Teología de la liberación para todos
los públicos: sótanas contra faldas
(Mi comentario a “El código Da Vinci” (2006), de Ron
Howard)
¿Se encuentra
realmente el gobierno chino detrás de la proliferación de garrapatas que está
martirizando a nuestras mascotas? ¿El sospechoso sabor de ciertos yogures se
debe a recónditos laboratorios que ensayan cómo graduar todos los parámetros de
nuestros análisis de sangre? ¿Es nuestra vida amorosa, presente y futura, nada más
que el resultado, sujeto a previsión y a decisión, de calculados algoritmos en
omniscientes computadoras programadas
para megafacturar vida social? ¿Los fracasos incansables de nuestra selección
balompédica han de achacarse a la venganza milenaria de los mayas, esos
silenciados inventores del fútbol, de las quinielas y del calendario de cada
temporada? ¿Cada vez que me bebo una cocacola estoy provocando, dócilmente, una
predeterminada chispa de la vida en el motor ciego y guiado de mi curriculum
vitae? ¿Qué destino para el mundo, atroz o mirífico, se esconde de verdad,
accesible solamente a hermeneutas iluminados, en las palabras melifluas del
sultán de Brunei, en las sonrisas afiladas de los ensabanados saudíes, en el
benedicente doble-dedo del “poverello” sedente en la cátedra de Pedro?
La única
conspiración mundial de la que no cabe duda es la de los ricos para robar a los
pobres. De todas las demás, lo único que sabemos (y, por supuesto, no nos está
permitido saber nada más…) es que son factualmente posibles, intelectualmente
tentadoras, muy accesibles y muy adictivas para la imaginación (“la loca de la
casa”) y, en suma, materia fácil para una literatura simple y de impacto, de
fácil acceso y de mensaje serio-global-transcendental (¡nada menos!), fluidamente
importantísima y cómodamente escalofriante.
Consecuencia:
hasta los más hieráticos presentadores de televisión, o las lobotomizadas de la
tertu-basura, o los bachilleres de carrera más tambaleante, tientan su suerte
con voluminosos novelones de trazo grueso en que se nos revelan por fin los
sagacísimos designios de las pirámides o de los pergaminos egipcios para una
sociedad cronológicamente más tardía (y sapiencialmente más retardada), en que los
arcanos universales de Da Vinci, Dante, Newton o cualquier otro gran nombre del
panteón de la cultura son generosamente descifrados y diseminados al gran
público (para su ávido consumo en aeropuertos o en vagones de metro), en que los
misterios zoroástricos, o el poema de Gilgamesh, o el Popol Vuh, o las runas
islandesas, se ligan con los más abstrusos secretos escondidos en las bóvedas
de las agencias de (in)seguridad estadounidenses, con la providencia de
omniscientes alienígenas, los avatares de la geopolítica, los desafíos de la
energía o los achaques de decrepitud y polución de un planeta misteriosamente
achatado (quién sabe si por los oscuros manejos de Eratóstenes...).
“El código Da
Vinci” apareció en, y se benefició de, la altamar milenarista del año 2000.
Como sería improcedente (e innecesario) detallar aquí su argumento, baste con
una enumeración rápida de los elementos que, hábilmente mezclados, condujeron a
su éxito comercial y justifican su perdurable atractivo: una sociedad secreta (de
post- o seudo-templarios) cuya misión, desde tiempo inmemorial, es proteger la
tumba de la esposa de Jesucristo y a los sucesivos descendientes directos de su
matrimonio; el Opus Dei (como sociedad seudo-secreta contrapuesta), empeñado por
todos los medios en hallar, y en destruir, ese sepulcro excepcional y a esos
descendientes privilegiados (una tarea ímproba e ingrata que la sigilosa Obra
lleva a cabo en nombre de la Iglesia oficial, de sus dogmas establecidos, de su
estructura patriarcal, rigurosamente masculina y rigídamente jerárquica,
establecida y consolidada por los siglos, y de otra serie de razones pareja e
indiscutiblemente perversas…); como marco de este enfrentamiento entre muy
obvios Bien y Mal, están las claves dadas por Leonardo Da Vinci en su
archifamosa representación de la Última Cena, llaves escondidas que llevan a
llaves de escondites, mensajes cifrados y descifrados en nuevas cifras,
anagramas, criptografías, apólogos que descifrar, templos de ubicación remota y
oscura, subsuelos preñados de enigmas y de claves, eruditos monomaníacos al
borde de la locura, fanáticos asesinos cuya locura es la Cruz, policías
implicados hasta las cejas en la gran conspiración, museos que son más bien santuarios,
santuarios que no son sino casinos de adivinanzas, etcétera, etcétera.
La adaptación
cinematográfica de la novela super-ventas de Dan Brown es un digno producto de
entretenimiento que se sigue con interés, interés que, en mi caso, sólo se
tambalea, transitoriamente, en la parte central (con un par de virajes
diametrales de los caracteres y algún desquiciamiento excesivo de los avatares
de la trama). Para mi gusto, sólo Hanks flojea en un reparto muy competente (y
–hay que decir esto en favor del argumento– no muy nutrido: a la pareja
protagonista y al estudioso MacKellen, no más de tres o cuatro caracteres
acompañan en la accidentada investigación: el fanático, el policía, el obispo,
el banquero). Especialmente, por encima de Tautou, Reno, Molina o Prochnow, yo
destacaría a un espeluznante Bettany. La dirección y el guión son muy
profesionales, sirviendo fiel y eficazmente a la novela (hay claridad, fluidez,
inteligentes apoyos visuales, en la presentación de la abundante información
histórica y cultural), y me parecen muy notables la fotografía y la banda
sonora (del simpre fiable Hans Zimmer). De resultas de todo ello, las dos horas
y media de la película transcurren sin monotonía ni cansancio.
Sin embargo,
llegados al final, y con la cabeza aún agitada por los misterios y los meandros
de la trama, se me ocurre una reflexión (inevitablemente “conspiratoria”, dadas
las circunstancias) acerca del famoso “código Da Vinci”. A saber: ¿y si la
novela y su adaptación no fuesen sino dos piezas más de una conspiración global,
inteligente y aviesa, dirigida a devaluar o a desprestigiar algunas disciplinas
o facetas (¿demasiado?) respetadas (incluso veneradas) en este momento de
nuestra civilización? Me refiero a las siguientes:
1) La historia:
La historia de la humanidad no es un espectáculo, no obedece a un designio
preconcebido, no esconde (como si fuera un tesoro) la explicación de nuestro
mundo actual, no es presciente ni omnisciente ni providente. Una lectura de la
historia que incurriera en estas asunciones, si bien muy propia de un momento
de milenarismo (y de obras fruto de ese momento, como la novela de Dan Brown),
sería sencillamente errónea, e ilusoriamente fácil y feliz: tan fácil y feliz
que, quizá, algún que otro espectador se ha dejado convencer por la idea de una
historia como una suerte de “programa” de relumbrón... Pero la historia es,
realmente, una sucesión nada “programática” de momentos (con mucha frecuencia,
de momentos de horror y de error) a los que sólo una mirada distante (una
mirada de espectador) osaría investir de espectacularidad; la historia es ciega
(y el fracaso de todas las utopías muestra cuán ciega es precisamente cuanto
con más claridad quiere ver, o cuanto más adelante quiere mirar…); la historia nos explica y
enseña nuestro presente, ciertamente, pero de un modo discreto y sutil, entre
líneas, en el detalle (ajena, desde luego, a toda “revelación”, que es un
fenómeno mucho más perteneciente al ámbito religioso…).
2) El estudio:
No se estudia para obtener un resultado, una gran verdad, el desvelamiento de
misterios. El estudio es sacrificio, es entregarse al aprendizaje de datos, de
antecedentes, de minucias; es elegir, conscientemente, una vía oscura, con
frecuencia pedregosa, cuyo sentido está en su simple seguimiento, día tras día.
La verdad se alcanza (o se arranca) en trocitos de conocimiento, de
comprensión, de interpretación. Y la materia en que emplearse cotidianamente no
son, por supuesto, misterios (ni siquiera pequeños misterios…), sino
simplemente (y nada menos) problemas: los muchos problemas que plantean vacíos
o conflictos de documentación, zonas de desconocimiento, huecos
historiográficos. Nada tiene, por lo tanto, que ver esta descripción prosaica y
rutinaria, esforzada y minuciosa (pero realista), con el estudioso que
representa Hanks, una “estrella” que firma libros en los grandes almacenes,
prepara conferencias de filminas y, entre una cosa y otra, resuelve los
misterios de la humanidad…
3) La religión:
El verdadero misterio de la religión (y en este ámbito la palabra “misterio” es
del todo pertinente) no es, por supuesto, si Jesucristo se casó o no, si tuvo
esposa o hijos, etcétera (un asunto recurrente en los aproximaciones
hollywoodenses recientes, así como en las polémicas y anatemas que suceden,
como el invierno al otoño, al estreno de las películas respectivas…). Esto
sería a lo sumo, justamente, un asunto para la investigación histórica.
Trasladar los tópicos de la prensa de cotilleos al Evangelio (quién se acuesta
con quién, quién es el auténtico padre de quién, etc.), y hacer exégesis o
propaganda con ellos, pretendiendo que se trata de debates religiosos, sería
depreciar o frivolizar exageradamente el auténtico misterio, la auténtica
interrogación, el auténtico sentido de la religión (para cada ser humano) y del
hecho religioso (para la humanidad en su conjunto). Y, sin embargo, no parece
que los debates (o lecturas, o incluso películas) sobre misterio o sentido
merezcan hoy en día, en punto a religión, la atención que se presta a obras tan
disputablemente (de hecho, tan absurdamente) religiosas como “El código Da
Vinci”.
La historia, el
estudio y la religión son demasiado serios como para dejarlos en manos de
Hollywood. Si la película (y, para el caso, el libro) pretende “penetrar siglos
de distorsión histórica para hallar la verdad original” (como el personaje de Hanks
dice al principio), no hubiera debido ser realizada nunca (pues su objeto es
distorsionar la verdad histórica, en pos de una verdad “comercial”). Esto es
obvio, y hay por tanto que asumir esa cláusula solemne como retórica captación
del interés del espectador. Por otra parte –y esta es una objeción ciertamente
más seria–, ¿qué aspiración de verdad puede tener una obra que, al final, se
muestra escéptica –decir "feuerbachiana" sería atribuirle demasiada profundidad–
respecto a si Cristo fue humano o divino (“¿Por qué tiene que ser humano o
divino? Quizá humano es divino”), y que termina con una franca proclamación que
(dicho sea de paso) refleja bien la blandura intelectual (dicho de otro modo:
el reduccionismo sentimentaloide) de nuestro tiempo: “lo importante es lo que
crees”. No, me temo que lo importante es la verdad. Una verdad (histórica) que
se debe buscar (estudio); otra verdad –¿o la misma?, ¿o una no-verdad?–
(religiosa) que se debe –¿o no?, ¿o no se puede?– vivir (religión).
Entregarse a más divagaciones
sobre la verdad, en este rápido comentario a una rebuscada (y, por momentos,
delirante, digámoslo de una vez) ficción histórico-religiosa, está aquí fuera
de lugar y sería hasta ridículo. Pero, incluso si uno decidiera, con la más
abnegada y honesta disposición intelectual, seguir por esa vía digresiva, no
parece que una moraleja posmoderna como “qué más da, lo importante es cómo te
sientas”, proclamada sin empacho alguno en el cierre de la arriesgada y
transcendental pesquisa, sea la más idónea inspiración a la reflexión o invitación
al diálogo acerca de historia, de verdad, de religión o de cualquier otro
tema que vaya más allá del tiempo meteorológico o de un clima anímico
igualmente azaroso. (7 de junio de 2015)
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