“Gravitas”
(Mi comentario a “Gravity” (2013), de Alfonso Cuarón)
Hay un momento
en esta película en que la astronauta protagonista, después de sufrir la
enésima contrariedad en sus intentos de enderezar el desastroso curso de su
misión, comprende que no va a poder regresar a la Tierra. Su último recurso
(una voz humana en el intercomunicador) ha demostrado muy pronto ser inútil,
una mera interferencia de una remota vida humana, ajena a la grave tesitura de
la astronauta, en las sofisticadas pero permeables vías de comunicación con el
espacio exterior. Retazos de una rutina familiar (un perro que ladra, un niño
que llora, una voz que habla, ríe y canta) alcanzan a la mujer en su extrema
distancia, incomunicación y desamparo. Ella, que se sabe perdida, entrega toda
su atención y toda su emoción a esas preciosas hilachas de simplicísima vida
cotidiana, de una vida para ella tan añorada como irrecuperable. Oye un bebé y
recuerda a la niña que ella perdió, una nana y se recuerda cantando a su hija,
risas y recuerda la vida que pudo ser. Cuando oye ladrar un perro, la
identificación, la memoria, el afán de participar de las simples ceremonias
humanas, la mueven a jugar con el animal, a acariciarlo con su voz, a remedar
sus familiares ladridos. Y este momento en que la pobre astronauta juega, ríe y
ladra con el desconocido y remotísimo animal me parece, en su extrema sencillez,
el más asombroso y verosímil de una espectacular película cuyos propósitos son,
precisamente, el asombro y la verosimilitud.
A ese lapso de
desesperada melancolía sigue, en la mente de la astronauta, la comprensión y la
aceptación del hecho brutal de la muerte, de su muerte allí y ahora. La
incredulidad ante algo tan inconcebible como la propia, inminente muerte, se
entrelaza con discursos (que son recursos) de auto-compasión (percibiéndose
lastimosamente privada del recuerdo, del luto, de la oración de todos los
otros) y con insinuaciones religiosas (una plegaria, sea de quien sea, que haga
las veces de la plegaria que una misma nunca supo rezar…). Y sutil,
paulatinamente, va ganando la conciencia, dulce, tentadoramente, la idea de
unirse, feliz, definitivamente, a los seres queridos del otro lado (la hijita
muerta). La nana lejana que el intercomunicador transmite duerme poco a poco la
vitalidad de la astronauta, disipa la humareda mental de las palabras, le
devuelve y la vuelve a su niña. Cantar, dormir, tal vez soñar…
Es justo en
estos instantes finales de abandono, de rendición, de aquiescencia al ahora
prometedor más allá, cuando el impulso animal de supervivencia, o una milagrosa
aparición en respuesta las oraciones no pronunciadas, o un simple recurso
imaginativo de los guionistas del filme, juegan sus últimas cartas en pro de la
vida en la conciencia de la desfalleciente astronauta. Y lo hacen en la
presencia y en la voz de un compañero de misión, caído en el cúmulo de
infortunios que la han acosado y arruinado, y que ahora comparece
misteriosamente junto a la mujer agonizante.
En la estrategia
con que la prodigiosa aparición se esfuerza en arrancar a la astronauta de su
abrazo reconciliado con la muerte hay sutileza, astucia y persuasión. Reconoce
sin ambages el estado de sosiego a que la aceptación ha llevado a la mujer, la
paz intangible del territorio más allá de esta vida al que ella se encamina con
rendida dicha, y concede que no hay una respuesta lo bastante convincente a la
pregunta por el sentido de la vida o por el de seguir viviendo, expuestos como
estamos en este mundo a todos los peligros, a todos los sinsabores, a todas las
desgarradoras pérdidas (como la de la hijita de la astronauta).
Y, sin embargo,
esa formulación de la serenidad, de la claridad, de la invulnerabilidad de que
gozan los difuntos suena, por su sola enunciación en alta voz, si no como un
reproche sí como una paradoja, como una verdad inconmensurable con esta vida y
a la cual esta vida, aunque sea la vida de un agonizante, nunca podría, debido
a una pura incompatibilidad lógica, ajustarse.
La extraña
aparición propone entonces a la mujer, de modo no menos sutil que su refutación
de la actitud de abandono a la muerte, varios itinerarios que seguir desde la
frontera entre mundos en que ella se encuentra. Uno, inmediatamente descartado
por ella, es el que guían sustancias como el alcohol o los estupefacientes.
Otro devuelve su espíritu y su ser, por medio de una restauración anímica
completa, al honorable enfrentamiento con la muerte, a una probabilidad cierta
de sucumbir, pero sin sumisión espiritual, con la voluntad de resistencia y de
afirmación que nos configura como humanos. Un tercero, de índole más práctica,
se dirige a los objetos, las herramientas, los conocimientos que, debidamente
dominados y empleados, pueden obrar el prodigio de sacar a la astronauta de su
crítica situación en el espacio.
No es cierto que
siempre haya algo que se pueda hacer, que lo imposible sea sólo la confesión de
una cobardía o de una pereza. A veces, muchas veces, no hay remedio, y las insensatas
proclamas de los irracionales catecismos de auto-ayuda no obtienen otro
resultado que culpabilizar a la víctima de su desgracia, de su enfermedad, de
su pérdida. Donde se puede, y se debe, siempre hacer algo es en la conciencia,
en la mentalidad, en el estado de ánimo: en ese ámbito donde no hay nada irremediable.
En la gravísima
tesitura de la astronauta sí hay algo que ella puede hacer, un tecnicismo que
ha pasado por alto y que podría salvarle la vida: se trata de un pormenor
relacionado con la disponibilidad del mínimo de combustible que la nave precisa
para alcanzar su objetivo. Expresado en términos anímicos (insoslayables dada
su diáfana traducción): la energía que la mujer reserva para exhalar su último
aliento es toda la energía que le hace falta para volver a la vida.
El recurso
técnico a la ignición con el combustible residual funciona, y la salvación
parece de nuevo al alcance de la poco ha desahuciada astronauta. Persuadida por
la misteriosa y benéfica visita del compañero perdido, cual ángel custodio,
ella, de nuevo sola en la cápsula espacial, ha decidido resistir, pelear,
sobrevivir o morir intentándolo. Y mientras pulsa botones y conecta
dispositivos, la imagen de su hija sigue estando presente, cercana, activa,
pero ya de otro modo que antes.
La visita de la
mujer al umbral de la muerte ha supuesto para ella un aprendizaje de la más
adecuada, la más saludable, incluso la más humana, manera de relacionarse con
los seres queridos que nos han precedido en el más allá. Ellos no nos están
esperando, no hay un presente más sano (para nosotros) ni más cariñoso (hacia
ellos) que el de tenerlos presentes, no son la claudicación ni el
desprendimiento de este mundo salvoconductos que nos franqueen ninguna puerta
hacia ellos. Las maniobras de pilotaje de la astronauta se acompañan de
recuerdos, de interpelaciones, de ternezas, hacia su hija, segura como está
ahora de que el amor sin rendición, el amor sin apresuramiento, el amor sin
olvido ni muerte, es el único camino de permanecer en relación con ella.
Al final de la
película, la astronauta emerge, no sin gran esfuerzo, de una laguna en que su
pequeño módulo espacial ha amerizado. En su volver al aire desde las pesadas
aguas que, inundando la cápsula, casi engullen a su frágil ocupante, en el
susurro de gratitud que escapa de sus labios al reencuentro de náufrago con la
áspera y anhelada orilla, en su asentar los pies sobre la tierra luego de la
azarosa misión en el altísimo y peligroso cielo más allá del cielo, en su
sentirse de vuelta a la vieja casa de este planeta errante, de esta bola
imperfecta a la escala de nuestra respiración y nuestro tacto, percibimos la
sabiduría de una mujer renacida a la vida, a la mínima, simple y preciosa vida
humana cuyo valor único ha sondeado y aprehendido gracias a su
experiencia-límite más allá de los límites de este mundo. (23 de junio de 2015)