29 sept 2015

“La lengua de las mariposas” (1999), de José Luis Cuerda


El juego de la memoria produce quimeras
(Mi comentario a “La lengua de las mariposas” (1999), de José Luis Cuerda)
 
En esta película, lo que no es una nadería es un imposible, lo que no es un imposible es una falsedad, y lo que no es una falsedad es una caricatura todavía peor que una falsedad.
Una simple enumeración, cuya prolijidad no habrá empero (mucho me temo) manera de aliviar, me dispensará de laboriosas (y, a la postre, baladíes) taxonomías.
Un matrimonio entre una beata medio mística, súbdita de Cristo Rey, y un republicano azañista, que ha tenido, antes de casarse, una hija (ahora una moza asilvestrada) con una mujer del mismo pueblo (a la que ahora, inválida, ya no ve). Un niño asmático que durante su primer día de clase no se desprende de su artilugio respiratorio ni para salir a la pizarra y luego no lo vuelve a mostrar en toda la película. Un hermano adolescente que tiene y toca un saxofón (ojo, estamos en un pueblo gallego de la España de 1936). Un agricultor que acoge a una niña china (¿inclusera?) a la que luego convierte en su mujer. Una jovencita sino-galaica que, de un fulgurante flechazo visual, se queda prendada del hermano saxofonista (el sentimiento es recíproco). Una declaración de amor visual mientras el chico toca al saxofón, como solista de la orquesta (en la que es casi un debutante), “En er mundo”, pasodoble emocionante justo al final del cual (¡y ni un minuto antes!) el padre/marido/dueño de la chica china se la lleva casi a rastras. Una niñita que a los seis años, o menos, es ya la novia oficial del niño protagonista, con el que sostiene tiernos coloquios. Un arcádico baño de niños y niñas, juntos y solos (sin personas mayores), y casi desnuditos, en una poza o remanso de los alrededores del pueblo, baño en el cual el tierno infante y su no menos tierna novia se miran con amor e irrisorio pudor. Una historia (la cuota celta, diríamos) de una chica arrebatada y marcada en la espalda por un lobo, y otra de una campesina enardecida sexualmente por los ladridos desgañitados de un mastín llamado “Tarzán”. Un aldeano, encarnado por el inefable Guillermo Toledo, que se luce como elocuente rapsoda de sus gestas sexuales con la zorrita del perrazo (valga la redundancia animal), y naturalmente como amante fogoso, de pantalones vertiginosamente bajados. Un baile de carnaval que despliega un muestrario de máscaras y de disfraces dignos de la suntuosa Venecia. Un maestro que aguarda pacientemente junto a la ventana hasta que la clase soliviantada se calma, y que entonces da deferentemente las gracias por el silencio recobrado a sus alborotados discendos. Un maestro que acaricia la idea de prestar su Kropotkin de cabecera a su cándido pupilo, para iniciarlo en la lectura de libros, pero que a la postre se decide por la, quizá más adecuada, “Isla del tesoro”. Un maestro, de confesión anarquista, que ejemplifica con la naturaleza, la invoca como autoridad y se exalta con sus maravillas. Un maestro anarquista que simpatiza con la República. Un maestro que guarda algún latinajo para propinárselo al párroco y que se ejercita en la entomología, o sea, una eminencia multidisciplinar que maneja con igual soltura el calepino que el microscopio. Un maestro que sólo sabe mostrar al niño mariposas muertas, y que cuando las suelta a volar lo hace como quien arroja al suelo un desecho (lo que hace a lo que son: por eso no se nos muestra su vuelo). Un maestro que enseña al niño, con deliberado dogmatismo y rotundo prosaísmo teológico, que el infierno es la crueldad, o que somos nosotros (o, sartreanamente, los otros). Un maestro ácrata que habla y actúa como un regeneracionista, obstinado en hacernos recordar a los Giner o Palacios de los memorables poemas machadianos epónimos. Un cacique, o un matón local, que parece salido de una opereta bufa, incluidos los bigotes de mala (pero risible) catadura. Un cacique hosco que salta de su asiento como un resorte a la sola mención de la palabra “libertad”, como si, usada sin contexto ni atributos, significara o contrariara algo. Unos falangistas de guardarropía que profieren solamente, y de continuo, como si fuera una onomatopeya, “¡Arriba España!, ¡Arriba España!”. Una metamorfosis, repentina y completa, del niño (de seis añitos, tímido, huidizo y devoto de su maestro) en un mequetrefe vociferante y en un atlético (a pesar de su asma) perseguidor y lanzador de piedras. Una multitud de asistentes al ominoso “paseo” que parece bailotear la conga cuando está haciendo (vago) amago de quebrar el cordón policial. Una ambientación histórica que consiste en dos frases adhoc insertadas con fórceps, un par de carteles pegados al desgaire en un muro, unos segundos de una emisión de radio (usada como fondo sonoro) y, eso sí, un generoso puñado de estereotipos (el cacique malencarado, el cura ceñudo, el corrompido hijo del cacique, el ufano pastoreador de los ministriles, etc., etc.). Una Galicia provinciana, ora rural ora urbana, que, en 1936, parece el Jardín del Edén, con felices aldeanos, idílicas vecindades y pastoriles trabajos. Unas interpretaciones (salvo la del gran Fernán Gómez) que no se tienen en pie, con premio especial para el niño y su hermano, y goyas “horríficos” (¿acaso no los hay honoríficos?) para sus inconcebibles padres. Y un autor del guión que, curiosamente, se llama Rafael Azcona, igual que el brillantísimo guionista de los años ’60, coincidencia esta que, siendo ciertamente prodigiosa, no me parece la menor nadería, o imposibilidad, o falsedad, o distorsión, de todas las muchas que esta película, paradigma de vacuidad y de inverosimilitud, contiene.     (26 de septiembre de 2015)

 

28 sept 2015

“Nueve reinas” (2000), de Fabián Bielinsky


El arte de embaucarnos
(Mi comentario a “Nueve reinas” (2000), de Fabián Bielinsky)

Quince años después de su estreno, y luego de algún visionado desde entonces, “Nueve reinas” se nos aparece, cuando nos decidimos a verla de nuevo, como una película que no ha envejecido bien. Por supuesto, no recordamos todos los pormenores de la trama, aunque la película grabó de modo perdurable en nosotros las bien acatadas convenciones de su género , es decir, del ágil relato urbano de timadores simpáticos (cuya obra paradigmática es la famosa “El golpe”): una exhibición de ingeniosos ardides que los dos modestos maleantes despliegan; un inesperado gran golpe que, en detrimento de un odioso millonario, cambiará para siempre la fortuna del malaventurado y entrañable par de pícaros; y, por supuesto, las alternativas de genio y engaño, de triunfo y escarnio, hasta la gran sorpresa final, entre los dos compinches mucho mejor compenetrados que avenidos. Estos rasgos convencionales, adoptados con fidelidad, que en su día contribuyeron a fijar en nuestra memoria muchos momentos de la película, perjudican ahora grandemente una revisión de la que, por esa razón, lo sorpresivo ha sido, en lo esencial, excluido. Y lo sorpresivo, el viraje argumental, el complot, los meandros y altibajos, son, declaradamente, elementos constitutivos de este film.

Por desgracia, no es posible echar a un lado de un capirotazo, o menospreciar como un simple recurso artístico o "cebo" para el espectador, el juego de los listos haciéndose el listo (o, si conviene, el tonto) hasta ante el más listo, el artificio de la conspiración para la estafa, el grácil serpenteo por el éxito y la ruina en busca del sumo botín. No es posible porque la película no se plantea ni por asomo (en su entraña, ya que no en su superficie, evidentemente) como un reportaje oblicuo acerca de la vida en la calle en la Argentina del medemismo, pocos años antes del estallido nacional de la Navidad del año 2000 (y del corralito subsiguiente): un propósito éste que hubiera minusvalorado conscientemente la trama más novelesca. Lejos de ello, la película apuesta todo a la intriga, al argumento, en la esperanza de “saltar la banca” con él (y a fe que lo consiguió, pues obtuvo en su estreno un gran éxito comercial), y deja de lado, más allá de su papel como telón de fondo, la concreta realidad sociológica en la que los dos timadores de poca monta se mueven y medran (o lo procuran). 

Hay, cierto, algún modesto intento en este sentido (esa larga enumeración de los vocablos argentinos para los carteristas, descuideros, rateros, escamoteadores, etc.; incluso algunos de los caracteres que los héroes se tropiezan en el curso de sus correrías, tal como el aprovisionadísimo vendedor ambulante del bar, podrían servir a este fin), pero la película persigue obstinadamente su propósito (relatar, no pintar), no se desenfoca en ningún momento (y su foco son los escasos caracteres protagonistas, no los secundarios, no la sociedad, no la atmósfera), avanza inexorable hacia el suntuoso hotel y los espacios interiores en que tendrán lugar el nudo y el desenlace del film. Pruebas evidentes de esto me parecen el que la auténtica calle, el Buenos Aires real, sólo aparezca para una persecución, y asimismo el que la escena casi conclusiva a la puerta de banco sea tan funcional, es decir, tan ciega y sorda a todo lo que no sean sus efectos sobre los dos protagonistas.  

Descartada la sociología como clave para la perdurabilidad de la película, una vez que el argumento ha resultado arrumbado por la convención y por la memoria del espectador, ¿podríamos apelar a su intención o mensaje directamente políticos? Esto parecería excesivo, dado que la lectura evidente en este sentido es demasiado anecdótica o circunstancial. La lectura evidente es que los infelices raterillos argentinos son meros aficionados (y son burlados como tal) al lado de un magnate español, que obra como “rey de la estafa” en su vida pública y privada, española y sudamericana, tras su arrolladora eclosión en la pleamar de las mega-privatizaciones hispanas de finales de los años 90. ¿Y qué hay de la lectura dramática, humana, individual, de la historia? Ese padre encarcelado y esos hermanos despojados podrían haber enriquecido o ahondado la trama, y por añadidura la película misma, pero, una vez más, es el juego, el engaño, el timo, lo que se resalta, en perjuicio de todo lo demás (la conversación con el padre más parece una sesión de prestidigitación, y una ponderación razonada de esa prestidigitación, aplicada a la vida; la conflictiva relación entre los hermanos sigue, similarmente, una pura lógica de tahúres jugando con cartas marcadas). 

¿Qué nos queda entonces? Lo que es tanto como decir: después de tres visitaciones de la película (a poco del estreno, en los años 2000 y ahora mismo), ¿qué contemplamos en ella como lo más memorable, lo más meritorio, lo más sólido? En nuestra opinión, “Nueve reinas” brilla, desvaídos los resplandores de sus oropeles argumentales, por las soberbias interpretaciones de los tres caracteres principales. Desanudada la trama, deshecho el castillo de naipes, desvelados todos los trucos, quedan (y quedarán) Darín, Pauls y Brédice, como tres grandes actores en estado de gracia.

Los tres son una delicia para la vista y la mente: Darín es un avispado canalla, un simpático malnacido capaz de vender a su madre con una sonrisa y a su padre con argumentos irrefutables. Es un placer contemplarle ejercitando su pico de oro, derrochando encanto, traicionando, persuadiendo, insultando, manteniendo la calma, esputando su filosofía de la vida, negociando (por ejemplo, con el viejo enfermo, odiosamente, o con el rico español, servilmente). En cuanto a Pauls, esa estampa de tipo medio alelado, de guapito tímido, encubren por completo su naturaleza calculadora, sus fines y valores ocultos, su fortaleza íntima bajo la apariencia de endeblez. Lo mismo cuando se cabrea contra Darín que cuando escudriña, voluptuosamente, a la hermana de éste, lo mismo cuando mira derrotado al suelo que cuando, abstraído y casi ido, intenta recordar una canción de Rita Pavone, Pauls es un espectáculo. ¿Y qué decir de Brédice, cuyo papel, si menos rico y complejo que el de sus compañeros masculinos, es desempeñado también con absoluta solvencia? Brédice no es una actriz, sino un icono: ese humor airado, esa actitud arrogante, ese ajustado traje azul, esos andares de dignidad ofendida y de esbeltez (casi) ofensiva, son emblemas inolvidables de “Nueve reinas”.

           “Nueve reinas”, he aquí nuestra conclusión, permanece, y creemos que será recordada del mismo modo, como una película de actores. No digo “como una película de personajes” porque, en el caso de “Nueve reinas”, los actores, en buena medida, crean o encarnan casi de la nada unos personajes que son mucho más esquemáticos o más arquetípicos que ellos. Resulta muy curioso, casi una paradoja, que en esta película de engaños el engaño más placentero y memorable sea el esencial: el que los actores obran sobre nosotros, los espectadores, merced a su oficio y su destreza. Frente al arte (dramático) de embaucarnos, en que los protagonistas descuellan, los trucos y ardides de sus embaucadores personajes palidecen. La energía, el talento, la disciplina, de la creación o la encarnación a que todo gran actor se entrega son siempre admirables, y siempre gozosos de contemplar, y “Nueve reinas” es especialmente gratificante desde este punto de vista. Un goce añadido en la contemplación del trabajo actoral proviene, en esta película, de escuchar el musical acento argentino en las voces de los intérpretes. Pero nuestro gusto, un poco melómano, por el acento porteño es una confesión puramente personal y, como tal, una señal inequívoca de que el momento de la crítica debe ya tocar a su fin.     (25-septiembre-2015)

23 sept 2015

“Celda 211” (2009), de Daniel Monzón


Cabecillas discurriendillo
(Mi comentario a “Celda 211” (2009), de Daniel Monzón)

Sede de la cadena de televisión que produce el filme. Alocución del productor al director.
(Grabación clandestina).

“Escucha, aspirantillo, esto va a ser un producto de nuestra cadena, o sea, un producto de calidad (tal como nosotros la entendemos), así que no nos toques los huevos poniéndote exquisito, ¿vale? Queremos una americanada de cárceles, que sea fuerte, muy fuerte, tan fuerte que la escoria de nuestra audiencia se corra viéndola, ¿me sigues? Ya nos ocuparemos nosotros de los chupatintas que dan la pasta (a alguien tienen que dársela, ¿no?; y si no, pues les hundimos), de los gafapastas de la crítica (ninguno será tan gilipollas como para cerrarse una puerta a la tele), de los medios de comunicación (hoy por ti y mañana por mí, ¿lo pillas?), y de los panolis que asignan los goyas, que son la crème de la crème la crème de mis cojones!) de todos los anteriores. Tú, aprendiz, ocúpate sólo de hacer una peli de cárceles que le ponga al personal los huevos de corbata, ¿lo entiendes? Me vas a meter, para empezar, dos minutos de un tío cortándose las venas (y que se vea todo bien, nada de mariconadas), luego me pones una paliza de patadas en la barriga a un enfermo de cólico, me insinúas (por lo menos) otra paliza a un preso y, venga, también una a un policía, para que haya hostias ‘pa todos (¡y no me seas rácano con la salsa de tomate!). ¿Y qué más? Joder, ya que estamos metidos en harina, échale también al gazpacho una amputación, un linchamiento, un intento de suicidio y una carga policial, y en cuanto a asesinatos a sangre fría, ahí tienes barra libre, tío, no dirás que no te mimo. El caso es que nuestra clientela diga, relamiéndose de gusto, “qué fuerte, macho, qué fuerte”, y que se vaya a casa haciéndose lenguas de la pasada de “thrillers” que somos capaces de rodar en la Piel de Toro, colega. Oye, te repito que ni se te ocurra ponerte esteta, ni hacerte el listo con los diálogos, que ni tú eres Tarantino ni maldita la falta que nos hace que lo seas. Tú haz algo violento, y punto, que para eso se te paga, muerto de hambre. Lo queremos muy americano, ya te lo he dicho, así que mete por ahí lo de “asesinato en primer grado”, que siempre queda chulo, no te pases de listillo enterándote de la terminología nacional para la misma cosa. Y hablando de hablar, quiero la hostia de tacos, quiero palabras soeces a carretadas, te prometo un “bonus” si pasas de las cien mil obscenidades y burradas: a la peña le encanta, así que me copias en la peli los doblajes de tus macarradas yankis favoritas, y ni se te pase por la cabeza añadir nada tuyo, ni original, ni autóctono, ni pichas en vinagre. Quiero impacto, ¿te enteras?, impacto y nada más que impacto, y si tienes que montar escenas absurdas, momentos de tensión gratuitos y fútiles (qué se yo, una negociación con los presos abortada por nada, o un robo de walkie-talkie para nada), duplicaciones o comportamientos inverosímiles de los personajes (como un policía cabronazo que primero apalice a inocentes y al minuto siguiente baje de buen rollo al encuentro de los criminales), descubrimientos o revelaciones absurdos o disparatados (como grabar y emitir en un telefonillo la gesta del cabronazo susodicho), pues lo haces, a mí la verosimilitud o la coherencia o la lógica me la sudan, y las patochadas que sobre ello pueda esputar la hez de intelectualoides hasta me ponen cachondo. Y tampoco te acojones con los uniformes ni con la democracia ni con esas milongas, ¿estamos?, este penal es el puto infierno, ¿vale?, los polis son torturadores sádicos (vale, cuela a algún pringao entre ellos, aunque sólo sea pa’ coger el teléfono), los etarras son intocables presos de conciencia, los presos son una horda de frikis rompetodo, y los tíos encorbatados son por definición unos hijos de puta del tamaño de una catedral. Este es el nivel, así que no te desniveles. Ni se te pase por la sesera ponerte pedante situando la acción en “Zamora, 1973” o una mamarrachada parecida, ¿acaso quieres asustar o dormir a la plebe con antiguallas, dramas “de época” o espanta-audiencias parecidos? Si quieres, ya puestos, hacemos otra de la guerra civil, no te jode, y la peña nos corre a gorrazos, por seguir dando la matraca con eso (y mucho peor, no va ni Dios a ver la peli). No, tú me vas a situar la peli en ahora, con dos cojones (y para darle más color me metes una banda de colombianos, que se llevan mucho este año, y GEOS, y antidisturbios, y la CNN, y cualquier otra telediariada que te salga de la polla), la peli pasa ahora, te digo, en la jodida democracia de los derechos humanos, o como sea ese eslogan, y si alguien allá arriba protesta, pues de puta madre, tío, publicidad que nos sale gratis. Porque esta peli tiene que hacer ruido, mucho ruido, tiene que sonar como un tiro, doler como un puñetazo, fuerte, fuerte, tenemos que disparar mil salvas mediáticas para que ni las monjitas de clausura dejen de venir a meternos en el bolsillo los ocho euritos de la entrada al cine. Con esta peli nos hacemos de oro, joder, te lo digo yo. Oye, he dicho hasta las monjitas, así que ya me estás poniendo en la peli algo que haga tilín a las tías, que si hacemos la peli para que vayan sólo tíos a las salas, estamos perdiendo dinero como panolis. Mira, vas a agregar a la historia una tía, digamos la mujer del chico, se la vas a mostrar a la gente en ropa interior, que eso siempre funciona, y la vas a condimentar con un poquito de cama y un poquito de cariñitos (para que tengan cada uno lo suyo el novio y la novia que vayan juntitos al cine, ya me entiendes). ¿Te parece suficiente? Si dices que sí, es que eres un pringao XXL que no tiene ni un miligramo de olfato comercial, perdona que te lo diga. Mira, tías en bikini que dan besitos y que se tumban en una cama salen hasta en las pelis de dibujos animados para parvularios, así que esas cursiladas las dejas para los vídeos navideños con tus sobrinitos, ¿estamos? Esta va a ser una película fuerte, sólida, contundente, una película de impacto, ¿ya lo has olvidado? Nosotros, tu cadena amiga, vamos siempre más allá, ofrecemos siempre más, ¿no lo sabes? Quiero que la tía esté preñada, muy preñada, y que el policía cabrón se la cargue de un porrazo, eso quiero, ¿qué te parece? Quiero que el personal en la sala se revuelva de odio contra ese hijo de puta, que los tíos que los tengan bien puestos salten de las butacas para matarle a hostias o rajarle a navajadas en la pantalla, allí, en el cine mismo, y quiero que las novias de esos machotes se deshagan mientras tanto en lágrimas como si la chica asesinada fuera su propia madre. ¿Estoy siendo bastante claro? ¿O no eres lo bastante director, o lo bastante hombre, como para atreverte a guiar todo este tonelaje de instintos y de emociones? Ojo, queremos conmocionar, estremecer, escalofriar de dolor al mujerío de la platea, pero no queremos torturarlo, así que nos va a hacer falta un chico guapo que contrapese, favoreciendo al mismo tiempo nuestras expectactivas comerciales, el mal momento que vamos a hacer pasar a las féminas, en esta cadena amiga siempre nuestras fieles, siempre nuestras favoritas, no hay que olvidarlo. El chaval tiene que ser joven y guapete y, si es posible, inexpresivo, así que no quiero ni oír hablar de un actor para que haga el papel. ¿Que al pollito no se lo va a creer ni el tato? ¡Vuelta a lo mismo! Repito que la verosimilitud me la trae floja, que me da igual que el sujeto sea un alfeñique, o que su psicología sea endeble (qué vergüenza usar esa palabra, "psicología", entre estos muros, si me oyeran mis jefes…), o que su evolución sea increíble (de funci novato a cabecilla carcelario en un pispás, y como si tal cosa), todo eso me la refanfinfla a dos manos y en primera velocidad, ¿está claro, al fin? Impacto, impacto, impacto, ese es nuestro único lema: un tío duro para los tíos (por cierto, de tipo duro me buscas algún actor de carácter que esté un poco de moda, y dile que se busque para la peli un “look” chocante, verás cómo babean los críticos, y balan sus lectores, con la interpretación genialísima del portento, etcétera, etcétera), un tío bueno para las tías, y hacemos que a la caja de la taquilla le rebosen los billetes, palabra de productor. Y, si ponemos de guinda a la peli un final tipo “Cauboi de medianoche”, te juro que nos llevamos el gordo de la lotería, así que, adelante con los faroles, arreglátelas para que el duro y el blando acaben muriendo juntitos y amiguitos (bueno, bah, puedes salvar a uno, por si se nos ocurre rodar una segunda parte, o una serie de tele, o llevar al tipo a un reality show de los nuestros, o qué sé yo). No, para este final no tienes que preparar nada a lo largo del relato (que te dejes de psicologías, coño, que esto no es arte y ensayo, que aquí vamos a lo seguro sin ensayar), tú sólo rueda la escena de uno herido de muerte en brazos del otro, con el blablablá típico, y ya verás cómo el populacho se nos derrite de pena penita pena. Porque con esta peli damos la campanada, ya verás, eso si no vas y la jodes con artistadas, con verosimilitudes, con psicologías o con cualquier otra de esas zarandajas (de esas mierdas) con que os lavan el cerebro en esas facultades donde deberían enseñaros solamente a hacer cine de calidad, como el que aquí hacemos, y como el que vamos a hacer con “Celda 211”, te lo juro, si no tienes los santos huevos de desviarte un ápice de las consignas que acabo de darte. Y mis años de experiencia como productor me dicen que, por la cuenta que te trae, y también porque nadie le hace ascos a la fama y a la pasta, te vas a guardar mucho de hacerlo, ¿verdad, mindundi?”.     (21 de septiembre de 2015)

21 sept 2015

“7 cajas” (2012), de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori



Hoy acarreamos: Primores del Paraguay
(Mi comentario a “7 cajas” (2012), de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori)

Y de pronto, en el momento en que menos se la esperaba, proviniendo de donde menos se la esperaba, aparece una película magistral.

No fue pregonada a los cuatro vientos, no obtuvo galardones de relumbrón, no quedó señalada como una de las grandes obras de su añada. Y, sin embargo, “7 cajas” merecía una amplia difusión, un prestigioso reconocimiento y una larga memoria. Porque se trata de una película ejemplar.

“7 cajas” (lo escribiré siempre con número, contra mi gusto y convención, puesto que es el modo en que la cinta se llama a sí misma) es ejemplar, y muy ambiciosa, primeramente, en su localización y en su rodaje. Los autores han concebido una historia que tiene lugar, necesariamente, en un extenso, complejo y conflictivo espacio público y, con audacia y valentía, se han puesto a rodarla exactamente allí: en el lugar preciso donde sucede.

Se trata de un populoso mercado (el llamado “Mercado 4”) de Asunción, la capital paraguaya, y el modo en que se nos introduce en su ambiente hormigueante, en que se nos hace recorrer sus avenidas precarias y en que se nos empuja a sus rincones más sórdidos, es digno del mejor cine documental. Las fulgurantes rutas, huidas y persecuciones que nos obligan a atravesar de cabo a rabo el mercado nos ofrecen una visión tan vertiginosa como realista de un espacio bullente de vida y de vidas, de empeños y ambiciones a todas las escalas posibles. El efecto sobre el espectador es apabullante, una auténtica sacudida de descubrimiento de un lugar único, el “Mercado 4” de Asunción, en el que se tiene la impresión de haber penetrado hasta el último recoveco.

En la búsqueda de fidelidad y de verismo ambiental, los autores no vacilan en recurrir al empleo de la lengua guaraní, que alterna de modo por completo natural y convincente con el español en las voces de los protagonistas (la película está, evidentemente, subtitulada en sus copiosos pasajes en guaraní). De nuevo, la sensación de verdad es total: los personajes son tanto más verosímiles cuanto que sabemos que, en la vida cotidiana del mercado paraguayo, ellos hablan así. Y, de nuevo, el efecto documental se impone, del mejor modo posible, al espectador de la intriga.

Una intriga que es, y he aquí otra razón de la ejemplaridad de la película, un artificio de personajes, tramas y subtramas, motivaciones y hasta “macguffins”, perfectamente engarzado. La complejidad de la red de caracteres, de sus razones y sus devenires, es gestionada de manera admirable por un guión milimétrico (que además sabe no aparentarlo), sin cabos sueltos ni inverosimilitudes, tan sólido como minucioso.

Este preciso guión tiene virtudes más allá de su pulcritud y acabado. Por ejemplo, acepta o asume, con gran sabiduría, dosis de lo que sólo puede llamarse “cutredad”, y las maneja con total solvencia, ora al servicio de lo sórdido ora al servicio de lo cómico. Lo “cutre”, lo feo, lo mísero o miserable, que no podrían eludirse sin dañar la fidelidad de la trama a su entorno, son así inteligentemente integrados, en beneficio del realismo documental y de ocasionales distensiones humorísticas.

Más importante que la asunción y representación de “lo cutre” en el guión lo es el cuidadoso dibujo de las razones de los caracteres para obrar como lo hacen: el afán de una notoriedad televisiva siquiera efímera, la pura desesperación de carecer de dinero para comprar las medicinas que un hijo necesita, el capricho o el impulso de acceder a la posesión de uno de los omnipresentes, y omni-influyentes, teléfonos celulares… Empapándolo todo, cifras de precios, lo que cada objeto, acción o persona (el teléfono móvil, el secuestro, la captura del muchacho…) cuesta en guaraníes o en dólares, una abrumadora nube de cifras monetarias que se cierne sobre los personajes, abrumándoles o azuzándoles. Y a la vez complicando nuestro juicio sobre ellos, afectando (o infectando) a base de pura realidad la identificación con ellos: por ejemplo, el “malo” tiene buenas razones para obrar mal, el “bueno” tiene razones más bien pueriles para obrar como lo hace, etc.

Porque la realidad de la vida a pie de calle, de los buscavidas de un mercado pobre de un país pobre, de la heteróclita gama de necesidades de personas de hoy en día (es decir, sujetas a todas las insinuaciones del capitalismo globalizado) aherrojadas por contraste (y por desgracia) en un entorno de escasez y competencia, esa realidad (o esas realidades) no propician opiniones o conclusiones simples, rápidas, maniqueas. Una vez más, el espectador se encuentra ante una riqueza o complejidad, en este caso ética o política, que transciende la historia puramente policiaca o criminal que, prima facie, “7 cajas” es.

No me cansaría de elogiar las virtudes del guión de esta película: el amplio elenco de personajes, perfectamente diferenciados y caracterizados; la trabazón de sus recorridos (la hermana del muchacho, el capitán de policía, los sujetos patibularios de la carnicería); los giros de la historia, que sorprenden y zarandean gozosamente al espectador (por ejemplo, el robo de la primera caja, o la presunta pérdida de la carretilla en el incendio).
 
El guión, sabido es, es el esqueleto o la piedra angular de la película. No hay película buena con un guión malo (aunque lo contrario puede darse, y de hecho se da: una película que echa a perder un guión). “7 cajas” no se conforma con plantear un guión tan ejemplar como lo he intentado describir. Añade a ello un rodaje vibrante a pie de calle (pero sin artificios como la cámara en mano, o demás “ingeniosidades” contemporáneas) –la persecución del muchacho por los carretilleros, cada uno empujando (o empuñando) la carretilla que es su medio de vida como un arma inusitada, fruto de una pesadilla insana, es sencillamente inolvidable–, una fotografía, una ambientación y un saber-hacer técnico por completo convincentes (la resolución final de los sucesivos cruces y enfrentamientos es un buen ejemplo de precisión cinematográfica), y una acertadísima elección y empleo de la música y las canciones.

Lo he insinuado al principio: no esperaba tanto, ni mucho menos, de una película paraguaya que, de entrada, se presentaba como una exótica pieza de cine medio adolescente medio policíaco. Evidentemente, no puedo ocultar mi gran placer de haber sido “decepcionado” por ella (y creo que de lo escrito hasta ahora puede inferirse fácilmente mi entusiasmo). Mucho más me alegra aprender, a costa de mis prejuicios o expectativas o ideas preconcebidas, que un país como Paraguay, hasta cierto punto marginal, retrasado o ensimismado, puede proponer una película como ésta, rodada con todo el talento necesario para encantar a los amantes de su género (policíaco) y para a la vez mostrar, fidedigna y vigorosamente, el muy concreto paisaje humano en que se sitúa.            (19 de septiembre de 2015)