24 feb 2012

“Ana Karenina” (1935), de Clarence Brown


Frío fuera, calor de café y ardores rusos
(Mi comentario a “Ana Karenina" (1935), de Clarence Brown)

Aunque ya alargan las tardes, se alarga también –todavía– el invierno, y esta tarde de sábado invernal nos acogemos –un poco desconectados (entre nosotros) y no poco desubicados (todos nosotros)– al calor de una vieja película de Greta Garbo. A la salida, unas bebidas en un lugar de soportables música y humo nos invitan a comentar lo recién visto.

La conversación brota y se prolonga con naturalidad, inducida por la simpatía hacia la desgraciada protagonista, por el pintoresquismo de su entorno, por las sutiles apelaciones de su drama al trasfondo o credo sentimental de cada uno de nosotros.

Todos hemos salido satisfechos de la proyección, aunque por diferentes razones. La bella y triste historia ha complacido a algunos, la hechura simple de lo que hubiera podido ser una densa adaptación ha gustado a otros, la simpática (y “colorista”) ambientación rusa de esta antiquísima producción (en blanco y negro) nos ha encantado a casi todos.

Una de nosotros se muestra entusiasmada con los personajes que rodean a la pareja de amantes: la cómica pero astuta madre de él (con una oportuna princesa escondida en el bolso), el marido rígido pero no ajeno al amor filial, el generoso amigo siempre presto a echar un cable al renegado camarada de armas.

Otra visión femenina se fija en las posibilidades no realizadas de la trama: ¿Y si los amantes no hubieran regresado de Italia? (¿Hubiera llegado antes el tedio, o hubieran podido prolongar la venturosamente exiliada luna de miel?). ¿Y si se hubiera preservado la mentira contada al niño de la muerte de ella? (¿No hubiera éste olvidado? ¿No hubiera sido una solución mejor para todos que esa reaparición tardía, patética, insuficiente, de ella en el día del cumpleaños?). ¿Y si la pareja de fugitivos hubiera mirado hacia delante, y tenido un hijo de su amor, o sea, un hijo del amor?

Sería otra historia, no la historia de Ana Karenina. Y la película cuenta estrictamente la historia de Ana y Vronski (y del marido y el hijo, claro está). Una persona del grupo, que conoce algo mejor la novela, se muestra escandalizada de las amputaciones realizadas por los guionistas en la ciclópea novela original. A su juicio, el fugaz y borroso tratamiento del personaje de Levin, así como la muy escasa atención prestada a las otras dos parejas del relato (los Oblonski y, sobre todo, los Levin), privan al relato de contrapesos ideológicos y morales esenciales en la concepción de la tragedia de Ana por Tolstoi, su autor.

Lo que queda es sólo una historia romántica (aunque algunas voces discrepan respecto a lo oportuno de esa palabra). Es un relato de amor, esencialmente, una historia de “amour fou”, a cuyo servicio se ponen todos los medios cinematográficos (guión, fotografía, etc.). Y todo ello a mayor gloria de Greta Garbo, la estrella de moda de la época.

Amor, estrellas y espectáculo, pero sin cargar las tintas, interviene otro en la mesa. Y señala el poco acentuado, casi discreto, momento del suicidio: ni vemos a la Garbo lanzarse al tren, ni vemos su cadáver. En este punto hay un murmullo general de asentimiento y de decepción compartida. Alguien echa de menos también una escena capital: la primera despedida de Ana de su hijo. ¿Por qué se nos escamotea ese momento? ¿Tal vez porque era moralmente indefendible? ¿Tal vez por la misma razón (moralizante) por la que se añade ese epílogo en que Vronski se descalifica a sí mismo, redimiendo con ello a “santa Ana”, víctima inocente de su amor desinteresado por alguien que no lo merecía?

La charla se enciende ahora. Surge el debate acerca de quién –los hombres o las mujeres– ama más y más generosamente, de quién es capaz de mayores renuncias. En la película queda claro que Vronski se ha guardado desde muy pronto una carta en la manga (la guerra, ese bello deporte del siglo XIX), mientras que Ana ha renunciado a todo y, al final, lo ha perdido todo. Pero ¿y en la vida real? ¿Son los hombres los inconstantes, los infieles, los que se aburren viviendo sólo para amar, mientras que, por el contrario, el ser entero, en cuerpo y alma, de la mujer está programado para el amor y es capaz de obtener una realización personal completa mediante el simple hecho de amar?... Cómo, pero ¿no era la “donna” la “mobile”?... ¿Y si en vez de amor habláramos de maternidad?... ¡Pero Ana es madre, y eso no le basta!... Y la conversación se exalta y enreda, especula y argumenta, se sostiene en la película y luego la sobrevuela.

Poco a poco, volvemos a la película. En un tono más distendido, acaso ya algo fatigado, acaso sencillamente ufano de la grata compañía mutua, de la bienvenida ocasión de encontrarnos, de los agradables local y momento en que compartimos este cálido fragmento de noche, nuestra conversación vuelve con una sonrisa a la Rusia de opereta que el filme pinta con decorados de cartón piedra. Las comidas pantagruélicas (que nos muestra un audaz y prolongadísimo “travelling”), las borracheras de titanes, el ceremonial de los grandes bailes de la corte, el espectáculo de los impertinentes –cargados como fusiles– en los palcos de la ópera, los juegos deportivos o hípicos para lucimiento de los apuestos cadetes en uniforme, y una plétora de otros tantos tópicos o clichés de la vieja, buena, bella Rusia zarista (sin duda añorada en el asustado 1935) y de sus exquisitas, bonachonas clases dirigentes.

Así, riendo de esa borrachera pautada (como aprendida en la instrucción del cuartel), de esa Venecia imposible hecha de un balcón y un trampantojo, de esos fragmentos musicales tozudamente ignorantes de la admirable tradición rusa, vamos terminando este rato de conversación. No lo decimos, pero ha sido grato conocer a Ana, sentir con Ana, hablar de Ana. Sí decimos que tenemos que repetir la experiencia, ver más películas como ésta (antiguas, hermosas, sencillas), y luego ir a hablar, a hablarnos, a hablarlas.      (19-feb-12)

12 feb 2012

“Un dios salvaje” (2011), de Roman Polanski


(Notas apresuradas en el programa de mano de la representación)
(Mi comentario a “Un dios salvaje” (2011), de Roman Polanski)

No pude asistir a la proyección de esta película sin tener en mente “La muerte y la doncella”, la adaptación hecha por Polanski hace ya unos cuantos años de la pieza teatral del chileno Ariel Dorfmann, con Ben Kingsley en el escalofriante rol de un extorturador argentino (¿o quizá chileno?). Pues bien, en comparación con la adaptación de Dorfman, la de la obra de Yasmina Reza “Un dios salvaje”, en mi opinión, palidece.

Mi impresión general de la película, nada más terminar de verla, es que le faltaba “cine”. Salí con la impresión de haber presenciado una obra de teatro filmado; bien filmado, sin duda, pero nada más que teatro. El dramatismo, la tensión, el conflicto, estaban en el texto, y únicamente en él: nada que ver con el talento atmosférico, claustrofóbico, envolvente, del cineasta Polanski para suscitar, usando recursos puramente cinematográficos, opresión o angustia o malestar. En este sentido, pese a ser una película de pocos personajes, una película de interiores, una película que muestra relaciones tensas o vibrantes entre los caracteres –todos ellos rasgos del puro Polanski que tantos adoramos–, cuesta reconocer “Un dios salvaje” como una obra suya.

Hay otro aspecto en el que la película es desconcertante (y, al menos para mis expectativas al entrar a verla, decepcionante). Muy a menudo no sabes si estás frente a una comedia o frente a una tragedia; no sabes si asistes a un drama o a una simple sátira. Personalmente, no amo (en general) estas mezcolanzas. Y, en este caso, no estoy seguro de que la obra (me refiero aquí a la obra de teatro, claro está) funcione del todo ni como una cosa ni como la otra.

Me decepciona también, rotundamente, el no-cierre de la historia. Cuando hemos contemplado el progresivo enrarecimiento de la atmósfera, la rendición de la idealista Foster, el burdo abandono de Reilly, el cómodo, inevitable ascenso de Waltz, la revelación entre bochornosa y orgullosa de Winslet, cuando hemos visto las relaciones rodar cuesta abajo de una civilizada tarde de vida social, de repente la película termina. ¿Y la conclusión? ¿Dónde está esa conclusión dramática –un enfrentamiento, una huida, un desahogo absoluto– que sentimos que se nos ha escamoteado?

En cuanto a los personajes, no estoy seguro de que sean del todo plausibles. Ni siquiera aceptando las convenciones del teatro puedo creerme, por ejemplo, que Waltz sea tan estúpido como para pregonar sus vergüenzas laborales-legales de modo tan descarado en presencia de desconocidos. Y desde luego, visto lo visto y oído lo oído, me resulta inverosímil que los dos maridos acaben compartiendo amigablemente un puro y un whisky. Reilly no puede ser, tampoco, tan blando, tan inconsciente y tan inconstante hacia Foster y sus convicciones como ostentosamente da muestras de ser. Para terminar, el recurso a lo “Ángel exterminador” (me refiero a la película de Buñuel) para mantener juntos durante hora y media a estos cuatro caracteres incompatibles no me acaba tampoco de convencer.

Quizá soy víctima de mis elevadas expectativas ante la muy loada nueva obra de Polanski, quizá mi concepción y mi estimación del maestro polaco me han jugado la mala pasada de hacerme esperar “una típica película de Polanski” (tratándose, como yo sabía de antemano que se trataba, de una historia de pocos seres en conflicto en un interior, como “Repulsión”, como “El quimérico inquilino”, como la mencionada e igualmente teatral “La muerte…”). Pero en este caso se trata de algo diferente, aun mostrando algunos de esos rasgos propios y característicos del director polaco. Se trata de una obra que, aun sin ser “polanskiana”, no es –esto hay que decirlo también– ni mucho menos desdeñable. Aunque sí me resulte, insisto, decepcionante.

La raíz profunda de mi decepción (si es preciso analizarla) va más allá de la frustración de mis expectativas cinematográficas. Podría radicar en que, en un momento dado, me doy cuenta de que no se está tratando a los personajes, y el conflicto entre ellos, como algo único y serio, como un “momento estelar en la historia de la humanidad”, con la ambición y la profundidad humanas que, a mi juicio, van de consuno con el gran teatro. No, aquí uno tiene la impresión de que el caso particular (la agresión entre chicos de escuela) permanece particular, de que los retratos de los personajes (las dos parejas de padres) derivan rápida, y quizá trivialmente, en estereotipos, de que, entre bromas y veras, la autora de la obra no pretende ir más allá de ofrecernos, amigablemente, serio ma non troppo, más que una estampa de costumbres. Y, sobre todo en teatro, nada me parece más imperdonable que faltarle al respeto a los personajes, esas entidades reales y vivas a las que en ningún caso debería privarse de su “derecho humano” a ser únicos y excepcionales. Si su creador, en este caso creadora, no les toma tan en serio como se merecen “por derecho de nacimiento”, yo asumo la causa de ellos y me niego en venganza (o en justicia) a tomar en serio al creador o creadora.

La película en sí misma no es mala ni buena. Es que no hay propiamente película, más allá de la muy profesional filmación de una obra teatral. Después de “El escritor”, que sí era una obra de cine –y a mi juicio una obra muy notable–, “Un dios salvaje” puede ser considerada sólo en sentido aproximado “la última película de Polanski”. Sin duda que el maestro trabaja en proyectos más ambiciosos, en los que su talento brillará con mucho más fulgor que en esta miniatura (aunque no diré minucia) teatral.                    (26-ene-12)

27 ene 2012

“Juana de Arco” (1999), de Luc Besson


Cómo lucir con prestancia la corona del martirio sororal
(Mi comentario a “Juana de Arco” (1999), de Luc Besson)

Cada vez que, agazapado en la caseta del perro para sustraerme a los rigores intelectomorales de mi hermana omnipresens et omnipotens, me enfrasco en la lectura consolatoria de la vida de Juana de Arco, sorpréndeme nuevas y disparatadas disparidades entre esas dos mujeres extraordinarias:

1) Juana recibía de niña la visitación prodigiosa de las voces de las santas Catalina y Margarita, y la del Arcángel San Miguel. Mi hermana recibe desde siempre las voces teletransportadas de sus muy profanas amigas; San Miguel es lo más innocuo que se beben.

2) Las voces exhortaban a Juana a la devoción, a la liberación de su patria del yugo del invasor y a servir a su rey hasta verlo coronado. A mi hermana le llaman a la diversión, a quitarse de encima al pesado de su hermano mayor (yo) y a no servirse nunca más que a sí misma.

3) Juana, con su inmensa fe y entusiasmo, galvanizó el derrotismo de la tropa, llevándola (al grito de “Allez les bleus”, supongo) a forzar al enemigo a levantar el sitio de Orléans. Mi hermana pasa de fútbol, aunque mira que le he propuesto veces venirse de animadora a los partidos de mi equipo; con sus danzares, con esa ropa ajustada que lleva siempre y con su modelada figura seguro que dejábamos de ser antecolistas.   

4) La primera misión militar de Juana fue como avitualladora de las tropas (de ahí que los controles de avituallamiento en el tour de Francia sean precedidos por una jaculatoria a la santa). Su hábito constante era vestirse como un hombre (inaugurando así la larga tradición de la moda andrógina y del travestismo franceses). Su gran ideal y hazaña fue expulsar a los ingleses de su territorio (el primer desembarco de Normandía de la historia acabó pues, merced a ella, en fracaso). Mi hermana no hace sino avituallarse y atiborrarse de palomitas y chocolatinas hasta que suena el periódico “dies irae” de la operación bikini. Su modo de vestirse consiste en parecer (en verano, no sólo parecer) desvestirse, siguiendo mucho en este punto las últimas tendencias de las más afamadas meretrices. De política pasa, y de Gibraltar no sabe ni que viven allí primates diversos, pero, eso sí, babea al mínimo gorgorito de cualquier gaznápiro anglopiante, sólo va al cine para yankadas y no puede imaginar nada “cool” si no es “ininglis”.

5) La virginidad de Juana de Arco fue verificada dos veces por avezadas matronas (la segunda vez, poco antes de morir, a los diecinueve años). Mi hermana no concluyó entera su primer día en el “kindergarten” (ya en el parvulario, fue repetidamente expedientada por acoso sexual, y de niña nunca pasaba por un parque sin extraer inspiración para sus procaces fechorías de los variados columpios orientados a las infantiles, inocentes contorsiones).

6) Juana coronó a su rey legítimo. Lejos de eso, mi hermana no hace más que fastidiarme.

7) Juana era requerida como consejera en disputas teológicas, y le fue sometida (aunque no sólo a ella) la tarea de discernir entre dos sedicentes papas. A mi hermana sólo se la puede consultar con un asomo de confianza en cuestiones teleológicas (es decir, relativas a la tele, si la etimología no me traiciona): es una autoridad en telebasura, una auténtica doctora en heces, Nuestra Señora de los Vertederos. Y en cuanto a papas, para la friki de mi hermana el Papa es un friki; los únicos papas en que ella está empapada son los papanatas con los que va exhibiendo su inmensa vulgaridad por esos conciertos caros, esos aeropuertos baratos y esos inapreciables, despreciables días de su juventud en almíbar.

8) Juana fue materia de conflicto entre la universidad de París (inficionada de influencia inglesa y de sus miasmas de entonces: el nominalismo, el occamismo) y la de Poitiers (santuario a la sazón de la teología francesa tradicional). Mi hermana es fuente de controversia entre universidades que se disputan, numerusclausurando o sinequanonando, el privilegio de NO admitirla como alumna, por mucho que ella apunte, bajo y más bajo, a carrerillas de chichinabo que la titulicen por arte de puro transcurso.

9) Juana fue juzgada (luego de ser aprehendida y entregada a sus archienemigos ingleses), aunque estaba condenada de antemano. Mi hermana es la que juzga, aunque debería ser condenada de anti-hermano. Juana fue declarada hereje, cismática, apóstata, adivinadora y mentirosa, pero no bruja. Mi hermana ni conoce (ni quiere conocer) el significado de las tres primeras palabras, necesita leer el horóscopo hasta para saber qué ponerse y no miente porque no conoce (ni quiere conocer) la verdad. Pero es una bruja vocacional que en vez de sangre tiene nigérrimo y pestilente hollín en las venas.

10) Juana fue quemada en la hoguera (en Ruán), y lo fue tres veces, para evitar toda posibilidad de que ni siquiera las cenizas se convirtieran en reliquias. Murió intoxicada y abrasada tras gritar tres veces “Jesús”. Su proceso, esa ordalía, fue anulado en 1456, y ella fue erigida a los altares en 1920. Mi hermana me tiene quemado a mí, y anda todo el día abrasándome a peticiones de cosas (discos, monedas, favores), de modo que lo poco que me queda a salvo de su larga mano prensil lo considero, verdaderamente, una reliquia. Ella vive, pero está ya intoxicada de noche y de licores y de caprichos, consumida de tanto consumir, y no puedo imaginarla gritando otra cosa que el nombre de Jonas o el de Justin o el de cualquier otro mesías efímero de la industrializada mitología dizque musical. No hará falta anular nada en su vida, porque ella misma se la anulará entera. Y si alguna vez llega a un altar será para dar el sí a un incauto al que, a cambio de cuatro carantoñas mal administradas, pueda exprimir hasta el tuétano.

Agazapado en la caseta del perro para sustraerme a ese vacío pernicioso, a esa atmósfera vulgarmente enrarecida que crea a su paso mi hermana omnipresens y omnipotens, concluyo la lectura consolatoria de la vida de Juana de Arco algo amargado, y no poco interrogado, por una revelación preñada de melancolía que me asalta de repente: Juana de Arco tuvo un Destino, mi hermana no tiene ni siquiera un curriculum.      (24-ene-12)

26 ene 2012

“Gran Torino” (2008), de Clint Eastwood



Yo también sé hablar como un hombre
(Mi comentario a “Gran Torino” (2008), de Clint Eastwood)

Mira, Clint, me importa una mierda que me estés apuntando con una o varias de las veinticinco pistolas que guardas en tu casa, me la trae floja toda la porquería barriobajera que puedas escupir en mi honor por tus hocicos de doberman decrépito, y te puedes ir al carajo con esa jeta tuya de cartón que en medio siglo de pelis no ha aprendido a expresar nada y que cuanto más quiere intimidar más patética parece.

No, Clint, patético no es el curita pelirrojo y su discurso sobre lo agridulce de la muerte, sobre pérdida y expiación. Recitado de un libro o brotado del corazón, qué más da: lo que importa es que sea auténtico (aunque no sea, o sí, verdad), que sea reparador, que sea humano. Y lo es.

Patético eres tú, Clint. Tendrías que verte haciéndote una paja mental delante de tu dios –quiero decir, tu coche– y preguntándote, cerveza de machito en mano, “Ain’t she sweet?” (sí, te he visto en tu lengua). Eso sí que es patético, América a la enésima potencia de la gilipollez consumista, la ilustración perfecta del muy americano fetichismo del tótem automóvil.

Patético es ser incapaz de hacer, una y otra vez, una película distinta a “Harry el Sucio”. Quizá, algunas veces (pocas), has matizado el personaje (poco), pero la historia es siempre, siempre la misma: la misma macarrada cansina del vengador o el castigador haciendo justicia sangrienta por su cuenta. (Regla confirmada por la excepción de “Los puentes de Madison”). No te extrañe que a los cinco minutos de metraje (o menos) de “Gran Torino” ya sepamos EXACTAMENTE lo que va a pasar. Pues lo de siempre, claro.

Lo de siempre es la chulería, la exhibición matonesca de violencia (frente a chulos violentos –pero más numerosos, y más jóvenes, y más aguerridos–) que sólo puede acarrear (y sólo tú, Clint, puedes no prever que acarreará) nuevas violencias, el tormento de una familia, terribles tragedias individuales, y más leña al fuego del odio y la venganza.

Cierto, Clint, aquí tu final es distinto, algo sorprendente y presuntamente profundo. Y, hay que añadir, tan increíble como fraudulento. En esta ocasión dejas que la lógica de las armas se imponga (ya no estás para proezas titánicas, la verdad), confiado en las instituciones punitivas del Estado. ¡Qué conversión a la fe en el derecho y en las vías legales! Y dime, ¿no será ello debido a que te sabes un moribundo, a que comprendes que no tienes nada que hacer contra los pandilleros, a que, sobre todo después de la desgracia que has traído a tus apacibles vecinos asiáticos, te da vergüenza morir en justa lid (y prefieres algo más espectacular –por ejemplo, algo moral– para un hombre de tu edad)?

Ay, Clint, Clint, ese acceso redentor, esa delegación moral y cívica en el sistema judicial, no son en absoluto verosímiles. Y tus momentos atormentados, culpables, dostoievskianos, son más falsos que Judas.

Venga, hombre, quién se va a creer esa pose de torturado por haber matado a unos cuantos chinos cincuenta años antes cuando se ve que los fusiles y las condecoraciones te siguen poniendo cachondo, cuando a la mínima tiras de escopeta, cuando enarbolas, en tu casa y hasta en tu ataúd, tu bandera nacional como si fuera un arma más.

Quién se va a creer esa confesión –la víspera del combate– que no es más que una parodia de una verdadera confesión, como tu arrepentimiento y tu momento redentor no son más que palabrería y “show”, glosados en términos de farsa o de absurdo por ese curita que no es más que un preste de opereta y que acaba reconociendo a super-Clint  como maestro de vida y muerte (¡hay que joderse!).

Nadie puede creerse el arrepentimiento de un tipo tan arisco, agresivo, patriotero y xenófobo (a lo más que llega es al paternalismo de dar (mucho) trabajo y buscar (un mal) trabajo al adolescente asiático –en parte para hacerle purgar su culpa de haber tocado, sacrílegamente, al dios automóvil, por supuesto made in USA–, adolescente al que por supuesto nunca se digna llamar por su nombre –ni lo intenta– y al que evidentemente no deja en herencia la casa –ni siquiera la colección de herramientas–, sino sólo un vetusto coche de los años 70). Nadie puede pensar que este tipo tan individualista, aislado, despectivo, chulesco, convencional y prosaico pueda tener ninguna mala conciencia. Ese presunto fondo del personaje se reflejaría de algún modo en su vida, o en su actitud, o en su lenguaje, si se tratara de otra cosa que lo que exactamente es: una pose pretenciosa.

No, Clint, no cuela. Hubieras debido elegir un guionista un poco más serio o comprensivo, no otro de tus sicarios a sueldo. En las películas el escritor no es como el “cameraman”: a éste tú, que sabes bien cómo poner la cámara siguiendo los cánones clásicos –nadie puede negarte esto–, puedes pedirle que trabaje exaltando siempre tu imagen (y de ahí esos primeros planos, esos picados y contrapicados “heroicos”, ese dibujo en relieve del héroe sobre el fondo). Pero con el guionista las cosas no funcionan igual, me temo. El conocimiento o la sensibilidad humanas cuentan. Y un tipo que da a entender que ser “de la vieja escuela” en América es mejor que serlo en Asia (literal: diálogo en el porche entre ti y la chica) puede ser un buen esbirro de la pluma, un gacetillero patriota o un escritorzuelo solvente, pero es alguien que no sabe nada de la humanidad ni, probablemente, de humanidad.

Así que, Clint, tengo que decirte lo que todo el conglomerado mediático que tanto te mima, lo que todos esos critiquillos de chichinabo a los que tienes bien untados en tu país y en el mío y en tantos otros, no se atreven a decirte (o están sobornados o amenazados para no decirte). Y lo que te digo es que tu película es un engendro, querido Clint. Ahora puedes dispararme si quieres, puedes borrarme de la faz de la tierra con un tiro certero. Pero a ver cómo borras lo certero de mi juicio, a ver cómo haces desaparecer ese subproducto macarra, fatuo y absurdo que has parido (otro de tantos). ¿Te lo digo como un hombre? Tu película no vale ni para limpiarse el ojete, dinosaurio psicópata.          (12-dic-11)

22 ene 2012

“Los 4 Fantásticos y Silver Surfer” (2007), de Tim Story


Genealogía del chicle, la maga, la cerilla y el adoquín
(Mi comentario a “Los 4 Fantásticos y Silver Surfer” (2007), de Tim Story)

¿En qué momento unas cuantas personas corrientes, sin especiales facultades e incluso moralmente irreprochables, ciudadanos que ni advierten que pasan inadvertidos, se convierten en una familia convencional más? He aquí la pregunta que me tortura durante todo el metraje de esta película, cuya ambiciosa inquisición metafísica no puedo ignorar.

Él era un brillante cacharrero, un calenturiento pero autista inventor de cohetes y otras pirotecnias, un ricacho feliz con sus mecanos al que nadie reconocía ni temía en la abacería o en la bolera. Y de pronto, helo ahí convertido en una monstruosa máquina de autoalargamientos: una bendición en los pasillos del súper, una alucinación en la pista de baile, un prodigio en el lecho.

El otro no era más que un adolescente (me ahorraré detalles bochornosos), hasta verse transformado (¿por qué? ¿por el qué?) en un gañán fogoso que lo mismo abrasa que se abrasa, que igual flamea que vuela, un chico-antorcha ignaro de la incógnita de su ignición.

Su hermana no debería haber sido más que la novia del manitas, una chica florero realzada a lo sumo por una afición o una o-ene-gé o una esteticién o una sinecura en una consejería. Pero ahí la tienes, convertida en una mítica criatura capaz de dispensar a sí misma y a otros el don de la invisibilidad, en alguien capaz igualmente de desaparecer como de cargar el vacío de misteriosas fuerzas magnéticas, inefables e irrefragables.

Aún más anónimo hubiera debido permanecer el compañero de facultad del inventor, un sujeto al que, tras breves años de esplendor en el césped del campus, aguardaba un destino mate de mancebo de botica, o de talludito becario de un laboratorio ignoto e inocuo, o de tutor de ciencias de uno de tantos liceos borrosos. Lejos de eso, este ser gris se despierta anaranjado un día, con un cutis cuarteado y aspérrimo al que ningún bálsamo puede restaurar la humana delicadeza, y dotado de una no menos sobrehumana fuerza física.

¿Qué sucedió para que tales metamorfosis, casi inimaginables, se operasen sobre estos cuatro seres a priori destinados a un perdurable anonimato? Conocida es la explicación canónica: la tormenta de rayos cósmicos que perturbó el vuelo de prueba de un cohete experimental construido por el brillante bricolista. Pero, a poca que sea nuestra curiosidad, este lugar común, este prosaico porqué enunciado en términos ramplones, no puede sino dejarnos insatisfechos.

Arduas reflexiones en ascensores y prolongados debates con mi áulica consejera almohada me han llevado a una más plausible elucidación de tantas y tan prodigiosas mudanzas. Así, me atrevo a postular como causa convincente de las mismas la visita del cuarteto de marras, digamos un sábado por la tarde, al nuevo centro comercial inaugurado en su localidad. Tuvo que ser ahí, y por obra del poder mirífico de esa meca de las mentes y los corazones, donde se obró el múltiple milagro.

En ese polo de magnetismo invencible el científico se tornó en “paterfamilias”, forzado a desarrollar la habilidad de estirar hasta lo inverosímil la normal paciencia humana, el razonable presupuesto de un individuo o grupo limitados, el ámbito de alcance de sus extremidades ahora ávidas de adquisición y posesión.

Ahí mismo se inflamó de mil ardores el jayán antes mate y ahora ardiente ante miríadas de solicitaciones. Juguetes más o menos sofisticados, desplazamientos planetarios (en la sección de viajes), seres del otro sexo, todo se volvió, tras la visita al emporio deslumbrante, una mercancía cuyo deseo, y la impaciencia de su consumación, abrasa por dentro y por fuera como una tea.

Más sutiles, pero no menos transfiguradores, hubieron de ser los cambios sobre la fémina de la cuadrilla. En adelante ella sabría volverse invisible y volver invisible, sabría crear campos de fuerza a voluntad, sabría dominar, presente o ausente o prepresente o preausente, su entorno. Porque ahora, tras la visita al Templo del Bien, ella sabe lo que quiere, ella sabe lo que vale, y ella sabe lo que vale lo que vale. Y está dispuesta y dotada para conseguirlo o hacérselo conseguir. Porque ella lo vale.

¿Qué papel le quedaba al pobre amigo, en esta prodigiosa confusión que aquejaba ya para siempre a la parejita y al adolescente hermanito de ella? Sólo uno: el de resistente voz de la conciencia o de la sensatez, el de tío bonachón (a ratos cascarrabias, a ratos sarcástico, siempre infeliz de su rol) encargado de moderar excesos y templar gaitas, el de rocoso pagano o tesorero o sermoneador o policía del enloquecido trío en cuyo centro se encuentra.

¿Mi explicación tiene sentido? Yo diría que sí, y que esta lectura familiar-comercial es la única posible en el contexto en que los Cuatro Fantásticos aparecieron en cómic por primera vez (1961). Sin demorarme en descripciones del “orgullo y prejuicio” de la época (expansión capitalista, propulsión estadounidense, aprensiones nucleares, histerias de superpotencias), obvio parece que la única fuerza capaz de enfrentarse y someter a la Amenaza Global (encarnada en los mil supervillanos de la casa Marvel) podían ser individuos sueltos aglutinados en un grupo prodigioso: en la Típica Familia dotada de asombrosos superpoderes individuales por obra de esas Bases de moralización y estimulación y concienciación ciudadana que en aquellos años promisorios brotaban como champiñones, con sus miles de millas cuadradas de anaqueles, de anexos comerciales y de aparcamientos –y todo, todo cuajado de Bienes–, en las afueras de las grandes urbes de Occidente.         (8-ene-2012)