19 jun 2015

“El Gran Hotel Budapest” (2014), de Wes Anderson



El vagón-confitería del Orient Express
(Mi comentario a “El Gran Hotel Budapest” (2014), de Wes Anderson)

La fotografía del autor en la contraportada de un libro (en manos de una chica que visita el monumento en su memoria) da pie a una evocación por ese autor de su encuentro con un curioso personaje en un desangelado hotel, personaje que, de seguido, rememora largamente para el autor (y para nosotros) los días de su juventud en el mismo hotel, esplendoroso en aquel entonces.

Una historia (el pasado del hotel) dentro de otra historia (el decadente presente) dentro de otra historia (la memoria del autor) dentro de otra historia (la chica ante el monumento). Esta serie de flash-backs es el múltiple marco en el que “El Gran Hotel Budapest” se nos presenta: una estructura de muñecas rusas o, más exactamente, de cajitas dentro de cajitas (cajitas que son, naturalmente, las del confitero Mendl, que la película hace desfilar, siempre con algún oportuno pretexto, ante nuestros ojos).

Se trata siempre de bellas cajitas blancas con un coqueto lazo azul a su alrededor, que aparecen repetidamente a lo largo del relato. Ornamentales y con una golosina dentro, circulando incesantemente, a menudo en racimos, entre los personajes.

Las cajitas –mínimas, decorativas, abundantes, ocupadas por un coloreado confite que es lo más próximo a la vacuidad alimenticia, zarandeadas sin tregua– reflejan a la perfección el tono de la película. Porque todos los elementos de la película, sin ninguna salvedad, son tratados como las cajitas del confitero Mendl.

Por ejemplo, los personajes (si se les puede llamar así). Son apariciones fugaces, sin fondo ninguno, a lo sumo estampas de época (un uniforme y una pose): un mosaico de retratos “en sepia” a los que docena y media de rostros bien conocidos del cine actual prestan su apariencia.

Los dos caracteres principales (el Monsieur Gustave encarnado por Ralph Fiennes y el botones Zero, su pupilo –que es quien, muchos años después, cuenta en el languideciente hotel la historia al autor que finalmente la escribirá, para veneración de la devota joven que visita su busto conmemorativo–) no son excepciones: su protagonismo no les lleva a transcender la caricatura, el trazo grueso, el arquetipo evocado (o imaginado) de los perfectos mayordomos (y botones) de aquellos palaciegos hoteles centroeuropeos de otrora.

Cajitas ornamentales, cajitas vacuas, lo son también las muchas arquitecturas que la película nos muestra. Sin el menor trasfondo o sentido histórico, puros decorados (aun tratándose de lugares reales), el hotel de antaño y sus múltiples dependencias suntuosas, el hotel en su declive, el museo en que el abogado es asesinado, el monasterio en que se refugia el mayordomo prófugo, el palacio de la vieja dama fallecida y otras innumerables localizaciones desfilan ante nuestros ojos como lo harían paisajes fugacísimos vistos desde la ventana de un tren a toda velocidad.

Dígase lo mismo que de las arquitecturas o de los escenarios acerca de las sucesiones o enumeraciones (a veces) vertiginosas en que con frecuencia la película se complace (por ejemplo, la serie de mayordomos coaligados en la fratría “de las llaves cruzadas”, o el encaminamiento, en el monasterio, de Fiennes y el botones hacia su conmilitón Serge allí refugiado).

Este empeño serial, acumulativo, acelerado, me resulta (en lo que es una impresión muy personal, lo reconozco) irritante por momentos: encuentro que un torrente de imágenes en las que a la mirada apenas se le permite detenerse (a veces, como al principio, superponiendo a ellas un torrente de palabras que reclaman al tiempo nuestra atención) se aproxima más a la agresión que a la ofrenda, exactamente como lo haría el vernos forzados a engullir, sin tiempo de paladear, los confites de las cajitas del repostero Mendl...

Porque los confites son, en sí mismos, deliciosos, como son bellísimas las imágenes con que “El Gran Hotel Budapest” nos encandila (pero que, a menudo, no nos deja tiempo de disfrutar...). Esta belleza, a la que contribuyen unas perfectas composición (deliberadamente pictórica) y fotografía, es uno de las características, y decisiones, esenciales de la película. Pero es una belleza peculiar, muy preparada y ornamental, muy brillante y coloreada: una vez más, es una belleza de tarta decorada, la belleza de las cajitas y de las golosinas del pastelero Mendl.

Esta belleza decanta la película hacia el peculiar género de “lo bonito”: colorines como dulces para la vista (que, por cierto, muy diestramente no llegan a empalagar), una atracción infantil por las comidas “que entran por los ojos”, preciosas estampitas que nos atraen y nos cautivan durante un rato de arrobo, y una completa falta de sustancia “nutritiva” muy bien disimulada por la seducción y el empacho visuales.

“Lo bonito”, el avasallamiento visual, la fiebre compositora de imágenes, el ansia de multiplicar escenarios o tratamientos visuales, impone a veces su ley al guión (es el caso de, por ejemplo, la entrada y estancia de Monsieur Gustave en la cárcel, o del incidente final en el tren –más bien un juego de estilo, con la fotografía en blanco y negro, que un intento serio de conferir dignidad o profundidad al personaje–).

“Lo bonito” será el rasgo más perdurable de “El Gran Hotel Budapest”, el elemento que determina su imaginería, su ritmo, su humor, sus personajes. Las evocaciones de y las expediciones por la Centroeuropa de entreguerras carecen por completo de convicción y no son, en consecuencia, en absoluto convincentes... En cuanto a la mención de Stefan Zweig, a cuya inspiración y bajo cuya advocación se somete el filme, lo mejor que se puede decir al respecto es que denota un loable propósito de ganar para la película a una audiencia europea culta, al tiempo que sirve como entrañable confesión de su completo desconocimiento del autor.

“Lo bonito” y “lo agitado” conviven en perfecta simbiosis gracias a una impresionante banda sonora que es, quizá incluso más que el colorido y el ritmo, la espina dorsal de la película: las composiciones del prestigioso Alexander Desplat alternan con los violines de Vivaldi, con frenéticos ritmos centroeuropeos o con espasmódicas balalaikas, en una ininterrumpida, y brillantísima, sucesión sonora.

La animación de la música, la vivacidad jovial del público, la profusión infatigable de escenarios, me traen a la imaginación una feria heterogénea y concurrida, en cuyo centro bien podría hallarse, abigarrado de colores, atestado de personal y de público, acelerado (cuando no atropellado) en su alegre giro interminable, un suntuoso tiovivo que se llamara “El Gran Carrusel Budapest”.                                   (14 de junio de 2015)

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