Sonata para somier, movimiento único
(Mi comentario a “El otro lado de la cama” (2002), de Emilio Martínez-Lázaro)
Hay algo todavía más lamentable que una comedia que no consigue hacer reír
(ni siquiera sonreír): una comedia que lo intenta, desesperada e
infructuosamente, una y otra vez, con una tenacidad sólo comparable a su
impotencia. El empeño resultaría digno de elogio si los medios empleados
estuvieran a la altura del esfuerzo, y la inoperancia inspiraría compasión (o
algo parecido a ella) si un solo rasgo en la película dejara atisbar o entrever
una voluntad artística fallida. No dándose el caso ni de lo uno ni de lo otro,
todo lo que uno experimenta, durante y tras la visión de esta deplorable
comedia, es, pura y simplemente, eso que comúnmente se llama “vergüenza ajena”.
“El otro lado de la cama” contiene algunos de los más bochornosos ensayos
de comicidad que me ha sido dado presenciar en el cine. Me vienen a la mente de
inmediato, sin ninguna necesidad de una convocatoria consciente, el personaje y
las intervenciones del detective, ejemplos insuperables de humorismo infantil e
incapaz; asimismo, las apariciones y las expresiones de la compañera de oficina
(esas enumeraciones increíbles e irritantes, acerca de las que uno no sabría
decir a ciencia cierta si tienen por objeto divertir o bien enconar al espectador);
igualmente, esa escena inconcebible, una auténtica cima del humor malo de
solemnidad, del humor de irrefragables efectos depresivos, del humor elevado a
la enésima impotencia, en que un actor embutido en una máscara profiere
estúpidamente “niño-melón, niño-melón” (en el contexto, por cierto, de una
profanación, rayana en lo indignante, de la venerable “Yerma” lorquiana).
Nótese que en ningún momento estoy refiriéndome, y menos para censurarlo, a
un humor absurdo o disparatado, marcado por el surrealismo, el delirio o la
astracanada. La película no puede aspirar ni de lejos a la noble categoría de
una comedia delirante o absurda (categoría que, con harta frecuencia, denota no
poca inteligencia o imaginación en su creador). No, estoy reprochando a “El
otro lado de la cama”, sencillamente, que su comicidad es muy escasa, muy
facilona y muy ineficaz.
Los personajes principales no pueden considerarse más agraciados que el
detective o que la compañerita, desde el punto de vista del humor.
Alterio no tiene más gracia que la de su equívoca situación, Vega y Verbeke
cumplen con lo que se espera de dos actrices jóvenes, atractivas y famositas en un
producto descaradamente comercial como éste, y Toledo, caricato de brocha tan
gorda como su tripa o su barba, carece de toda “vis comica” digna de ese
nombre. Los diálogos sobre gays (a lo que parece, un tema candente o de moda en
2002, al menos en los ambientes pintados en la comedia), la seducción
Vega-Toledo, el partido de tenis en que Alterio y Toledo “ajustan cuentas”, son
otros tantos momentos en que resulta sumamente fácil constatar todas las muchas
carencias y limitaciones del sedicente humorismo de la película.
El enredo que constituye el argumento del filme es igualmente
decepcionante. Falta toda finura, todo ingenio, toda sorpresa. Para ser una
comedia de parejas y de infidelidades, faltan chispa, ironía, filosofía o sabiduría
mundana, escepticismo, perspicacia acerca de los “eternos” masculino y femenino…
No, esto no es una comedia vienesa, no es ni Lubitsch ni Wilder. Lejos de ello,
tenemos como “ideólogo” de la trama (y acaso de la película entera) al taxista
amigo de los protagonistas, cuya brillante aportación al enredo, al texto y al
subtexto de la obra consiste en un solo mensaje y una sola palabra: “follar”.
En el enredo se echan de menos, además, una (o varias) vueltas de tuerca,
algún giro inesperado y, sobre todo, una resolución satisfactoria. Tal como
está, el argumento es demasiado sencillo, lineal, previsible y decepcionante.
El final coral y feliz lía a la compañera con el taxista (en otro
anti/antológico diálogo, ahora un cruce de manidos lugares comunes), empareja
igualmente a dos lesbianas (en un intercambio verbal cuya gracia y finura
palidecen al lado del ritual de seducción entre dos perros callejeros, antes de
su acoplamiento…) y, sobre todo, restaura, más o menos, el “statu quo” inicial entre los
cuatro protagonistas. Pero lo hace de un modo esquemático, artificioso,
precipitado, sin otro conflicto ni otra aclaración que los que tienen lugar en la
pista de tenis, cerrando en falso, es decir, dejando abierta (en sordina, y con
algunos cabos sueltos), la historia soterrada de engaño, traición y revancha
entre amigos que es el meollo del filme (filme del cual, digámoslo en este
punto, se rodó, dado su éxito comercial, una segunda parte, que no he visto ni pienso ver).
“El otro lado de la cama” no es simplemente una comedia de enredo. Se
presenta, explícita y presuntuosamente, como una comedia musical. Y, en esta
línea, asume el elemento esencial de las bien conocidas obras hollywoodenses
del género, a saber, canciones que expresan los estados emocionales de los
personajes (“No sé qué hacer”, “Dime que me quieres”, “Salta”, etc.), entonadas
y coreografiadas siguiendo las convenciones establecidas.
En una visión de conjunto de la película y sus componentes, he de confesar
que las canciones son, seguramente, lo más apreciable de “El otro lado de la
cama”. Se trata de éxitos del pop español de los años ’80, en su mayor parte, y
yo las calificaría, en general, como estupendas canciones, que la película recoge,
adapta y usa adecuadamente. Por desgracia, como digo (por desgracia para la
película, quiero decir), alguna de esas composiciones musicales vale más, como
obra de arte, que la película entera…
Muy distinto es el caso de las coreografías diseñadas para servir a las
canciones. Tocante a ellas, hemos de recaer en los epítetos negativos ya
prodigados a la película: las coreografías son, tanto como el humor “ensayado”
a lo largo del metraje, deplorables, bochornosas, vergonzosas. Cuatro o cinco
niños haciendo figuras que un buen maestro de gimnasia o de música organizaría
en media hora en un patio de colegio inspiran rubor en el espectador, y no una
ni dos veces, sino todas las veces (porque todas las veces se repiten los
mismos movimientos, saltos, dibujos…), y dejan en la retina la impresión de un
paupérrimo trabajo, desde el punto de vista de la danza o de la imaginería
escénica, para una obra que osa proponerse como “comedia musical”.
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