Mis
notas a “Un profeta” (2009), de Jacques Audiard
“Un profeta” es una
“historia de formación”, un drama carcelario, una película de gángsters y, en
conjunto, una obra que, pese a sus frecuentes ironías, es esencialmente seria,
y lo es sobre todo precisamente en cuanto obra de arte. Los primeros minutos
(de los ciento cincuenta que dura la cinta) bastan para persuadirnos de que la
película va a ser de una calidad y de una perdurabilidad (en la memoria y en la
historia del cine) sobresalientes.
En efecto, el
comienzo (ese breve pero intenso recorrido del preso en el coche celular por la
ciudad, ese cacheo y depósito de sus pertenencias en la portería de la
prisión…), e igualmente el final (el aislamiento, la escena de “justa retribución”
en el patio, la salida de la cárcel), son espléndidos, realizados “con el
material de que están hechos los clásicos”… Entre medias, es cierto, hay tramos
de demasiada anécdota, momentos demasiados espesos, minutos que podrían haberse
recortado, pero que, en conjunto, no dañan demasiado la gran dimensión
artística de la película.
La historia puede
resumirse en dos líneas: se trata del aprendizaje criminal, en los muros de la
prisión, del adolescente árabe Malik, hasta convertirse, gracias a la
frecuentación y la confianza del “capo” corso de la cárcel, pero sobre todo a
sus propios recursos (la flexibilidad, la apertura, la astucia, la ambición, la
habilidad para sortear las afiliaciones étnicas oprimentes, el auto-control) en
un auténtico gángster a título propio.
Malik llega a la
prisión como un chaval perdido, asustado y sin amigos dentro ni fuera de los
muros. Pronto César Luciani, el jefe de los presos corsos (y de muchos
guardianes de la cárcel…), se acerca a Malik para ofrecerle “protección”. El
precio a pagar será cometer el asesinato de un soplón árabe, encarcelado en
otro módulo del penal. Pero esto no es una oferta, sino una orden imperiosa: o
Malik mata, o Malik morirá.
La narración, la
intensidad, el retrato del horror del pobre chico puesto entre la espada y la
pared, son fantásticos. Y con el mismo pulso la película progresa hacia el
crimen y nos lo muestra: los ensayos de Malik de ocultar una hoja de afeitar en
la boca (y vemos caer sangre en el lavabo), la conversación entre Malik y
Rayeb, al que va a matar (y Rayeb es una persona abierta, amable, sensible), el
espantoso crimen que el chico logra cometer tras un angustioso forcejeo a vida
o muerte, son momentos excepcionales de cine.
Hay otras ocasiones
memorables: en general las escenas entre Malik (interpretado por el joven Tahar
Rahim) y el corso César Luciani (estremecedoramente encarnado por Niels
Arestrup) son soberbias. Se reflejan el abrumador abuso de superioridad, la
protección de un patriarca implacable, y luego (cuando la política de Sarkozy
de acercamiento de presos semi-vacía de corsos la cárcel parisina, dejando
prácticamente solo a Luciani), la ambigua necesidad que el “capo” tiene del
joven árabe, la imposible amistad y la atroz desconfianza entre ambos, el
ocasional, desesperado recurso a la violencia por parte del hombre mayor (cuando
el chico parece querer “emanciparse”), y el intenso rencor (astuta, estratégicamente
dominado, o postergado, por el joven) hacia su ominoso mentor. Las relaciones
entre Malik y Luciani entran en una nueva etapa cuando el corso decide utilizar
los permisos del joven árabe para encomendarle tratos y trabajos relacionados
con sus negocios, gestiones que el joven hará compatibles con su propia
“agenda” (tráfico de drogas desde Marbella a París, pugna por ese negocio con
la banda rival de Latif el Egipcio, amistad con el buen y desgraciado amigo Riyad…).
Y esas relaciones llegarán a un punto de ruptura, largamente esperado y
trabajado, cuando Malik interprete a su modo una orden de César de acabar a
tiros con sus socios italianos: entonces la guerra intestina dejará como único
superviviente en la cárcel a César, y entonces Malik ya no tendrá la menor piedad
de ese hombre viejo, aislado, desdibujado, acabado como “capo”, ese hombre al
que el chico debió, seis años atrás, convertirse en un asesino y al que debe
ahora, ambiguamente, el pleno desarrollo y despliegue de sus pulsiones y de sus
talentos de delincuente...
Un gran momento:
vemos con la mirada de Malik (alterada, porque César casi le ha sacado un ojo)
una interpelación casi shakesperiana (shylockiana) de César al joven: “Si
comes, si sueñas, si piensas, es gracias a mí. Es a mí a quien ven en ti; si
no, ¿qué verían?”; es un minuto de perfecta caracterización de las relaciones
entre los dos personajes centrales de la película.
Y un diálogo entre
los dos (reproducción no literal), cuando Malik es ya el hombre de confianza
del corso para sus importantes gestiones extramuros, pero sigue preparando el
café para él: “–¿Por qué lo haces?, ¿por qué me sirves? –¿Me preguntas por qué
lo hago o cómo me siento? Lo hago porque me lo mandas. ¿Quieres saber cómo me
siento? –No, eso me da igual.”.
Un pequeño “pero” a
estas relaciones se lo pongo a la escena final (Malik impide a César que se le
acerque, en el patio de la cárcel, dando una orden a un par de “gorilas” árabes
que forman parte de su comitiva, ahora que él es el señor de la prisión): para
mi gusto, esta escena hubiera debido ser un poco más contundente.
Luciani es una
especie de “padrino”, como Malik es, al principio, un inocente Michael
Corleone, recién vuelto de la guerra y aún ajeno a todo lo gangsteril. La
referencia a “El Padrino” me parece pertinente, puesto que la historia de la
degradación de Malik recuerda en todo la de Michael Corleone, en la legendaria
trilogía de Coppola. Y Tahar Rahim evoca igualmente a Al Pacino: esa mirada
negra, opaca, helada; y esa inteligencia, y esa versatilidad, y ese
autodominio…
Hay otros muchos
personajes en la obra, aparte de Malik y Luciani (y, quizá para fijar los
nombres en nuestra memoria, sus nombres se nos dan escritos en la imagen de su
primera aparición): Rayeb (el hombre cortés y delicado ejecutado por Malik, en
su “bautismo de sangre”), Ryad (el amigo, primero protector y luego compinche,
aquejado de cáncer, y cuyas vida y familia Malik protegerá por encima de todo
–se apunta al final que Malik se “hará cargo” de la mujer e hijo de Ryad, una
vez que éste ha fallecido de su enfermedad–), Jordi el Gitano (que propone a
Malik el negocio de los transportes de droga desde Marbella), Latif el Egipcio
(que compite por ese negocio, lo que motiva un complejo juego de transacciones
e influencias, dentro de la cárcel, entre los líderes árabes de la cárcel y
Malik, como árabe edecán de los corsos), Brahim Lattrache (otro árabe situado
en la red de negocios de Luciani).
Es un gran mérito
de la película haber logrado un estilo propio, incluso un lenguaje propio.
Tratándose de un drama de cárcel, hay que elogiar que el film, ostensiblemente,
no imite ni siga ningún modelo de este género tan explotado, que se exprese con
tanta originalidad y personalidad. Descrito en dos pinceladas, el estilo de la
película es muy realista, bordeando con frecuencia lo documental (el trabajo en
el taller, el régimen de visitas, la burocracia de la prisión), haciendo un uso
consciente y fecundo de la realidad sociológica de las prisiones (los
colectivos influyentes: los corsos en receso y la creciente población de
“barbudos”, o sea, musulmanes; las trampas y trapicheos, las monedas y los
cauces de negociación intramuros; los usos y abusos de trámites, permisos,
reinserciones); y al tiempo, recurriendo a una cinematografía de aparente facilidad,
pero bien elaborada (planos medios, en las conversaciones primeros planos nunca
centrados y a menudo cortando las cabezas, ritmo sostenido pero no ágil o
agitado, uso discreto de la música, tonos grises, cámara siempre en movimiento,
pero sólo al servicio y en beneficio de una acción cuyo dinamismo es así
realzado, etc.).
Precisamente el
hecho de que la película tenga un lenguaje propio impide que me parezcan
igualmente plausibles esos ocasionales momentos de “estilismos” (música de “rap”
e imágenes rápidas), que a mi juicio quedan como rarezas que no aportan nada.
Es también dudosa toda la parafernalia en torno al carácter de “profeta”
de Malik. Empezando por el título mismo de la película, la apelación a los
dones o rasgos “proféticos” de Malik me parece sobre todo irónica (ejemplo: sus
días de elegido aislamiento en la celda –para protegerse en el momento en que
“los corsos van a matarse entre ellos”, de resultas de los “malos oficios”
fuera de la cárcel del propio Malik– son rotulados “40 días y 40 noches”, con
obvias resonancias bíblicas). Malik sería el “profeta” de una nueva era (la
violencia como lenguaje de la nueva revelación, el dominio del gangsterismo
árabe, el predominio de los “self-made men” gracias a sus recursos
excepcionales). Y ahí lo tenemos transfigurado de gozo en el momento cumbre del
crimen, en pleno centro de París, dentro del vehículo todoterreno (otro momento
excepcional del filme: la música, la inmediatez, el realismo de la calle y el
tráfico): sonriendo como ante una aurora o ante un nacimiento, exultante en su
nueva, definitiva metamorfosis. O, justo cuando va a ser asesinado (por Brahim
Lattrache), experimentando con sus “dones proféticos” la visión, y provocando la
aparición, de un ciervo salvador, milagroso, contra el que el vehículo
colisiona, en ese momento providencial para un Malik encañonado, arrinconado,
enfrentado a su culpa (el asesinato de Rayeb) y a su destino; escena ésta del
ciervo de un vigor extraño, casi mágico o sobrenatural, hay que reconocerlo. Y,
por encima de todo, siendo visitado repetidamente en la película por el
fantasma mudo de su víctima Rayeb, en apariciones breves, puramente visuales,
siempre más irónicas (sonrisas, bromas, caricaturas) que realmente
significativas (escrúpulos, sabiduría, expiación). En conjunto, estos momentos
de “profetismo” no me resultan convincentes ni necesarios: son de una ironía
demasiado retorcida y excéntrica, y de una estética demasiado peculiar, con
respecto a la trama esencial, y a la hechura característica, de la película. (12 de mayo de 2013)
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