El acné de las momias de Groenlandia
(Mi comentario a “Todos están
muertos” (2014), de Beatriz Sanchís)
Se trata de una película sobre el paso a la madurez. Y de un drama
familiar. Y de una historia de amistad adolescente. Y de una obra de realismo
mágico, en que los muertos conviven con los vivos. Y de una indagación sobre el
poder de la música. Y de una fantasía espiritista. Y de un relato sobre
psicosis como la agorafobia o la depresión. Y de una búsqueda de la propia
identidad sexual. Y de una miniatura intimista, rodada intramuros, levemente
claustrofóbica. Y de…
Concretando, o sea, descendiendo de la categoría a la anécdota: hay una
madre, antigua estrella del rock español de los ’80 (ahora estamos en 1996),
que vive enclaustrada con su hijo cuasi (es decir, pre) adolescente y con su
animosa, pero secreta y gravemente enferma, madre mexicana. La madre mexicana
logra, con ayuda de una comadre santera, devolver a la vida y a la casa a su
otro hijo, o sea, al hermano de la ex cantante, hermano cuya muerte en un accidente
de tráfico precipitó a la artista en su penoso estado actual. Este hermano era también un
músico, que tocaba junto a la hermana en un grupo, ahora olvidado, llamado
“Groenlandia” y deshecho, como la hermana misma, por la tragedia acaecida. El
hermano, otro cuasi (es decir, post) adolescente, se queda deambulando por la
casa (sólo su hermana puede verlo y departir con él), intentando como mejor puede
anudar lazos entre la madre demente y el muchacho en confusión. El hijo conoce
a un chaval medio guitarrista que, cuando se entera de quién es la madre, se
hace amigo de él para acercarse a ella, porque la recuerda en su apogeo, así como su grupo y
sus canciones. La madre y el músico en fárfara, al que ella bien podría
triplicar la edad, se caen bien, se atraen, se besan. El hermano muerto,
siempre presente, reacciona con disgusto. Lo mismo el hijo de la mujer, que
sorprende a la pareja y se siente conmocionado, sin tener muy claro de quién
tiene celos: si de su madre o si del chico, porque, en el fondo, puede que él,
el hijo, “sea maricón”. Sea como fuere, la madre se va haciendo más flexible, más
positiva, más sociable, entre la compñía benefactora (una vez deshechos algunos
malentendidos...) del hermano muerto que pulula por la casa y la devoción asidua
del mozalbete meló y mitomano. Entretanto nos enteramos, casi al vuelo, de que
en realidad el hijo es producto del amor incestuoso de los dos hermanos músicos.
También entretanto, los dos amigos, o sea, el hijo y el guitarrista, van
practicando canciones para un festival “scout”. Cuando todo está encauzado en
la casa y en los corazones, los dos amigos se reconcilian, el festival se
celebra, el modesto conjunto canta una canción del antiguo grupo de la madre
(escrita por el hermano muerto) y la madre vence su agorafobia para ir a ver y
a aplaudir a su hijo, recobrado por fin desde el fondo de sus superadas depresión
y alienación.
Lo prometo: este batiburrillo de
trastornos mentales, redenciones, zombis, incestos y “mariconadas”, se nos
cuenta de modo totalmente serio, incluso un punto pomposo. Y eso aunque la
estrambótica historia incluya una auto-rapada, maquinilla mediante, del chaval (rapada de la cabellera, que no del ostensible bozo),
a modo de “rito iniciático” (tras de lo cual renuncia a la pacata música “scout”
en favor del viril rocanrol), una mezcolanza chocante entre rock ochentero y
santería mexicana, diálogos inconcebibles de la madre y de la abuela con el hermano
o hijo muerto, una franca invitación a drogarse para poder ver a los difuntos "como Dios manda",
y un patético errar por la casa, sin ton ni son, del finado convocado de
ultratumba e imposibilitado de marcharse de vuelta allí.
Serias o ridículas en su recepción,
son tantas las cuerdas pulsadas –nos decimos en cuanto aprehendemos la
pluralidad de tonos de la película– que, a poco, la pieza será, si no muy
buena, sí al menos interesante, variada y entretenida. Esta asunción optimista
entraña un grave error, que muy pronto empezamos a expiar dolorosamente n nuestras carnes:
el guión es deslavazado, los diálogos son ramplones, la fotografía es desvaída
y uniforme, los caracteres, pese a todo su dramatismo, son romos e
inexpresivos, los actores son deprimentes (con mención especial para el
inexpresivo zagal con bozo y su concienzudamente fea madre), el ritmo es
premioso, y, en suma, el largometraje comienza, a la media hora, a hacerse muy,
muy largo; tanto que, media hora después, cuando aún falta otra media para el final, se
hace preciso recurrir a artimañas inconfesables para abreviar, o al menos
para aliviar, la soporífera proyección.
En conclusión: “Todos están muertos”
es una película muy, muy decepcionante, cuya ambición en cuanto a temas o a tonos queda
del todo desacreditada por su realización final. El repertorio de géneros presuntuosamente
abordados se traduce en una lista de frustraciones sucesivas y superpuestas. Un
drama intimista, uno familiar, uno intramuros, uno psicológico, requieren mucho
más que alevosa lentitud, diálogos deshilachados, anécdotas mínimas y miradas
vacías para despertar emoción y comprensión. Musicalmente, la mestiza banda sonora
(con alternancia de rancheras y rocanrol) propone muchas piezas, ninguna de las
cuales acierta siquiera a remedar las viejas (o perennes) glorias ni de la ranchera ni del
rocanrol. Y, en lo que toca al “realismo mágico” (la evocación del mexicano
Juan Rulfo y de las ánimas vivientes en “Pedro Páramo” parece obligada), si el
piso en que transcurre la mayor parte de “Todos están muertos” pretende tener
algo de la Comala rulfiana, es una Comala sin relieve y sin fondo, sin ecos y casi sin voces. (9
de octubre de 2015)
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