29 jun 2015

“Gravity” (2013), de Alfonso Cuarón


“Gravitas”
(Mi comentario a “Gravity” (2013), de Alfonso Cuarón)

Hay un momento en esta película en que la astronauta protagonista, después de sufrir la enésima contrariedad en sus intentos de enderezar el desastroso curso de su misión, comprende que no va a poder regresar a la Tierra. Su último recurso (una voz humana en el intercomunicador) ha demostrado muy pronto ser inútil, una mera interferencia de una remota vida humana, ajena a la grave tesitura de la astronauta, en las sofisticadas pero permeables vías de comunicación con el espacio exterior. Retazos de una rutina familiar (un perro que ladra, un niño que llora, una voz que habla, ríe y canta) alcanzan a la mujer en su extrema distancia, incomunicación y desamparo. Ella, que se sabe perdida, entrega toda su atención y toda su emoción a esas preciosas hilachas de simplicísima vida cotidiana, de una vida para ella tan añorada como irrecuperable. Oye un bebé y recuerda a la niña que ella perdió, una nana y se recuerda cantando a su hija, risas y recuerda la vida que pudo ser. Cuando oye ladrar un perro, la identificación, la memoria, el afán de participar de las simples ceremonias humanas, la mueven a jugar con el animal, a acariciarlo con su voz, a remedar sus familiares ladridos. Y este momento en que la pobre astronauta juega, ríe y ladra con el desconocido y remotísimo animal me parece, en su extrema sencillez, el más asombroso y verosímil de una espectacular película cuyos propósitos son, precisamente, el asombro y la verosimilitud.  

A ese lapso de desesperada melancolía sigue, en la mente de la astronauta, la comprensión y la aceptación del hecho brutal de la muerte, de su muerte allí y ahora. La incredulidad ante algo tan inconcebible como la propia, inminente muerte, se entrelaza con discursos (que son recursos) de auto-compasión (percibiéndose lastimosamente privada del recuerdo, del luto, de la oración de todos los otros) y con insinuaciones religiosas (una plegaria, sea de quien sea, que haga las veces de la plegaria que una misma nunca supo rezar…). Y sutil, paulatinamente, va ganando la conciencia, dulce, tentadoramente, la idea de unirse, feliz, definitivamente, a los seres queridos del otro lado (la hijita muerta). La nana lejana que el intercomunicador transmite duerme poco a poco la vitalidad de la astronauta, disipa la humareda mental de las palabras, le devuelve y la vuelve a su niña. Cantar, dormir, tal vez soñar…

Es justo en estos instantes finales de abandono, de rendición, de aquiescencia al ahora prometedor más allá, cuando el impulso animal de supervivencia, o una milagrosa aparición en respuesta las oraciones no pronunciadas, o un simple recurso imaginativo de los guionistas del filme, juegan sus últimas cartas en pro de la vida en la conciencia de la desfalleciente astronauta. Y lo hacen en la presencia y en la voz de un compañero de misión, caído en el cúmulo de infortunios que la han acosado y arruinado, y que ahora comparece misteriosamente junto a la mujer agonizante.

En la estrategia con que la prodigiosa aparición se esfuerza en arrancar a la astronauta de su abrazo reconciliado con la muerte hay sutileza, astucia y persuasión. Reconoce sin ambages el estado de sosiego a que la aceptación ha llevado a la mujer, la paz intangible del territorio más allá de esta vida al que ella se encamina con rendida dicha, y concede que no hay una respuesta lo bastante convincente a la pregunta por el sentido de la vida o por el de seguir viviendo, expuestos como estamos en este mundo a todos los peligros, a todos los sinsabores, a todas las desgarradoras pérdidas (como la de la hijita de la astronauta). 

Y, sin embargo, esa formulación de la serenidad, de la claridad, de la invulnerabilidad de que gozan los difuntos suena, por su sola enunciación en alta voz, si no como un reproche sí como una paradoja, como una verdad inconmensurable con esta vida y a la cual esta vida, aunque sea la vida de un agonizante, nunca podría, debido a una pura incompatibilidad lógica, ajustarse.

La extraña aparición propone entonces a la mujer, de modo no menos sutil que su refutación de la actitud de abandono a la muerte, varios itinerarios que seguir desde la frontera entre mundos en que ella se encuentra. Uno, inmediatamente descartado por ella, es el que guían sustancias como el alcohol o los estupefacientes. Otro devuelve su espíritu y su ser, por medio de una restauración anímica completa, al honorable enfrentamiento con la muerte, a una probabilidad cierta de sucumbir, pero sin sumisión espiritual, con la voluntad de resistencia y de afirmación que nos configura como humanos. Un tercero, de índole más práctica, se dirige a los objetos, las herramientas, los conocimientos que, debidamente dominados y empleados, pueden obrar el prodigio de sacar a la astronauta de su crítica situación en el espacio.

No es cierto que siempre haya algo que se pueda hacer, que lo imposible sea sólo la confesión de una cobardía o de una pereza. A veces, muchas veces, no hay remedio, y las insensatas proclamas de los irracionales catecismos de auto-ayuda no obtienen otro resultado que culpabilizar a la víctima de su desgracia, de su enfermedad, de su pérdida. Donde se puede, y se debe, siempre hacer algo es en la conciencia, en la mentalidad, en el estado de ánimo: en ese ámbito donde no hay nada irremediable.

En la gravísima tesitura de la astronauta sí hay algo que ella puede hacer, un tecnicismo que ha pasado por alto y que podría salvarle la vida: se trata de un pormenor relacionado con la disponibilidad del mínimo de combustible que la nave precisa para alcanzar su objetivo. Expresado en términos anímicos (insoslayables dada su diáfana traducción): la energía que la mujer reserva para exhalar su último aliento es toda la energía que le hace falta para volver a la vida.

El recurso técnico a la ignición con el combustible residual funciona, y la salvación parece de nuevo al alcance de la poco ha desahuciada astronauta. Persuadida por la misteriosa y benéfica visita del compañero perdido, cual ángel custodio, ella, de nuevo sola en la cápsula espacial, ha decidido resistir, pelear, sobrevivir o morir intentándolo. Y mientras pulsa botones y conecta dispositivos, la imagen de su hija sigue estando presente, cercana, activa, pero ya de otro modo que antes.

La visita de la mujer al umbral de la muerte ha supuesto para ella un aprendizaje de la más adecuada, la más saludable, incluso la más humana, manera de relacionarse con los seres queridos que nos han precedido en el más allá. Ellos no nos están esperando, no hay un presente más sano (para nosotros) ni más cariñoso (hacia ellos) que el de tenerlos presentes, no son la claudicación ni el desprendimiento de este mundo salvoconductos que nos franqueen ninguna puerta hacia ellos. Las maniobras de pilotaje de la astronauta se acompañan de recuerdos, de interpelaciones, de ternezas, hacia su hija, segura como está ahora de que el amor sin rendición, el amor sin apresuramiento, el amor sin olvido ni muerte, es el único camino de permanecer en relación con ella.

Al final de la película, la astronauta emerge, no sin gran esfuerzo, de una laguna en que su pequeño módulo espacial ha amerizado. En su volver al aire desde las pesadas aguas que, inundando la cápsula, casi engullen a su frágil ocupante, en el susurro de gratitud que escapa de sus labios al reencuentro de náufrago con la áspera y anhelada orilla, en su asentar los pies sobre la tierra luego de la azarosa misión en el altísimo y peligroso cielo más allá del cielo, en su sentirse de vuelta a la vieja casa de este planeta errante, de esta bola imperfecta a la escala de nuestra respiración y nuestro tacto, percibimos la sabiduría de una mujer renacida a la vida, a la mínima, simple y preciosa vida humana cuyo valor único ha sondeado y aprehendido gracias a su experiencia-límite más allá de los límites de este mundo.                                 (23 de junio de 2015)

24 jun 2015

“El juez” (2014), de David Dobkin


La continencia de la causa no es un chicle
(Mi comentario a “El juez” (2014), de David Dobkin)

¿No nos han contado ya cientos de veces la historia del padre y el hijo distantes, incluso enemistados, que terminan en paz y armonía? ¿La de una familia que incluye un padre estricto hasta la crueldad, o un deficiente psíquico que sirve de precaria argamasa emocional, o una joven promesa del deporte que vio su carrera traumáticamente truncada, o un hijo rebelde (con o sin causa) y en vías de descarriarse, o uno que de verdad se extravió (por los arrabales de la droga o el delito) pero acabó regresando a la “recta vía” de los valores y deberes familiares? ¿La historia de un duelo judicial en que hay tanto de revancha personal como de sed de justicia? ¿La de un triunfador gilipollesco al que las circunstancias hacen tomar conciencia de su errónea actitud y de sus vínculos y compromisos con los demás seres humanos? ¿La historia de un desarraigado de sus orígenes que se ve obligado a regresar a su pueblo, y allí recuerda y reanuda el antañón noviazgo con su “sweetheart” del instituto? Todas esas historias, reales “desde que el mundo es mundo”, ¿no se nos han contado ya una y otra vez, por activa y por pasiva, en todos los tonos y con todos los matices, “desde que el cine es cine”?

La película “El juez” tiene la dudosa virtud de hacernos sentir viejos, enfrentándonos a un continuo “déjà vu” temático y argumental que nos deja cansados y con el humor desabrido, escépticos y estragados, afectados en nuestra sensibilidad por un melancólico regusto “mallarméano” de haber “déjà vu tous les films”...

 Muy otro sería nuestro ánimo, por supuesto, si la película aportara algo propio, distinto, intenso, a cualquiera de esos numerosos lugares comunes del cine dramático. Pero, por desgracia, no es éste el caso. En consecuencia, lo que prometía ser un gran drama no sobrepasa el nivel de un telefilme muy, muy pretencioso.

La desmesurada ambición de la película queda palmariamente demostrada no sólo por la abundancia de historias contadas, a la que ya me he referido, sino también por la decidida revisitación simultánea de varios géneros clásicos, tal como el drama familiar, el drama judicial e incluso el relato policial, así como por algunas tramas secundarias que se agregan y se ramifican sin restricción alguna (me refiero a la relación del abogado con su hija, incluyendo la visita de ésta al “lugar de los hechos”, o a la alambicada intriga sobre la paternidad de la hija de la exnovia). El resultado es una obra interminable (cerca de dos horas y media de duración) que sucumbe aplastada por su propio peso, literalmente.

A mi entender, el defecto (o, sencillamente, el déficit) esencial de la película se localiza en el guión: pese a los voluntariosos intentos de solemnizar, dramatizar o intensificar, es evidente que al puro texto (a los diálogos, a los caracteres) les falta riqueza, profundidad y vigor. La mano de un competente autor teatral, o un buen texto dramático como base del filme, habrían sin duda obrado muy provechosamente sobre el guión, pero ni escritor ni obra de teatro son rastreables en “El juez”, para su desgracia.

Consiguientemente, el buen trabajo de los actores no culmina en caracteres ficticios sólidos y memorables. Ante todo, el dinámico (y, para mí gusto, insufrible) Downey y el consagrado (incluso “canonizado”) octogenario Duvall, pero también los eficaces D’Onofrio, Farmiga y Thornton (sin duda, mi secundario favorito en este filme), adolecen de una endeblez esencial, en su pura construcción y expresión, que acarrea su falta de convicción y, más allá de gestos y gritos, de verdadera energía dramática (carencias extensibles, obviamente, de los caracteres a la película misma).
            En suma, “El juez” es un producto dramático serio y profesional, pero que peca de una excesiva ambición temática, de una falta absoluta de originalidad o de imaginación en el tratamiento de sus temas, y de una fragilidad fundamental (es decir, en el guión mismo) de la que se resienten, en términos de credibilidad y de vigor, los personajes y el filme en su conjunto.        (21 de junio de 2015)

19 jun 2015

“El Gran Hotel Budapest” (2014), de Wes Anderson



El vagón-confitería del Orient Express
(Mi comentario a “El Gran Hotel Budapest” (2014), de Wes Anderson)

La fotografía del autor en la contraportada de un libro (en manos de una chica que visita el monumento en su memoria) da pie a una evocación por ese autor de su encuentro con un curioso personaje en un desangelado hotel, personaje que, de seguido, rememora largamente para el autor (y para nosotros) los días de su juventud en el mismo hotel, esplendoroso en aquel entonces.

Una historia (el pasado del hotel) dentro de otra historia (el decadente presente) dentro de otra historia (la memoria del autor) dentro de otra historia (la chica ante el monumento). Esta serie de flash-backs es el múltiple marco en el que “El Gran Hotel Budapest” se nos presenta: una estructura de muñecas rusas o, más exactamente, de cajitas dentro de cajitas (cajitas que son, naturalmente, las del confitero Mendl, que la película hace desfilar, siempre con algún oportuno pretexto, ante nuestros ojos).

Se trata siempre de bellas cajitas blancas con un coqueto lazo azul a su alrededor, que aparecen repetidamente a lo largo del relato. Ornamentales y con una golosina dentro, circulando incesantemente, a menudo en racimos, entre los personajes.

Las cajitas –mínimas, decorativas, abundantes, ocupadas por un coloreado confite que es lo más próximo a la vacuidad alimenticia, zarandeadas sin tregua– reflejan a la perfección el tono de la película. Porque todos los elementos de la película, sin ninguna salvedad, son tratados como las cajitas del confitero Mendl.

Por ejemplo, los personajes (si se les puede llamar así). Son apariciones fugaces, sin fondo ninguno, a lo sumo estampas de época (un uniforme y una pose): un mosaico de retratos “en sepia” a los que docena y media de rostros bien conocidos del cine actual prestan su apariencia.

Los dos caracteres principales (el Monsieur Gustave encarnado por Ralph Fiennes y el botones Zero, su pupilo –que es quien, muchos años después, cuenta en el languideciente hotel la historia al autor que finalmente la escribirá, para veneración de la devota joven que visita su busto conmemorativo–) no son excepciones: su protagonismo no les lleva a transcender la caricatura, el trazo grueso, el arquetipo evocado (o imaginado) de los perfectos mayordomos (y botones) de aquellos palaciegos hoteles centroeuropeos de otrora.

Cajitas ornamentales, cajitas vacuas, lo son también las muchas arquitecturas que la película nos muestra. Sin el menor trasfondo o sentido histórico, puros decorados (aun tratándose de lugares reales), el hotel de antaño y sus múltiples dependencias suntuosas, el hotel en su declive, el museo en que el abogado es asesinado, el monasterio en que se refugia el mayordomo prófugo, el palacio de la vieja dama fallecida y otras innumerables localizaciones desfilan ante nuestros ojos como lo harían paisajes fugacísimos vistos desde la ventana de un tren a toda velocidad.

Dígase lo mismo que de las arquitecturas o de los escenarios acerca de las sucesiones o enumeraciones (a veces) vertiginosas en que con frecuencia la película se complace (por ejemplo, la serie de mayordomos coaligados en la fratría “de las llaves cruzadas”, o el encaminamiento, en el monasterio, de Fiennes y el botones hacia su conmilitón Serge allí refugiado).

Este empeño serial, acumulativo, acelerado, me resulta (en lo que es una impresión muy personal, lo reconozco) irritante por momentos: encuentro que un torrente de imágenes en las que a la mirada apenas se le permite detenerse (a veces, como al principio, superponiendo a ellas un torrente de palabras que reclaman al tiempo nuestra atención) se aproxima más a la agresión que a la ofrenda, exactamente como lo haría el vernos forzados a engullir, sin tiempo de paladear, los confites de las cajitas del repostero Mendl...

Porque los confites son, en sí mismos, deliciosos, como son bellísimas las imágenes con que “El Gran Hotel Budapest” nos encandila (pero que, a menudo, no nos deja tiempo de disfrutar...). Esta belleza, a la que contribuyen unas perfectas composición (deliberadamente pictórica) y fotografía, es uno de las características, y decisiones, esenciales de la película. Pero es una belleza peculiar, muy preparada y ornamental, muy brillante y coloreada: una vez más, es una belleza de tarta decorada, la belleza de las cajitas y de las golosinas del pastelero Mendl.

Esta belleza decanta la película hacia el peculiar género de “lo bonito”: colorines como dulces para la vista (que, por cierto, muy diestramente no llegan a empalagar), una atracción infantil por las comidas “que entran por los ojos”, preciosas estampitas que nos atraen y nos cautivan durante un rato de arrobo, y una completa falta de sustancia “nutritiva” muy bien disimulada por la seducción y el empacho visuales.

“Lo bonito”, el avasallamiento visual, la fiebre compositora de imágenes, el ansia de multiplicar escenarios o tratamientos visuales, impone a veces su ley al guión (es el caso de, por ejemplo, la entrada y estancia de Monsieur Gustave en la cárcel, o del incidente final en el tren –más bien un juego de estilo, con la fotografía en blanco y negro, que un intento serio de conferir dignidad o profundidad al personaje–).

“Lo bonito” será el rasgo más perdurable de “El Gran Hotel Budapest”, el elemento que determina su imaginería, su ritmo, su humor, sus personajes. Las evocaciones de y las expediciones por la Centroeuropa de entreguerras carecen por completo de convicción y no son, en consecuencia, en absoluto convincentes... En cuanto a la mención de Stefan Zweig, a cuya inspiración y bajo cuya advocación se somete el filme, lo mejor que se puede decir al respecto es que denota un loable propósito de ganar para la película a una audiencia europea culta, al tiempo que sirve como entrañable confesión de su completo desconocimiento del autor.

“Lo bonito” y “lo agitado” conviven en perfecta simbiosis gracias a una impresionante banda sonora que es, quizá incluso más que el colorido y el ritmo, la espina dorsal de la película: las composiciones del prestigioso Alexander Desplat alternan con los violines de Vivaldi, con frenéticos ritmos centroeuropeos o con espasmódicas balalaikas, en una ininterrumpida, y brillantísima, sucesión sonora.

La animación de la música, la vivacidad jovial del público, la profusión infatigable de escenarios, me traen a la imaginación una feria heterogénea y concurrida, en cuyo centro bien podría hallarse, abigarrado de colores, atestado de personal y de público, acelerado (cuando no atropellado) en su alegre giro interminable, un suntuoso tiovivo que se llamara “El Gran Carrusel Budapest”.                                   (14 de junio de 2015)

17 jun 2015

“Al filo del mañana” (2014), de Doug Liman



Destino manifiesto, sentido manifiesto
(Mi comentario a “Al filo del mañana” (2014), de Doug Liman)
 
Esta enérgica conmemoración del desembarco de Normandía (en su setenta aniversario) se plantea, a decir verdad, como una rememoración preñada de sentido y de contenido, históricos e ideológicos, de aquella gesta (sobre todo) estadounidense. La acción se desarrolla en las mismas playas que antaño, pero la escenografía es ahora futurista y fantasiosa (una invasión alienígena de repercusiones apocalípticas, afrontada con indumentarias sobrecargadas de aditamentos metálicos y con estrambóticas armas de videojuego –lugares comunes de los recientes taquillazos anuales de Cruise–). Depurado de jerga, de chatarra y de pirotecnias tecnobélicas, no obstante, el argumento se revela, de diáfano modo, como un franco manifiesto acerca de la vocación y el designio universalistas de los Estados Unidos de América.

Hay un mal que se ha expandido de modo fulgurante y devastador por el mundo, y que amenaza con extenderse incluso al santuario de la madre patria Norteamérica. La última oportunidad de contener esa epidemia arrasadora, tras un triunfo pírrico pero alentador en Verdún, se dirimirá en las playas de Normandía. Y los Estados Unidos, que han combatido ya en esas playas, combatirán ahora de nuevo, y volverán a combatir en esas mismas playas cuantas veces sea necesario. Las continuas regresiones temporales a la víspera de la batalla normanda contra los alienígenas, regresiones que son el meollo argumental de la película, no tienen otro objeto que mostrar con rotundidad la determinación y la perseverancia de los Estados Unidos en luchar hasta el fin de los tiempos, a la misma escala terrible y decisiva que en Normandía, contra cualquier agente o fuerza que, de alguna manera, les amenacen (en el lenguaje de la película, dicho a Cruise como soldado privilegiado con reservas suplementarias de tiempo: “tendrás que morir tantas veces como sea necesario, hasta que el Omega sea destruido”).

La realista presentación (con extractos de los principales medios internacionales describiendo los progresos de la invasión extraterrestre) y las proclamas debidamente universalistas (según las cuales los soldados estadounidenses estarían combatiendo por la salvación de la humanidad) no deberían, por supuesto, llamarnos a engaño: no presenciamos una fantasía bien enmarcada, sino un manifiesto ideológico en forma de fábula futurista, ni la humanidad ostenta en este manifiesto (adecuadamente metonímico: los Estados Unidos son la Humanidad…) un papel más relevante que el de destinataria bien advertida del mensaje severo acerca de la voluntad y la potencia, férreas e implacables, de los EE.UU.

La potencia norteamericana se nos muestra, apabullantemente, por medio de un despliegue de artilugios de artillería y de ingenios de defensa y de transporte. Somos igualmente invitados a contemplar el ambiente de los barracones de las tropas, a acompañarlas en su instrucción, a vivir su día a día, su moral, sus ocios y convicciones. En este sentido, la película vira levemente hacia el documental (en el que sólo el enemigo sería una licencia poética), en un tono que complementa persuasivamente la subyacente, y esencial, intención propagandística, ideológica, patriótica.

Respecto a la voluntad indomable de los Estados Unidos, la película no es ambigua acerca de la disposición y la capacidad de la nación para un rebobinado y una re-escritura, incluso constantes, de la historia, si aparecen como requisitos de la victoria y del predominio definitivos de valores norteamericanos esenciales. Así pues, quedamos debidamente avisados de que ni la historia escrita, ni la historia aún por construir, ni siquiera el inaprensible tiempo, serían ni serán nunca barreras infranqueables para la determinación norteamericana de prevalecer.

Sobre quién prevalecer, cuál es precisamente el nombre del enemigo que ha reemplazado al finiquitado nazismo y del cual los alienigenas son simples metáforas, no tiene, naturalmente, una respuesta precisa en la película. Es evidente que no se trata de un país, puesto que “perdimos Alemania, perdimos Francia” y los chinos y los rusos combaten contra el mismo enemigo en el frente oriental. De hecho, ni siquiera se trata de un ejército; según el guión, “habría que pensar en él más bien como en un organismo”, y como un organismo “cuya única vulnerabilidad parece ser la humanidad”. Estos datos reducirían considerablemente el número de opciones plausibles… Como candidatos para este rol de super-enemigo de “la humanidad”, tan poco explícito en el filme, me atrevo a aventurar dos (y es una elección muy particular): la Cultura y el Comunismo.

Acaso la ubicación de las guaridas en que Cruise se esfuerza en hallar y en destruir “el cerebro de la bestia” alienígena (para el caso, simplemente enemiga) podría aportar alguna iluminación acerca de la verdadera naturaleza del épico antagonista enfrentado en la nueva Normandía y a escala planetaria. Pues bien, Cruise se ve primeramente atraído hacia un abandonado embalse en una remota región alemana, lo que nos traería a las mientes las devastadas villas industriales de la Alemania oriental: el Mal tendría su nido y su madriguera, pues, en el paisaje doblemente arruinado (política y económicamente) de la antigua República Democrática Alemana. Pero, inesperadamente, esta pista resulta ser falsa, un simple señuelo del astuto Mal para desviarnos del verdadero camino hacia su descubrimiento y aniquilación.

Porque el Mal, de verdad, está en París. Se encuentra agazapado en el museo del Louvre, en sus sótanos y garajes. Es en la trastienda del corazón intelectual de la histórica e incomparable Ciudad Luz donde alienta la Bestia, no en desvencijadas factorías o presas hidráulicas de eriales o montañas germanas. Dicho de otro modo: la amenaza, el enemigo, el mal, la quintaesencia incompatible con los Estados Unidos, yace y late en el seno de la “intelligentsia” francesa. Y es ahí, precisamente, donde debe ser destruida.

Un París desolador, desertado por ese Enemigo enquistado en su alma, es reducido a escombros por los libertadores estadounidenses, en su empeño de aniquilar para siempre el poder corruptor, contagiado a la humanidad como una epidemia, de la Bestia agazapada en las entrañas del Louvre. La celebérrima pirámide de cristal salta en pedazos, el Arco de Triunfo es igualmente demolido con no menor estrépito y, para culminar el desarrollo del filme, la expedición de Cruise y la magna conflagración relatada, la película se complace en una panorámica del París destruido y redimido, como icónica representación de no pocos anhelos, recuerdos y sueños oscuros (freudiana materia) del subconsciente norteamericano.

Subconscientes razones, de índole acaso religiosa o acaso histórica, asoman también en la explícita interdicción de toda transfusión de sangre, cuya nefasta consecuencia sería la pérdida del poder sobre el tiempo y la historia. En términos más crudos: la contaminación de la sangre (¿norteamericana?) acarrearía inevitablemente debilidad, decadencia y dependencia, y debe por lo tanto ser evitada a toda costa. Tocante a este mensaje, francamente racista, la única ambigüedad en la película es la concesión a la épica de mostrar cómo Cruise, el héroe americano, puede jugarse la vida, y salvar al mundo (“as usual”), incluso cuando sabe que, esta vez (ahora que su sangre ha sido infectada por la sangre de otro ser humano, quizá incluso de un extranjero…), no hay marcha atrás en el tiempo.

“Cuanto más te hable de ella, más racional va a parecerte esta historia”, le dice un personaje a otro, en el curso de la película. Pero la racionalidad está en el filme desde el principio: la racionalidad de la propaganda, del dominio sobre tiempo e historia, de la identificación de nuestro enemigo más íntimo, de la cruzada externa (militar, ideológica, “universal”) e interna (pureza de sangre) contra el Mal (¿la Cultura, el Comunismo, los Intelectuales, la Historia…?). A esta racionalidad (o más bien, dadas sus perversiones o corrupciones, diríamos “a esta lógica”) se debe el que sean tan transparentes el sentido y el mensaje de la película (desde Normandía hasta el Louvre), una vez debidamente descortezada de excrecencias “marcianas”, de atrezzo de “heavy metal” y de todo su ruido y furia de videoconsola.            (13 de junio de 2015)

15 jun 2015

“El código Da Vinci” (2006), de Ron Howard



Teología de la liberación para todos los públicos: sótanas contra faldas
(Mi comentario a “El código Da Vinci” (2006), de Ron Howard)
 
¿Se encuentra realmente el gobierno chino detrás de la proliferación de garrapatas que está martirizando a nuestras mascotas? ¿El sospechoso sabor de ciertos yogures se debe a recónditos laboratorios que ensayan cómo graduar todos los parámetros de nuestros análisis de sangre? ¿Es nuestra vida amorosa, presente y futura, nada más que el resultado, sujeto a previsión y a decisión, de calculados algoritmos en omniscientes  computadoras programadas para megafacturar vida social? ¿Los fracasos incansables de nuestra selección balompédica han de achacarse a la venganza milenaria de los mayas, esos silenciados inventores del fútbol, de las quinielas y del calendario de cada temporada? ¿Cada vez que me bebo una cocacola estoy provocando, dócilmente, una predeterminada chispa de la vida en el motor ciego y guiado de mi curriculum vitae? ¿Qué destino para el mundo, atroz o mirífico, se esconde de verdad, accesible solamente a hermeneutas iluminados, en las palabras melifluas del sultán de Brunei, en las sonrisas afiladas de los ensabanados saudíes, en el benedicente doble-dedo del “poverello” sedente en la cátedra de Pedro?

La única conspiración mundial de la que no cabe duda es la de los ricos para robar a los pobres. De todas las demás, lo único que sabemos (y, por supuesto, no nos está permitido saber nada más…) es que son factualmente posibles, intelectualmente tentadoras, muy accesibles y muy adictivas para la imaginación (“la loca de la casa”) y, en suma, materia fácil para una literatura simple y de impacto, de fácil acceso y de mensaje serio-global-transcendental (¡nada menos!), fluidamente importantísima y cómodamente escalofriante.

Consecuencia: hasta los más hieráticos presentadores de televisión, o las lobotomizadas de la tertu-basura, o los bachilleres de carrera más tambaleante, tientan su suerte con voluminosos novelones de trazo grueso en que se nos revelan por fin los sagacísimos designios de las pirámides o de los pergaminos egipcios para una sociedad cronológicamente más tardía (y sapiencialmente más retardada), en que los arcanos universales de Da Vinci, Dante, Newton o cualquier otro gran nombre del panteón de la cultura son generosamente descifrados y diseminados al gran público (para su ávido consumo en aeropuertos o en vagones de metro), en que los misterios zoroástricos, o el poema de Gilgamesh, o el Popol Vuh, o las runas islandesas, se ligan con los más abstrusos secretos escondidos en las bóvedas de las agencias de (in)seguridad estadounidenses, con la providencia de omniscientes alienígenas, los avatares de la geopolítica, los desafíos de la energía o los achaques de decrepitud y polución de un planeta misteriosamente achatado (quién sabe si por los oscuros manejos de Eratóstenes...).

“El código Da Vinci” apareció en, y se benefició de, la altamar milenarista del año 2000. Como sería improcedente (e innecesario) detallar aquí su argumento, baste con una enumeración rápida de los elementos que, hábilmente mezclados, condujeron a su éxito comercial y justifican su perdurable atractivo: una sociedad secreta (de post- o seudo-templarios) cuya misión, desde tiempo inmemorial, es proteger la tumba de la esposa de Jesucristo y a los sucesivos descendientes directos de su matrimonio; el Opus Dei (como sociedad seudo-secreta contrapuesta), empeñado por todos los medios en hallar, y en destruir, ese sepulcro excepcional y a esos descendientes privilegiados (una tarea ímproba e ingrata que la sigilosa Obra lleva a cabo en nombre de la Iglesia oficial, de sus dogmas establecidos, de su estructura patriarcal, rigurosamente masculina y rigídamente jerárquica, establecida y consolidada por los siglos, y de otra serie de razones pareja e indiscutiblemente perversas…); como marco de este enfrentamiento entre muy obvios Bien y Mal, están las claves dadas por Leonardo Da Vinci en su archifamosa representación de la Última Cena, llaves escondidas que llevan a llaves de escondites, mensajes cifrados y descifrados en nuevas cifras, anagramas, criptografías, apólogos que descifrar, templos de ubicación remota y oscura, subsuelos preñados de enigmas y de claves, eruditos monomaníacos al borde de la locura, fanáticos asesinos cuya locura es la Cruz, policías implicados hasta las cejas en la gran conspiración, museos que son más bien santuarios, santuarios que no son sino casinos de adivinanzas, etcétera, etcétera.

La adaptación cinematográfica de la novela super-ventas de Dan Brown es un digno producto de entretenimiento que se sigue con interés, interés que, en mi caso, sólo se tambalea, transitoriamente, en la parte central (con un par de virajes diametrales de los caracteres y algún desquiciamiento excesivo de los avatares de la trama). Para mi gusto, sólo Hanks flojea en un reparto muy competente (y –hay que decir esto en favor del argumento– no muy nutrido: a la pareja protagonista y al estudioso MacKellen, no más de tres o cuatro caracteres acompañan en la accidentada investigación: el fanático, el policía, el obispo, el banquero). Especialmente, por encima de Tautou, Reno, Molina o Prochnow, yo destacaría a un espeluznante Bettany. La dirección y el guión son muy profesionales, sirviendo fiel y eficazmente a la novela (hay claridad, fluidez, inteligentes apoyos visuales, en la presentación de la abundante información histórica y cultural), y me parecen muy notables la fotografía y la banda sonora (del simpre fiable Hans Zimmer). De resultas de todo ello, las dos horas y media de la película transcurren sin monotonía ni cansancio. 

Sin embargo, llegados al final, y con la cabeza aún agitada por los misterios y los meandros de la trama, se me ocurre una reflexión (inevitablemente “conspiratoria”, dadas las circunstancias) acerca del famoso “código Da Vinci”. A saber: ¿y si la novela y su adaptación no fuesen sino dos piezas más de una conspiración global, inteligente y aviesa, dirigida a devaluar o a desprestigiar algunas disciplinas o facetas (¿demasiado?) respetadas (incluso veneradas) en este momento de nuestra civilización? Me refiero a las siguientes:

1) La historia: La historia de la humanidad no es un espectáculo, no obedece a un designio preconcebido, no esconde (como si fuera un tesoro) la explicación de nuestro mundo actual, no es presciente ni omnisciente ni providente. Una lectura de la historia que incurriera en estas asunciones, si bien muy propia de un momento de milenarismo (y de obras fruto de ese momento, como la novela de Dan Brown), sería sencillamente errónea, e ilusoriamente fácil y feliz: tan fácil y feliz que, quizá, algún que otro espectador se ha dejado convencer por la idea de una historia como una suerte de “programa” de relumbrón... Pero la historia es, realmente, una sucesión nada “programática” de momentos (con mucha frecuencia, de momentos de horror y de error) a los que sólo una mirada distante (una mirada de espectador) osaría investir de espectacularidad; la historia es ciega (y el fracaso de todas las utopías muestra cuán ciega es precisamente cuanto con más claridad quiere ver, o cuanto más adelante quiere mirar…); la historia nos explica y enseña nuestro presente, ciertamente, pero de un modo discreto y sutil, entre líneas, en el detalle (ajena, desde luego, a toda “revelación”, que es un fenómeno mucho más perteneciente al ámbito religioso…).

2) El estudio: No se estudia para obtener un resultado, una gran verdad, el desvelamiento de misterios. El estudio es sacrificio, es entregarse al aprendizaje de datos, de antecedentes, de minucias; es elegir, conscientemente, una vía oscura, con frecuencia pedregosa, cuyo sentido está en su simple seguimiento, día tras día. La verdad se alcanza (o se arranca) en trocitos de conocimiento, de comprensión, de interpretación. Y la materia en que emplearse cotidianamente no son, por supuesto, misterios (ni siquiera pequeños misterios…), sino simplemente (y nada menos) problemas: los muchos problemas que plantean vacíos o conflictos de documentación, zonas de desconocimiento, huecos historiográficos. Nada tiene, por lo tanto, que ver esta descripción prosaica y rutinaria, esforzada y minuciosa (pero realista), con el estudioso que representa Hanks, una “estrella” que firma libros en los grandes almacenes, prepara conferencias de filminas y, entre una cosa y otra, resuelve los misterios de la humanidad…

3) La religión: El verdadero misterio de la religión (y en este ámbito la palabra “misterio” es del todo pertinente) no es, por supuesto, si Jesucristo se casó o no, si tuvo esposa o hijos, etcétera (un asunto recurrente en los aproximaciones hollywoodenses recientes, así como en las polémicas y anatemas que suceden, como el invierno al otoño, al estreno de las películas respectivas…). Esto sería a lo sumo, justamente, un asunto para la investigación histórica. Trasladar los tópicos de la prensa de cotilleos al Evangelio (quién se acuesta con quién, quién es el auténtico padre de quién, etc.), y hacer exégesis o propaganda con ellos, pretendiendo que se trata de debates religiosos, sería depreciar o frivolizar exageradamente el auténtico misterio, la auténtica interrogación, el auténtico sentido de la religión (para cada ser humano) y del hecho religioso (para la humanidad en su conjunto). Y, sin embargo, no parece que los debates (o lecturas, o incluso películas) sobre misterio o sentido merezcan hoy en día, en punto a religión, la atención que se presta a obras tan disputablemente (de hecho, tan absurdamente) religiosas como “El código Da Vinci”.

La historia, el estudio y la religión son demasiado serios como para dejarlos en manos de Hollywood. Si la película (y, para el caso, el libro) pretende “penetrar siglos de distorsión histórica para hallar la verdad original” (como el personaje de Hanks dice al principio), no hubiera debido ser realizada nunca (pues su objeto es distorsionar la verdad histórica, en pos de una verdad “comercial”). Esto es obvio, y hay por tanto que asumir esa cláusula solemne como retórica captación del interés del espectador. Por otra parte –y esta es una objeción ciertamente más seria–, ¿qué aspiración de verdad puede tener una obra que, al final, se muestra escéptica –decir "feuerbachiana" sería atribuirle demasiada profundidad– respecto a si Cristo fue humano o divino (“¿Por qué tiene que ser humano o divino? Quizá humano es divino”), y que termina con una franca proclamación que (dicho sea de paso) refleja bien la blandura intelectual (dicho de otro modo: el reduccionismo sentimentaloide) de nuestro tiempo: “lo importante es lo que crees”. No, me temo que lo importante es la verdad. Una verdad (histórica) que se debe buscar (estudio); otra verdad –¿o la misma?, ¿o una no-verdad?– (religiosa) que se debe –¿o no?, ¿o no se puede?– vivir (religión).
     Entregarse a más divagaciones sobre la verdad, en este rápido comentario a una rebuscada (y, por momentos, delirante, digámoslo de una vez) ficción histórico-religiosa, está aquí fuera de lugar y sería hasta ridículo. Pero, incluso si uno decidiera, con la más abnegada y honesta disposición intelectual, seguir por esa vía digresiva, no parece que una moraleja posmoderna como “qué más da, lo importante es cómo te sientas”, proclamada sin empacho alguno en el cierre de la arriesgada y transcendental pesquisa, sea la más idónea inspiración a la reflexión o invitación al diálogo acerca de historia, de verdad, de religión o de cualquier otro tema que vaya más allá del tiempo meteorológico o de un clima anímico igualmente azaroso.      (7 de junio de 2015)

“Grand Piano” (2013), de Eugenio Mira


 
Concierto (número impar) para piano, pelma y pulpo
(Mi comentario a “Grand Piano” (2013), de Eugenio Mira)
 
Hay películas de intriga que son malas con modestia, de un modo entrañable, dignamente. Y hay otras que son malas con desmesura, sin empacho, ensañándose. La demarcación entre unas y otras la trazan el argumento y los personajes. Pues bien, en ambos parámetros “Grand Piano” sobresale galanamente como obra peor entre las malas y pésima entre las peores.

El cine es convención, ilusionismo, inverosimilitud; es sabido y aceptado. De antemano estamos seguros de que el villano morderá el polvo y el héroe mordisqueará la boquita de la bella; de que el “The End” nos despedirá con la misma bendición y bienaventuranza con que otrora lo hacía el “Ite, missa est”, tras las íntimas convulsiones, bien pautadas, de la fabulación, la prédica, el sacrificio o la liturgia. Nuestro tácito pacto de espectadores con el espectáculo admite y exige el embuste y la manipulación, ser atrapados al retreparnos en el sofá, que nos deje boquiabiertos cuando a él nos ojiabrimos. Pero nuestra entrega no es ilimitada, el pacto no es incondicional, la convención no es sin límites; un íntimo decoro, un innato criterio (acaso un platónico “eidos”), nos impiden aceptar “lo que nos echen”, porque nuestro gusto no se deleita ni se nutre, como lo haría el apetito de los puercos, con simples desperdicios.

Lejos de ello, hay, o debe haber, una plausibilidad (siquiera imaginaria) en la inverosimilitud, una lógica (siquiera demente) en las tramas más peregrinas o en los “dei ex machina” más artificiosos, una convicción o una fe (siquiera voluntariosa) en los gestos o las gestas más infra o sobrehumanos de los personajes. A falta de esos requisitos mínimos, nos sentimos burlados, estafados, maltratados, ofendidos tanto en nuestra buena fe, en cuanto partes del pacto, como en nuestro buen gusto, en cuanto simples sujetos expuestos a un objeto artístico.

La película que nos ocupa inflige toda suerte de sevicias al espectador incauto que, aun sin la menor pretensión estética, se lanza interesado a su contemplación. La sucesión de disparatadas acciones del risible protagonista, los presuntamente emocionantes avances de la historia, la ordalía progresiva a que el carácter principal se ve sometido, son otros tantos insultos al espectador, cuyo rostro se demuda de bochorno a medida que la cinta se desliza o repta, entre incontables y grandísimos aspavientos (sinfónicos, verbales, criminales, escenográficos, enigmáticos…), hasta el codiciado (por comerciable) minuto noventa (arduamente alcanzado sólo gracias a los diez minutos largos de parsimoniosísimos créditos epilogales…). Lo que los turiferarios o paniaguados santones de la crítica denominan un “tour de force” no pasa, para la víctima golpeada en el cráneo con esta “granpianada”, de un “tour de bêtise” y, si hay algún “crescendo” en esta pieza desafinada (en la que no hay ni desafío ni nada), es un “crescendo” en el chirrido (de la trama) y en el chillido (de su inocente e incrédula víctima: el espectadolor).

Hagamos abstracción de lo dicho. Rebobinemos y recomencemos el visionado de “Grand Piano”. Hemos sido implacables con el argumento, con sus exigencias al “grandpianista”, y nos queda un resabio de culpa por nuestra crueldad acaso desbocada. De modo que empecemos a contemplar la película con ojos nuevos, cándidos, muníficos. Fijémonos con ellos, especialmente, en el malvado torturador del pianistilla Selznick.

(Estamos de nuevo en el “incipit”, pues, y una catarata de nombres propios lava nuestros ojos de trillada cotidianidad en esos minutos iniciales –que, dicho sea de paso, bien podrían ser lo más logrado de la obra…–. Acabo de mentar a “Selznick”, el personaje encarnado por Elijah Wood –entiéndase por tal unos ojos tiernos rodeados de espumillón–; por la misma razón, o sinrazón, el tipo hubiera podido llamarse Goldwyn o Zanuck –y, previsiblemente, con los mismas poco inspiradores consecuencias desde el punto de vista del arte cinematográfico…–. Anotemos también el nombre de los tres mosquiteros (o matamoscas a cañonazos –esto es: creadores de una gran orquesta y un “grand piano” que, finalmente, rinden muy pocas nueces…–): Eugenio Mira (director), Damien Chazelle (guionista) y Víctor Reyes (el DJ del guateque). Y aludamos a un espectro que aparece hacia el final para encarnar al odioso y persistente interlocutor del tentacular teclista: John Cusack, que en vida fuera un eficaz y versátil actor. Fin de la lista, alistemos para el film).

¿Será la aviesa voz que comienza a martirizar a Ojos de Agua de Selz(nick), o sea, al pianistita, la presencia benéfica que borrará de la faz de la tierra nuestra primera, y lastimosa, lectura de la película? Oh, rabia, oh, desesperación, pronto intuimos que no; y prontísimo lo confirmamos; y, en menos que canta un gallo, el piano de cola se nos vuelve a desfondar, a caer con estrépito sobre nuestro rato de simple cine matarratos, nos aplasta de nuevo con acordes horrísonos y con estridencias que ni los más prestigiosos compositores de música contemporánea podrían siquiera remedar...

Porque qué malo, qué insoportablemente malo, es el malo de esta película. Es un malo que ni encargado a los organismos oficiales acreditados para la provisión de malvados. Es un malo tan malo que inspira la sonrisa, la misericordia y hasta la subvención (pero de esto ya se ocupan las instancias administrativas a cargo de la irrigación financiera de los creadores cinematográficos –pues así se llaman a sí mismos, polisilabeándose como quien se chupa los dedos…–).

¡Sin eufemismos, que hoy no es día de precepto! El villano de esta sinfonía para pianola y orquestina es digno de figurar en todas las antologías de personajes estúpidos del cine. Para empezar, es un idiota, que, en vez de relajar al trémulo músico, sólo busca agobiarlo, machacarlo y crisparlo (y, si para eso hay que llegar hasta a mostrarle un cadáver, pues se le muestra…). Para continuar, es un bocazas que va de farol y al que se le va toda la espuma por la boca (ya que, a diferencia de su eficaz edecán, este fanfarrón no mata ni una mosca…). Y para terminar, es un patoso patético y desgraciado (que, por serlo, nos brinda una lucha postrera, y una conclusivas “decadencia y caída”, de una estupidez tan infortunada que ni siquiera él mismo está a su altura…). De cabo a rabo, el villano de “Grand Piano” es un pesado de tomo y lomo, una presencia vocal sobre todo molesta, irritante y cansina, que repite circa un millón de veces lo de “la bala en la cabeza de tu mujer”, que es manifiestamente incapaz de guardar silencio en un concierto, que padece de una lamentable adicción al móvil (y, consiguientemente, a hostigar a sus pobres prójimos con llamadas amenazadoras) y que, en el clímax de la pieza, cuando el pianofortista se juega la vida al cinquillo (o sea, interpreta “La Cinquette”, sea eso lo que sea…), concentra todas estas sus cualidades, para nuestro deleite exasperado, en interpelaciones agónicas (que nos sacuden con estertores de indescriptible gozo malsano) al santojob al teclado (anoto frases para la Historia: “estás tocando muy bien, está tocando genial… despacio, se te cansan los dedos… vas a bloquearte, vas muy deprisa…”; todo esto, haciendo fastidioso y cacofónico coro a una pieza de unos minutillos que, añadamos, el piespianos de Selznick –por cierto, no hay pedales en este “grand piano”; los pedales son para las bicicletas, ya se sabe– ha sido capaz de garrapatear en un minutito en una hoja de papel de fumar, o casi).

De manera que, lamentablemente, ni siquiera una mirada sostenida y benévola al villano ha sido al final capaz de rescatar esta película de la profunda sima de subproductos cinematográficos a prueba de cerebro en cuyo fondo estaba enterrada desde el día de su estreno. Era ésta una hazaña cuya realización excedía claramente las fuerzas del pobre diablo urdidor de la trama-trampa al pobrehombre al piano, pese a su denso curriculum de cerrajero-ladrón-diletante-teleoperador-asesino-ideólogo-francotirador. Y la historia de este “grand piano” permanecerá por lo tanto sepultada en esa fosa común de pelis malas (o cuando menos –piadosamente– en nuestra memoria de espectadores, aunque no sin el esfuerzo ímprobo de proscribirla de nuestras befas…) como una gran pifia cinematográfica, como una retransmisión musical elevada exponencialmente al disparate, como una delirante fábula sobre un piano de cola que no pega ni con cola.          (3-junio-2015)