
compra-niños ha puesto sus miradas en él (para hacerse pagar, con creces, los
“daños y perjuicios” ocasionados por la devolución del bebé inicialmente
vendido a ellos por Bruno), éste bien podría haber decidido “quitarse de en
medio” hasta que remita la presión sobre él de esos extorsionadores; por otra
parte, es dudoso que, para un tipo como Bruno, la cárcel sea un espacio de
recapacitación, y muy dudoso que una vida de preso sea lo mejor que en ese
momento puede hacer por Sonia y por su hijo. En cuanto a la segunda escena, me
temo que no basta con mostrar en escena a dos personajes (Bruno y Sonia) mirándose
y rompiendo a llorar para que la redención sea, a ojos del espectador,
convincente: las escenas con lágrimas son siempre demasiado sencillas, y más
aún si, como es el caso, no se hace uso del diálogo para expresar o entender lo
que los personajes están experimentando en esos momentos de llanto.
De modo que, por
mucha palabrería solemne que se le ponga (podría incluso hablarse del forzado
baño de Bruno y su edecán en el río como de un “bautismo” del “nuevo” Bruno,
puestos a hinchar de retórica grandilocuente a la película), la película falla
sobre todo justo allí donde desea ser más convincente: en el giro final de los
personajes, decididamente impulsados, mediante el noble gesto de entregarse
tanto a la policía como a las lágrimas, hacia el definitivo enderezamiento de
sus vidas.
La película falla
en su resolución psicológica o moral, pero tiene grandes aciertos en otros
aspectos: uno, por ejemplo, es la aparente facilidad con que logra mantener el
interés y el ritmo, con una fluidez digna del mejor cine negro o policial; si
se tienen en cuenta los escasos medios a que los Dardenne han reducido su utillaje
artístico (no hay efecto alguno, rodaje semi-documental a pie de calle, uso
meramente funcional de una cámara siempre a la altura de la mirada), si se añade
que durante buena parte del metraje apenas se habla, y si se observa que,
carente también de banda sonora, la película se sostiene “sólo” visualmente, no
queda más remedio que aplaudir el talento narrativo de los hermanos Dardenne:
como muestra del mismo, no puedo dejar de mencionar el último “golpe” de Bruno
y su galopín (el “tirón”, la huida en la moto, la persistencia del perseguidor,
el refugio en el río y en la casa de la ribera –en la que, por cierto, tras la
disputa con Sonia, Bruno duerme arropado en cartones–).
Un recurso mucho más
fácil que el talentoso, documental, minimalista, rodaje, es el título, tan simple
que se abre a numerosas lecturas: la más simple o inmediata sería que el “niño”
del título es tanto el bebé de Sonia y Bruno como el adolescente cómplice o
ejecutor de éste en sus trapicheos, adolescente para salvar al cual (o quizá
no) Bruno se entregará, casi al final, a la policía; pero “el niño” también
puede ser el propio Bruno, egoísta e inconsciente él mismo como un niño. En
fin, si se me permite terminar con una observación malévola, llamar a la
película “El niño” deja todo el trabajo “verbal” en manos de los críticos o
glosadores del filme: como el propio estilo de los Dardenne, es una invitación
a ver o a decir más (a elaborar, a explayarse, quizá a trascender, quizá a
desbarrar) de lo que realmente hay en la película, que, aunque rodada con honestidad
de documentalistas, siempre con sobriedad y cercanía a los caracteres y
ocasionalmente con evidente talento narrativo, es realmente muy poco, muy
simple y muy triste. (6-julio-13)
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