15 jun 2015

“El código Da Vinci” (2006), de Ron Howard



Teología de la liberación para todos los públicos: sótanas contra faldas
(Mi comentario a “El código Da Vinci” (2006), de Ron Howard)
 
¿Se encuentra realmente el gobierno chino detrás de la proliferación de garrapatas que está martirizando a nuestras mascotas? ¿El sospechoso sabor de ciertos yogures se debe a recónditos laboratorios que ensayan cómo graduar todos los parámetros de nuestros análisis de sangre? ¿Es nuestra vida amorosa, presente y futura, nada más que el resultado, sujeto a previsión y a decisión, de calculados algoritmos en omniscientes  computadoras programadas para megafacturar vida social? ¿Los fracasos incansables de nuestra selección balompédica han de achacarse a la venganza milenaria de los mayas, esos silenciados inventores del fútbol, de las quinielas y del calendario de cada temporada? ¿Cada vez que me bebo una cocacola estoy provocando, dócilmente, una predeterminada chispa de la vida en el motor ciego y guiado de mi curriculum vitae? ¿Qué destino para el mundo, atroz o mirífico, se esconde de verdad, accesible solamente a hermeneutas iluminados, en las palabras melifluas del sultán de Brunei, en las sonrisas afiladas de los ensabanados saudíes, en el benedicente doble-dedo del “poverello” sedente en la cátedra de Pedro?

La única conspiración mundial de la que no cabe duda es la de los ricos para robar a los pobres. De todas las demás, lo único que sabemos (y, por supuesto, no nos está permitido saber nada más…) es que son factualmente posibles, intelectualmente tentadoras, muy accesibles y muy adictivas para la imaginación (“la loca de la casa”) y, en suma, materia fácil para una literatura simple y de impacto, de fácil acceso y de mensaje serio-global-transcendental (¡nada menos!), fluidamente importantísima y cómodamente escalofriante.

Consecuencia: hasta los más hieráticos presentadores de televisión, o las lobotomizadas de la tertu-basura, o los bachilleres de carrera más tambaleante, tientan su suerte con voluminosos novelones de trazo grueso en que se nos revelan por fin los sagacísimos designios de las pirámides o de los pergaminos egipcios para una sociedad cronológicamente más tardía (y sapiencialmente más retardada), en que los arcanos universales de Da Vinci, Dante, Newton o cualquier otro gran nombre del panteón de la cultura son generosamente descifrados y diseminados al gran público (para su ávido consumo en aeropuertos o en vagones de metro), en que los misterios zoroástricos, o el poema de Gilgamesh, o el Popol Vuh, o las runas islandesas, se ligan con los más abstrusos secretos escondidos en las bóvedas de las agencias de (in)seguridad estadounidenses, con la providencia de omniscientes alienígenas, los avatares de la geopolítica, los desafíos de la energía o los achaques de decrepitud y polución de un planeta misteriosamente achatado (quién sabe si por los oscuros manejos de Eratóstenes...).

“El código Da Vinci” apareció en, y se benefició de, la altamar milenarista del año 2000. Como sería improcedente (e innecesario) detallar aquí su argumento, baste con una enumeración rápida de los elementos que, hábilmente mezclados, condujeron a su éxito comercial y justifican su perdurable atractivo: una sociedad secreta (de post- o seudo-templarios) cuya misión, desde tiempo inmemorial, es proteger la tumba de la esposa de Jesucristo y a los sucesivos descendientes directos de su matrimonio; el Opus Dei (como sociedad seudo-secreta contrapuesta), empeñado por todos los medios en hallar, y en destruir, ese sepulcro excepcional y a esos descendientes privilegiados (una tarea ímproba e ingrata que la sigilosa Obra lleva a cabo en nombre de la Iglesia oficial, de sus dogmas establecidos, de su estructura patriarcal, rigurosamente masculina y rigídamente jerárquica, establecida y consolidada por los siglos, y de otra serie de razones pareja e indiscutiblemente perversas…); como marco de este enfrentamiento entre muy obvios Bien y Mal, están las claves dadas por Leonardo Da Vinci en su archifamosa representación de la Última Cena, llaves escondidas que llevan a llaves de escondites, mensajes cifrados y descifrados en nuevas cifras, anagramas, criptografías, apólogos que descifrar, templos de ubicación remota y oscura, subsuelos preñados de enigmas y de claves, eruditos monomaníacos al borde de la locura, fanáticos asesinos cuya locura es la Cruz, policías implicados hasta las cejas en la gran conspiración, museos que son más bien santuarios, santuarios que no son sino casinos de adivinanzas, etcétera, etcétera.

La adaptación cinematográfica de la novela super-ventas de Dan Brown es un digno producto de entretenimiento que se sigue con interés, interés que, en mi caso, sólo se tambalea, transitoriamente, en la parte central (con un par de virajes diametrales de los caracteres y algún desquiciamiento excesivo de los avatares de la trama). Para mi gusto, sólo Hanks flojea en un reparto muy competente (y –hay que decir esto en favor del argumento– no muy nutrido: a la pareja protagonista y al estudioso MacKellen, no más de tres o cuatro caracteres acompañan en la accidentada investigación: el fanático, el policía, el obispo, el banquero). Especialmente, por encima de Tautou, Reno, Molina o Prochnow, yo destacaría a un espeluznante Bettany. La dirección y el guión son muy profesionales, sirviendo fiel y eficazmente a la novela (hay claridad, fluidez, inteligentes apoyos visuales, en la presentación de la abundante información histórica y cultural), y me parecen muy notables la fotografía y la banda sonora (del simpre fiable Hans Zimmer). De resultas de todo ello, las dos horas y media de la película transcurren sin monotonía ni cansancio. 

Sin embargo, llegados al final, y con la cabeza aún agitada por los misterios y los meandros de la trama, se me ocurre una reflexión (inevitablemente “conspiratoria”, dadas las circunstancias) acerca del famoso “código Da Vinci”. A saber: ¿y si la novela y su adaptación no fuesen sino dos piezas más de una conspiración global, inteligente y aviesa, dirigida a devaluar o a desprestigiar algunas disciplinas o facetas (¿demasiado?) respetadas (incluso veneradas) en este momento de nuestra civilización? Me refiero a las siguientes:

1) La historia: La historia de la humanidad no es un espectáculo, no obedece a un designio preconcebido, no esconde (como si fuera un tesoro) la explicación de nuestro mundo actual, no es presciente ni omnisciente ni providente. Una lectura de la historia que incurriera en estas asunciones, si bien muy propia de un momento de milenarismo (y de obras fruto de ese momento, como la novela de Dan Brown), sería sencillamente errónea, e ilusoriamente fácil y feliz: tan fácil y feliz que, quizá, algún que otro espectador se ha dejado convencer por la idea de una historia como una suerte de “programa” de relumbrón... Pero la historia es, realmente, una sucesión nada “programática” de momentos (con mucha frecuencia, de momentos de horror y de error) a los que sólo una mirada distante (una mirada de espectador) osaría investir de espectacularidad; la historia es ciega (y el fracaso de todas las utopías muestra cuán ciega es precisamente cuanto con más claridad quiere ver, o cuanto más adelante quiere mirar…); la historia nos explica y enseña nuestro presente, ciertamente, pero de un modo discreto y sutil, entre líneas, en el detalle (ajena, desde luego, a toda “revelación”, que es un fenómeno mucho más perteneciente al ámbito religioso…).

2) El estudio: No se estudia para obtener un resultado, una gran verdad, el desvelamiento de misterios. El estudio es sacrificio, es entregarse al aprendizaje de datos, de antecedentes, de minucias; es elegir, conscientemente, una vía oscura, con frecuencia pedregosa, cuyo sentido está en su simple seguimiento, día tras día. La verdad se alcanza (o se arranca) en trocitos de conocimiento, de comprensión, de interpretación. Y la materia en que emplearse cotidianamente no son, por supuesto, misterios (ni siquiera pequeños misterios…), sino simplemente (y nada menos) problemas: los muchos problemas que plantean vacíos o conflictos de documentación, zonas de desconocimiento, huecos historiográficos. Nada tiene, por lo tanto, que ver esta descripción prosaica y rutinaria, esforzada y minuciosa (pero realista), con el estudioso que representa Hanks, una “estrella” que firma libros en los grandes almacenes, prepara conferencias de filminas y, entre una cosa y otra, resuelve los misterios de la humanidad…

3) La religión: El verdadero misterio de la religión (y en este ámbito la palabra “misterio” es del todo pertinente) no es, por supuesto, si Jesucristo se casó o no, si tuvo esposa o hijos, etcétera (un asunto recurrente en los aproximaciones hollywoodenses recientes, así como en las polémicas y anatemas que suceden, como el invierno al otoño, al estreno de las películas respectivas…). Esto sería a lo sumo, justamente, un asunto para la investigación histórica. Trasladar los tópicos de la prensa de cotilleos al Evangelio (quién se acuesta con quién, quién es el auténtico padre de quién, etc.), y hacer exégesis o propaganda con ellos, pretendiendo que se trata de debates religiosos, sería depreciar o frivolizar exageradamente el auténtico misterio, la auténtica interrogación, el auténtico sentido de la religión (para cada ser humano) y del hecho religioso (para la humanidad en su conjunto). Y, sin embargo, no parece que los debates (o lecturas, o incluso películas) sobre misterio o sentido merezcan hoy en día, en punto a religión, la atención que se presta a obras tan disputablemente (de hecho, tan absurdamente) religiosas como “El código Da Vinci”.

La historia, el estudio y la religión son demasiado serios como para dejarlos en manos de Hollywood. Si la película (y, para el caso, el libro) pretende “penetrar siglos de distorsión histórica para hallar la verdad original” (como el personaje de Hanks dice al principio), no hubiera debido ser realizada nunca (pues su objeto es distorsionar la verdad histórica, en pos de una verdad “comercial”). Esto es obvio, y hay por tanto que asumir esa cláusula solemne como retórica captación del interés del espectador. Por otra parte –y esta es una objeción ciertamente más seria–, ¿qué aspiración de verdad puede tener una obra que, al final, se muestra escéptica –decir "feuerbachiana" sería atribuirle demasiada profundidad– respecto a si Cristo fue humano o divino (“¿Por qué tiene que ser humano o divino? Quizá humano es divino”), y que termina con una franca proclamación que (dicho sea de paso) refleja bien la blandura intelectual (dicho de otro modo: el reduccionismo sentimentaloide) de nuestro tiempo: “lo importante es lo que crees”. No, me temo que lo importante es la verdad. Una verdad (histórica) que se debe buscar (estudio); otra verdad –¿o la misma?, ¿o una no-verdad?– (religiosa) que se debe –¿o no?, ¿o no se puede?– vivir (religión).
     Entregarse a más divagaciones sobre la verdad, en este rápido comentario a una rebuscada (y, por momentos, delirante, digámoslo de una vez) ficción histórico-religiosa, está aquí fuera de lugar y sería hasta ridículo. Pero, incluso si uno decidiera, con la más abnegada y honesta disposición intelectual, seguir por esa vía digresiva, no parece que una moraleja posmoderna como “qué más da, lo importante es cómo te sientas”, proclamada sin empacho alguno en el cierre de la arriesgada y transcendental pesquisa, sea la más idónea inspiración a la reflexión o invitación al diálogo acerca de historia, de verdad, de religión o de cualquier otro tema que vaya más allá del tiempo meteorológico o de un clima anímico igualmente azaroso.      (7 de junio de 2015)

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