6 sept 2013

“La vida de Pi” (2012), de Ang Lee



Un artículo sobre “La vida de Pi” (2012), de Ang Lee


“La vida de Pi” plantea y responde de modo explícito varias preguntas:
1. ¿Por qué creer en la historia que vemos, o en la que oímos? ¿Por qué no elegir la historia que queremos creer?
2. (“So it goes with God”). ¿Por qué no elegimos entonces creer en Dios, una vida para nosotros o una explicación para el mundo que incluya a Dios?
3. ¿Por qué no optamos por un Dios que tenga lo mejor de todas las religiones? ¿No son variados, histórica, geográficamente, los caminos y las expresiones de la fe? ¿Por qué habría de ser menos rica, obtusamente unívoca, nuestra vida religiosa?

Las respuestas de la película, encarnadas en el carácter principal (que elige contarnos en detalle la historia del tigre, no la del cocinero, que “apuesta” y “hace campaña” por Dios, que es un apóstol del sincretismo religioso más extremo), descansan en asunciones sumamente discutibles:
1. La verdad no es el elemento fundamental, el factor decisivo, en un relato.
2. Sin duda que en el momento de la película en que se nos plantea la pregunta, preferimos la historia del tigre. ¡Y con entusiasmo! ¿Pero se ha jugado limpio con nosotros? ¿O se nos ha manipulado? Para empezar, se opone una historia visualizada en detalle a un breve relato oral. Pero, además del “prestigio” de la imagen, hay que considerar el “valor añadido” de una imagen tratada con todo lujo de tecnología, colorido y acompañamiento musical. ¿Entonces dónde queda la autonomía, la seriedad, el puro valor (en todos los sentidos) de nuestra elección? (Mencionar en este contexto que el tigre ni siquiera es “de verdad”, que es una simple creación digital, haría definitivamente girar nuestro escepticismo hacia algo parecido al ensañamiento con los propósitos, presuntamente bienintencionados, de la película…).
3. Hagamos abstracción del elemento exógeno en nuestras decisiones acerca de la historia “preferida”, y reformulemos la pregunta: ¿por qué preferimos la historia del tigre a la del cocinero? Porque el tigre es un animal, porque es bello, porque la crueldad es natural en él, porque nos sume en el mundo natural. En cambio, el cocinero es un tipo feo, degenerado, un desecho social (es Gérard Depardieu, después de todo…). Y, sin embargo, ¿no es, en el fondo, mucho más interesante un relato que incluye a un hombre que pudo ser, y que quizá es, de otro modo, el relato de alguien que tiene una historia, un lenguaje, razones mejores o peores para actuar como lo hace? Pues, ¿qué es el tigre, aparte de una vistosa postal de una bestia salvaje? En cuanto al dilema entre la naturaleza y la sociedad, hay sin duda mucho que decir sobre la sociedad, pero la naturaleza se descalifica por sí sola… En una palabra, al menos yo, ciertamente, puestos a “preferir” una historia, hubiera preferido la del cocinero… (Por otra razón además, y más cinematográfica en esta ocasión, que puede fácilmente entenderse y compartirse si uno evoca los logros del cine negro y los compara con los del cine de animales…).
4. Dios es un relato, la religión es una historia, o una maraña de historias. Simplemente. La decisión en este ámbito carece de toda cualificación especial.
5. La promesa clara y rotunda de que el relato del indio “nos hará creer en Dios” quiere decir exactamente lo siguiente: un relato como el del muchacho y el tigre, al igual que tantos otros relatos, nos llevará a “creer que se puede creer en Dios”, que “se puede” razonablemente (aunque sea irracionalmente) optar por Él, que la historia leída con ojos religiosos es “bonita”, es “mágica”, es “maravillosa”, etc.
6. Puestos a elegir a Dios, o una religión, es posible elegirlo todo, es decir, la mitología, los valores, los sentimientos. Por un buen precio, se pueden encontrar conjuntos de todos los colores y para todas las “sensibilidades” (así se dice en estos tiempos…), y fácilmente combinables a poco buen gusto que tenga uno, en el gran bazar (¿o ya es un simple Zara?) de las religiones del mundo. Otra cuestión es que las religiones mismas “se dejen” entresacar y ensamblar como mecanos (por ejemplo: lo esencial del islam es la afirmación monoteísta, que la hace incompatible, en su misma raíz, con las teogonías hindúes, salvo que se degrade a éstas a “cuentos de hadas” para niños o seres infantiles). O que uno pueda ser seriamente, no ya “todo”, sino simplemente “algo”, de la noche a la mañana (el budismo al estilo de las estrellas de Hollywood, o el yoga de las marujas con inquietudes…). O que uno, necesariamente “formado” (en todos los sentidos) en un contexto, pueda abstraerse, o persuadirse de que se abstrae, hasta ser capaz de abrazar e integrar en sí religiones, es decir, cosmovisiones heterogéneas (y por “integrar” entiendo algo íntimo, no sólo tener un conocimiento “cultural” –lo que obviamente es posible, y hasta recomendable–). O que la caprichosa y abigarrada fe de baratillo o de bricolage con que nos hemos equipado dé satisfacción, o siquiera respuesta, a misterios como la arbitrariedad del cosmos sujeto a tormentas y desastres, como la crueldad inaudita del mundo natural, como la inesperada e inexplicada muerte de los seres queridos… (y de hecho la película retrocede, o soslaya, estas interpelaciones rotundas de la Vida al “modelito” espiritual de prêt-à-porter por el que el filme aboga).

Como me he limitado a apuntar, estas asunciones o presunciones de la película son muy discutibles. Ni, por desgracia, yo soy la persona, ni, de serlo, sería éste el lugar adecuado, para una discusión en profundidad de esos presupuestos.

Lo que sí podemos anotar aquí es una impresión que, a estas alturas del comentario, parece inevitable: ¿no hay, desde el punto de vista del contenido, o del mensaje, o de la ideología, quizá demasiado en esta película? Me temo que sí: hay demasiado mensaje, y es, como se ha visto, un mensaje demasiado discutible o, por decirlo algo más suavemente, demasiado ambiguo. Planteada la cuestión brutalmente: lo que es una película que relata una insólita y vigorosa historia de supervivencia, ¿gana realmente algo con todo ese andamiaje de metafísica posmoderna o de religiosidad “new age”? En mi modesta opinión, no. (Atención: estoy hablando de la película como tal, no hay nada que pueda decir acerca de la novela de Yann Martel en que el filme se basa y que, probablemente, es más explícita, analítica y profunda respecto de las cuestiones capitales implicadas en el relato del muchacho indio y de su naufragio).

El relato del naufragio y de la supervivencia (cuyos increíbles valores visuales y logros técnicos sería por mi parte una perogrullada ensalzar) se dilata en profundidad (de modo tan ambicioso y tan discutible como he tratado de explicar), y se extiende también en longitud. Por ejemplo, el filme atraviesa un primer tercio de su duración (al menos) que hubiera podido y debido ser bastante más liviano: la “captatio benevolentiae” es innecesaria (puesto que el chico va a disfrutarla en todo caso, dada la tremenda prueba que le aguarda), el humor no funciona (francamente, ni la referencia a la Piscina Molitor ni las bromas con el apócope del nombre del protagonista tienen demasiada gracia, y aparecen como enteramente arbitrarias, cuando no son reiterativas) y el tema del noviazgo evidentemente no tiene más sentido que incluir en el reparto otra mujer que la madre del héroe. En cuanto a la segunda parte, es tan fascinante desde el punto de vista visual que, sólo cuando la calma chicha se adueña de la superficie del mar, a uno se le ocurre que quizá también a este tramo del filme le sobran algunos minutos. Mostrando una cierta severidad, uno podría encontrar superfluo el episodio de la isla caníbal, que clausura, o casi, la asombrosa singladura marítima del héroe, pero para mí gusto cuadra perfectamente con la magia, el espectáculo y la poesía visual que son las características más meritorias y memorables de esta película: el episodio de la isla caníbal me parece más adecuado al tono de la película, y a sus decisiones y proezas técnicas y artísticas, que las ridículas y machaconas bromas sobre el pis o que la pirotecnia conceptual (acerca de las historias alternativas, o de las verdades preferibles) en honor de los prosaicos peritos japoneses, que ocupa, junto a un apacible final familiar, el último tramo de la película.   

He dicho que el hipnotismo que ejerce sobre nosotros la segunda parte (con su asombrosa imaginería de tormentas devastadoras rodadas como nunca antes, de fenómenos marinos de alucinante luminiscencia o movilidad, de criaturas esculpidas con cinceles tan intangibles como visualmente poderosos) nos arrebata hasta cierto punto el juicio crítico. No deja empero de sonar algo ridículo que “alimentar al tigre dio sentido a mi vida” (una afirmación tan pomposa y desatinada como el hecho de “buscar sentido a la vida” leyendo “El extranjero”, lo que el muchacho intenta en sus “años de formación”: ¿pero alguien que se haya adentrado un mínimo en ese género de libros puede encontrar algún “sentido a la vida” precisamente en esa novela de Camus (distinto sería el caso con “La peste”)?): me temo que el pobre chico no tendría mucho tiempo ni ánimo para “metafísicas” o “existencialismos” durante su largo, y arduo, período de extravío en el mar, ocupado usualmente en escapar a las garras del tigre… Y, por cierto, ¿por qué el chico nunca emplea su mucho ingenio en desembarazarse del inconveniente, y muy peligroso, felino, como hubiéramos hecho o intentando hacer el resto de los mortales? Preocuparse por el tigre hasta acabar compartiendo con él las provisiones lleva el “buen-rollete” de la película más allá de lo inverosímil, hasta casi lo patológico: y justo en ese momento la historia “maravillosa” se convierte en una historia disparatada…
(6-agosto-13)

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