6 jun 2013

“El método” (2005), de Marcelo Piñeyro


Mis notas a “El método” (2005), de Marcelo Piñeyro


Se trata de una adaptación de la exitosa pieza teatral “El método Grönholm”, de Jordi Galcerán, quien desde un primer momento renegó de la lectura “dramática” que los guionistas Piñeyro y Mateo Gil habían hecho del texto que él había escrito en tono de “comedia”. Después de haber visto la película (pero sin conocer la obra de teatro), me pregunto si alguno de los desajustes o “chirridos” del filme, que irán apareciendo a lo largo de estas notas, no tendrá su origen en esa radical remodulación de la obra original.

La película describe un proceso de selección para un empleo de alto rango en una multinacional; la prueba consiste en una “dinámica de grupo” cuyo triunfador será quien mejor interactúe, influya, resista, etc., con el resto de los candidatos; todo transcurre durante parte de una jornada, casi siempre en el espacio de una sala de reuniones, y entre los ocho personajes que constituyen el grupo de aspirantes y el personal de la empresa de selección.

Para no demorarme con el selecto elenco de actores (lo más granado –o puede que sólo lo más vistoso– del cine español en 2005), anoto ya sus nombres, y paso a otra cosa: Natalia Verbeke (la secretaria), Carmelo Gómez (el honesto), Enrique Alterio (el simpático), Adriana Ozores (la profesional), Najwa Nimri (la ambiciosa), Eduardo Noriega (el “yupi”), Eduard Fernández (el agresivo) y el argentino Pablo Echarri (el descomprometido…).

La película recuerda mucho dos obras mayores: “Doce hombres sin piedad” (un clásico, o el clásico, de “hombres encerrados en una habitación” intercambiando pasiones y traumas) y “Smoking room” (la gran película española sobre miserias y traiciones en el opresivo, claustrofóbico círculo de unos cuantos ejecutivos de una multinacional). Pero, como no cree lo bastante en sí misma, como se desmorona a medio metraje, como está demasiado impaciente, o es demasiado insistente, en demostrarnos lo que pretende a toda costa demostrarnos, acaba bastante lejos de alcanzar la fuerza y la penetración –y, digámoslo yo, la calidad– de cualquiera de las dos pelis mencionadas.

 Como digo, el mensaje es insistente, tan nítido como reiterado, y reforzado además hasta la pura redundancia: “el mundo es malo, la empresa capitalista –o multinacional, u occidental– es un entorno atroz, mirad lo que el lenguaje o la psicología o la ideología corporativa hacen nacer, o aflorar, en los seres humanos, etc., etc.”. Hablo de redundancia porque, a lo narrado y lo descrito, a lo mostrado y lo demostrado, se añade además el contexto de las manifestaciones anti-globalización y anti-Fondo Monetario Internacional en la calle (siempre en fuera de campo, salvo en la escena final, cuando el personaje finalmente derrotado sale a esas calles devastadas por la lucha entre el capitalismo salvaje y los idealistas que creen que “otro mundo es posible”, emergiendo, en plena ruina íntima, de la ruina de dentro de la sede empresarial a la ruina de un mundo desolado por tanto capitalismo y tanta represión –pues ésta es la única lectura posible, una lectura ideologizada y maniquea, del “mundo exterior”, tras el encarnizado combate que se ha contemplado, en el “mundo interior”, entre los ufanos practicantes del juego de la competencia y de la darwiniana “selección natural” empresarial…–). Pero no me desviaré de la película para perderme por los cerros de Úbeda…

La película, lo he escrito antes, no cree lo bastante en sí misma. Y lo demuestra el que parece abandonar, antes de una hora de proyección, la convicción en que el interés y la tensión del espectador podrán mantenerse hasta el final, si es que no se produce antes un cambio de escenario y una efusión de indiscutible “tirón” popular. En consecuencia, lo que podría haber sido una relación sutil entre Fernández y Nimri, un abuso o una influencia de él sobre ella psicológicamente abrumadoras –sin perjuicio de su finura de tratamiento–, se nos traslada como una brusca, extemporánea y finalmente inverosímil escena de sexo en el baño (y una escena particularmente ridícula, visto su todavía más increíble, patético y vodevilesco remate). Pero, insisto, la película no necesitaba en absoluto esta ración de “carnaza” para mantener el interés, porque lo estaba logrando perfectamente.

(Sí, he dicho “carnaza”: se nos muestra el semen de Fernández con todo su color y textura…).

(No voy a entrar en si Nimri quiere o no quiere, si se deja o no se deja, si juega o no juega: doctores tiene la Iglesia).

“Otra explicación es posible”: había que hacer que “los galanes”, o mejor, las estrellas en general (Fernández, Noriega, Nimri), se lucieran de otro modo que departiendo (más o menos) civilizadamente en una mesa de despacho…

De lo dicho quedará claro que mi parte favorita de la película es la inicial, la del encuentro y saludo de los caracteres, la de la noticia del “topo” de la empresa infiltrado entre los candidatos, la de las pruebas y eliminaciones iniciales, la de las primeras discusiones de fondo (Gómez, Ozores): creo que los diálogos, y también el “invisible” rodaje, rayan a gran altura.

El receso alimenticio es admisible, pero la llegada a la escena del baño hace que la película se tambalee; y desde ese momento no asistimos más que a una cuesta abajo (lo he escrito también antes: la peli se desmorona a medio metraje), en que, por ejemplo, resulta ya evidente que el “duelo final” será sentimental (y la subsiguiente eliminación de otro candidato nos confirma en esta impresión); adiós a la originalidad, a la sorpresa, a la incertidumbre acerca del siguiente paso en la trama, de los que pudimos disfrutar durante, digamos, la primera media hora, o la primera mitad, de la película.

La escena siguiente, en que los tres “supervivientes” se pasan un balón de fútbol mientras responden ansiosamente a preguntas propias del antañón pero inolvidable “Un, dos, tres”, nos causa la impresión de que la imaginación del guionista se ha agotado (¿es esto lo más que puede ocurrírsele, dentro de todas las “dinámicas de grupo” posibles?): se trata, sencillamente, de eliminar a Fernández, y de hacerlo por el simple expediente de exarcebar su naturaleza violenta burlándose de sus carencias en idiomas (pues los puntos ganados o perdidos en este decepcionante juego de preguntas y respuestas son, a la postre, del todo irrelevantes…). Como se ve, la finura, la tensión psicológica, el ingenio de los desafíos, han, a estas alturas de la película, desaparecido por completo.

Entre tanto, otro fallo: las confidencias de Echarri a Alterio son totalmente increíbles, desde el punto de vista psicológico: no nos las creemos ni como trampa ni como error del argentino; son, sencillamente, una “exigencia del guión” para preparar (muy previsiblemente) lo que sucederá a continuación, cuando haya que eliminar a ambos…

Respecto al “duelo final”, respecto incluso a la escena del balón de fútbol (con Fernández aún en la liza), mi impresión es que las consecuencias de la escena del baño no se explotan ni del todo bien ni del todo a fondo por ninguno de los tres caracteres implicados. Parece que no saben o que no quieren saber, a lo sumo se intercambian ironías, al final deciden ignorar por completo (ellos, o más bien los guionistas) lo sucedido; cierto que “lo sucedido” no es demasiado fácil de gestionar, en la medida en que “lo sucedido” ha empezado a (pero no terminado de) suceder (pero entonces ¿por qué ha empezado?) (y, bueno, realmente sí ha habido un final, pero no el esperado y deseado por Fernández –¿y también por Nimri?–); la única conclusión clara es que la escena prepara/refuerza la vulnerabilidad de Nimri, quien era en principio, paradójicamente, un personaje “fuerte”…

Queda claro que Nimri gana, pero que su sentimentalismo (¿femenino?) le hace renunciar a esa victoria; no sólo eso, ese sentimentalismo es el que, en el último minuto, la derrota, ante un rival (¿masculinamente?) más frío e implacable.

En resumen, y para terminar, “El método” es una película entretenida, pero que va de más a menos, argumentalmente irregular, por momentos psicológicamente endeble, determinada en demasía (en perjuicio de los caracteres) por sus premisas ideológicas, políticamente correcta y “comme il faut”, orientada comercialmente de modo demasiado trivial e inseguro de sí misma, dialécticamente vigorosa pero inconstante, teatral sin complejos, y actoralmente (hay que mencionar esto como un punto fuerte del filme) magnífica.           (15 de mayo de 2013)

“Tropical Malady” (2004), de Apichatpong Weerasethakul


Mis notas a “Tropical Malady” (2004), de Apichatpong Weerasethakul


Se trata de una historia de amor (homosexual) contada en dos partes y de dos maneras completamente diferenciadas. La primera es luminosa, risueña, urbana, apolínea; la segunda es oscura, trágica, boscosa, dionisíaca. Los amantes son un soldado y un obrero, en una Tailandia a la vez moderna y tradicional, a la vez occidentalizada y ascentral, y el amor de los dos hombres nace y se desarrolla de un modo cotidiano y tierno.

Lo escrito hasta ahora sobre el tema, su doble tratamiento, sus protagonistas y su localización podría responder igualmente a una obra maestra que a un bodrio: me temo que “Tropical Malady” cae rotundamente del lado del bodrio.

Para justificar esta afirmación, a lo que dedicaré el resto de mis notas, fijémonos primero en la primera parte de la película: la diurna, la optimista, la “bonita”. Bien, ¿puede concebirse una historia más deslavazada, falta de emoción, privada de recursos o de efectos, salpicada de diálogos vacuos cuando no cursis, trufada de momentos “kitsch” o sencillamente imposibles, ciega de todo sentido narrativo? Yo diría que no.

Como no hay por dónde empezar ni por dónde terminar, en el revoltillo de esa primera mitad, apunto a vuelapluma observaciones o recuerdos que me vienen a las mientes: los dos “momentos musicales” son patéticos (la canción de la señora mayor y la práctica colectiva de aerobic, dirigida desde un escenario); los diálogos son bochornosos (“–Cuando te regalé el disco de Clash, olvidé darte mi corazón; aquí está, ¿lo tienes? –Está llegando poquito a poco”); un momento surrealista (o quizá sólo es surrealista su presencia en el absurdo “collage”) es la consulta veterinaria del perro de uno de los personajes (hablan de una “operación” y de “tratar con quimioterapia” a una “perra muy vieja”; esto en un país como Tailandia…); la felicidad de los dos tipos se nos transmite mediante un recurso tan “artístico” como mostrar todo el tiempo sus “sonrisas profidén”; para resultar debidamente étnico se intercala, en otro momento del “puzzle”, una leyenda sobre piedras que se convierten en oro y luego en ranas (leyenda que, naturalmente, no tiene nada que ver con la ¿línea? argumental); entre medias hay algunas escenas de amor, o de compañía, de los dos chicos gays (escenas siempre castas, siempre melifluas), por ejemplo en el parque de un templo, o cuando visitan a unas viejas familiares de uno; para no dejar de ser étnicos, las viejas hablan de amuletos fálicos (y hasta traen uno a la mesa, para que nosotros, los potenciales visitantes turísticos de Tailandia, lo veamos…) y de sus propiedades mágicas (poco antes o poco después mencionan el concurso “¿Quiere usted ser millonario?”…); hay por ahí una escena de amor en el cine entre los dos enamorados, escena que consiste en que la mano de uno juguetea en el muslo del otro, y el brazo del otro pasa por el hombro del uno; de vez en cuando hay tomas en una fábrica de hielo, donde parece que uno de los dos protagonistas trabaja, o algo parecido (en otros momentos parece que está buscando trabajo…); y la primera parte del romance termina con prolongadísimos lametones de cada uno en la mano del otro, antes de despedirse un día cualquiera.

No sé si he dejado suficientemente claro el completo chisgarabís de esta primera parte de la película (casi una horita de duración): es un cuadro abigarrado y sin orden, penoso de oír (escasos y lamentables diálogos, música más bien inexistente), banal de ver, vacuo de comprender y soporífero de seguir. No cuenta nada, no expresa nada, no transmite nada. Es cine malo: sin contenido, sin interés, sin brillo, sin la menor intención ni el menor resultado artístico.

No hay más que pueda decir sobre esta primera parte; lo habría, quizá, si algo en la historia hubiera retenido mi interés durante todo su metraje, pero me temo que el tedio me abrumó y ahogó bastante antes de llegar al final…

Pero bueno, por fin hay un fundido en negro y, cuando vuelve la imagen, oímos acerca de una bestia que anda por los campos aterrorizando animales y humanos. Y aparece un título para esta segunda mitad (que dura casi otra horita): “El sendero de un espíritu”. ¡Esto sí que suena interesante!...

…¡Terrible (literalmente) decepción!: esta segunda parte consigue ser aún más aburrida e irritante que la primera.

Se trata ahora del soldado, que sigue por el bosque la pista del espíritu de un chamán convertido en tigre para acosar a los viajeros (¿qué tiene que ver esto con todo lo anterior?: hay que pensar en el cadáver hallado al principio de la peli por la patrulla de soladados, hay que pensar en la noticia de la bestia asustando a los vivientes en el bosque, hay que pensar en la especie de fauno que en un momento dado cruzó la escena en la primera parte; y encontraremos, poco a poco, todavía más conexiones entre ambas mitades del filme…).

Este seguimiento o cacería, a través del bosque, es TODO (o casi) el argumento y el contenido de la segunda parte: el soldado abriéndose paso por el bosque tropical, examinando huellas, apa- y desapareciendo entre los árboles… Y así, y solamente así, durante casi una hora. Increíble pero cierto.

Ojo, este sencillo relato podría ser una maravilla, si es que se hiciera cine con él. Pero no es el caso, puesto que la mirada y la imagen cinematográficas, en “Tropical Malady”, no pueden ser más ramplonas, más repetitivas, más lentas.

Nadie hay menos enemigo que yo de la lentitud en el cine, pero la lentitud debe tener un sentido (ofrecer al espectador un espacio de reflexión, de contemplación, de alivio, incluso de distracción; o mostrar el latido de la historia o de los personajes; o…). Cuando no hay NADA sobre lo que reflexionar o que contemplar, mostrar durante cinco minutos a un soldado apoyado contra un árbol es simplemente una tomadura de pelo, o un signo de torpeza de un cineasta presuntamente contemplativo, pero en realidad hueco como un tambor (hablo sólo de esta película, claro; no conozco otras de Weerasethakul). Por cierto, hay que decir que son continuos los momentos, de gestos o de posturas sin ningún contenido ni sentido, que duran cinco minutos, durante esta auténtica “enfermedad tropical” alucinada y narcótica que es la segunda parte de la película.

Por contar lo poco contable de esta segunda parte, el soldado acaba topando con el espectro (un indio pintarrajeado que se pasea por el bosque en pelota picada), se pelea con él hasta que éste huye, luego un mono habla desde un árbol al soldado, el soldado mata por error una vaca, el soldado asume el espíritu de la vaca y comienza a andar a cuatro patas, y al final el soldado se topa por fin con el tigre (como se ve, todo muy razonable).

Ojo, insisto en que con todo esto podría haberse hecho una obra maestra de poesía, o de sugerencia, o de mitología, o de narración “oriental”. Pero, una vez más, es todo tan prosaico (cinematográficamente), tan monótono, tan falto de nervio o de pulso o de vista artísticos, que el resultado es simplemente una acumulación de clichés literarios tailandeses o tailandizantes para uso de críticos de cine, o de pedantes en general.

No faltan momentos absurdos, como cuando el soldado, solo en mitad del bosque, y sin nada que hacer allí más que deambular como un orate, llama con la radio a su cuartel central. Y son igualmente absurdas algunas intervenciones del narrador de la historia (“el espectro estaba fascinado con el sonido de la radio del soldado”: me pregunto qué aporta a la historia esta frase perfectamente idiota).

Va siendo ya hora de revelar el enigma: ¿qué tiene que ver esta historia con la de la primera parte? Pues es que resulta que el espectro, el tigre, es el chico amante del soldado. Así hay que entender las últimas palabras que el tigre o el espíritu pone en la cabeza del acorralado y aterrorizado soldado (“–Monstruo, te doy mi espíritu, mi carne y mis recuerdos. –Cada gota de mi sangre canta nuestra canción, una canción de felicidad, ¿la oyes?”). Y con estas palabras, y una vista del ramaje de los árboles (que, bien, sí, podría ser remotamente lírica), acaba la película.

Favorecerían también esa intelección las palabras del mono parlante al soldado errabundo (“El tigre te sigue; hambriento y solitario, sabe que eres presa y compañero; mátalo para liberarte del mundo de los espectros, o deja que te devore y entra en su mundo”). Pero, está bien, lo reconozco, esta interpretación, que serviría para ligar las dos mitades de la película, puede estar un poco cogida por los pelos. Bien podría ser que el tal Weerasethakul, que es evidentemente un impostor (otro de tantos de los que pululan por el panorama del arte contemporáneo), tuviera perdidos en algún cajón dos medio-metrajes que no sabía muy bien cómo pegotear entre sí, para ver si los colocaba en el extranjero…

¿Un mensaje, un contenido, una conclusión? Puedo intentarla recordando la cita de un tal Tom Nakayima que se lee justo al inicio de la película: “Todos nosotros somos por naturaleza animales salvajes. Nuestro deber como seres humanos es tratar de llegar a ser igual que domadores, manteniéndoles bajo control y enseñándoles a actuar más allá de su condición de bestias”. Habría que entender entonces que el tigre en que se encarna el espíritu del chamán no devora al aterrorizado soldado, sino que su innata crueldad es amansada por el recuerdo del amor compartido: un amor que sería así el vehículo por antonomasia de apaciguamiento y de civilización. La entrega de uno, el soldado, encontraría su perfecta, plena, extática correlación en la victoria del otro sobre su atroz destino sobrenatural. La historia cobraría así una elevación inusitada, y el romanticismo convencional de la primera mitad culminaría en un amor transcendental, místico, de la segunda parte. Pero insisto: quizá estoy viendo o interpretando demasiado en las mayormente terrenales, cuando no rudimentarias, imágenes…

Una historia como la de esta segunda parte no podría contarse sin ALGÚN efecto, ni siquiera por un director tan soso como éste, y aparecen en efecto dos efectos visuales, pero de muy limitada eficacia: una niebla que es el espíritu de la vaca involuntariamente muerta por el asustado soldado, y que la abandona al morir ésta, y un árbol misteriosamente iluminado por detrás. La intención de ambos efectos es buena, pero el resultado es decepcionante.

El soldado, aterrorizado ante el tigre: “Mi madre, mi padre, miedo, tristeza, todo era tan real que me trajo a la vida” (acabo de copiar la única línea aceptable de toda la película).

Esta película, cuyas “cualidades” he intentado demostrar y desglosar a lo largo de estas notas, juega, obviamente, en su segunda parte, con elementos misteriosos, con seres de la mitología o de la literatura siamesas (chamanes, espíritus, tigres). Pero para mí el mayor misterio que encierra esta película es el siguiente: ¿cómo semejante bodrio pudo ganar el Gran Premio del Jurado en el festival de Cannes 2004?           (13 de mayo de 2013)

“Un profeta” (2009), de Jacques Audiard


Mis notas a “Un profeta” (2009), de Jacques Audiard


“Un profeta” es una “historia de formación”, un drama carcelario, una película de gángsters y, en conjunto, una obra que, pese a sus frecuentes ironías, es esencialmente seria, y lo es sobre todo precisamente en cuanto obra de arte. Los primeros minutos (de los ciento cincuenta que dura la cinta) bastan para persuadirnos de que la película va a ser de una calidad y de una perdurabilidad (en la memoria y en la historia del cine) sobresalientes.

En efecto, el comienzo (ese breve pero intenso recorrido del preso en el coche celular por la ciudad, ese cacheo y depósito de sus pertenencias en la portería de la prisión…), e igualmente el final (el aislamiento, la escena de “justa retribución” en el patio, la salida de la cárcel), son espléndidos, realizados “con el material de que están hechos los clásicos”… Entre medias, es cierto, hay tramos de demasiada anécdota, momentos demasiados espesos, minutos que podrían haberse recortado, pero que, en conjunto, no dañan demasiado la gran dimensión artística de la película.

La historia puede resumirse en dos líneas: se trata del aprendizaje criminal, en los muros de la prisión, del adolescente árabe Malik, hasta convertirse, gracias a la frecuentación y la confianza del “capo” corso de la cárcel, pero sobre todo a sus propios recursos (la flexibilidad, la apertura, la astucia, la ambición, la habilidad para sortear las afiliaciones étnicas oprimentes, el auto-control) en un auténtico gángster a título propio.

Malik llega a la prisión como un chaval perdido, asustado y sin amigos dentro ni fuera de los muros. Pronto César Luciani, el jefe de los presos corsos (y de muchos guardianes de la cárcel…), se acerca a Malik para ofrecerle “protección”. El precio a pagar será cometer el asesinato de un soplón árabe, encarcelado en otro módulo del penal. Pero esto no es una oferta, sino una orden imperiosa: o Malik mata, o Malik morirá.

La narración, la intensidad, el retrato del horror del pobre chico puesto entre la espada y la pared, son fantásticos. Y con el mismo pulso la película progresa hacia el crimen y nos lo muestra: los ensayos de Malik de ocultar una hoja de afeitar en la boca (y vemos caer sangre en el lavabo), la conversación entre Malik y Rayeb, al que va a matar (y Rayeb es una persona abierta, amable, sensible), el espantoso crimen que el chico logra cometer tras un angustioso forcejeo a vida o muerte, son momentos excepcionales de cine.

Hay otras ocasiones memorables: en general las escenas entre Malik (interpretado por el joven Tahar Rahim) y el corso César Luciani (estremecedoramente encarnado por Niels Arestrup) son soberbias. Se reflejan el abrumador abuso de superioridad, la protección de un patriarca implacable, y luego (cuando la política de Sarkozy de acercamiento de presos semi-vacía de corsos la cárcel parisina, dejando prácticamente solo a Luciani), la ambigua necesidad que el “capo” tiene del joven árabe, la imposible amistad y la atroz desconfianza entre ambos, el ocasional, desesperado recurso a la violencia por parte del hombre mayor (cuando el chico parece querer “emanciparse”), y el intenso rencor (astuta, estratégicamente dominado, o postergado, por el joven) hacia su ominoso mentor. Las relaciones entre Malik y Luciani entran en una nueva etapa cuando el corso decide utilizar los permisos del joven árabe para encomendarle tratos y trabajos relacionados con sus negocios, gestiones que el joven hará compatibles con su propia “agenda” (tráfico de drogas desde Marbella a París, pugna por ese negocio con la banda rival de Latif el Egipcio, amistad con el buen y desgraciado amigo Riyad…). Y esas relaciones llegarán a un punto de ruptura, largamente esperado y trabajado, cuando Malik interprete a su modo una orden de César de acabar a tiros con sus socios italianos: entonces la guerra intestina dejará como único superviviente en la cárcel a César, y entonces Malik ya no tendrá la menor piedad de ese hombre viejo, aislado, desdibujado, acabado como “capo”, ese hombre al que el chico debió, seis años atrás, convertirse en un asesino y al que debe ahora, ambiguamente, el pleno desarrollo y despliegue de sus pulsiones y de sus talentos de delincuente...

Un gran momento: vemos con la mirada de Malik (alterada, porque César casi le ha sacado un ojo) una interpelación casi shakesperiana (shylockiana) de César al joven: “Si comes, si sueñas, si piensas, es gracias a mí. Es a mí a quien ven en ti; si no, ¿qué verían?”; es un minuto de perfecta caracterización de las relaciones entre los dos personajes centrales de la película.

Y un diálogo entre los dos (reproducción no literal), cuando Malik es ya el hombre de confianza del corso para sus importantes gestiones extramuros, pero sigue preparando el café para él: “–¿Por qué lo haces?, ¿por qué me sirves? –¿Me preguntas por qué lo hago o cómo me siento? Lo hago porque me lo mandas. ¿Quieres saber cómo me siento? –No, eso me da igual.”.

Un pequeño “pero” a estas relaciones se lo pongo a la escena final (Malik impide a César que se le acerque, en el patio de la cárcel, dando una orden a un par de “gorilas” árabes que forman parte de su comitiva, ahora que él es el señor de la prisión): para mi gusto, esta escena hubiera debido ser un poco más contundente.

Luciani es una especie de “padrino”, como Malik es, al principio, un inocente Michael Corleone, recién vuelto de la guerra y aún ajeno a todo lo gangsteril. La referencia a “El Padrino” me parece pertinente, puesto que la historia de la degradación de Malik recuerda en todo la de Michael Corleone, en la legendaria trilogía de Coppola. Y Tahar Rahim evoca igualmente a Al Pacino: esa mirada negra, opaca, helada; y esa inteligencia, y esa versatilidad, y ese autodominio…

Hay otros muchos personajes en la obra, aparte de Malik y Luciani (y, quizá para fijar los nombres en nuestra memoria, sus nombres se nos dan escritos en la imagen de su primera aparición): Rayeb (el hombre cortés y delicado ejecutado por Malik, en su “bautismo de sangre”), Ryad (el amigo, primero protector y luego compinche, aquejado de cáncer, y cuyas vida y familia Malik protegerá por encima de todo –se apunta al final que Malik se “hará cargo” de la mujer e hijo de Ryad, una vez que éste ha fallecido de su enfermedad–), Jordi el Gitano (que propone a Malik el negocio de los transportes de droga desde Marbella), Latif el Egipcio (que compite por ese negocio, lo que motiva un complejo juego de transacciones e influencias, dentro de la cárcel, entre los líderes árabes de la cárcel y Malik, como árabe edecán de los corsos), Brahim Lattrache (otro árabe situado en la red de negocios de Luciani).

Es un gran mérito de la película haber logrado un estilo propio, incluso un lenguaje propio. Tratándose de un drama de cárcel, hay que elogiar que el film, ostensiblemente, no imite ni siga ningún modelo de este género tan explotado, que se exprese con tanta originalidad y personalidad. Descrito en dos pinceladas, el estilo de la película es muy realista, bordeando con frecuencia lo documental (el trabajo en el taller, el régimen de visitas, la burocracia de la prisión), haciendo un uso consciente y fecundo de la realidad sociológica de las prisiones (los colectivos influyentes: los corsos en receso y la creciente población de “barbudos”, o sea, musulmanes; las trampas y trapicheos, las monedas y los cauces de negociación intramuros; los usos y abusos de trámites, permisos, reinserciones); y al tiempo, recurriendo a una cinematografía de aparente facilidad, pero bien elaborada (planos medios, en las conversaciones primeros planos nunca centrados y a menudo cortando las cabezas, ritmo sostenido pero no ágil o agitado, uso discreto de la música, tonos grises, cámara siempre en movimiento, pero sólo al servicio y en beneficio de una acción cuyo dinamismo es así realzado, etc.).

Precisamente el hecho de que la película tenga un lenguaje propio impide que me parezcan igualmente plausibles esos ocasionales momentos de “estilismos” (música de “rap” e imágenes rápidas), que a mi juicio quedan como rarezas que no aportan nada.

Es también dudosa toda la parafernalia en torno al carácter de “profeta” de Malik. Empezando por el título mismo de la película, la apelación a los dones o rasgos “proféticos” de Malik me parece sobre todo irónica (ejemplo: sus días de elegido aislamiento en la celda –para protegerse en el momento en que “los corsos van a matarse entre ellos”, de resultas de los “malos oficios” fuera de la cárcel del propio Malik– son rotulados “40 días y 40 noches”, con obvias resonancias bíblicas). Malik sería el “profeta” de una nueva era (la violencia como lenguaje de la nueva revelación, el dominio del gangsterismo árabe, el predominio de los “self-made men” gracias a sus recursos excepcionales). Y ahí lo tenemos transfigurado de gozo en el momento cumbre del crimen, en pleno centro de París, dentro del vehículo todoterreno (otro momento excepcional del filme: la música, la inmediatez, el realismo de la calle y el tráfico): sonriendo como ante una aurora o ante un nacimiento, exultante en su nueva, definitiva metamorfosis. O, justo cuando va a ser asesinado (por Brahim Lattrache), experimentando con sus “dones proféticos” la visión, y provocando la aparición, de un ciervo salvador, milagroso, contra el que el vehículo colisiona, en ese momento providencial para un Malik encañonado, arrinconado, enfrentado a su culpa (el asesinato de Rayeb) y a su destino; escena ésta del ciervo de un vigor extraño, casi mágico o sobrenatural, hay que reconocerlo. Y, por encima de todo, siendo visitado repetidamente en la película por el fantasma mudo de su víctima Rayeb, en apariciones breves, puramente visuales, siempre más irónicas (sonrisas, bromas, caricaturas) que realmente significativas (escrúpulos, sabiduría, expiación). En conjunto, estos momentos de “profetismo” no me resultan convincentes ni necesarios: son de una ironía demasiado retorcida y excéntrica, y de una estética demasiado peculiar, con respecto a la trama esencial, y a la hechura característica, de la película.             (12 de mayo de 2013)

“Las diabólicas” (1954), de Henri-Georges Clouzot


Mis notas a “Las diabólicas” (1954), de Henri-Georges Clouzot


“Las diabólicas”, una de las dos o tres películas esenciales en la filmografía de Clouzot, ha sido muy elogiada por su suspense, pero a mi juicio lo más sobresaliente en ella no es la tensión, sino la atmósfera. Desde el primer minuto del filme respiramos un aire enrarecido, morboso, perverso, aberrante; y esta sensación no nos dejará en ningún momento del film.

El internado en que sucede la mayor parte de la acción (aunque no el crimen central), una institución llamada “Delassalle”, es un entorno donde “algo huele a podrido” desde el comienzo: aparece Signoret con gafas de sol, los otros maestros ironizan con el escándalo escuchado a altas horas de la noche en la habitación de ella, vemos poco después que las gafas solares tienen como objeto ocultar la amoratada consecuencia de una bofetada (al menos) de su amante, entendemos que el amante es el director del internado, conocemos a la esposa del director y sus buenas relaciones con la amante de su marido… ¡Y esto es sólo el principio! Naturalmente, voces en la alta noche de un colegio, infidelidad conyugal, machismo agresivo, maltrato físico y psicológico de dos mujeres, abuso de superioridad jerárquica y “armonía de los opuestos” entre las dos víctimas son anomalías suficientes como para tener por seguro que no van a quedarse sólo en eso…

Y el paso siguiente es que las mujeres se concierten para asesinar al tirano de ambas. Y el siguiente es que lleven a cabo el asesinato. Y el siguiente es que traten de encubrir su responsabilidad en el crimen. Y el siguiente…

Antes de llegar a todo ello, encontramos “lindezas” como el espectáculo de los alumnos alimentados con comida escasa y echada a perder y, sobre todo, el de la pobre esposa-maestra forzada por su marido-director a tragar, en atenta presencia de los otros docentes y de los alumnos del internado, un plato que la repugna; se trata de un momento particularmente odioso y repulsivo, cuyo sadismo aumenta la tensión acumulada entre las cuatro paredes de la insana “Institución Delassalle”.

Y resulta que es la esposa quien ha financiado y financia la escuela, que el dinero es sólo de ella, que el tirano que la victimiza es en realidad la “mitad pobre” de la pareja; de ahí que él acuda rápidamente junto a la esposa, cuando ésta le anuncia por teléfono su intención de divorciarse; lo que, naturalmente, es sólo una añagaza para atraerle a la casa de Signoret, donde las dos mujeres han planeado realizar el asesinato; pero, una vez allí, naturalmente, ante la esposa sumisa, religiosa, presta al “martirio” y repelida por la idea del crimen, “la bestia” se desata de nuevo, tras unos minutos de comedia conyugal; más insultos, más maltrato, más menosprecio, lo que inclina por fin el ánimo de la hasta ahora apocada esposa, que se lanza sin más vacilaciones a envenenarlo.

No pretendo desvelar el argumento de la historia: trato sencillamente de mostrar el ambiente enfermizo, perverso, de todo el relato.

Naturalmente, quiero pensar que este ambiente estaba ya en la novela en que se basa el filme (novela escrita por unos tales Boileau y Narcejac); pero hay que decir que la traslación cinematográfica es perfecta.

Y unos últimos apuntes, en esta misma línea: la mañana tras el crimen, las dos mujeres se asoman a ver si el cadáver del marido-amante-director ha emergido de la piscina a la que lo han lanzado esa madrugada; esto no sería en absoluto llamativo si las dos mujeres no se asomaran en pijama a la ventana de la misma habitación (la alusión al lesbianismo de las dos mujeres, por fin liberado tras el sacrificio del macho castigador y represor, no puede ser más obvia); Clouzot es una venezolana (y el director es denominado, en una ocasión, curiosamente, “Miguel”), una mujercita religiosa, tímida, sumisa, pero Signoret es una señora de armas tomar, capaz de urdir el crimen y de empujar la cabeza del hombre narcotizado (por su cómplice Clouzot) dentro de una bañera hasta ahogarlo como si fuera un gatito, y una señora con un pasado (se alude difusamente a su expulsión de la enseñanza pública…); las dos mujeres, ansiosas (¿por qué?) de que el cadáver del director se descubra por fin impulsan la acción hacia el descubrimiento y sanción de su crimen (p.ej. hacen vaciar la piscina –¡para descubrir que el cadáver ha desaparecido!– o, absurdamente, acaban atrayendo a la institución –Clouzot– al pintoresco e inquisitivo detective jubilado), en una auténtica atracción vertiginosa por el castigo (en un momento dado, están a punto de telefonear a la policía –pero al fin Signoret lo impide…–, y finalmente Clouzot revela la verdad al detective –y hay que decir que es una revelación de lo más infantil, por cierto…–).

El crimen en torno al cual pivota toda la trama es sumamente artificioso, o así me lo parece a mí: primero las mujeres se van del internado, luego atraen al hombre a la casa de Signoret para ser asesinado allí, y más tarde se empeñan en llevar de vuelta el cadáver al colegio para hundirlo en la piscina del patio de recreo: ¡yo diría que el asesinato no puede ser más tortuoso y arriesgado, con todas esas idas y venidas por lugares cotidianos y entre gentes archi-conocidas!

 En cuanto a los momentos de suspense a lo largo de la trama, no son mucho más plausibles: pedir ayuda a los vecinos para sacar el baúl de mimbre con el cadáver del director dentro (baúl que por supuesto se entreabre en la operación…) o toparse con el soldado borracho, empeñado en hacer el viaje con las dos mujeres, que justo entonces llevan el baúl con el muerto en el maletero (maletero que por supuesto se abre durante el forcejeo…) son momentos de tensión bastante pueriles (por evitables y por forzados), diría yo…

 Más plausible, desde el punto de vista del interés de la acción, es la cadena de sorpresas que siguen a la desaparición (o, mejor, a la no-aparición) del cadáver del director en la piscina: me refiero a la llegada de su traje de la tintorería; a la visita del cochambroso hotel en que tiene reservada, misteriosamente, una habitación; al testimonio del escolar tozudo en su seguridad de haber sido amonestado por el director; al momento en que, como un verdadero fantasma, la imagen del director aparece al fondo de la foto colectiva de todos los miembros de la comunidad escolar.

El suspense final (Clouzot, convaleciente de su delicado corazón, recorriendo paso a paso, entre sombras, las escaleras, los pasillos, las habitaciones, en busca del fantasma, o del cadáver redivivo, del marido al que ha asesinado…) es más que aceptable, pero no me entusiasma ni me parece el aspecto más destacable de la película.

Por cierto, sí me entusiasma la resolución del filme en “doble final”: hay primero un final lógico o realista (muy poco convincente, yo diría incluso que insostenible a tenor de todo lo sucedido hasta ese momento, pero que sirve para devolver el “sentido común” a la historia de fantasmas y de muertos errabundos) y luego un final misterioso o fantástico, que en un segundo devuelve el relato (y el ambiente) a lo tenebroso e inexplicable.

Un historiador del cine podría asegurar si el suspense final y la resolución en “doble final” del argumento son aportaciones pioneras de este film (que, de ser el caso, sería sin duda una pieza que habría marcado época); al respecto hay que señalar que el maestro Hitchcock adoraba “Las diabólicas”, que y aprovechó y reconoció su infuencia (¿en “Psicosis”, por ejemplo?), si bien es cierto que, por entonces, el “maestro del suspense” ya lo era, diría yo; en cuanto al doble final, tengo la impresión de haber encontrado algún final así en alguna pieza literaria de Maupassant o de Poe, pero creo que no recuerdo ninguno similar en una película previa a 1954 (aunque me temo que mis escasos conocimientos de historia del cine me impiden aventurar ninguna aserción categórica).

Quizá fuera exacto, con respecto al cine de suspense, decir que esta película, vista sesenta años después de su rodaje, parece ahora más influyente que importante en sí misma.

Hay que añadir, en otro orden de cosas, una palabra de elogio a los actores secundarios de la película. Si Vera Clouzot está fabulosa (por desgracia la pobre mujer moriría poco después, precisamente de un ataque al corazón, dejando una filmografía y una vida demasiado cortas), y si Signoret cumple con su rol de divinidad hierática e implacable, caracteres secundarios como los maestros (el maestro servil y el maestro malévolo, ambos igualmente sujetos a la férula del imperioso director), o como esos niños que contemplan asombrados los anormales acontecimientos que suceden a su alrededor, o como el cortés y agobiante detective jubilado, son de verdad deliciosos.

“Es una historia de locos, un problema de vasos comunicantes, de bañeras que se llenan y piscinas que se vacían” (cita no literal).

Otra cita, esta vez la que encabeza la película, del esteticista y malditista Barbey D’Aurevilly: “Un cuadro es lo suficientemente moral cuando es trágico y describe el horror de las cosas que retrata”. La única justificación de la presencia de este aforismo en el frontispicio del film es la de prevenir la acusación de inmoral que podría hacérsele, y que sin duda se le hizo.

Es más divertido el texto que llena la pantalla como colofón, y que me permito reproducir también al terminar estas notas: “No sean diabólicos y no digan a sus amistades cómo termina la película” (precepto que, naturalmente, he cumplido a rajatabla a lo largo de este texto: para no ser “diabólico”, sí, pero también por “angelical” respeto al autor, a la obra de arte y al espectador de la misma).         (9-mayo-13)

“Carlos” (2010), de Oliver Assayas


Mis notas a “Carlos” (2011), de Oliver Assayas


Cualquier observación sobre esta película debe comenzar por un panegírico de la portentosa actuación de Edgar Ramírez. Ramírez es un auténtico camaleón, capaz de imponerse en las más variados apariencias (el joven guerrillero a lo “Che”, el talludito hombre de negocios barrigudo, el señor maduro veraneando distendido en cualquier playa) y en todas las combinaciones posibles de pilosidades faciales (con bigote, con barba, lampiño, con patillas), vistiendo con igual prestancia atuendos de lo más diverso, representando igual de bien a un jovencito revolucionario idealista que a un hombre justo al borde del inicio de la decadencia física, imprimiendo unas tremendas solidez y energía a toda la serie de sus sucesivas impersonaciones.

Destacadamente, en la memorable interpretación de Edgar Ramírez, hay que aplaudir su capacidad de trabajar, y de hacerlo muy bien, en varios idiomas: Ramírez (nacido en Venezuela) actúa con igual convicción en español que en inglés que en francés (¡y con ocasionales líneas en alemán y en árabe!). Esta versatilidad políglota, y la impresión de estar oyendo en sus labios un idioma real (no lastrado por un mal acento, o no aprendido, artificiosamente, de memoria y manifiestamente “ad hoc”), está al alcance, diría yo, de muy pocos actores.

 En conjunto, el desempeño actoral de Edgar Ramírez en esta película es prodigioso, un auténtico desafío físico, lingüístico, de tonos y de caracterizaciones, un desafío que cuesta concebir que no fuera en su momento reconocido con un galardón en ningún certamen de renombre.

Hay que reconocer, sin que sea en demérito de Ramírez, que el arco temporal de la película “favorece” una interpretación plausible: “Carlos” se inició “en serio” en la actividad terrorista (tras su período de formación en torno a 1970, en los días del Septiembre Negro y la expulsión de los palestinos de Jordania) en 1973, a sus 24 años, con diversos ataques, en Francia e Inglaterra, contra medios y personas sionistas; tuvo sus “años de gloria” entre 1973 y 1985, es decir, entre sus 24 y sus 36 años (con dos hitos bien marcados en su carrera de activista: la toma de la sede de la OPEP en Viena, en diciembre de 1975, y la oleada de bombas en Francia en 1982-1983); y conoció un período de creciente inactividad y marginalidad entre 1985 y 1994, año en que fue por fin detenido, sometido a juicio y condenado a cadena perpetua (nuevamente en términos de edad, entre sus 36 y sus 45 años). Considerando pues que la película abarca el período 1973-1994, Edgar Ramírez (cuya edad desconozco) se ve enfrentado al reto de dar vida a una persona que pasa, durante las tres horas de película, de los 24 a los 45 años, o sea, un lapso temporal que no exige de exagerados alardes de caracterización (aunque Ramírez muestra su talento hasta para engordar, siempre “al servicio del guión”).

Las dos décadas que la película recorre nos muestran con estupenda fluidez y elocuencia el giro asombroso que la historia política del mundo experimentó en tan breve espacio de tiempo: si al principio la cinta nos traslada a aquella época de terrorismo internacional semi-aficionado y desde luego muy ideologizado (aquellos secuestros de aviones llevados a cabo con una audacia sólo propia de fanáticos, aquellas bombas caseras segando unas cuantas vidas inocentes –cuando el terrorismo no golpeaba aún “al por mayor”– al servicio siempre de una causa bien guarnecida de retórica, la locura de los acontecimientos de Munich 1972, la causa palestina como el caballo de batalla de mil y una explosiones, secuestros, estragos, asesinatos, la larga sombra de las Grandes Potencias jugando su juego con docenas de pequeñas piezas por todas las casillas del tablero…), al final de la historia hemos llegado ya al mundo post-1989, cuando la lógica y la retórica empleadas son ya tan unánimes como desprovistas de todo idealismo, y cuando sólo unos cuantos “Estados canallas” se atreven aún a desequilibrar, por su cuenta y riesgo, la quietud de un mundo ahora bien concertado (“el mejor de los mundos” o, en la jerga de entonces, “el fin de la historia”). (Desde luego, el mundo de 1994 no es todavía el mundo post-2001, el del terrorismo islamista ciego e implacable y las guerras sobre Oriente Medio; ni tampoco el mundo post-2007, convulsionado por la crisis económica y financiera, la emergencia abrumadora de China y la ebullición en el seno del mundo árabe).

El personaje de “Carlos” refleja como un caleidoscopio este mundo siempre cambiante y ocasionalmente convulso: “Carlos”, al principio un idealista revolucionario, un combatiente a lo “Che” Guevara, va evolucionando hacia el “profesionalismo” de sus siniestros talentos, hacia la venta de sus servicios primero al mejor postor (en tiempos de ideologías decrecientes) y luego a quienes “se dignan” ofrecer asilo a su figura, cada vez más obsoleta, más desacreditada, más innocua, más superflua. Hasta el punto de que al final “Carlos” no es más que una patética imagen de un hombre que pretende mantener aún el control (de algo), cuando no es más que un juguete roto e inútil que, sobre todo, molesta a los dueños que, casi por piedad, le han ofrecido un refugio (o un escondrijo, o una ratonera). Y así, le vemos pasear sus aires de gran señor, su señorío de “administrador” o de “empresario” del terror, por escenarios cada vez más marginales, recónditos, apestados, del tablero internacional (Yemen, Iraq, Siria, Sudán…).

Lo dicho hasta ahora bastará para transmitir mi aprecio de la película, como reflejo de una época en la trayectoria de un hombre que, al principio, aspiró a configurarla con su compromiso y su actuación decidida, y que, al final, acabó en prisión a perpetuidad, detenido o entregado con vergüenza por su último país de acogida, y juzgado y condenado, para alivio universal, como el asesino que fue.

La fidelidad a la(s) época(s), en la indumentaria, en el atrezzo, en la música (hay una preciosa escena en que “Carlos” juguetea eróticamente con una pistola y una granada sobre el cuerpo de una de sus novias; la estampa está llena de luz, las ropas son ostensiblemente setenteras y suena de fondo “Yolanda”, de Pablo Milanés: es un momento perfectamente evocador del “Zeitgeist” de entonces), esa fidelidad “atmosférica”, siendo digna de elogio, obra en ligero detrimento de una aproximación más desde el punto de vista de la política internacional. Que no se me malentienda: aparecen grandes personajes de la política de entonces (Bruno Kreisky, Yuri Andropov, el argelino Buteflika) y, desde luego, las grandes líneas políticas están nítidamente dibujadas (la proclama revolucionaria, antiimperialista, de “Carlos” a su novia, al inicio del filme; la expulsión de Siria, por el portavoz gubernamental, de “Carlos”; el amargo reconocimiento, por el terrorista alemán, de que todo ha cambiado, de que “Carlos” no es ya nada más que una curiosidad o una antigualla, y de que “la guerra” se ha terminado y perdido). Y, sin embargo, en momentos como la acción en Viena, se echan de menos más detalles sobre el trasfondo político (que sin duda hubo: crisis del petróleo, guerra del Yom Kippur) de la acción prosaicamente terrorista, y minuciosamente descrita desde el punto de vista (concreto, práctico, inmediato) de sus cerebros y ejecutores.

La película (hay que señalar esto, si se pretende enjuiciarla con ecuanimidad) tiene su origen en una serie de TV, cuyas originales cinco horas se han visto comprimidas, para hacer posible su distribución comercial, en tres: sin duda, esto ha entrañado la desaparición de muchas escenas –alguna, o muchas, sin duda políticas; pero también otras de acción, como el ataque con granadas contra dos aviones El Al en el aeropuerto de Orly, en 1975, dejado fuera en el montaje final–). Ni que decir tiene que no se puede ver la película sin que uno sienta unas enormes ganas de ver también la serie de TV.

 Hay muchas escenas en la película que quedan para el recuerdo; ahora me viene a la cabeza el incidente en la frontera suiza, que nos muestra con toda crudeza la brutalidad ciega, nihilista, de muchos de aquellos militantes revolucionarios (el personaje representativo es la salvaje alemana Nada, de la que el racional “Carlos” desconfía siempre); y, sobre todo, la visita al terrorista “retirado” del militante activo (ambos son alemanes, y menciono de paso que los activistas alemanes juegan un gran papel en la película, como lo tuvieron históricamente, en aquellos años ’70), militante que pretende infructuosamente reclutarle para el nuevo grupo de “Carlos” (tras la expulsión de éste del FPLP, a raíz del “fracaso” de la acción de Viena).

Es igualmente memorable, aunque acaso sobre todo por su larga duración (más de una hora, en parte mostrando las difíciles gestiones en varios aeropuertos norteafricanos para poner un término “honroso” al incidente), el relato de la toma de la sede de la OPEP, la huida subsiguiente con los rehenes y el tortuoso, ambiguo desenlace de la espectacular operación.

Resulta muy difícil juzgar una película tan interesante como ésta, tan histórica, tan verista, tan llena de referencias a una época que, aun siendo entonces sólo un niño, recuerdo bien (¡cuántos hechos de esta película y de esta época no me llegaron entonces a través de nuestra modesta televisión en blanco y negro!), tan fiel como Historia y tan entretenida como ficción. Es una película que todo espectador corriente contempla con agrado (pues sigue eficazmente las convenciones del género de acción), y una película que puede resultar apasionante para toda persona interesada en la política internacional o en la historia contemporánea.                               (8 de mayo de 2013)  

“El topo” (2011), de Tomas Alfredson


Mis notas a “El topo” (2011), de Tomas Alfredson


Al menos treinta años después de la serie sobre “Calderero, sastre, soldado, espía”, en que sir Alec Guinness clausuraba su espléndida carrera con una inolvidable encarnación del caza-espías británico Georges Smiley, un director sueco (Tomas Alfredson) y el ya prestigioso actor Gary Oldman se atreven a devolver a la pantalla la novela (en estos tiempos ya más histórica que clásica...) de John LeCarré.

Hay que decir que semejante osadía se ve coronada con un rotundo éxito, que la atmósfera de las novelas de Smiley es recreada con maestría, que la película es, en sí misma, una notable creación cinematográfica, y que Oldman cumple a la perfección con el rol del legendario agente británico.

Para empezar, la película hace gala de un gran estilo y de un evidente “savoir faire” cinematográfico: basta para constatarlo con entregarse a su peculiar ritmo, calculado casi con metrónomo, ni rápido ni pausado, parsimonioso pero tenso, siguiendo la cadencia precisa, fría e implacable de un reloj.

En esta superficie de ondas suaves, pero que se expanden con tanta discreción como alcance (como las aguas del estanque en que nada impertérrito el casi anciano y más que cerebral Smiley), el director se permite “islas” narrativas que son, también en sí mismas, ejemplares: pienso en la historia del agente Ricky, contada en “flashback” a Smiley (el viaje de Ricky a Turquía, la falsa pista seguida allí, su implicación con una misteriosa mujer rusa, el desenlace en falso –o más bien “en trágico”– de la relación de Ricky con ella), historia que me parece un “cortometraje” memorable de ritmo, de atmósfera y de recursos narrativos; o pienso en el relato que hace Smiley a Guillam, en un progresivo e inquietante primer plano, de su único encuentro con Karla, su contraparte en Moscú, el “cerebro gris” de los servicios de inteligencia soviéticos.

La realización técnica emplea con frecuencia ora sutiles ora suntuosos movimientos de cámara, siempre medidos, siempre adecuados, de gran intuición y eficacia; se recurre igualmente a planos generales, siempre dinámicos pero nunca agitados, perfectamente ajustados al compás de la acción y de la película.

Igualmente sutil y adecuada es la música compuesta por el ya remobrado Alberto Iglesias, música casi “invisible”, pero que contribuye muy bien, como todo el planteamiento técnico, a la atmósfera de la historia.

Y qué atmósfera: el mundo de Smiley, es decir, el ambiente de la guerra fría en los años ’70 (la acción transcurre en torno a noviembre de 1973), con el robo de información secreta, con las “fugas” al oeste de personalidades “del otro lado”, con los intercambios de “nuestros” agentes detenidos por ellos por los “suyos” detenidos por nosotros, con Alemania como terreno de juego privilegiado, con los británicos (aquí) “haciendo méritos” a fin de ganar acceso a la información de los servicios de inteligencia norteamericanos.

Es una atmósfera de partida de ajedrez entre contrincantes cerebrales, inmunes a la pasión, guiados por un patriotismo “de hielo”, enredados en una trama de muchas confusas lealtades en conflicto; una atmósfera de partida de ajedrez en que cada peón cuenta y cada peón va cayendo en el combate (y cayendo, si es preciso para el Gran Juego, sacrificado sin reparo), en que ni el enemigo ni el envite (el duelo a vida o muerte de civilizaciones) se pierden nunca de vista, por enmarañada que sea la red de exigencias tácticas inmediatas (y constantes) o por prolongada en el tiempo que sea la inaprensible (pero encarnizada) batalla. Por cierto, hablo de partida de ajedrez como metáfora pero, como es sabido, se jugó de verdad una partida de ajedrez así, entre el Este y el Oeste (el duelo Spassky-Fischer en Reykjiavik, en 1975).

La tensión de la película es exactamente de ese tipo, como la de dos duelistas ante el tablero escaqueado: una tensión “tranquila”, fría, calculadora, sedentaria. Naturalmente, Smiley no tiene nada que ver con James Bond, y las novelas de LeCarré están muy lejos de los carruseles coloristas de Ian Fleming.

En las novelas de Smiley, y en la película, los momentos de tensión, los hallazgos, las revelaciones, se esconden con frecuencia tras de acontecimientos puramente burocráticos: es paradigmática, por ejemplo, la incursión de Guillam en los archivos en busca de una carpeta (cuyas fechas y datos luego Smiley analizará con paciencia de amanuense de gruesas gafas…): son unos momentos de real suspense, pero nada más allá de ser atrapado (lo que no es poco, cierto) va a suceder al fiel Guillam (no tiros, no explosiones, no “espectáculo”), y nos damos cuenta de que estamos alerta, como espectadores, ante el simple hecho de un tipo que está robando un libro en una biblioteca… Pues bien, éste es exactamente el tipo de tensión en las novelas/películas de Smiley, en las que el clímax de la trama puede alcanzarse en el momento en que alguien da con una extraña foto, o con una factura injustificable, o con una firma extraviada, en un remoto fichero de cualquier olvidada oficina: porque el mundo del espionaje es un mundo burocrático, un mundo documentado, un mundo más de burócratas que de superhombres (de ahí que el mejor burócrata, el más paciente y concienzudo, como es Smiley, termine desenmascarando al topo en la cúspide de los servicios de inteligencia británicos –el “Circus”–).

La trama se enriquece con la profundidad de los caracteres (muy evidente en las novelas de Smiley, y también en esta película): los personajes no son meros funcionarios o soldados sin relieve, sino tipos muy humanos atrapados en una red de lealtades (la lealtad patriótica, la lealtad al país de acogida, la lealtad laboral a “la empresa” que los paga, la lealtad a la familia, la lealtad a los viejos camaradas de la guerra o postguerra –aún presente en 1973–, la lealtad a la vieja cuadrilla de los tiempos de la universidad –algo muy visible en este delicado “servicio público” del Ministerio de Exteriores británico–, la lealtad, acaso, a los “amigos” con los que se ha intimado más allá de lo socialmente tolerable en 1973…).

Vínculos así aparecen a menudo en el filme: por ejemplo, los lazos que unen a Strong con Firth, el difícil dilema del fiel Guillam (magnífica la escena en que se nos revela, amargamente, su homosexualidad), el venenoso ligamen entre Smiley y Firth.

Smiley, tras su contextura de puro “intelectual oficinesco”, es también un hombre herido, vulnerable, siempre tan vacilante (moralmente) en sus convicciones como sólido y fiable (intelectual, políticamente) en su servicio a ellas. Elocuentes a este respecto son varios momentos de la película: cuando ve a través de una ventana a su mujer besándose con otro, cuando encuentra inesperadamente a Firth en su casa, cuando habla a Guillam de su único encuentro con Karla.

Smiley no sabe sonreír, es un hombre tímido, inexpresivo, aparentemente medio autista (todo lo cual hace más meritoria la interpretación, tan contenida como precisa, de Oldman), pero nos brinda, dirigido a Guillam –y en el único primer plano (y largo plano) de la película–, una evocación fascinante (y la fascinación, lo percibimos, se ha convertido en Smiley en una obsesión) de su único encuentro físico con su “personaje espejo” al otro lado del Telón de Acero: Karla. Smiley nos confiesa, torturadamente, su ensayo de “compartir humanidad” con Karla, su propuesta de deponer por un instante las espadas, su invitación a reconocer juntos las debilidades y falacias de los Dos Mundos; y cómo esas tentativas cayeron por completo en saco roto ante un hombre que “prefería morir a renunciar”. En esos momentos de la confesión de Smiley, inclinado hacia delante en el sofá, perdido en sus silencios, mirando tan intensa como perdidamente, percibimos su vulnerabilidad, su desamparo, la magnitud de su abnegación y de su obsesión, lo que la Razón de Estado puede costarle a la vida de un buen hombre.

Dice Smiley: “Karla puede ser batido porque es un fanático. Y el fanático está siempre ocultando una duda secreta”. Smiley no es un fanático, porque es demasiado flexible, demasiado escéptico, demasiado humano (anoto aquí que ser “también” humano “en demasía” acarreará la derrota a Karla en una de las novelas sucesivas de la serie –creo que en “La gente de Smiley”–).

Hay que reconocer a los guionistas de la película el esfuerzo de hacer la historia fácilmente comprensible: las tramas de LeCarré son a veces intrincadas, superpobladas de personajes, muy sutiles en los virajes de la acción o en las relaciones entre los caracteres. Nada de todo eso se percibe en “El topo”, que, sin traicionar en absoluto el espíritu de LeCarré, está contada con nitidez, si no con total linealidad (el flashback de Ricky). Es más, en su empeño de ser clara, la película roza lo pueril en esas fotos de los sospechosos pegadas a las fichas de ajedrez…

Termino con un reparo y con un elogio: el reparo es para ese final donde se cierran las tramas (Firth, Smiley y esposa, Guillam) sobre un fondo de música, sin necesidad de usar palabras: de algún modo, aun reconociendo la calidad narrativa de este final, siento que el filme renuncia o prescinde, justo en su conclusión, de su esencia verbal; puesto que –y he aquí el elogio– la decidida verbalidad, la tensión de los diálogos, la riqueza de medios y mensajes verbales exhibidos a lo largo de la trama, se transmiten en la película con un pulso y una ligereza que impresionan sin abrumar, que cumplen perfectamente su cometido sin sobrecargar de palabras el guión, como hubiera podido suceder en manos menos diestras que las de Alfredson (una muestra de ello –es decir, de diálogo muy afilado y nada verborreico– no mencionada hasta ahora es el diálogo entre Smiley y el sospechoso anglo-húngaro, ante el avión que se aproxima a sus espaldas).        (2 de mayo de 2013)