El juego de la memoria produce
quimeras
(Mi comentario a “La lengua de las
mariposas” (1999), de José Luis Cuerda)
En esta
película, lo que no es una nadería es un imposible, lo que no es un imposible
es una falsedad, y lo que no es una falsedad es una caricatura todavía peor que
una falsedad.
Una simple enumeración,
cuya prolijidad no habrá empero (mucho me temo) manera de aliviar, me dispensará
de laboriosas (y, a la postre, baladíes) taxonomías.
Un matrimonio
entre una beata medio mística, súbdita de Cristo Rey, y un republicano
azañista, que ha tenido, antes de casarse, una hija (ahora una moza asilvestrada)
con una mujer del mismo pueblo (a la que ahora, inválida, ya no ve). Un niño
asmático que durante su primer día de clase no se desprende de su artilugio
respiratorio ni para salir a la pizarra y luego no lo vuelve a mostrar en toda
la película. Un hermano adolescente que tiene y toca un saxofón (ojo, estamos
en un pueblo gallego de la España de 1936). Un agricultor que acoge a una niña
china (¿inclusera?) a la que luego convierte en su mujer. Una jovencita
sino-galaica que, de un fulgurante flechazo visual, se queda prendada del
hermano saxofonista (el sentimiento es recíproco). Una declaración de amor
visual mientras el chico toca al saxofón, como solista de la orquesta (en la
que es casi un debutante), “En er mundo”, pasodoble emocionante justo al final
del cual (¡y ni un minuto antes!) el padre/marido/dueño de la chica china se la
lleva casi a rastras. Una niñita que a los seis años, o menos, es ya la novia oficial
del niño protagonista, con el que sostiene tiernos coloquios. Un arcádico baño de
niños y niñas, juntos y solos (sin personas mayores), y casi desnuditos, en una
poza o remanso de los alrededores del pueblo, baño en el cual el tierno infante
y su no menos tierna novia se miran con amor e irrisorio pudor. Una historia
(la cuota celta, diríamos) de una chica arrebatada y marcada en la espalda por
un lobo, y otra de una campesina enardecida sexualmente por los ladridos
desgañitados de un mastín llamado “Tarzán”. Un aldeano, encarnado por el
inefable Guillermo Toledo, que se luce como elocuente rapsoda de sus gestas sexuales
con la zorrita del perrazo (valga la redundancia animal), y naturalmente como
amante fogoso, de pantalones vertiginosamente bajados. Un baile de carnaval que
despliega un muestrario de máscaras y de disfraces dignos de la suntuosa
Venecia. Un maestro que aguarda pacientemente junto a la ventana hasta que la
clase soliviantada se calma, y que entonces da deferentemente las gracias por
el silencio recobrado a sus alborotados discendos. Un maestro que acaricia la
idea de prestar su Kropotkin de cabecera a su cándido pupilo, para iniciarlo en
la lectura de libros, pero que a la postre se decide por la, quizá más
adecuada, “Isla del tesoro”. Un maestro, de confesión anarquista, que
ejemplifica con la naturaleza, la invoca como autoridad y se exalta con sus
maravillas. Un maestro anarquista que simpatiza con la República. Un maestro
que guarda algún latinajo para propinárselo al párroco y que se ejercita en la
entomología, o sea, una eminencia multidisciplinar que maneja con igual soltura
el calepino que el microscopio. Un maestro que sólo sabe mostrar al niño mariposas
muertas, y que cuando las suelta a volar lo hace como quien arroja al suelo un
desecho (lo que hace a lo que son: por eso no se nos muestra su vuelo). Un
maestro que enseña al niño, con deliberado dogmatismo y rotundo prosaísmo
teológico, que el infierno es la crueldad, o que somos nosotros (o,
sartreanamente, los otros). Un maestro ácrata que habla y actúa como un
regeneracionista, obstinado en hacernos recordar a los Giner o Palacios de los memorables
poemas machadianos epónimos. Un cacique, o un matón local, que parece salido de
una opereta bufa, incluidos los bigotes de mala (pero risible) catadura. Un
cacique hosco que salta de su asiento como un resorte a la sola mención de la
palabra “libertad”, como si, usada sin contexto ni atributos, significara o
contrariara algo. Unos falangistas de guardarropía que profieren solamente, y de
continuo, como si fuera una onomatopeya, “¡Arriba España!, ¡Arriba España!”.
Una metamorfosis, repentina y completa, del niño (de seis añitos, tímido,
huidizo y devoto de su maestro) en un mequetrefe vociferante y en un atlético
(a pesar de su asma) perseguidor y lanzador de piedras. Una multitud de
asistentes al ominoso “paseo” que parece bailotear la conga cuando está
haciendo (vago) amago de quebrar el cordón policial. Una ambientación histórica
que consiste en dos frases adhoc
insertadas con fórceps, un par de carteles pegados al desgaire en un muro, unos
segundos de una emisión de radio (usada como fondo sonoro) y, eso sí, un generoso
puñado de estereotipos (el cacique malencarado, el cura ceñudo, el corrompido
hijo del cacique, el ufano pastoreador de los ministriles, etc., etc.). Una
Galicia provinciana, ora rural ora urbana, que, en 1936, parece el Jardín del
Edén, con felices aldeanos, idílicas vecindades y pastoriles trabajos. Unas
interpretaciones (salvo la del gran Fernán Gómez) que no se tienen en pie, con
premio especial para el niño y su hermano, y goyas “horríficos” (¿acaso no los
hay honoríficos?) para sus inconcebibles padres. Y un autor del guión que,
curiosamente, se llama Rafael Azcona, igual que el brillantísimo guionista de
los años ’60, coincidencia esta que, siendo ciertamente prodigiosa, no me
parece la menor nadería, o imposibilidad, o falsedad, o distorsión, de todas
las muchas que esta película, paradigma de vacuidad y de inverosimilitud,
contiene. (26 de septiembre de 2015)
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