El vagón-confitería del Orient Express
La fotografía
del autor en la contraportada de un libro (en manos de una chica que visita el monumento
en su memoria) da pie a una evocación por ese autor de su encuentro con un
curioso personaje en un desangelado hotel, personaje que, de seguido, rememora
largamente para el autor (y para nosotros) los días de su juventud en el mismo hotel,
esplendoroso en aquel entonces.
Una historia (el
pasado del hotel) dentro de otra historia (el decadente presente) dentro de
otra historia (la memoria del autor) dentro de otra historia (la chica ante el
monumento). Esta serie de flash-backs es el múltiple marco en el que “El Gran
Hotel Budapest” se nos presenta: una estructura de muñecas rusas o, más
exactamente, de cajitas dentro de cajitas (cajitas que son, naturalmente, las del
confitero Mendl, que la película hace desfilar, siempre con algún oportuno
pretexto, ante nuestros ojos).
Se trata siempre
de bellas cajitas blancas con un coqueto lazo azul a su alrededor, que aparecen
repetidamente a lo largo del relato. Ornamentales y con una golosina dentro,
circulando incesantemente, a menudo en racimos, entre los personajes.
Las cajitas
–mínimas, decorativas, abundantes, ocupadas por un coloreado confite que es lo
más próximo a la vacuidad alimenticia, zarandeadas sin tregua– reflejan a la
perfección el tono de la película. Porque todos los elementos de la película,
sin ninguna salvedad, son tratados como las cajitas del confitero Mendl.
Por ejemplo, los
personajes (si se les puede llamar así). Son apariciones fugaces, sin fondo
ninguno, a lo sumo estampas de época (un uniforme y una pose): un mosaico de retratos
“en sepia” a los que docena y media de rostros bien conocidos del cine actual
prestan su apariencia.
Los dos
caracteres principales (el Monsieur Gustave encarnado por Ralph Fiennes y el
botones Zero, su pupilo –que es quien, muchos años después, cuenta en el
languideciente hotel la historia al autor que finalmente la escribirá, para
veneración de la devota joven que visita su busto conmemorativo–) no son
excepciones: su protagonismo no les lleva a transcender la caricatura, el trazo
grueso, el arquetipo evocado (o imaginado) de los perfectos mayordomos (y
botones) de aquellos palaciegos hoteles centroeuropeos de otrora.
Cajitas
ornamentales, cajitas vacuas, lo son también las muchas arquitecturas que la
película nos muestra. Sin el menor trasfondo o sentido histórico, puros
decorados (aun tratándose de lugares reales), el hotel de antaño y sus
múltiples dependencias suntuosas, el hotel en su declive, el museo en que el
abogado es asesinado, el monasterio en que se refugia el mayordomo prófugo, el
palacio de la vieja dama fallecida y otras innumerables localizaciones desfilan
ante nuestros ojos como lo harían paisajes fugacísimos vistos desde la ventana
de un tren a toda velocidad.
Dígase lo mismo
que de las arquitecturas o de los escenarios acerca de las sucesiones o
enumeraciones (a veces) vertiginosas en que con frecuencia la película se
complace (por ejemplo, la serie de mayordomos coaligados en la fratría “de las
llaves cruzadas”, o el encaminamiento, en el monasterio, de Fiennes y el botones
hacia su conmilitón Serge allí refugiado).
Este empeño
serial, acumulativo, acelerado, me resulta (en lo que es una impresión muy
personal, lo reconozco) irritante por momentos: encuentro que un torrente de
imágenes en las que a la mirada apenas se le permite detenerse (a veces, como
al principio, superponiendo a ellas un torrente de palabras que reclaman al
tiempo nuestra atención) se aproxima más a la agresión que a la ofrenda,
exactamente como lo haría el vernos forzados a engullir, sin tiempo de
paladear, los confites de las cajitas del repostero Mendl...
Porque los
confites son, en sí mismos, deliciosos, como son bellísimas las imágenes con
que “El Gran Hotel Budapest” nos encandila (pero que, a menudo, no nos deja
tiempo de disfrutar...). Esta belleza, a la que contribuyen unas perfectas
composición (deliberadamente pictórica) y fotografía, es uno de las
características, y decisiones, esenciales de la película. Pero es una belleza
peculiar, muy preparada y ornamental, muy brillante y coloreada: una vez más,
es una belleza de tarta decorada, la belleza de las cajitas y de las golosinas
del pastelero Mendl.
Esta belleza
decanta la película hacia el peculiar género de “lo bonito”: colorines como
dulces para la vista (que, por cierto, muy diestramente no llegan a empalagar),
una atracción infantil por las comidas “que entran por los ojos”, preciosas
estampitas que nos atraen y nos cautivan durante un rato de arrobo, y una
completa falta de sustancia “nutritiva” muy bien disimulada por la seducción y
el empacho visuales.
“Lo bonito”, el
avasallamiento visual, la fiebre compositora de imágenes, el ansia de
multiplicar escenarios o tratamientos visuales, impone a veces su ley al guión
(es el caso de, por ejemplo, la entrada y estancia de Monsieur Gustave en la
cárcel, o del incidente final en el tren –más bien un juego de estilo, con la
fotografía en blanco y negro, que un intento serio de conferir dignidad o
profundidad al personaje–).
“Lo bonito” será
el rasgo más perdurable de “El Gran Hotel Budapest”, el elemento que determina
su imaginería, su ritmo, su humor, sus personajes. Las evocaciones de y las expediciones
por la Centroeuropa de entreguerras carecen por completo de convicción y no
son, en consecuencia, en absoluto convincentes... En cuanto a la mención de
Stefan Zweig, a cuya inspiración y bajo cuya advocación se somete el filme, lo
mejor que se puede decir al respecto es que denota un loable propósito de ganar
para la película a una audiencia europea culta, al tiempo que sirve como
entrañable confesión de su completo desconocimiento del autor.
“Lo bonito” y
“lo agitado” conviven en perfecta simbiosis gracias a una impresionante banda
sonora que es, quizá incluso más que el colorido y el ritmo, la espina dorsal
de la película: las composiciones del prestigioso Alexander Desplat alternan
con los violines de Vivaldi, con frenéticos ritmos centroeuropeos o con
espasmódicas balalaikas, en una ininterrumpida, y brillantísima, sucesión
sonora.
La animación de
la música, la vivacidad jovial del público, la profusión infatigable de
escenarios, me traen a la imaginación una feria heterogénea y concurrida, en
cuyo centro bien podría hallarse, abigarrado de colores, atestado de personal y
de público, acelerado (cuando no atropellado) en su alegre giro interminable,
un suntuoso tiovivo que se llamara “El Gran Carrusel Budapest”. (14 de junio de 2015)
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