Mis
notas a “Tropical Malady” (2004), de Apichatpong Weerasethakul
Se trata de una
historia de amor (homosexual) contada en dos partes y de dos maneras
completamente diferenciadas. La primera es luminosa, risueña, urbana, apolínea;
la segunda es oscura, trágica, boscosa, dionisíaca. Los amantes son un soldado
y un obrero, en una Tailandia a la vez moderna y tradicional, a la vez
occidentalizada y ascentral, y el amor de los dos hombres nace y se desarrolla
de un modo cotidiano y tierno.
Lo escrito hasta
ahora sobre el tema, su doble tratamiento, sus protagonistas y su localización podría
responder igualmente a una obra maestra que a un bodrio: me temo que “Tropical
Malady” cae rotundamente del lado del bodrio.
Para justificar
esta afirmación, a lo que dedicaré el resto de mis notas, fijémonos primero en
la primera parte de la película: la diurna, la optimista, la “bonita”. Bien,
¿puede concebirse una historia más deslavazada, falta de emoción, privada de
recursos o de efectos, salpicada de diálogos vacuos cuando no cursis, trufada
de momentos “kitsch” o sencillamente imposibles, ciega de todo sentido
narrativo? Yo diría que no.
Como no hay por
dónde empezar ni por dónde terminar, en el revoltillo de esa primera mitad,
apunto a vuelapluma observaciones o recuerdos que me vienen a las mientes: los
dos “momentos musicales” son patéticos (la canción de la señora mayor y la
práctica colectiva de aerobic, dirigida desde un escenario); los diálogos son
bochornosos (“–Cuando te regalé el disco de Clash, olvidé darte mi corazón;
aquí está, ¿lo tienes? –Está llegando poquito a poco”); un momento surrealista
(o quizá sólo es surrealista su presencia en el absurdo “collage”) es la
consulta veterinaria del perro de uno de los personajes (hablan de una “operación”
y de “tratar con quimioterapia” a una “perra muy vieja”; esto en un país como Tailandia…);
la felicidad de los dos tipos se nos transmite mediante un recurso tan
“artístico” como mostrar todo el tiempo sus “sonrisas profidén”; para resultar
debidamente étnico se intercala, en otro momento del “puzzle”, una leyenda
sobre piedras que se convierten en oro y luego en ranas (leyenda que,
naturalmente, no tiene nada que ver con la ¿línea? argumental); entre medias hay
algunas escenas de amor, o de compañía, de los dos chicos gays (escenas siempre
castas, siempre melifluas), por ejemplo en el parque de un templo, o cuando
visitan a unas viejas familiares de uno; para no dejar de ser étnicos, las
viejas hablan de amuletos fálicos (y hasta traen uno a la mesa, para que nosotros,
los potenciales visitantes turísticos de Tailandia, lo veamos…) y de sus
propiedades mágicas (poco antes o poco después mencionan el concurso “¿Quiere
usted ser millonario?”…); hay por ahí una escena de amor en el cine entre los
dos enamorados, escena que consiste en que la mano de uno juguetea en el muslo
del otro, y el brazo del otro pasa por el hombro del uno; de vez en cuando hay
tomas en una fábrica de hielo, donde parece que uno de los dos protagonistas
trabaja, o algo parecido (en otros momentos parece que está buscando trabajo…);
y la primera parte del romance termina con prolongadísimos lametones de cada
uno en la mano del otro, antes de despedirse un día cualquiera.
No sé si he dejado suficientemente
claro el completo chisgarabís de esta primera parte de la película (casi una
horita de duración): es un cuadro abigarrado y sin orden, penoso de oír
(escasos y lamentables diálogos, música más bien inexistente), banal de ver, vacuo
de comprender y soporífero de seguir. No cuenta nada, no expresa nada, no
transmite nada. Es cine malo: sin contenido, sin interés, sin brillo, sin la
menor intención ni el menor resultado artístico.
No hay más que
pueda decir sobre esta primera parte; lo habría, quizá, si algo en la historia
hubiera retenido mi interés durante todo su metraje, pero me temo que el tedio
me abrumó y ahogó bastante antes de llegar al final…
Pero bueno, por fin
hay un fundido en negro y, cuando vuelve la imagen, oímos acerca de una bestia
que anda por los campos aterrorizando animales y humanos. Y aparece un título
para esta segunda mitad (que dura casi otra horita): “El sendero de un
espíritu”. ¡Esto sí que suena interesante!...
…¡Terrible
(literalmente) decepción!: esta segunda parte consigue ser aún más aburrida e
irritante que la primera.
Se trata ahora del
soldado, que sigue por el bosque la pista del espíritu de un chamán convertido
en tigre para acosar a los viajeros (¿qué tiene que ver esto con todo lo
anterior?: hay que pensar en el cadáver hallado al principio de la peli por la
patrulla de soladados, hay que pensar en la noticia de la bestia asustando a
los vivientes en el bosque, hay que pensar en la especie de fauno que en un
momento dado cruzó la escena en la primera parte; y encontraremos, poco a poco,
todavía más conexiones entre ambas mitades del filme…).
Este seguimiento o
cacería, a través del bosque, es TODO (o casi) el argumento y el contenido de
la segunda parte: el soldado abriéndose paso por el bosque tropical, examinando
huellas, apa- y desapareciendo entre los árboles… Y así, y solamente así, durante
casi una hora. Increíble pero cierto.
Ojo, este sencillo
relato podría ser una maravilla, si es que se hiciera cine con él. Pero no es
el caso, puesto que la mirada y la imagen cinematográficas, en “Tropical
Malady”, no pueden ser más ramplonas, más repetitivas, más lentas.
Nadie hay menos
enemigo que yo de la lentitud en el cine, pero la lentitud debe tener un
sentido (ofrecer al espectador un espacio de reflexión, de contemplación, de
alivio, incluso de distracción; o mostrar el latido de la historia o de los
personajes; o…). Cuando no hay NADA sobre lo que reflexionar o que contemplar,
mostrar durante cinco minutos a un soldado apoyado contra un árbol es simplemente
una tomadura de pelo, o un signo de torpeza de un cineasta presuntamente
contemplativo, pero en realidad hueco como un tambor (hablo sólo de esta
película, claro; no conozco otras de Weerasethakul). Por cierto, hay que decir
que son continuos los momentos, de gestos o de posturas sin ningún contenido ni
sentido, que duran cinco minutos, durante esta auténtica “enfermedad tropical” alucinada
y narcótica que es la segunda parte de la película.
Por contar lo poco
contable de esta segunda parte, el soldado acaba topando con el espectro (un
indio pintarrajeado que se pasea por el bosque en pelota picada), se pelea con
él hasta que éste huye, luego un mono habla desde un árbol al soldado, el
soldado mata por error una vaca, el soldado asume el espíritu de la vaca y
comienza a andar a cuatro patas, y al final el soldado se topa por fin con el
tigre (como se ve, todo muy razonable).
Ojo, insisto en que
con todo esto podría haberse hecho una obra maestra de poesía, o de sugerencia,
o de mitología, o de narración “oriental”. Pero, una vez más, es todo tan
prosaico (cinematográficamente), tan monótono, tan falto de nervio o de pulso o
de vista artísticos, que el resultado es simplemente una acumulación de clichés
literarios tailandeses o tailandizantes para uso de críticos de cine, o de
pedantes en general.
No faltan momentos
absurdos, como cuando el soldado, solo en mitad del bosque, y sin nada que
hacer allí más que deambular como un orate, llama con la radio a su cuartel
central. Y son igualmente absurdas algunas intervenciones del narrador de la
historia (“el espectro estaba fascinado con el sonido de la radio del soldado”:
me pregunto qué aporta a la historia esta frase perfectamente idiota).
Va siendo ya hora
de revelar el enigma: ¿qué tiene que ver esta historia con la de la primera
parte? Pues es que resulta que el espectro, el tigre, es el chico amante del
soldado. Así hay que entender las últimas palabras que el tigre o el espíritu
pone en la cabeza del acorralado y aterrorizado soldado (“–Monstruo, te doy mi
espíritu, mi carne y mis recuerdos. –Cada gota de mi sangre canta nuestra
canción, una canción de felicidad, ¿la oyes?”). Y con estas palabras, y una
vista del ramaje de los árboles (que, bien, sí, podría ser remotamente lírica),
acaba la película.
Favorecerían
también esa intelección las palabras del mono parlante al soldado errabundo
(“El tigre te sigue; hambriento y solitario, sabe que eres presa y compañero;
mátalo para liberarte del mundo de los espectros, o deja que te devore y entra
en su mundo”). Pero, está bien, lo reconozco, esta interpretación, que serviría
para ligar las dos mitades de la película, puede estar un poco cogida por los
pelos. Bien podría ser que el tal Weerasethakul, que es evidentemente un
impostor (otro de tantos de los que pululan por el panorama del arte
contemporáneo), tuviera perdidos en algún cajón dos medio-metrajes que no sabía
muy bien cómo pegotear entre sí, para ver si los colocaba en el extranjero…
¿Un mensaje, un
contenido, una conclusión? Puedo intentarla recordando la cita de un tal Tom
Nakayima que se lee justo al inicio de la película: “Todos nosotros somos por
naturaleza animales salvajes. Nuestro deber como seres humanos es tratar de
llegar a ser igual que domadores, manteniéndoles bajo control y enseñándoles a
actuar más allá de su condición de bestias”. Habría que entender entonces que
el tigre en que se encarna el espíritu del chamán no devora al aterrorizado
soldado, sino que su innata crueldad es amansada por el recuerdo del amor
compartido: un amor que sería así el vehículo por antonomasia de apaciguamiento
y de civilización. La entrega de uno, el soldado, encontraría su perfecta,
plena, extática correlación en la victoria del otro sobre su atroz destino
sobrenatural. La historia cobraría así una elevación inusitada, y el
romanticismo convencional de la primera mitad culminaría en un amor
transcendental, místico, de la segunda parte. Pero insisto: quizá estoy viendo
o interpretando demasiado en las mayormente terrenales, cuando no
rudimentarias, imágenes…
Una historia como
la de esta segunda parte no podría contarse sin ALGÚN efecto, ni siquiera por
un director tan soso como éste, y aparecen en efecto dos efectos visuales, pero
de muy limitada eficacia: una niebla que es el espíritu de la vaca involuntariamente
muerta por el asustado soldado, y que la abandona al morir ésta, y un árbol
misteriosamente iluminado por detrás. La intención de ambos efectos es buena,
pero el resultado es decepcionante.
El soldado,
aterrorizado ante el tigre: “Mi madre, mi padre, miedo, tristeza, todo era tan
real que me trajo a la vida” (acabo de copiar la única línea aceptable de toda
la película).
Esta película, cuyas “cualidades” he intentado demostrar y desglosar a
lo largo de estas notas, juega, obviamente, en su segunda parte, con elementos
misteriosos, con seres de la mitología o de la literatura siamesas (chamanes,
espíritus, tigres). Pero para mí el mayor misterio que encierra esta película
es el siguiente: ¿cómo semejante bodrio pudo ganar el Gran Premio del Jurado en
el festival de Cannes 2004? (13 de mayo de 2013)
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