El arte de embaucarnos
(Mi comentario a “Nueve reinas”
(2000), de Fabián Bielinsky)
Quince años después de su estreno, y luego de algún visionado desde
entonces, “Nueve reinas” se nos aparece, cuando nos decidimos a verla de nuevo,
como una película que no ha envejecido bien. Por supuesto, no recordamos todos
los pormenores de la trama, aunque la película grabó de modo perdurable en
nosotros las bien acatadas convenciones de su género , es decir, del ágil relato urbano de
timadores simpáticos (cuya obra paradigmática es la famosa “El golpe”): una
exhibición de ingeniosos ardides que los dos modestos maleantes despliegan; un
inesperado gran golpe que, en detrimento de un odioso millonario, cambiará para
siempre la fortuna del malaventurado y entrañable par de pícaros; y, por
supuesto, las alternativas de genio y engaño, de triunfo y escarnio, hasta la
gran sorpresa final, entre los dos compinches mucho mejor compenetrados que
avenidos. Estos rasgos convencionales, adoptados con fidelidad, que en su día contribuyeron
a fijar en nuestra memoria muchos momentos de la película, perjudican ahora grandemente
una revisión de la que, por esa razón, lo sorpresivo ha sido, en lo esencial, excluido. Y lo
sorpresivo, el viraje argumental, el complot, los meandros y altibajos, son,
declaradamente, elementos constitutivos de este film.
Por desgracia, no es posible echar a un lado de un capirotazo, o
menospreciar como un simple recurso artístico o "cebo" para el espectador, el juego de los listos haciéndose el listo
(o, si conviene, el tonto) hasta ante el más listo, el artificio de la
conspiración para la estafa, el grácil serpenteo por el éxito y la ruina en
busca del sumo botín. No es posible porque la película no se plantea ni por
asomo (en su entraña, ya que no en su superficie, evidentemente) como un
reportaje oblicuo acerca de la vida en la calle en la Argentina del medemismo,
pocos años antes del estallido nacional de la Navidad del año 2000 (y del
corralito subsiguiente): un propósito éste que hubiera minusvalorado conscientemente la trama más novelesca. Lejos de ello, la película apuesta todo a la intriga, al argumento,
en la esperanza de “saltar la banca” con él (y a fe que lo consiguió, pues
obtuvo en su estreno un gran éxito comercial), y deja de lado, más allá de su
papel como telón de fondo, la concreta realidad sociológica en la que los dos timadores
de poca monta se mueven y medran (o lo procuran).
Hay, cierto, algún modesto intento en este sentido (esa larga enumeración
de los vocablos argentinos para los carteristas, descuideros, rateros, escamoteadores,
etc.; incluso algunos de los caracteres que los héroes se tropiezan en el curso
de sus correrías, tal como el aprovisionadísimo vendedor ambulante del bar,
podrían servir a este fin), pero la película persigue obstinadamente su
propósito (relatar, no pintar), no se desenfoca en ningún momento (y su foco
son los escasos caracteres protagonistas, no los secundarios, no la sociedad,
no la atmósfera), avanza inexorable hacia el suntuoso hotel y los espacios interiores
en que tendrán lugar el nudo y el desenlace del film. Pruebas evidentes de esto
me parecen el que la auténtica calle, el Buenos Aires real, sólo aparezca para
una persecución, y asimismo el que la escena casi conclusiva a la puerta de banco sea tan
funcional, es decir, tan ciega y sorda a todo lo que no sean sus efectos sobre
los dos protagonistas.
Descartada la sociología como clave para la perdurabilidad de la película,
una vez que el argumento ha resultado arrumbado por la convención y por la memoria
del espectador, ¿podríamos apelar a su intención o mensaje directamente
políticos? Esto parecería excesivo, dado que la lectura evidente en este
sentido es demasiado anecdótica o circunstancial. La lectura evidente es que
los infelices raterillos argentinos son meros aficionados (y son burlados como
tal) al lado de un magnate español, que obra como “rey de la estafa” en su vida
pública y privada, española y sudamericana, tras su arrolladora eclosión en la pleamar de las mega-privatizaciones hispanas de finales de los años 90. ¿Y qué hay
de la lectura dramática, humana, individual, de la historia? Ese padre
encarcelado y esos hermanos despojados podrían haber enriquecido o ahondado la
trama, y por añadidura la película misma, pero, una vez más, es el juego, el engaño, el timo, lo que se resalta, en
perjuicio de todo lo demás (la conversación con el padre más
parece una sesión de prestidigitación, y una ponderación razonada de esa
prestidigitación, aplicada a la vida; la conflictiva relación entre los hermanos
sigue, similarmente, una pura lógica de tahúres jugando con cartas marcadas).
¿Qué nos queda entonces? Lo que es tanto como decir: después de tres
visitaciones de la película (a poco del estreno, en los años 2000 y ahora mismo),
¿qué contemplamos en ella como lo más memorable, lo más meritorio, lo más
sólido? En nuestra opinión, “Nueve reinas” brilla, desvaídos los resplandores
de sus oropeles argumentales, por las soberbias interpretaciones de los tres
caracteres principales. Desanudada la trama, deshecho el castillo de naipes,
desvelados todos los trucos, quedan (y quedarán) Darín, Pauls y Brédice, como
tres grandes actores en estado de gracia.
Los tres son una delicia para la vista y la mente: Darín es un avispado
canalla, un simpático malnacido capaz de vender a su madre con una sonrisa y a
su padre con argumentos irrefutables. Es un placer contemplarle ejercitando su pico de oro,
derrochando encanto, traicionando, persuadiendo, insultando, manteniendo la
calma, esputando su filosofía de la vida, negociando (por ejemplo, con el viejo
enfermo, odiosamente, o con el rico español, servilmente). En cuanto a Pauls,
esa estampa de tipo medio alelado, de guapito tímido, encubren por completo su
naturaleza calculadora, sus fines y valores ocultos, su fortaleza íntima bajo
la apariencia de endeblez. Lo mismo cuando se cabrea contra Darín que cuando
escudriña, voluptuosamente, a la hermana de éste, lo mismo cuando mira
derrotado al suelo que cuando, abstraído y casi ido, intenta recordar una
canción de Rita Pavone, Pauls es un espectáculo. ¿Y qué decir de Brédice, cuyo
papel, si menos rico y complejo que el de sus compañeros masculinos, es
desempeñado también con absoluta solvencia? Brédice no es una actriz, sino un
icono: ese humor airado, esa actitud arrogante, ese ajustado traje azul, esos
andares de dignidad ofendida y de esbeltez (casi) ofensiva, son emblemas
inolvidables de “Nueve reinas”.
“Nueve reinas”, he aquí nuestra conclusión, permanece, y creemos que será recordada del mismo modo, como una película de actores. No digo “como una película de personajes” porque, en el caso de “Nueve reinas”, los actores, en buena medida, crean o encarnan casi de la nada unos personajes que son mucho más esquemáticos o más arquetípicos que ellos. Resulta muy curioso, casi una paradoja, que en esta película de engaños el engaño más placentero y memorable sea el esencial: el que los actores obran sobre nosotros, los espectadores, merced a su oficio y su destreza. Frente al arte (dramático) de embaucarnos, en que los protagonistas descuellan, los trucos y ardides de sus embaucadores personajes palidecen. La energía, el talento, la disciplina, de la creación o la encarnación a que todo gran actor se entrega son siempre admirables, y siempre gozosos de contemplar, y “Nueve reinas” es especialmente gratificante desde este punto de vista. Un goce añadido en la contemplación del trabajo actoral proviene, en esta película, de escuchar el musical acento argentino en las voces de los intérpretes. Pero nuestro gusto, un poco melómano, por el acento porteño es una confesión puramente personal y, como tal, una señal inequívoca de que el momento de la crítica debe ya tocar a su fin. (25-septiembre-2015)
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