Mis
notas a “El topo” (2011), de Tomas Alfredson
Al menos treinta
años después de la serie sobre “Calderero, sastre, soldado, espía”, en que sir
Alec Guinness clausuraba su espléndida carrera con una inolvidable encarnación
del caza-espías británico Georges Smiley, un director sueco (Tomas Alfredson) y
el ya prestigioso actor Gary Oldman se atreven a devolver a la pantalla la
novela (en estos tiempos ya más histórica que clásica...) de John LeCarré.
Hay que decir que semejante
osadía se ve coronada con un rotundo éxito, que la atmósfera de las novelas de
Smiley es recreada con maestría, que la película es, en sí misma, una notable
creación cinematográfica, y que Oldman cumple a la perfección con el rol del
legendario agente británico.
Para empezar, la
película hace gala de un gran estilo y de un evidente “savoir faire”
cinematográfico: basta para constatarlo con entregarse a su peculiar ritmo,
calculado casi con metrónomo, ni rápido ni pausado, parsimonioso pero tenso, siguiendo
la cadencia precisa, fría e implacable de un reloj.
En esta superficie
de ondas suaves, pero que se expanden con tanta discreción como alcance (como
las aguas del estanque en que nada impertérrito el casi anciano y más que
cerebral Smiley), el director se permite “islas” narrativas que son, también en
sí mismas, ejemplares: pienso en la historia del agente Ricky, contada en “flashback”
a Smiley (el viaje de Ricky a Turquía, la falsa pista seguida allí, su
implicación con una misteriosa mujer rusa, el desenlace en falso –o más bien
“en trágico”– de la relación de Ricky con ella), historia que me parece un
“cortometraje” memorable de ritmo, de atmósfera y de recursos narrativos; o
pienso en el relato que hace Smiley a Guillam, en un progresivo e inquietante
primer plano, de su único encuentro con Karla, su contraparte en Moscú, el
“cerebro gris” de los servicios de inteligencia soviéticos.
La realización
técnica emplea con frecuencia ora sutiles ora suntuosos movimientos de cámara,
siempre medidos, siempre adecuados, de gran intuición y eficacia; se recurre igualmente
a planos generales, siempre dinámicos pero nunca agitados, perfectamente
ajustados al compás de la acción y de la película.
Igualmente sutil y
adecuada es la música compuesta por el ya remobrado Alberto Iglesias, música casi
“invisible”, pero que contribuye muy bien, como todo el planteamiento técnico,
a la atmósfera de la historia.
Y qué atmósfera: el
mundo de Smiley, es decir, el ambiente de la guerra fría en los años ’70 (la
acción transcurre en torno a noviembre de 1973), con el robo de información
secreta, con las “fugas” al oeste de personalidades “del otro lado”, con los
intercambios de “nuestros” agentes detenidos por ellos por los “suyos”
detenidos por nosotros, con Alemania como terreno de juego privilegiado, con
los británicos (aquí) “haciendo méritos” a fin de ganar acceso a la información
de los servicios de inteligencia norteamericanos.
Es una atmósfera de
partida de ajedrez entre contrincantes cerebrales, inmunes a la pasión, guiados
por un patriotismo “de hielo”, enredados en una trama de muchas confusas
lealtades en conflicto; una atmósfera de partida de ajedrez en que cada peón
cuenta y cada peón va cayendo en el combate (y cayendo, si es preciso para el
Gran Juego, sacrificado sin reparo), en que ni el enemigo ni el envite (el
duelo a vida o muerte de civilizaciones) se pierden nunca de vista, por
enmarañada que sea la red de exigencias tácticas inmediatas (y constantes) o
por prolongada en el tiempo que sea la inaprensible (pero encarnizada) batalla.
Por cierto, hablo de partida de ajedrez como metáfora pero, como es sabido, se
jugó de verdad una partida de ajedrez así, entre el Este y el Oeste (el duelo
Spassky-Fischer en Reykjiavik, en 1975).
La tensión de la
película es exactamente de ese tipo, como la de dos duelistas ante el tablero
escaqueado: una tensión “tranquila”, fría, calculadora, sedentaria.
Naturalmente, Smiley no tiene nada que ver con James Bond, y las novelas de
LeCarré están muy lejos de los carruseles coloristas de Ian Fleming.
En las novelas de
Smiley, y en la película, los momentos de tensión, los hallazgos, las
revelaciones, se esconden con frecuencia tras de acontecimientos puramente
burocráticos: es paradigmática, por ejemplo, la incursión de Guillam en los
archivos en busca de una carpeta (cuyas fechas y datos luego Smiley analizará
con paciencia de amanuense de gruesas gafas…): son unos momentos de real
suspense, pero nada más allá de ser atrapado (lo que no es poco, cierto) va a
suceder al fiel Guillam (no tiros, no explosiones, no “espectáculo”), y nos
damos cuenta de que estamos alerta, como espectadores, ante el simple hecho de
un tipo que está robando un libro en una biblioteca… Pues bien, éste es
exactamente el tipo de tensión en las novelas/películas de Smiley, en las que
el clímax de la trama puede alcanzarse en el momento en que alguien da con una
extraña foto, o con una factura injustificable, o con una firma extraviada, en
un remoto fichero de cualquier olvidada oficina: porque el mundo del espionaje
es un mundo burocrático, un mundo documentado, un mundo más de burócratas que
de superhombres (de ahí que el mejor burócrata, el más paciente y concienzudo,
como es Smiley, termine desenmascarando al topo en la cúspide de los servicios
de inteligencia británicos –el “Circus”–).
La trama se
enriquece con la profundidad de los caracteres (muy evidente en las novelas de
Smiley, y también en esta película): los personajes no son meros funcionarios o
soldados sin relieve, sino tipos muy humanos atrapados en una red de lealtades
(la lealtad patriótica, la lealtad al país de acogida, la lealtad laboral a “la
empresa” que los paga, la lealtad a la familia, la lealtad a los viejos
camaradas de la guerra o postguerra –aún presente en 1973–, la lealtad a la
vieja cuadrilla de los tiempos de la universidad –algo muy visible en este delicado
“servicio público” del Ministerio de Exteriores británico–, la lealtad, acaso,
a los “amigos” con los que se ha intimado más allá de lo socialmente tolerable
en 1973…).
Vínculos así
aparecen a menudo en el filme: por ejemplo, los lazos que unen a Strong con
Firth, el difícil dilema del fiel Guillam (magnífica la escena en que se nos
revela, amargamente, su homosexualidad), el venenoso ligamen entre Smiley y
Firth.
Smiley, tras su
contextura de puro “intelectual oficinesco”, es también un hombre herido,
vulnerable, siempre tan vacilante (moralmente) en sus convicciones como sólido
y fiable (intelectual, políticamente) en su servicio a ellas. Elocuentes a este
respecto son varios momentos de la película: cuando ve a través de una ventana
a su mujer besándose con otro, cuando encuentra inesperadamente a Firth en su
casa, cuando habla a Guillam de su único encuentro con Karla.
Smiley no sabe
sonreír, es un hombre tímido, inexpresivo, aparentemente medio autista (todo lo
cual hace más meritoria la interpretación, tan contenida como precisa, de
Oldman), pero nos brinda, dirigido a Guillam –y en el único primer plano (y
largo plano) de la película–, una evocación fascinante (y la fascinación, lo
percibimos, se ha convertido en Smiley en una obsesión) de su único encuentro
físico con su “personaje espejo” al otro lado del Telón de Acero: Karla. Smiley
nos confiesa, torturadamente, su ensayo de “compartir humanidad” con Karla, su
propuesta de deponer por un instante las espadas, su invitación a reconocer
juntos las debilidades y falacias de los Dos Mundos; y cómo esas tentativas
cayeron por completo en saco roto ante un hombre que “prefería morir a
renunciar”. En esos momentos de la confesión de Smiley, inclinado hacia delante
en el sofá, perdido en sus silencios, mirando tan intensa como perdidamente,
percibimos su vulnerabilidad, su desamparo, la magnitud de su abnegación y de
su obsesión, lo que la Razón de Estado puede costarle a la vida de un buen
hombre.
Dice Smiley: “Karla
puede ser batido porque es un fanático. Y el fanático está siempre ocultando
una duda secreta”. Smiley no es un fanático, porque es demasiado flexible,
demasiado escéptico, demasiado humano (anoto aquí que ser “también” humano “en
demasía” acarreará la derrota a Karla en una de las novelas sucesivas de la
serie –creo que en “La gente de Smiley”–).
Hay que reconocer a
los guionistas de la película el esfuerzo de hacer la historia fácilmente
comprensible: las tramas de LeCarré son a veces intrincadas, superpobladas de
personajes, muy sutiles en los virajes de la acción o en las relaciones entre los
caracteres. Nada de todo eso se percibe en “El topo”, que, sin traicionar en
absoluto el espíritu de LeCarré, está contada con nitidez, si no con total linealidad
(el flashback de Ricky). Es más, en su empeño de ser clara, la película roza lo
pueril en esas fotos de los sospechosos pegadas a las fichas de ajedrez…
Termino con un
reparo y con un elogio: el reparo es para ese final donde se cierran las tramas
(Firth, Smiley y esposa, Guillam) sobre un fondo de música, sin necesidad de
usar palabras: de algún modo, aun reconociendo la calidad narrativa de este
final, siento que el filme renuncia o prescinde, justo en su conclusión, de su
esencia verbal; puesto que –y he aquí el elogio– la decidida verbalidad, la
tensión de los diálogos, la riqueza de medios y mensajes verbales exhibidos a
lo largo de la trama, se transmiten en la película con un pulso y una ligereza
que impresionan sin abrumar, que cumplen perfectamente su cometido sin
sobrecargar de palabras el guión, como hubiera podido suceder en manos menos
diestras que las de Alfredson (una muestra de ello –es decir, de diálogo muy
afilado y nada verborreico– no mencionada hasta ahora es el diálogo entre
Smiley y el sospechoso anglo-húngaro, ante el avión que se aproxima a sus
espaldas). (2 de mayo de 2013)
Magnífica crítica. Comparto la alta valoraciov de esta casi obra maestra.
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