9 oct 2015

“Las brujas de Zugarramurdi” (2013), de Alex de la Iglesia


De mal en mujer
(Mi comentario a “Las brujas de Zugarramurdi” (2013), de Alex de la Iglesia)

Cuantos admiramos, o hemos admirado, la imaginación peculiar y desbordante de Alex de la Iglesia, su talento para revisitar, recrear y realzar hasta insólitas cimas de calidad el género vernáculo de la comedia disparatada, ese su don versátil para confeccionar esmerados guiones y para vestirlos visualmente, no podemos evitar sentir, al término de la proyección de “Las brujas de Zugarramurdi”, un regusto de decepción.

La película podría haber sido (y, de hecho, como tal parecía proponerse) una contribución vigorosa, tan personal como “carpetovetónica”, al muy venerable argumento dramático de “la guerra de los sexos”. Todo el planteamiento del filme y muchos de sus diálogos se enmarcan justamente en ese propósito: mostrar la crispación, los extremos de conflicto y de cataclismo, a que la exacerbada polaridad masculino-femenino puede arrastrar, en nuestra época, a seres humanos de todo punto normales. El matrimonio deshecho del atracador protagonista, las humillantes relaciones de pareja de su compinche, el sojuzgamiento exconyugal del señor de la tienda de oro, las confidencias maritales del policía divorciado a su conmilitón, son otras tantas ocasiones (y expansiones) de agresividad, de perplejidad, de rencor, de amargura, frente a los desmanes, o la pura idiosincrasia, del otro sexo. Tratándose en todos los casos de hombres que expresan o desahogan o hurgan en sus laceraciones íntimas, sería por mi parte mentir el ocultar o el atenuar la naturaleza profunda, agresiva, vibrantemente misógina de los caracteres y de sus discursos.

Del lado femenino, el alegato final de la reina de las brujas suena más bien fantasioso que visceral, y acusa más deudas respecto del argumentario (y, explícitamente, de un modo visual hasta lo abrumador, incluso de la –o al menos de una– mitología) feminista-matriarcal que respecto de una experiencia tan particular, íntima y cotidiana como la que cada uno de los varones del reparto va desnudando a lo largo del filme. Digamos que, mientras la bruja reina habla de leyenda (una diosa ancestral, cuya parusía se aguarda y prepara) y de historia (de la Venus de Moellendorf a Thatcher/Merkel, nada menos), los simples, los prosaicos varones respiran (o supuran) vida por la herida de sus emparejamientos desgarradores.

Pero debemos tener presente que, en “Las brujas de Zugarramurdi”, lo que la película finalmente llega a ser no admite comparación con lo que la película podría haber sido (y, como dije, creo que pretendía ser). Los diálogos salvajemente misóginos ("las mujeres son arañas", "las mujeres nunca piensan lo que parece que piensan, sin que se sepa qué piensan de verdad", "las mujeres arrancan los huevos de los hombres", etc., etc.) y la simétrica reivindicación belicosa de “lo eterno femenino” quedan sueltos, aislados, perdidos en un conjunto narrativo que, en vez de integrarlos, los emplea con tanto vigor como poca constancia, diríamos que tan extensamente (formulados por tantos personajes) como poco intensamente (diluidos o traicionados por la estructura misma de la narración). 

El arranque del filme es enérgico y, sin ser del todo original, tiene no obstante toques muy “iglesiescos” (como la figura del Cristo o el uso de los personajes de la Puerta del Sol); además, está muy bien rodado, en mi opinión, y desemboca en una espectacular persecución automovilística por las calles de Madrid (algo que, al menos yo, no estoy habituado a ver en el cine), persecucion que, a su vez, evoluciona muy naturalmente hacia una especie de “road movie” basada en una situación, o en varias, entre surrealistas y cutres (el niño –cómplice del atraco– que no ha hecho aún ni la merienda ni los deberes, el señor de Badajoz retenido entre los delincuentes que han raptado el taxi que el buen hombre ocupaba, la esposa enfermera cumpliendo desquiciadamente en su hospital con el reparto de medicinas…), situaciones que son, una vez más, felizmente “iglesiescas” (añado de pasada que, a mi juicio, no son tan “iglesiescos”, en cambio, los dos caracteres principales, a los que le falta originalidad y relieve –y la película se resiente de ello–). 

Hasta aquí todo tiene sentido, ritmo, interés, plausibilidad. Pero todas estas cualidades se pierden en el mismo instante en que la bruja joven hace su aparición en escena. Los efectos de este personaje sobre la trama, y sobre la película en general, son devastadores, desde el mismo momento en que los dos atracadores comienzan a babear para intentar seducirla, olvidan en consecuencia (y de modo muy poco convincente) el saco con el botín, han de regresar a la mansión de las brujas, y uno de ellos termina por descubrirse como “víctima” (intimidada) del ardiente enamoramiento de la joven y bella hechicera.

Creo que lo dicho en el anterior párrafo bastará para dar una idea de la mutación que el filme sufre con la aparición de la enamoradiza maga. La distracción en “los negocios” de los prófugos, su excitación sexual natural e inducida (la bruja masturbándose con la escoba), la inesperada y medio complacida sumisión al vehemente arrebato pasional de la bella maléfica, son otras tantas desviaciones o distorsiones del planteamiento inicial (y subterráneo) del filme. Y, lejos de complicarlo o de enriquecerlo (“los caprichos y avatares del amor en plena guerra de sexos”), lo echan a perder, dada la incongruencia, la gratuidad, la insistencia, la fluctuación, de la asimétrica historia de amor, ni posible ni oportuna ni interesante ni convincente. 

La bruja joven, el singular romance, los (demasiados) momentos en que ella y su amado fugitivo presiden la escena, constituyen sólo el inicio de un inexorable declive en el guión, que, con la entrada en la cueva inmensa donde todo el brujerío se congrega para su periódico ritual (y entonces faltan aún unos treinta minutos para que la película concluya…), se precipita en picado hacia un delirio de la peor especie. Y la prolongadísima culminación de la película, en esos interminables y abigarrados momentos de la caverna, es un completo disparate, tanto desde el punto de vista cinematográfico (con un rodaje que llega a aburrir y a marear, todo a la vez), como desde el narrativo (puesto que todas las líneas argumentales confluyen simultánea, alocada y confusamente), como desde el discursivo (la confesión de homosexualidad del policía es extemporánea y, una vez más, desenfoca los claros designios iniciales del guión), como desde el ideológico (la arenga vindicativa de lo feminil culmina en la deificación de una criatura, en cuanto anhelado mesías desfacedor de los milenarios entuertos hechos a la mujer, que resulta ser… un jovencísimo macho), como desde el visual (con esa Venus monstruosa hasta lo grotesco, y sus ciclópeas inclemencias alimenticias y escatológicas).

En una palabra: la media hora final (incluyendo la superflua coda en el teatro) echa a perder por completo una obra ya muy dañada desde la aparición (y la peripecia) de la bruja joven. Y, por lo uno y por lo otro, “Las brujas de Zugarramurdi” se desmorona con estrépito, cual la monstrua de la enorme gruta en que el guión y el rodaje alcanzan el clímax de su delirio. (Me pregunto, incidentalmente, si esa gruta en que la película se rodó es la misma en cuyas entrañas rumorosas comenzó el antiguo, el real suceso de “brujería”, allá a principios del siglo XVII –suceso del que la película, claro está, sólo aprovecha el nombre mítico–).

“¿Prefieres estar con tus amigos antes que conmigo?”. Esta es la pregunta (formulada por la hechicera venusta) que la película pretendía explorar: sus honduras de desafío y de tiranía, su desprecio universal implícito, sus simultáneas tentación y acusación, los abismos casi insondables de cualquiera de sus múltiples entonaciones (el reproche, la ironía, la endecha) y de cualquiera de sus (desgraciadamente) muy poco múltiples respuestas... En una palabra, la forma y el fondo, la causa y la consecuencia, el latido y el eco, de esas realidades misteriosas y personales de todo hombre a las que conocemos como mujer, sexualidad, atracción, seducción. Lamentablemente, la hechicera de rubios cabellos y tersas facciones se hizo presente en la película (al parecer, la misma mujer también en la vida del guionista-director…) para dar al traste con toda indagación o especulación no sentimental respecto de todo ello y, de remate, para arrojar sin contemplaciones toda veleidad en ese sentido al gineceo desmesurado de una cueva de alucinaciones, de enardecimientos y de monstruosidades.     (6 de octubre de 2015)

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