6 jun 2013

“Tropical Malady” (2004), de Apichatpong Weerasethakul


Mis notas a “Tropical Malady” (2004), de Apichatpong Weerasethakul


Se trata de una historia de amor (homosexual) contada en dos partes y de dos maneras completamente diferenciadas. La primera es luminosa, risueña, urbana, apolínea; la segunda es oscura, trágica, boscosa, dionisíaca. Los amantes son un soldado y un obrero, en una Tailandia a la vez moderna y tradicional, a la vez occidentalizada y ascentral, y el amor de los dos hombres nace y se desarrolla de un modo cotidiano y tierno.

Lo escrito hasta ahora sobre el tema, su doble tratamiento, sus protagonistas y su localización podría responder igualmente a una obra maestra que a un bodrio: me temo que “Tropical Malady” cae rotundamente del lado del bodrio.

Para justificar esta afirmación, a lo que dedicaré el resto de mis notas, fijémonos primero en la primera parte de la película: la diurna, la optimista, la “bonita”. Bien, ¿puede concebirse una historia más deslavazada, falta de emoción, privada de recursos o de efectos, salpicada de diálogos vacuos cuando no cursis, trufada de momentos “kitsch” o sencillamente imposibles, ciega de todo sentido narrativo? Yo diría que no.

Como no hay por dónde empezar ni por dónde terminar, en el revoltillo de esa primera mitad, apunto a vuelapluma observaciones o recuerdos que me vienen a las mientes: los dos “momentos musicales” son patéticos (la canción de la señora mayor y la práctica colectiva de aerobic, dirigida desde un escenario); los diálogos son bochornosos (“–Cuando te regalé el disco de Clash, olvidé darte mi corazón; aquí está, ¿lo tienes? –Está llegando poquito a poco”); un momento surrealista (o quizá sólo es surrealista su presencia en el absurdo “collage”) es la consulta veterinaria del perro de uno de los personajes (hablan de una “operación” y de “tratar con quimioterapia” a una “perra muy vieja”; esto en un país como Tailandia…); la felicidad de los dos tipos se nos transmite mediante un recurso tan “artístico” como mostrar todo el tiempo sus “sonrisas profidén”; para resultar debidamente étnico se intercala, en otro momento del “puzzle”, una leyenda sobre piedras que se convierten en oro y luego en ranas (leyenda que, naturalmente, no tiene nada que ver con la ¿línea? argumental); entre medias hay algunas escenas de amor, o de compañía, de los dos chicos gays (escenas siempre castas, siempre melifluas), por ejemplo en el parque de un templo, o cuando visitan a unas viejas familiares de uno; para no dejar de ser étnicos, las viejas hablan de amuletos fálicos (y hasta traen uno a la mesa, para que nosotros, los potenciales visitantes turísticos de Tailandia, lo veamos…) y de sus propiedades mágicas (poco antes o poco después mencionan el concurso “¿Quiere usted ser millonario?”…); hay por ahí una escena de amor en el cine entre los dos enamorados, escena que consiste en que la mano de uno juguetea en el muslo del otro, y el brazo del otro pasa por el hombro del uno; de vez en cuando hay tomas en una fábrica de hielo, donde parece que uno de los dos protagonistas trabaja, o algo parecido (en otros momentos parece que está buscando trabajo…); y la primera parte del romance termina con prolongadísimos lametones de cada uno en la mano del otro, antes de despedirse un día cualquiera.

No sé si he dejado suficientemente claro el completo chisgarabís de esta primera parte de la película (casi una horita de duración): es un cuadro abigarrado y sin orden, penoso de oír (escasos y lamentables diálogos, música más bien inexistente), banal de ver, vacuo de comprender y soporífero de seguir. No cuenta nada, no expresa nada, no transmite nada. Es cine malo: sin contenido, sin interés, sin brillo, sin la menor intención ni el menor resultado artístico.

No hay más que pueda decir sobre esta primera parte; lo habría, quizá, si algo en la historia hubiera retenido mi interés durante todo su metraje, pero me temo que el tedio me abrumó y ahogó bastante antes de llegar al final…

Pero bueno, por fin hay un fundido en negro y, cuando vuelve la imagen, oímos acerca de una bestia que anda por los campos aterrorizando animales y humanos. Y aparece un título para esta segunda mitad (que dura casi otra horita): “El sendero de un espíritu”. ¡Esto sí que suena interesante!...

…¡Terrible (literalmente) decepción!: esta segunda parte consigue ser aún más aburrida e irritante que la primera.

Se trata ahora del soldado, que sigue por el bosque la pista del espíritu de un chamán convertido en tigre para acosar a los viajeros (¿qué tiene que ver esto con todo lo anterior?: hay que pensar en el cadáver hallado al principio de la peli por la patrulla de soladados, hay que pensar en la noticia de la bestia asustando a los vivientes en el bosque, hay que pensar en la especie de fauno que en un momento dado cruzó la escena en la primera parte; y encontraremos, poco a poco, todavía más conexiones entre ambas mitades del filme…).

Este seguimiento o cacería, a través del bosque, es TODO (o casi) el argumento y el contenido de la segunda parte: el soldado abriéndose paso por el bosque tropical, examinando huellas, apa- y desapareciendo entre los árboles… Y así, y solamente así, durante casi una hora. Increíble pero cierto.

Ojo, este sencillo relato podría ser una maravilla, si es que se hiciera cine con él. Pero no es el caso, puesto que la mirada y la imagen cinematográficas, en “Tropical Malady”, no pueden ser más ramplonas, más repetitivas, más lentas.

Nadie hay menos enemigo que yo de la lentitud en el cine, pero la lentitud debe tener un sentido (ofrecer al espectador un espacio de reflexión, de contemplación, de alivio, incluso de distracción; o mostrar el latido de la historia o de los personajes; o…). Cuando no hay NADA sobre lo que reflexionar o que contemplar, mostrar durante cinco minutos a un soldado apoyado contra un árbol es simplemente una tomadura de pelo, o un signo de torpeza de un cineasta presuntamente contemplativo, pero en realidad hueco como un tambor (hablo sólo de esta película, claro; no conozco otras de Weerasethakul). Por cierto, hay que decir que son continuos los momentos, de gestos o de posturas sin ningún contenido ni sentido, que duran cinco minutos, durante esta auténtica “enfermedad tropical” alucinada y narcótica que es la segunda parte de la película.

Por contar lo poco contable de esta segunda parte, el soldado acaba topando con el espectro (un indio pintarrajeado que se pasea por el bosque en pelota picada), se pelea con él hasta que éste huye, luego un mono habla desde un árbol al soldado, el soldado mata por error una vaca, el soldado asume el espíritu de la vaca y comienza a andar a cuatro patas, y al final el soldado se topa por fin con el tigre (como se ve, todo muy razonable).

Ojo, insisto en que con todo esto podría haberse hecho una obra maestra de poesía, o de sugerencia, o de mitología, o de narración “oriental”. Pero, una vez más, es todo tan prosaico (cinematográficamente), tan monótono, tan falto de nervio o de pulso o de vista artísticos, que el resultado es simplemente una acumulación de clichés literarios tailandeses o tailandizantes para uso de críticos de cine, o de pedantes en general.

No faltan momentos absurdos, como cuando el soldado, solo en mitad del bosque, y sin nada que hacer allí más que deambular como un orate, llama con la radio a su cuartel central. Y son igualmente absurdas algunas intervenciones del narrador de la historia (“el espectro estaba fascinado con el sonido de la radio del soldado”: me pregunto qué aporta a la historia esta frase perfectamente idiota).

Va siendo ya hora de revelar el enigma: ¿qué tiene que ver esta historia con la de la primera parte? Pues es que resulta que el espectro, el tigre, es el chico amante del soldado. Así hay que entender las últimas palabras que el tigre o el espíritu pone en la cabeza del acorralado y aterrorizado soldado (“–Monstruo, te doy mi espíritu, mi carne y mis recuerdos. –Cada gota de mi sangre canta nuestra canción, una canción de felicidad, ¿la oyes?”). Y con estas palabras, y una vista del ramaje de los árboles (que, bien, sí, podría ser remotamente lírica), acaba la película.

Favorecerían también esa intelección las palabras del mono parlante al soldado errabundo (“El tigre te sigue; hambriento y solitario, sabe que eres presa y compañero; mátalo para liberarte del mundo de los espectros, o deja que te devore y entra en su mundo”). Pero, está bien, lo reconozco, esta interpretación, que serviría para ligar las dos mitades de la película, puede estar un poco cogida por los pelos. Bien podría ser que el tal Weerasethakul, que es evidentemente un impostor (otro de tantos de los que pululan por el panorama del arte contemporáneo), tuviera perdidos en algún cajón dos medio-metrajes que no sabía muy bien cómo pegotear entre sí, para ver si los colocaba en el extranjero…

¿Un mensaje, un contenido, una conclusión? Puedo intentarla recordando la cita de un tal Tom Nakayima que se lee justo al inicio de la película: “Todos nosotros somos por naturaleza animales salvajes. Nuestro deber como seres humanos es tratar de llegar a ser igual que domadores, manteniéndoles bajo control y enseñándoles a actuar más allá de su condición de bestias”. Habría que entender entonces que el tigre en que se encarna el espíritu del chamán no devora al aterrorizado soldado, sino que su innata crueldad es amansada por el recuerdo del amor compartido: un amor que sería así el vehículo por antonomasia de apaciguamiento y de civilización. La entrega de uno, el soldado, encontraría su perfecta, plena, extática correlación en la victoria del otro sobre su atroz destino sobrenatural. La historia cobraría así una elevación inusitada, y el romanticismo convencional de la primera mitad culminaría en un amor transcendental, místico, de la segunda parte. Pero insisto: quizá estoy viendo o interpretando demasiado en las mayormente terrenales, cuando no rudimentarias, imágenes…

Una historia como la de esta segunda parte no podría contarse sin ALGÚN efecto, ni siquiera por un director tan soso como éste, y aparecen en efecto dos efectos visuales, pero de muy limitada eficacia: una niebla que es el espíritu de la vaca involuntariamente muerta por el asustado soldado, y que la abandona al morir ésta, y un árbol misteriosamente iluminado por detrás. La intención de ambos efectos es buena, pero el resultado es decepcionante.

El soldado, aterrorizado ante el tigre: “Mi madre, mi padre, miedo, tristeza, todo era tan real que me trajo a la vida” (acabo de copiar la única línea aceptable de toda la película).

Esta película, cuyas “cualidades” he intentado demostrar y desglosar a lo largo de estas notas, juega, obviamente, en su segunda parte, con elementos misteriosos, con seres de la mitología o de la literatura siamesas (chamanes, espíritus, tigres). Pero para mí el mayor misterio que encierra esta película es el siguiente: ¿cómo semejante bodrio pudo ganar el Gran Premio del Jurado en el festival de Cannes 2004?           (13 de mayo de 2013)

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