De mal en mujer
(Mi comentario a “Las brujas de
Zugarramurdi” (2013), de Alex de la Iglesia)
Cuantos admiramos, o hemos admirado, la imaginación peculiar y desbordante
de Alex de la Iglesia, su talento para revisitar, recrear y realzar hasta
insólitas cimas de calidad el género vernáculo de la comedia disparatada, ese
su don versátil para confeccionar esmerados guiones y para vestirlos
visualmente, no podemos evitar sentir, al término de la proyección de “Las brujas
de Zugarramurdi”, un regusto de decepción.
La película podría haber sido (y, de hecho, como tal parecía proponerse)
una contribución vigorosa, tan personal como “carpetovetónica”, al muy
venerable argumento dramático de “la guerra de los sexos”. Todo el
planteamiento del filme y muchos de sus diálogos se enmarcan justamente en ese
propósito: mostrar la crispación, los extremos de conflicto y de cataclismo, a
que la exacerbada polaridad masculino-femenino puede arrastrar, en nuestra
época, a seres humanos de todo punto normales. El matrimonio deshecho del
atracador protagonista, las humillantes relaciones de pareja de su compinche,
el sojuzgamiento exconyugal del señor de la tienda de oro, las confidencias
maritales del policía divorciado a su conmilitón, son otras tantas ocasiones (y
expansiones) de agresividad, de perplejidad, de rencor, de amargura, frente a
los desmanes, o la pura idiosincrasia, del otro sexo. Tratándose en todos los
casos de hombres que expresan o desahogan o hurgan en sus laceraciones íntimas,
sería por mi parte mentir el ocultar o el atenuar la naturaleza profunda, agresiva,
vibrantemente misógina de los caracteres y de sus discursos.
Del lado femenino, el alegato final de la reina de las brujas suena más bien
fantasioso que visceral, y acusa más deudas respecto del argumentario (y,
explícitamente, de un modo visual hasta lo abrumador, incluso de la –o al menos
de una– mitología) feminista-matriarcal que respecto de una experiencia tan particular,
íntima y cotidiana como la que cada uno de los varones del reparto va
desnudando a lo largo del filme. Digamos que, mientras la bruja reina habla de
leyenda (una diosa ancestral, cuya parusía se aguarda y prepara) y de historia
(de la Venus de Moellendorf a Thatcher/Merkel, nada menos), los simples, los
prosaicos varones respiran (o supuran) vida por la herida de sus
emparejamientos desgarradores.
Pero debemos tener presente que, en “Las brujas de Zugarramurdi”, lo que la
película finalmente llega a ser no admite comparación con lo que la película podría
haber sido (y, como dije, creo que pretendía ser). Los diálogos salvajemente
misóginos ("las mujeres son arañas", "las mujeres nunca piensan
lo que parece que piensan, sin que se sepa qué piensan de verdad", "las
mujeres arrancan los huevos de los hombres", etc., etc.) y la simétrica reivindicación
belicosa de “lo eterno femenino” quedan sueltos, aislados, perdidos en un
conjunto narrativo que, en vez de integrarlos, los emplea con tanto vigor como
poca constancia, diríamos que tan extensamente (formulados por tantos
personajes) como poco intensamente (diluidos o traicionados por la estructura
misma de la narración).
El arranque del filme es enérgico y, sin ser del todo original, tiene no
obstante toques muy “iglesiescos” (como la figura del Cristo o el uso de los
personajes de la Puerta del Sol); además, está muy bien rodado, en mi opinión, y
desemboca en una espectacular persecución automovilística por las calles de
Madrid (algo que, al menos yo, no estoy habituado a ver en el cine),
persecucion que, a su vez, evoluciona muy naturalmente hacia una especie de “road
movie” basada en una situación, o en varias, entre surrealistas y cutres (el
niño –cómplice del atraco– que no ha hecho aún ni la merienda ni los deberes,
el señor de Badajoz retenido entre los delincuentes que han raptado el taxi que
el buen hombre ocupaba, la esposa enfermera cumpliendo desquiciadamente en su
hospital con el reparto de medicinas…), situaciones que son, una vez más,
felizmente “iglesiescas” (añado de pasada que, a mi juicio, no son tan
“iglesiescos”, en cambio, los dos caracteres principales, a los que le falta
originalidad y relieve –y la película se resiente de ello–).
Hasta aquí todo tiene sentido, ritmo, interés, plausibilidad. Pero todas
estas cualidades se pierden en el mismo instante en que la bruja joven hace su
aparición en escena. Los efectos de este personaje sobre la trama, y sobre la
película en general, son devastadores, desde el mismo momento en que los dos
atracadores comienzan a babear para intentar seducirla, olvidan en consecuencia
(y de modo muy poco convincente) el saco con el botín, han de regresar a la
mansión de las brujas, y uno de ellos termina por descubrirse como “víctima”
(intimidada) del ardiente enamoramiento de la joven y bella hechicera.
Creo que lo dicho en el anterior párrafo bastará para dar una idea de la
mutación que el filme sufre con la aparición de la enamoradiza maga. La
distracción en “los negocios” de los prófugos, su excitación sexual natural e
inducida (la bruja masturbándose con la escoba), la inesperada y medio
complacida sumisión al vehemente arrebato pasional de la bella maléfica, son
otras tantas desviaciones o distorsiones del planteamiento inicial (y
subterráneo) del filme. Y, lejos de complicarlo o de enriquecerlo (“los
caprichos y avatares del amor en plena guerra de sexos”), lo echan a perder,
dada la incongruencia, la gratuidad, la insistencia, la fluctuación, de la asimétrica
historia de amor, ni posible ni oportuna ni interesante ni convincente.
La bruja joven, el singular romance, los (demasiados) momentos en que ella
y su amado fugitivo presiden la escena, constituyen sólo el inicio de un
inexorable declive en el guión, que, con la entrada en la cueva inmensa donde
todo el brujerío se congrega para su periódico ritual (y entonces faltan aún
unos treinta minutos para que la película concluya…), se precipita en picado
hacia un delirio de la peor especie. Y la prolongadísima culminación de la
película, en esos interminables y abigarrados momentos de la caverna, es un
completo disparate, tanto desde el punto de vista cinematográfico (con un
rodaje que llega a aburrir y a marear, todo a la vez), como desde el narrativo
(puesto que todas las líneas argumentales confluyen simultánea, alocada y confusamente),
como desde el discursivo (la confesión de homosexualidad del policía es
extemporánea y, una vez más, desenfoca los claros designios iniciales del
guión), como desde el ideológico (la arenga vindicativa de lo feminil culmina
en la deificación de una criatura, en cuanto anhelado mesías desfacedor de los
milenarios entuertos hechos a la mujer, que resulta ser… un jovencísimo macho),
como desde el visual (con esa Venus monstruosa hasta lo grotesco, y sus ciclópeas
inclemencias alimenticias y escatológicas).
En una palabra: la media hora final (incluyendo la superflua coda en el
teatro) echa a perder por completo una obra ya muy dañada desde la aparición (y
la peripecia) de la bruja joven. Y, por lo uno y por lo otro, “Las brujas de
Zugarramurdi” se desmorona con estrépito, cual la monstrua de la enorme gruta en
que el guión y el rodaje alcanzan el clímax de su delirio. (Me pregunto,
incidentalmente, si esa gruta en que la película se rodó es la misma en cuyas
entrañas rumorosas comenzó el antiguo, el real suceso de “brujería”, allá a
principios del siglo XVII –suceso del que la película, claro está, sólo
aprovecha el nombre mítico–).
“¿Prefieres estar con tus amigos antes que conmigo?”. Esta es la pregunta
(formulada por la hechicera venusta) que la película pretendía explorar: sus
honduras de desafío y de tiranía, su desprecio universal implícito, sus
simultáneas tentación y acusación, los abismos casi insondables de cualquiera
de sus múltiples entonaciones (el reproche, la ironía, la endecha) y de
cualquiera de sus (desgraciadamente) muy poco múltiples respuestas... En una
palabra, la forma y el fondo, la causa y la consecuencia, el latido y el eco,
de esas realidades misteriosas y personales de todo hombre a las que conocemos
como mujer, sexualidad, atracción, seducción. Lamentablemente, la hechicera de
rubios cabellos y tersas facciones se hizo presente en la película (al parecer,
la misma mujer también en la vida del guionista-director…) para dar al traste
con toda indagación o especulación no sentimental respecto de todo ello y, de
remate, para arrojar sin contemplaciones toda veleidad en ese sentido al
gineceo desmesurado de una cueva de alucinaciones, de
enardecimientos y de monstruosidades. (6 de
octubre de 2015)
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