Un
artículo sobre “La vida de Pi” (2012), de Ang Lee
“La vida de Pi”
plantea y responde de modo explícito varias preguntas:
1. ¿Por qué creer
en la historia que vemos, o en la que oímos? ¿Por qué no elegir la historia que
queremos creer?
2. (“So it goes with God”). ¿Por qué no elegimos
entonces creer en Dios, una vida para nosotros o una explicación para el mundo
que incluya a Dios?
3. ¿Por qué no
optamos por un Dios que tenga lo mejor de todas las religiones? ¿No son variados,
histórica, geográficamente, los caminos y las expresiones de la fe? ¿Por qué
habría de ser menos rica, obtusamente unívoca, nuestra vida religiosa?
Las respuestas de
la película, encarnadas en el carácter principal (que elige contarnos en
detalle la historia del tigre, no la del cocinero, que “apuesta” y “hace
campaña” por Dios, que es un apóstol del sincretismo religioso más extremo),
descansan en asunciones sumamente discutibles:
1. La verdad no es
el elemento fundamental, el factor decisivo, en un relato.
2. Sin duda que en
el momento de la película en que se nos plantea la pregunta, preferimos la
historia del tigre. ¡Y con entusiasmo! ¿Pero se ha jugado limpio con nosotros?
¿O se nos ha manipulado? Para empezar, se opone una historia visualizada en
detalle a un breve relato oral. Pero, además del “prestigio” de la imagen, hay
que considerar el “valor añadido” de una imagen tratada con todo lujo de
tecnología, colorido y acompañamiento musical. ¿Entonces dónde queda la
autonomía, la seriedad, el puro valor (en todos los sentidos) de nuestra
elección? (Mencionar en este contexto que el tigre ni siquiera es “de verdad”,
que es una simple creación digital, haría definitivamente girar nuestro
escepticismo hacia algo parecido al ensañamiento con los propósitos,
presuntamente bienintencionados, de la película…).
3. Hagamos
abstracción del elemento exógeno en nuestras decisiones acerca de la historia
“preferida”, y reformulemos la pregunta: ¿por qué preferimos la historia del
tigre a la del cocinero? Porque el tigre es un animal, porque es bello, porque
la crueldad es natural en él, porque nos sume en el mundo natural. En cambio,
el cocinero es un tipo feo, degenerado, un desecho social (es Gérard Depardieu,
después de todo…). Y, sin embargo, ¿no es, en el fondo, mucho más interesante
un relato que incluye a un hombre que pudo ser, y que quizá es, de otro modo,
el relato de alguien que tiene una historia, un lenguaje, razones mejores o
peores para actuar como lo hace? Pues, ¿qué es el tigre, aparte de una vistosa postal
de una bestia salvaje? En cuanto al dilema entre la naturaleza y la sociedad,
hay sin duda mucho que decir sobre la sociedad, pero la naturaleza se
descalifica por sí sola… En una palabra, al menos yo, ciertamente, puestos a
“preferir” una historia, hubiera preferido la del cocinero… (Por otra razón
además, y más cinematográfica en esta ocasión, que puede fácilmente entenderse
y compartirse si uno evoca los logros del cine negro y los compara con los del
cine de animales…).
4. Dios es un
relato, la religión es una historia, o una maraña de historias. Simplemente. La
decisión en este ámbito carece de toda cualificación especial.
5. La promesa clara
y rotunda de que el relato del indio “nos hará creer en Dios” quiere decir
exactamente lo siguiente: un relato como el del muchacho y el tigre, al igual
que tantos otros relatos, nos llevará a “creer que se puede creer en Dios”, que
“se puede” razonablemente (aunque sea irracionalmente) optar por Él, que la
historia leída con ojos religiosos es “bonita”, es “mágica”, es “maravillosa”,
etc.
6. Puestos a elegir
a Dios, o una religión, es posible elegirlo todo, es decir, la
mitología, los valores, los sentimientos. Por un buen precio, se pueden
encontrar conjuntos de todos los colores y para todas las “sensibilidades” (así
se dice en estos tiempos…), y fácilmente combinables a poco buen gusto que
tenga uno, en el gran bazar (¿o ya es un simple Zara?) de las religiones del
mundo. Otra cuestión es que las religiones mismas “se dejen” entresacar y
ensamblar como mecanos (por ejemplo: lo esencial del islam es la afirmación
monoteísta, que la hace incompatible, en su misma raíz, con las teogonías
hindúes, salvo que se degrade a éstas a “cuentos de hadas” para niños o seres
infantiles). O que uno pueda ser seriamente, no ya “todo”, sino simplemente
“algo”, de la noche a la mañana (el budismo al estilo de las estrellas de Hollywood,
o el yoga de las marujas con inquietudes…). O que uno, necesariamente “formado”
(en todos los sentidos) en un contexto, pueda abstraerse, o persuadirse de que
se abstrae, hasta ser capaz de abrazar e integrar en sí religiones, es decir,
cosmovisiones heterogéneas (y por “integrar” entiendo algo íntimo, no sólo tener
un conocimiento “cultural” –lo que obviamente es posible, y hasta recomendable–).
O que la caprichosa y abigarrada fe de baratillo o de bricolage con que nos
hemos equipado dé satisfacción, o siquiera respuesta, a misterios como la
arbitrariedad del cosmos sujeto a tormentas y desastres, como la crueldad
inaudita del mundo natural, como la inesperada e inexplicada muerte de los
seres queridos… (y de hecho la película retrocede, o soslaya, estas interpelaciones
rotundas de la Vida al “modelito” espiritual de prêt-à-porter por el que el
filme aboga).
Como me he limitado
a apuntar, estas asunciones o presunciones de la película son muy discutibles.
Ni, por desgracia, yo soy la persona, ni, de serlo, sería éste el lugar
adecuado, para una discusión en profundidad de esos presupuestos.
Lo que sí podemos
anotar aquí es una impresión que, a estas alturas del comentario, parece
inevitable: ¿no hay, desde el punto de vista del contenido, o del mensaje, o de
la ideología, quizá demasiado en esta película? Me temo que sí: hay demasiado
mensaje, y es, como se ha visto, un mensaje demasiado discutible o, por decirlo
algo más suavemente, demasiado ambiguo. Planteada la cuestión brutalmente: lo
que es una película que relata una insólita y vigorosa historia de
supervivencia, ¿gana realmente algo con todo ese andamiaje de metafísica
posmoderna o de religiosidad “new age”? En mi modesta opinión, no. (Atención:
estoy hablando de la película como tal, no hay nada que pueda decir acerca de
la novela de Yann Martel en que el filme se basa y que, probablemente, es más
explícita, analítica y profunda respecto de las cuestiones capitales implicadas
en el relato del muchacho indio y de su naufragio).
El relato del
naufragio y de la supervivencia (cuyos increíbles valores visuales y logros técnicos
sería por mi parte una perogrullada ensalzar) se dilata en profundidad (de modo
tan ambicioso y tan discutible como he tratado de explicar), y se extiende
también en longitud. Por ejemplo, el filme atraviesa un primer tercio de su
duración (al menos) que hubiera podido y debido ser bastante más liviano: la
“captatio benevolentiae” es innecesaria (puesto que el chico va a disfrutarla
en todo caso, dada la tremenda prueba que le aguarda), el humor no funciona
(francamente, ni la referencia a la Piscina Molitor ni las bromas con el
apócope del nombre del protagonista tienen demasiada gracia, y aparecen como
enteramente arbitrarias, cuando no son reiterativas) y el tema del noviazgo
evidentemente no tiene más sentido que incluir en el reparto otra mujer que la
madre del héroe. En cuanto a la segunda parte, es tan fascinante desde el punto
de vista visual que, sólo cuando la calma chicha se adueña de la superficie del
mar, a uno se le ocurre que quizá también a este tramo del filme le sobran
algunos minutos. Mostrando una cierta severidad, uno podría encontrar superfluo
el episodio de la isla caníbal, que clausura, o casi, la asombrosa singladura
marítima del héroe, pero para mí gusto cuadra perfectamente con la magia, el
espectáculo y la poesía visual que son las características más meritorias y
memorables de esta película: el episodio de la isla caníbal me parece más
adecuado al tono de la película, y a sus decisiones y proezas técnicas y
artísticas, que las ridículas y machaconas bromas sobre el pis o que la
pirotecnia conceptual (acerca de las historias alternativas, o de las verdades
preferibles) en honor de los prosaicos peritos japoneses, que ocupa, junto a un
apacible final familiar, el último tramo de la película.
He dicho que el hipnotismo que ejerce sobre
nosotros la segunda parte (con su asombrosa imaginería de tormentas
devastadoras rodadas como nunca antes, de fenómenos marinos de alucinante
luminiscencia o movilidad, de criaturas esculpidas con cinceles tan intangibles
como visualmente poderosos) nos arrebata hasta cierto punto el juicio crítico.
No deja empero de sonar algo ridículo que “alimentar al tigre dio sentido a mi
vida” (una afirmación tan pomposa y desatinada como el hecho de “buscar sentido
a la vida” leyendo “El extranjero”, lo que el muchacho intenta en sus “años de
formación”: ¿pero alguien que se haya adentrado un mínimo en ese género de
libros puede encontrar algún “sentido a la vida” precisamente en esa novela de
Camus (distinto sería el caso con “La peste”)?): me temo que el pobre chico no
tendría mucho tiempo ni ánimo para “metafísicas” o “existencialismos” durante
su largo, y arduo, período de extravío en el mar, ocupado usualmente en escapar
a las garras del tigre… Y, por cierto, ¿por qué el chico nunca emplea su mucho
ingenio en desembarazarse del inconveniente, y muy peligroso, felino, como
hubiéramos hecho o intentando hacer el resto de los mortales? Preocuparse por
el tigre hasta acabar compartiendo con él las provisiones lleva el
“buen-rollete” de la película más allá de lo inverosímil, hasta casi lo
patológico: y justo en ese momento la historia “maravillosa” se convierte en
una historia disparatada…
(6-agosto-13)