Destino manifiesto, sentido manifiesto
(Mi comentario a “Al filo del mañana” (2014), de Doug Liman)
Esta enérgica
conmemoración del desembarco de Normandía (en su setenta aniversario) se
plantea, a decir verdad, como una rememoración preñada de sentido y de
contenido, históricos e ideológicos, de aquella gesta (sobre todo)
estadounidense. La acción se desarrolla en las mismas playas que antaño, pero
la escenografía es ahora futurista y fantasiosa (una invasión alienígena de
repercusiones apocalípticas, afrontada con indumentarias sobrecargadas de
aditamentos metálicos y con estrambóticas armas de videojuego –lugares comunes
de los recientes taquillazos anuales de Cruise–). Depurado de jerga, de
chatarra y de pirotecnias tecnobélicas, no obstante, el argumento se revela, de
diáfano modo, como un franco manifiesto acerca de la vocación y el designio
universalistas de los Estados Unidos de América.
Hay un mal que se
ha expandido de modo fulgurante y devastador por el mundo, y que amenaza con
extenderse incluso al santuario de la madre patria Norteamérica. La última
oportunidad de contener esa epidemia arrasadora, tras un triunfo pírrico pero
alentador en Verdún, se dirimirá en las playas de Normandía. Y los Estados
Unidos, que han combatido ya en esas playas, combatirán ahora de nuevo, y
volverán a combatir en esas mismas playas cuantas veces sea necesario. Las
continuas regresiones temporales a la víspera de la batalla normanda contra los
alienígenas, regresiones que son el meollo argumental de la película, no tienen
otro objeto que mostrar con rotundidad la determinación y la perseverancia de
los Estados Unidos en luchar hasta el fin de los tiempos, a la misma escala
terrible y decisiva que en Normandía, contra cualquier agente o fuerza que, de
alguna manera, les amenacen (en el lenguaje de la película, dicho a Cruise como
soldado privilegiado con reservas suplementarias de tiempo: “tendrás que morir tantas
veces como sea necesario, hasta que el Omega sea destruido”).
La realista
presentación (con extractos de los principales medios internacionales
describiendo los progresos de la invasión extraterrestre) y las proclamas
debidamente universalistas (según las cuales los soldados estadounidenses
estarían combatiendo por la salvación de la humanidad) no deberían, por supuesto,
llamarnos a engaño: no presenciamos una fantasía bien enmarcada, sino un
manifiesto ideológico en forma de fábula futurista, ni la humanidad ostenta en
este manifiesto (adecuadamente metonímico: los Estados Unidos son la
Humanidad…) un papel más relevante que el de destinataria bien advertida del
mensaje severo acerca de la voluntad y la potencia, férreas e implacables, de
los EE.UU.
La potencia
norteamericana se nos muestra, apabullantemente, por medio de un despliegue de
artilugios de artillería y de ingenios de defensa y de transporte. Somos
igualmente invitados a contemplar el ambiente de los barracones de las tropas, a
acompañarlas en su instrucción, a vivir su día a día, su moral, sus ocios y
convicciones. En este sentido, la película vira levemente hacia el documental (en
el que sólo el enemigo sería una licencia poética), en un tono que complementa
persuasivamente la subyacente, y esencial, intención propagandística,
ideológica, patriótica.
Respecto a la
voluntad indomable de los Estados Unidos, la película no es ambigua acerca de
la disposición y la capacidad de la nación para un rebobinado y una
re-escritura, incluso constantes, de la historia, si aparecen como requisitos
de la victoria y del predominio definitivos de valores norteamericanos
esenciales. Así pues, quedamos debidamente avisados de que ni la historia
escrita, ni la historia aún por construir, ni siquiera el inaprensible tiempo,
serían ni serán nunca barreras infranqueables para la determinación norteamericana
de prevalecer.
Sobre quién
prevalecer, cuál es precisamente el nombre del enemigo que ha reemplazado al finiquitado
nazismo y del cual los alienigenas son simples metáforas, no tiene, naturalmente,
una respuesta precisa en la película. Es evidente que no se trata de un país,
puesto que “perdimos Alemania, perdimos Francia” y los chinos y los rusos
combaten contra el mismo enemigo en el frente oriental. De hecho, ni siquiera
se trata de un ejército; según el guión, “habría que pensar en él más bien como
en un organismo”, y como un organismo “cuya única vulnerabilidad parece ser la
humanidad”. Estos datos reducirían considerablemente el número de opciones
plausibles… Como candidatos para este rol de super-enemigo de “la humanidad”,
tan poco explícito en el filme, me atrevo a aventurar dos (y es una elección
muy particular): la Cultura y el Comunismo.
Acaso la
ubicación de las guaridas en que Cruise se esfuerza en hallar y en destruir “el
cerebro de la bestia” alienígena (para el caso, simplemente enemiga) podría
aportar alguna iluminación acerca de la verdadera naturaleza del épico
antagonista enfrentado en la nueva Normandía y a escala planetaria. Pues bien,
Cruise se ve primeramente atraído hacia un abandonado embalse en una remota
región alemana, lo que nos traería a las mientes las devastadas villas
industriales de la Alemania oriental: el Mal tendría su nido y su madriguera,
pues, en el paisaje doblemente arruinado (política y económicamente) de la
antigua República Democrática Alemana. Pero, inesperadamente, esta pista
resulta ser falsa, un simple señuelo del astuto Mal para desviarnos del
verdadero camino hacia su descubrimiento y aniquilación.
Porque el Mal,
de verdad, está en París. Se encuentra agazapado en el museo del Louvre, en sus
sótanos y garajes. Es en la trastienda del corazón intelectual de la histórica
e incomparable Ciudad Luz donde alienta la Bestia, no en desvencijadas
factorías o presas hidráulicas de eriales o montañas germanas. Dicho de otro
modo: la amenaza, el enemigo, el mal, la quintaesencia incompatible con los
Estados Unidos, yace y late en el seno de la “intelligentsia” francesa. Y es
ahí, precisamente, donde debe ser destruida.
Un París desolador,
desertado por ese Enemigo enquistado en su alma, es reducido a escombros por
los libertadores estadounidenses, en su empeño de aniquilar para siempre el
poder corruptor, contagiado a la humanidad como una epidemia, de la Bestia
agazapada en las entrañas del Louvre. La celebérrima pirámide de cristal salta
en pedazos, el Arco de Triunfo es igualmente demolido con no menor estrépito y,
para culminar el desarrollo del filme, la expedición de Cruise y la magna
conflagración relatada, la película se complace en una panorámica del París
destruido y redimido, como icónica representación de no pocos anhelos,
recuerdos y sueños oscuros (freudiana materia) del subconsciente
norteamericano.
Subconscientes
razones, de índole acaso religiosa o acaso histórica, asoman también en la
explícita interdicción de toda transfusión de sangre, cuya nefasta consecuencia
sería la pérdida del poder sobre el tiempo y la historia. En términos más
crudos: la contaminación de la sangre (¿norteamericana?) acarrearía
inevitablemente debilidad, decadencia y dependencia, y debe por lo tanto ser
evitada a toda costa. Tocante a este mensaje, francamente racista, la única
ambigüedad en la película es la concesión a la épica de mostrar cómo Cruise, el
héroe americano, puede jugarse la vida, y salvar al mundo (“as usual”), incluso
cuando sabe que, esta vez (ahora que su sangre ha sido infectada por la sangre
de otro ser humano, quizá incluso de un extranjero…), no hay marcha atrás en el
tiempo.
“Cuanto más te
hable de ella, más racional va a parecerte esta historia”, le dice un personaje
a otro, en el curso de la película. Pero la racionalidad está en el filme desde
el principio: la racionalidad de la propaganda, del dominio sobre tiempo e
historia, de la identificación de nuestro enemigo más íntimo, de la cruzada externa
(militar, ideológica, “universal”) e interna (pureza de sangre) contra el Mal
(¿la Cultura, el Comunismo, los Intelectuales, la Historia…?). A esta
racionalidad (o más bien, dadas sus perversiones o corrupciones, diríamos “a
esta lógica”) se debe el que sean tan transparentes el sentido y el mensaje de
la película (desde Normandía hasta el Louvre), una vez debidamente descortezada
de excrecencias “marcianas”, de atrezzo de “heavy metal” y de todo su ruido y
furia de videoconsola. (13 de junio de 2015)
No cabe negar la carga ideológica que tan bien analizas en el comentario. Indudablemente Estados Unidos tiene en su cine uno de sus principales medios de propaganda. Pero me parece excesivo pensar que todo el argumento depende de tal cúmulo de soterradas añagazas políticas. De hecho, algunos de los ejemplos que pones están muy traídos por los pelos (el paisaje del embalse no puede ser de Alemania oriental, la sangre de las transfusiones será de soldados estadounidenses, dudo que EE.UU. sienta los cuadros del Louvre como una amenaza, rusos y chinos son aliados, como bien señala...). Creo que abusas de esos simbolismos y que, sin negar el claro chovinismo del cine yankee, muchos de los giros argumentales están ligados simplemente a dar espectacularidad a la acción. El dólar es el dólar y hay que satisfacer al respetable.
ResponderEliminarPor otra parte, noto la falta absoluta de un análisis argumental y técnico de la película ¿Es buena o mala? ¿Funciona o es un pestiño? Has exprimido hasta la saciedad un aspecto del film, pero ¿y todo lo demás?
P.D. Al menos no negarás que Emily Blunt está fantástica.