29 sept 2015

“La lengua de las mariposas” (1999), de José Luis Cuerda


El juego de la memoria produce quimeras
(Mi comentario a “La lengua de las mariposas” (1999), de José Luis Cuerda)
 
En esta película, lo que no es una nadería es un imposible, lo que no es un imposible es una falsedad, y lo que no es una falsedad es una caricatura todavía peor que una falsedad.
Una simple enumeración, cuya prolijidad no habrá empero (mucho me temo) manera de aliviar, me dispensará de laboriosas (y, a la postre, baladíes) taxonomías.
Un matrimonio entre una beata medio mística, súbdita de Cristo Rey, y un republicano azañista, que ha tenido, antes de casarse, una hija (ahora una moza asilvestrada) con una mujer del mismo pueblo (a la que ahora, inválida, ya no ve). Un niño asmático que durante su primer día de clase no se desprende de su artilugio respiratorio ni para salir a la pizarra y luego no lo vuelve a mostrar en toda la película. Un hermano adolescente que tiene y toca un saxofón (ojo, estamos en un pueblo gallego de la España de 1936). Un agricultor que acoge a una niña china (¿inclusera?) a la que luego convierte en su mujer. Una jovencita sino-galaica que, de un fulgurante flechazo visual, se queda prendada del hermano saxofonista (el sentimiento es recíproco). Una declaración de amor visual mientras el chico toca al saxofón, como solista de la orquesta (en la que es casi un debutante), “En er mundo”, pasodoble emocionante justo al final del cual (¡y ni un minuto antes!) el padre/marido/dueño de la chica china se la lleva casi a rastras. Una niñita que a los seis años, o menos, es ya la novia oficial del niño protagonista, con el que sostiene tiernos coloquios. Un arcádico baño de niños y niñas, juntos y solos (sin personas mayores), y casi desnuditos, en una poza o remanso de los alrededores del pueblo, baño en el cual el tierno infante y su no menos tierna novia se miran con amor e irrisorio pudor. Una historia (la cuota celta, diríamos) de una chica arrebatada y marcada en la espalda por un lobo, y otra de una campesina enardecida sexualmente por los ladridos desgañitados de un mastín llamado “Tarzán”. Un aldeano, encarnado por el inefable Guillermo Toledo, que se luce como elocuente rapsoda de sus gestas sexuales con la zorrita del perrazo (valga la redundancia animal), y naturalmente como amante fogoso, de pantalones vertiginosamente bajados. Un baile de carnaval que despliega un muestrario de máscaras y de disfraces dignos de la suntuosa Venecia. Un maestro que aguarda pacientemente junto a la ventana hasta que la clase soliviantada se calma, y que entonces da deferentemente las gracias por el silencio recobrado a sus alborotados discendos. Un maestro que acaricia la idea de prestar su Kropotkin de cabecera a su cándido pupilo, para iniciarlo en la lectura de libros, pero que a la postre se decide por la, quizá más adecuada, “Isla del tesoro”. Un maestro, de confesión anarquista, que ejemplifica con la naturaleza, la invoca como autoridad y se exalta con sus maravillas. Un maestro anarquista que simpatiza con la República. Un maestro que guarda algún latinajo para propinárselo al párroco y que se ejercita en la entomología, o sea, una eminencia multidisciplinar que maneja con igual soltura el calepino que el microscopio. Un maestro que sólo sabe mostrar al niño mariposas muertas, y que cuando las suelta a volar lo hace como quien arroja al suelo un desecho (lo que hace a lo que son: por eso no se nos muestra su vuelo). Un maestro que enseña al niño, con deliberado dogmatismo y rotundo prosaísmo teológico, que el infierno es la crueldad, o que somos nosotros (o, sartreanamente, los otros). Un maestro ácrata que habla y actúa como un regeneracionista, obstinado en hacernos recordar a los Giner o Palacios de los memorables poemas machadianos epónimos. Un cacique, o un matón local, que parece salido de una opereta bufa, incluidos los bigotes de mala (pero risible) catadura. Un cacique hosco que salta de su asiento como un resorte a la sola mención de la palabra “libertad”, como si, usada sin contexto ni atributos, significara o contrariara algo. Unos falangistas de guardarropía que profieren solamente, y de continuo, como si fuera una onomatopeya, “¡Arriba España!, ¡Arriba España!”. Una metamorfosis, repentina y completa, del niño (de seis añitos, tímido, huidizo y devoto de su maestro) en un mequetrefe vociferante y en un atlético (a pesar de su asma) perseguidor y lanzador de piedras. Una multitud de asistentes al ominoso “paseo” que parece bailotear la conga cuando está haciendo (vago) amago de quebrar el cordón policial. Una ambientación histórica que consiste en dos frases adhoc insertadas con fórceps, un par de carteles pegados al desgaire en un muro, unos segundos de una emisión de radio (usada como fondo sonoro) y, eso sí, un generoso puñado de estereotipos (el cacique malencarado, el cura ceñudo, el corrompido hijo del cacique, el ufano pastoreador de los ministriles, etc., etc.). Una Galicia provinciana, ora rural ora urbana, que, en 1936, parece el Jardín del Edén, con felices aldeanos, idílicas vecindades y pastoriles trabajos. Unas interpretaciones (salvo la del gran Fernán Gómez) que no se tienen en pie, con premio especial para el niño y su hermano, y goyas “horríficos” (¿acaso no los hay honoríficos?) para sus inconcebibles padres. Y un autor del guión que, curiosamente, se llama Rafael Azcona, igual que el brillantísimo guionista de los años ’60, coincidencia esta que, siendo ciertamente prodigiosa, no me parece la menor nadería, o imposibilidad, o falsedad, o distorsión, de todas las muchas que esta película, paradigma de vacuidad y de inverosimilitud, contiene.     (26 de septiembre de 2015)

 

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