15 jun 2015

“Grand Piano” (2013), de Eugenio Mira


 
Concierto (número impar) para piano, pelma y pulpo
(Mi comentario a “Grand Piano” (2013), de Eugenio Mira)
 
Hay películas de intriga que son malas con modestia, de un modo entrañable, dignamente. Y hay otras que son malas con desmesura, sin empacho, ensañándose. La demarcación entre unas y otras la trazan el argumento y los personajes. Pues bien, en ambos parámetros “Grand Piano” sobresale galanamente como obra peor entre las malas y pésima entre las peores.

El cine es convención, ilusionismo, inverosimilitud; es sabido y aceptado. De antemano estamos seguros de que el villano morderá el polvo y el héroe mordisqueará la boquita de la bella; de que el “The End” nos despedirá con la misma bendición y bienaventuranza con que otrora lo hacía el “Ite, missa est”, tras las íntimas convulsiones, bien pautadas, de la fabulación, la prédica, el sacrificio o la liturgia. Nuestro tácito pacto de espectadores con el espectáculo admite y exige el embuste y la manipulación, ser atrapados al retreparnos en el sofá, que nos deje boquiabiertos cuando a él nos ojiabrimos. Pero nuestra entrega no es ilimitada, el pacto no es incondicional, la convención no es sin límites; un íntimo decoro, un innato criterio (acaso un platónico “eidos”), nos impiden aceptar “lo que nos echen”, porque nuestro gusto no se deleita ni se nutre, como lo haría el apetito de los puercos, con simples desperdicios.

Lejos de ello, hay, o debe haber, una plausibilidad (siquiera imaginaria) en la inverosimilitud, una lógica (siquiera demente) en las tramas más peregrinas o en los “dei ex machina” más artificiosos, una convicción o una fe (siquiera voluntariosa) en los gestos o las gestas más infra o sobrehumanos de los personajes. A falta de esos requisitos mínimos, nos sentimos burlados, estafados, maltratados, ofendidos tanto en nuestra buena fe, en cuanto partes del pacto, como en nuestro buen gusto, en cuanto simples sujetos expuestos a un objeto artístico.

La película que nos ocupa inflige toda suerte de sevicias al espectador incauto que, aun sin la menor pretensión estética, se lanza interesado a su contemplación. La sucesión de disparatadas acciones del risible protagonista, los presuntamente emocionantes avances de la historia, la ordalía progresiva a que el carácter principal se ve sometido, son otros tantos insultos al espectador, cuyo rostro se demuda de bochorno a medida que la cinta se desliza o repta, entre incontables y grandísimos aspavientos (sinfónicos, verbales, criminales, escenográficos, enigmáticos…), hasta el codiciado (por comerciable) minuto noventa (arduamente alcanzado sólo gracias a los diez minutos largos de parsimoniosísimos créditos epilogales…). Lo que los turiferarios o paniaguados santones de la crítica denominan un “tour de force” no pasa, para la víctima golpeada en el cráneo con esta “granpianada”, de un “tour de bêtise” y, si hay algún “crescendo” en esta pieza desafinada (en la que no hay ni desafío ni nada), es un “crescendo” en el chirrido (de la trama) y en el chillido (de su inocente e incrédula víctima: el espectadolor).

Hagamos abstracción de lo dicho. Rebobinemos y recomencemos el visionado de “Grand Piano”. Hemos sido implacables con el argumento, con sus exigencias al “grandpianista”, y nos queda un resabio de culpa por nuestra crueldad acaso desbocada. De modo que empecemos a contemplar la película con ojos nuevos, cándidos, muníficos. Fijémonos con ellos, especialmente, en el malvado torturador del pianistilla Selznick.

(Estamos de nuevo en el “incipit”, pues, y una catarata de nombres propios lava nuestros ojos de trillada cotidianidad en esos minutos iniciales –que, dicho sea de paso, bien podrían ser lo más logrado de la obra…–. Acabo de mentar a “Selznick”, el personaje encarnado por Elijah Wood –entiéndase por tal unos ojos tiernos rodeados de espumillón–; por la misma razón, o sinrazón, el tipo hubiera podido llamarse Goldwyn o Zanuck –y, previsiblemente, con los mismas poco inspiradores consecuencias desde el punto de vista del arte cinematográfico…–. Anotemos también el nombre de los tres mosquiteros (o matamoscas a cañonazos –esto es: creadores de una gran orquesta y un “grand piano” que, finalmente, rinden muy pocas nueces…–): Eugenio Mira (director), Damien Chazelle (guionista) y Víctor Reyes (el DJ del guateque). Y aludamos a un espectro que aparece hacia el final para encarnar al odioso y persistente interlocutor del tentacular teclista: John Cusack, que en vida fuera un eficaz y versátil actor. Fin de la lista, alistemos para el film).

¿Será la aviesa voz que comienza a martirizar a Ojos de Agua de Selz(nick), o sea, al pianistita, la presencia benéfica que borrará de la faz de la tierra nuestra primera, y lastimosa, lectura de la película? Oh, rabia, oh, desesperación, pronto intuimos que no; y prontísimo lo confirmamos; y, en menos que canta un gallo, el piano de cola se nos vuelve a desfondar, a caer con estrépito sobre nuestro rato de simple cine matarratos, nos aplasta de nuevo con acordes horrísonos y con estridencias que ni los más prestigiosos compositores de música contemporánea podrían siquiera remedar...

Porque qué malo, qué insoportablemente malo, es el malo de esta película. Es un malo que ni encargado a los organismos oficiales acreditados para la provisión de malvados. Es un malo tan malo que inspira la sonrisa, la misericordia y hasta la subvención (pero de esto ya se ocupan las instancias administrativas a cargo de la irrigación financiera de los creadores cinematográficos –pues así se llaman a sí mismos, polisilabeándose como quien se chupa los dedos…–).

¡Sin eufemismos, que hoy no es día de precepto! El villano de esta sinfonía para pianola y orquestina es digno de figurar en todas las antologías de personajes estúpidos del cine. Para empezar, es un idiota, que, en vez de relajar al trémulo músico, sólo busca agobiarlo, machacarlo y crisparlo (y, si para eso hay que llegar hasta a mostrarle un cadáver, pues se le muestra…). Para continuar, es un bocazas que va de farol y al que se le va toda la espuma por la boca (ya que, a diferencia de su eficaz edecán, este fanfarrón no mata ni una mosca…). Y para terminar, es un patoso patético y desgraciado (que, por serlo, nos brinda una lucha postrera, y una conclusivas “decadencia y caída”, de una estupidez tan infortunada que ni siquiera él mismo está a su altura…). De cabo a rabo, el villano de “Grand Piano” es un pesado de tomo y lomo, una presencia vocal sobre todo molesta, irritante y cansina, que repite circa un millón de veces lo de “la bala en la cabeza de tu mujer”, que es manifiestamente incapaz de guardar silencio en un concierto, que padece de una lamentable adicción al móvil (y, consiguientemente, a hostigar a sus pobres prójimos con llamadas amenazadoras) y que, en el clímax de la pieza, cuando el pianofortista se juega la vida al cinquillo (o sea, interpreta “La Cinquette”, sea eso lo que sea…), concentra todas estas sus cualidades, para nuestro deleite exasperado, en interpelaciones agónicas (que nos sacuden con estertores de indescriptible gozo malsano) al santojob al teclado (anoto frases para la Historia: “estás tocando muy bien, está tocando genial… despacio, se te cansan los dedos… vas a bloquearte, vas muy deprisa…”; todo esto, haciendo fastidioso y cacofónico coro a una pieza de unos minutillos que, añadamos, el piespianos de Selznick –por cierto, no hay pedales en este “grand piano”; los pedales son para las bicicletas, ya se sabe– ha sido capaz de garrapatear en un minutito en una hoja de papel de fumar, o casi).

De manera que, lamentablemente, ni siquiera una mirada sostenida y benévola al villano ha sido al final capaz de rescatar esta película de la profunda sima de subproductos cinematográficos a prueba de cerebro en cuyo fondo estaba enterrada desde el día de su estreno. Era ésta una hazaña cuya realización excedía claramente las fuerzas del pobre diablo urdidor de la trama-trampa al pobrehombre al piano, pese a su denso curriculum de cerrajero-ladrón-diletante-teleoperador-asesino-ideólogo-francotirador. Y la historia de este “grand piano” permanecerá por lo tanto sepultada en esa fosa común de pelis malas (o cuando menos –piadosamente– en nuestra memoria de espectadores, aunque no sin el esfuerzo ímprobo de proscribirla de nuestras befas…) como una gran pifia cinematográfica, como una retransmisión musical elevada exponencialmente al disparate, como una delirante fábula sobre un piano de cola que no pega ni con cola.          (3-junio-2015)


 

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