6 jun 2013

“El topo” (2011), de Tomas Alfredson


Mis notas a “El topo” (2011), de Tomas Alfredson


Al menos treinta años después de la serie sobre “Calderero, sastre, soldado, espía”, en que sir Alec Guinness clausuraba su espléndida carrera con una inolvidable encarnación del caza-espías británico Georges Smiley, un director sueco (Tomas Alfredson) y el ya prestigioso actor Gary Oldman se atreven a devolver a la pantalla la novela (en estos tiempos ya más histórica que clásica...) de John LeCarré.

Hay que decir que semejante osadía se ve coronada con un rotundo éxito, que la atmósfera de las novelas de Smiley es recreada con maestría, que la película es, en sí misma, una notable creación cinematográfica, y que Oldman cumple a la perfección con el rol del legendario agente británico.

Para empezar, la película hace gala de un gran estilo y de un evidente “savoir faire” cinematográfico: basta para constatarlo con entregarse a su peculiar ritmo, calculado casi con metrónomo, ni rápido ni pausado, parsimonioso pero tenso, siguiendo la cadencia precisa, fría e implacable de un reloj.

En esta superficie de ondas suaves, pero que se expanden con tanta discreción como alcance (como las aguas del estanque en que nada impertérrito el casi anciano y más que cerebral Smiley), el director se permite “islas” narrativas que son, también en sí mismas, ejemplares: pienso en la historia del agente Ricky, contada en “flashback” a Smiley (el viaje de Ricky a Turquía, la falsa pista seguida allí, su implicación con una misteriosa mujer rusa, el desenlace en falso –o más bien “en trágico”– de la relación de Ricky con ella), historia que me parece un “cortometraje” memorable de ritmo, de atmósfera y de recursos narrativos; o pienso en el relato que hace Smiley a Guillam, en un progresivo e inquietante primer plano, de su único encuentro con Karla, su contraparte en Moscú, el “cerebro gris” de los servicios de inteligencia soviéticos.

La realización técnica emplea con frecuencia ora sutiles ora suntuosos movimientos de cámara, siempre medidos, siempre adecuados, de gran intuición y eficacia; se recurre igualmente a planos generales, siempre dinámicos pero nunca agitados, perfectamente ajustados al compás de la acción y de la película.

Igualmente sutil y adecuada es la música compuesta por el ya remobrado Alberto Iglesias, música casi “invisible”, pero que contribuye muy bien, como todo el planteamiento técnico, a la atmósfera de la historia.

Y qué atmósfera: el mundo de Smiley, es decir, el ambiente de la guerra fría en los años ’70 (la acción transcurre en torno a noviembre de 1973), con el robo de información secreta, con las “fugas” al oeste de personalidades “del otro lado”, con los intercambios de “nuestros” agentes detenidos por ellos por los “suyos” detenidos por nosotros, con Alemania como terreno de juego privilegiado, con los británicos (aquí) “haciendo méritos” a fin de ganar acceso a la información de los servicios de inteligencia norteamericanos.

Es una atmósfera de partida de ajedrez entre contrincantes cerebrales, inmunes a la pasión, guiados por un patriotismo “de hielo”, enredados en una trama de muchas confusas lealtades en conflicto; una atmósfera de partida de ajedrez en que cada peón cuenta y cada peón va cayendo en el combate (y cayendo, si es preciso para el Gran Juego, sacrificado sin reparo), en que ni el enemigo ni el envite (el duelo a vida o muerte de civilizaciones) se pierden nunca de vista, por enmarañada que sea la red de exigencias tácticas inmediatas (y constantes) o por prolongada en el tiempo que sea la inaprensible (pero encarnizada) batalla. Por cierto, hablo de partida de ajedrez como metáfora pero, como es sabido, se jugó de verdad una partida de ajedrez así, entre el Este y el Oeste (el duelo Spassky-Fischer en Reykjiavik, en 1975).

La tensión de la película es exactamente de ese tipo, como la de dos duelistas ante el tablero escaqueado: una tensión “tranquila”, fría, calculadora, sedentaria. Naturalmente, Smiley no tiene nada que ver con James Bond, y las novelas de LeCarré están muy lejos de los carruseles coloristas de Ian Fleming.

En las novelas de Smiley, y en la película, los momentos de tensión, los hallazgos, las revelaciones, se esconden con frecuencia tras de acontecimientos puramente burocráticos: es paradigmática, por ejemplo, la incursión de Guillam en los archivos en busca de una carpeta (cuyas fechas y datos luego Smiley analizará con paciencia de amanuense de gruesas gafas…): son unos momentos de real suspense, pero nada más allá de ser atrapado (lo que no es poco, cierto) va a suceder al fiel Guillam (no tiros, no explosiones, no “espectáculo”), y nos damos cuenta de que estamos alerta, como espectadores, ante el simple hecho de un tipo que está robando un libro en una biblioteca… Pues bien, éste es exactamente el tipo de tensión en las novelas/películas de Smiley, en las que el clímax de la trama puede alcanzarse en el momento en que alguien da con una extraña foto, o con una factura injustificable, o con una firma extraviada, en un remoto fichero de cualquier olvidada oficina: porque el mundo del espionaje es un mundo burocrático, un mundo documentado, un mundo más de burócratas que de superhombres (de ahí que el mejor burócrata, el más paciente y concienzudo, como es Smiley, termine desenmascarando al topo en la cúspide de los servicios de inteligencia británicos –el “Circus”–).

La trama se enriquece con la profundidad de los caracteres (muy evidente en las novelas de Smiley, y también en esta película): los personajes no son meros funcionarios o soldados sin relieve, sino tipos muy humanos atrapados en una red de lealtades (la lealtad patriótica, la lealtad al país de acogida, la lealtad laboral a “la empresa” que los paga, la lealtad a la familia, la lealtad a los viejos camaradas de la guerra o postguerra –aún presente en 1973–, la lealtad a la vieja cuadrilla de los tiempos de la universidad –algo muy visible en este delicado “servicio público” del Ministerio de Exteriores británico–, la lealtad, acaso, a los “amigos” con los que se ha intimado más allá de lo socialmente tolerable en 1973…).

Vínculos así aparecen a menudo en el filme: por ejemplo, los lazos que unen a Strong con Firth, el difícil dilema del fiel Guillam (magnífica la escena en que se nos revela, amargamente, su homosexualidad), el venenoso ligamen entre Smiley y Firth.

Smiley, tras su contextura de puro “intelectual oficinesco”, es también un hombre herido, vulnerable, siempre tan vacilante (moralmente) en sus convicciones como sólido y fiable (intelectual, políticamente) en su servicio a ellas. Elocuentes a este respecto son varios momentos de la película: cuando ve a través de una ventana a su mujer besándose con otro, cuando encuentra inesperadamente a Firth en su casa, cuando habla a Guillam de su único encuentro con Karla.

Smiley no sabe sonreír, es un hombre tímido, inexpresivo, aparentemente medio autista (todo lo cual hace más meritoria la interpretación, tan contenida como precisa, de Oldman), pero nos brinda, dirigido a Guillam –y en el único primer plano (y largo plano) de la película–, una evocación fascinante (y la fascinación, lo percibimos, se ha convertido en Smiley en una obsesión) de su único encuentro físico con su “personaje espejo” al otro lado del Telón de Acero: Karla. Smiley nos confiesa, torturadamente, su ensayo de “compartir humanidad” con Karla, su propuesta de deponer por un instante las espadas, su invitación a reconocer juntos las debilidades y falacias de los Dos Mundos; y cómo esas tentativas cayeron por completo en saco roto ante un hombre que “prefería morir a renunciar”. En esos momentos de la confesión de Smiley, inclinado hacia delante en el sofá, perdido en sus silencios, mirando tan intensa como perdidamente, percibimos su vulnerabilidad, su desamparo, la magnitud de su abnegación y de su obsesión, lo que la Razón de Estado puede costarle a la vida de un buen hombre.

Dice Smiley: “Karla puede ser batido porque es un fanático. Y el fanático está siempre ocultando una duda secreta”. Smiley no es un fanático, porque es demasiado flexible, demasiado escéptico, demasiado humano (anoto aquí que ser “también” humano “en demasía” acarreará la derrota a Karla en una de las novelas sucesivas de la serie –creo que en “La gente de Smiley”–).

Hay que reconocer a los guionistas de la película el esfuerzo de hacer la historia fácilmente comprensible: las tramas de LeCarré son a veces intrincadas, superpobladas de personajes, muy sutiles en los virajes de la acción o en las relaciones entre los caracteres. Nada de todo eso se percibe en “El topo”, que, sin traicionar en absoluto el espíritu de LeCarré, está contada con nitidez, si no con total linealidad (el flashback de Ricky). Es más, en su empeño de ser clara, la película roza lo pueril en esas fotos de los sospechosos pegadas a las fichas de ajedrez…

Termino con un reparo y con un elogio: el reparo es para ese final donde se cierran las tramas (Firth, Smiley y esposa, Guillam) sobre un fondo de música, sin necesidad de usar palabras: de algún modo, aun reconociendo la calidad narrativa de este final, siento que el filme renuncia o prescinde, justo en su conclusión, de su esencia verbal; puesto que –y he aquí el elogio– la decidida verbalidad, la tensión de los diálogos, la riqueza de medios y mensajes verbales exhibidos a lo largo de la trama, se transmiten en la película con un pulso y una ligereza que impresionan sin abrumar, que cumplen perfectamente su cometido sin sobrecargar de palabras el guión, como hubiera podido suceder en manos menos diestras que las de Alfredson (una muestra de ello –es decir, de diálogo muy afilado y nada verborreico– no mencionada hasta ahora es el diálogo entre Smiley y el sospechoso anglo-húngaro, ante el avión que se aproxima a sus espaldas).        (2 de mayo de 2013)

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