6 jun 2013

“Un profeta” (2009), de Jacques Audiard


Mis notas a “Un profeta” (2009), de Jacques Audiard


“Un profeta” es una “historia de formación”, un drama carcelario, una película de gángsters y, en conjunto, una obra que, pese a sus frecuentes ironías, es esencialmente seria, y lo es sobre todo precisamente en cuanto obra de arte. Los primeros minutos (de los ciento cincuenta que dura la cinta) bastan para persuadirnos de que la película va a ser de una calidad y de una perdurabilidad (en la memoria y en la historia del cine) sobresalientes.

En efecto, el comienzo (ese breve pero intenso recorrido del preso en el coche celular por la ciudad, ese cacheo y depósito de sus pertenencias en la portería de la prisión…), e igualmente el final (el aislamiento, la escena de “justa retribución” en el patio, la salida de la cárcel), son espléndidos, realizados “con el material de que están hechos los clásicos”… Entre medias, es cierto, hay tramos de demasiada anécdota, momentos demasiados espesos, minutos que podrían haberse recortado, pero que, en conjunto, no dañan demasiado la gran dimensión artística de la película.

La historia puede resumirse en dos líneas: se trata del aprendizaje criminal, en los muros de la prisión, del adolescente árabe Malik, hasta convertirse, gracias a la frecuentación y la confianza del “capo” corso de la cárcel, pero sobre todo a sus propios recursos (la flexibilidad, la apertura, la astucia, la ambición, la habilidad para sortear las afiliaciones étnicas oprimentes, el auto-control) en un auténtico gángster a título propio.

Malik llega a la prisión como un chaval perdido, asustado y sin amigos dentro ni fuera de los muros. Pronto César Luciani, el jefe de los presos corsos (y de muchos guardianes de la cárcel…), se acerca a Malik para ofrecerle “protección”. El precio a pagar será cometer el asesinato de un soplón árabe, encarcelado en otro módulo del penal. Pero esto no es una oferta, sino una orden imperiosa: o Malik mata, o Malik morirá.

La narración, la intensidad, el retrato del horror del pobre chico puesto entre la espada y la pared, son fantásticos. Y con el mismo pulso la película progresa hacia el crimen y nos lo muestra: los ensayos de Malik de ocultar una hoja de afeitar en la boca (y vemos caer sangre en el lavabo), la conversación entre Malik y Rayeb, al que va a matar (y Rayeb es una persona abierta, amable, sensible), el espantoso crimen que el chico logra cometer tras un angustioso forcejeo a vida o muerte, son momentos excepcionales de cine.

Hay otras ocasiones memorables: en general las escenas entre Malik (interpretado por el joven Tahar Rahim) y el corso César Luciani (estremecedoramente encarnado por Niels Arestrup) son soberbias. Se reflejan el abrumador abuso de superioridad, la protección de un patriarca implacable, y luego (cuando la política de Sarkozy de acercamiento de presos semi-vacía de corsos la cárcel parisina, dejando prácticamente solo a Luciani), la ambigua necesidad que el “capo” tiene del joven árabe, la imposible amistad y la atroz desconfianza entre ambos, el ocasional, desesperado recurso a la violencia por parte del hombre mayor (cuando el chico parece querer “emanciparse”), y el intenso rencor (astuta, estratégicamente dominado, o postergado, por el joven) hacia su ominoso mentor. Las relaciones entre Malik y Luciani entran en una nueva etapa cuando el corso decide utilizar los permisos del joven árabe para encomendarle tratos y trabajos relacionados con sus negocios, gestiones que el joven hará compatibles con su propia “agenda” (tráfico de drogas desde Marbella a París, pugna por ese negocio con la banda rival de Latif el Egipcio, amistad con el buen y desgraciado amigo Riyad…). Y esas relaciones llegarán a un punto de ruptura, largamente esperado y trabajado, cuando Malik interprete a su modo una orden de César de acabar a tiros con sus socios italianos: entonces la guerra intestina dejará como único superviviente en la cárcel a César, y entonces Malik ya no tendrá la menor piedad de ese hombre viejo, aislado, desdibujado, acabado como “capo”, ese hombre al que el chico debió, seis años atrás, convertirse en un asesino y al que debe ahora, ambiguamente, el pleno desarrollo y despliegue de sus pulsiones y de sus talentos de delincuente...

Un gran momento: vemos con la mirada de Malik (alterada, porque César casi le ha sacado un ojo) una interpelación casi shakesperiana (shylockiana) de César al joven: “Si comes, si sueñas, si piensas, es gracias a mí. Es a mí a quien ven en ti; si no, ¿qué verían?”; es un minuto de perfecta caracterización de las relaciones entre los dos personajes centrales de la película.

Y un diálogo entre los dos (reproducción no literal), cuando Malik es ya el hombre de confianza del corso para sus importantes gestiones extramuros, pero sigue preparando el café para él: “–¿Por qué lo haces?, ¿por qué me sirves? –¿Me preguntas por qué lo hago o cómo me siento? Lo hago porque me lo mandas. ¿Quieres saber cómo me siento? –No, eso me da igual.”.

Un pequeño “pero” a estas relaciones se lo pongo a la escena final (Malik impide a César que se le acerque, en el patio de la cárcel, dando una orden a un par de “gorilas” árabes que forman parte de su comitiva, ahora que él es el señor de la prisión): para mi gusto, esta escena hubiera debido ser un poco más contundente.

Luciani es una especie de “padrino”, como Malik es, al principio, un inocente Michael Corleone, recién vuelto de la guerra y aún ajeno a todo lo gangsteril. La referencia a “El Padrino” me parece pertinente, puesto que la historia de la degradación de Malik recuerda en todo la de Michael Corleone, en la legendaria trilogía de Coppola. Y Tahar Rahim evoca igualmente a Al Pacino: esa mirada negra, opaca, helada; y esa inteligencia, y esa versatilidad, y ese autodominio…

Hay otros muchos personajes en la obra, aparte de Malik y Luciani (y, quizá para fijar los nombres en nuestra memoria, sus nombres se nos dan escritos en la imagen de su primera aparición): Rayeb (el hombre cortés y delicado ejecutado por Malik, en su “bautismo de sangre”), Ryad (el amigo, primero protector y luego compinche, aquejado de cáncer, y cuyas vida y familia Malik protegerá por encima de todo –se apunta al final que Malik se “hará cargo” de la mujer e hijo de Ryad, una vez que éste ha fallecido de su enfermedad–), Jordi el Gitano (que propone a Malik el negocio de los transportes de droga desde Marbella), Latif el Egipcio (que compite por ese negocio, lo que motiva un complejo juego de transacciones e influencias, dentro de la cárcel, entre los líderes árabes de la cárcel y Malik, como árabe edecán de los corsos), Brahim Lattrache (otro árabe situado en la red de negocios de Luciani).

Es un gran mérito de la película haber logrado un estilo propio, incluso un lenguaje propio. Tratándose de un drama de cárcel, hay que elogiar que el film, ostensiblemente, no imite ni siga ningún modelo de este género tan explotado, que se exprese con tanta originalidad y personalidad. Descrito en dos pinceladas, el estilo de la película es muy realista, bordeando con frecuencia lo documental (el trabajo en el taller, el régimen de visitas, la burocracia de la prisión), haciendo un uso consciente y fecundo de la realidad sociológica de las prisiones (los colectivos influyentes: los corsos en receso y la creciente población de “barbudos”, o sea, musulmanes; las trampas y trapicheos, las monedas y los cauces de negociación intramuros; los usos y abusos de trámites, permisos, reinserciones); y al tiempo, recurriendo a una cinematografía de aparente facilidad, pero bien elaborada (planos medios, en las conversaciones primeros planos nunca centrados y a menudo cortando las cabezas, ritmo sostenido pero no ágil o agitado, uso discreto de la música, tonos grises, cámara siempre en movimiento, pero sólo al servicio y en beneficio de una acción cuyo dinamismo es así realzado, etc.).

Precisamente el hecho de que la película tenga un lenguaje propio impide que me parezcan igualmente plausibles esos ocasionales momentos de “estilismos” (música de “rap” e imágenes rápidas), que a mi juicio quedan como rarezas que no aportan nada.

Es también dudosa toda la parafernalia en torno al carácter de “profeta” de Malik. Empezando por el título mismo de la película, la apelación a los dones o rasgos “proféticos” de Malik me parece sobre todo irónica (ejemplo: sus días de elegido aislamiento en la celda –para protegerse en el momento en que “los corsos van a matarse entre ellos”, de resultas de los “malos oficios” fuera de la cárcel del propio Malik– son rotulados “40 días y 40 noches”, con obvias resonancias bíblicas). Malik sería el “profeta” de una nueva era (la violencia como lenguaje de la nueva revelación, el dominio del gangsterismo árabe, el predominio de los “self-made men” gracias a sus recursos excepcionales). Y ahí lo tenemos transfigurado de gozo en el momento cumbre del crimen, en pleno centro de París, dentro del vehículo todoterreno (otro momento excepcional del filme: la música, la inmediatez, el realismo de la calle y el tráfico): sonriendo como ante una aurora o ante un nacimiento, exultante en su nueva, definitiva metamorfosis. O, justo cuando va a ser asesinado (por Brahim Lattrache), experimentando con sus “dones proféticos” la visión, y provocando la aparición, de un ciervo salvador, milagroso, contra el que el vehículo colisiona, en ese momento providencial para un Malik encañonado, arrinconado, enfrentado a su culpa (el asesinato de Rayeb) y a su destino; escena ésta del ciervo de un vigor extraño, casi mágico o sobrenatural, hay que reconocerlo. Y, por encima de todo, siendo visitado repetidamente en la película por el fantasma mudo de su víctima Rayeb, en apariciones breves, puramente visuales, siempre más irónicas (sonrisas, bromas, caricaturas) que realmente significativas (escrúpulos, sabiduría, expiación). En conjunto, estos momentos de “profetismo” no me resultan convincentes ni necesarios: son de una ironía demasiado retorcida y excéntrica, y de una estética demasiado peculiar, con respecto a la trama esencial, y a la hechura característica, de la película.             (12 de mayo de 2013)

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