Mis
notas a “El jefe de todo esto” (2006), de Lars von Trier
“El jefe de todo
esto” es la película más divertida que he visto en mucho tiempo, un auténtico
festín de ingenio, desconcierto y caricatura. Von Trier demuestra de nuevo su
versatilidad, rodando ahora una barata, “modesta” película de oficina, y también
su talento, condensado en un brillante guión pleno de vitriolo y de “hollín”,
de hiel y de cosquillas.
Algunos rasgos de
su estilo son visibles desde el principio: las técnicas de distanciamiento, de
obvia estirpe brechtiana (aquí vemos el reflejo de la imagen del director,
encaramado a una grúa de rodaje, en el exterior del edificio acristalado donde
transcurre la acción, mientras nos habla “en off” –“así que aquí tenéis una
película”– con un tono zumbón, irónico, riéndose paternalmente de sus
personajes e invitándonos a reírnos también de ellos); los experimentos visuales y de técnicas
de rodaje (en esta película usa, o simula usar, un dispositivo electrónico aleatorio
llamado “Automaton”, que de vez en cuando corta la sucesión de imágenes brusca
e inesperadamente); las reflexiones y juegos en torno a la representación y al
espacio de la misma, reflexiones y juegos que aquí adoptan un tono
exageradamente farsesco o caricaturesco, en la persona –y en la “persona”– de Kristofer-Sven);
y, naturalmente, un guión sólido, concienzudo, brillante en su concepción y en
su acabado.
Los recursos
brechtianos de Von Trier –esas apariciones en la grúa, siempre bonachonamente
burlonas, al principio, al final y dos veces en el centro de la película, “como
se interrumpe el juego de un niño para ponerle una inyección”– imposibilitan
toda identificación con los caracteres: este ardid, lejos de dañar la película,
eleva su potencial como comedia esperpéntica.
Naturalmente, no
hay que confundir la estrategia de distanciamiento, mediante la aparición del
autor como tal autor hablando de sus personajes, con ninguna manía egocéntrica
o egocentrista de Von Trier (aunque no sea de modesta talla el ego del danés…).
El rodaje cortado,
defectuoso, le sienta también como un guante a la historia: le da una
espontaneidad, un aire “amateur”, descuidado, de textura entre documental y
simplemente “cutre”, que perfila a los caracteres en su entorno, sin por ello
hacérnoslos más próximos como caracteres o como seres humanos.
En cuanto a la
representación, el espacio escénico y los actores, Von Trier verdaderamente se
explaya sobre estos aspectos: la película se plantea como una comedia “intranscendente”,
decidida a reírse de la seudo-cultura, y el personaje principal, el actor
contratado para encarnar a “el jefe de todo esto”, es un auténtico símbolo del
artista seudo-culto, pretencioso, egocéntrico y, en último extremo, ridículo.
Y, naturalmente, Von Trier aprovecha esto hasta el extremo, haciendo que nos
desternillemos ante las ora peregrinas ora grotescas ocurrencias y poses de “el
jefe de todo esto”.
Jugando con la
escena, Von Trier se deja llevar a escenarios más y más estrambóticos para las
conversaciones “en terreno neutral”: una especie de centro de jardinería, un
tíovivo, el zoo… La oficina, en cambio, es siempre un lugar casi desnudo, donde
todo parece pasar en palabras (el programa Bruker 5, el contrato millonario con
el islandés, las relaciones entre los empleados, las maniobras del verdadero
“jefe de todo esto” para burlar a sus compañeros-empleados usando a Sven-Kristofer
de chivo expiatorio, etc…).
Von Trier se ceba
con los tics presuntuosos de los actores “de método”, como por ejemplo el
fracasado y patético Sven-Kristofer: esa veneración por un don-nadie inventor
de absurdos engolados o de anti-personajes anti-actorales, como es el admirado
Gambini (dos títulos de sus obras: “El deshollinador de la ciudad sin
chimeneas” y “El gato ahorcado”: descacharrante); ese desdén agresivo por las
“vacas sagradas” del teatro, como Ibsen (motejado de imbécil, sentimental,
idiota, carne de culebrón, etc., etc. –¡pero al que el actor remeda en su
disparatado ditirambo a Ravn, el avieso factótum de toda la trama, llegado el
momento decisivo de firmar, o no, el contrato de venta de la compañía!–); esas
poses y miradas perdidas en la distancia, ese imbécil uso de los silencios
enfáticos; esos toques ridículos de caracterización (el tizne en la frente).
Si la película se
agotara en lo que he escrito, ya sería una gran película, una comedia ingeniosa
e hilarante. Y, francamente, no creo que haya que caer en la trampa,
indudablemente pedante (¡y más aún tratándose de esta película!), de creer que Von Trier quiere decirnos, en “El jefe de
todo esto”, mucho más de lo que nos dice (aunque evidentemente hay más en el
filme de lo que el campechano personaje de la grúa pretende hacernos creer).
Pero sí me parece que se puede ir algo más allá de la superficie meramente
risible de la película.
He aquí una sentencia
de calado: “El sentido de nuestra comedia diaria es desenmascarar la comedia.
Al fin y al cabo, la catástrofe ya ha ocurrido. La cuestión es saber qué hay
detrás de la catástrofe”.
Interpretada esta
sentencia a la luz de la trama, parece evidente que Von Trier ve la oficina
donde transcurre la acción, y por extensión (naturalmente graduable a voluntad)
todas las oficinas de nuestra sociedad occidental, como un entorno de roles: un
ámbito en el que todo el mundo, aparte de desempeñar una función, hace un
papel. La oficina sería “el gran teatro del mundo”. Y no hay más que ver las
reacciones que un actor que distorsiona tanto su papel como Sven-Kristofer
provoca en los otros “actores” de la oficina (la sindicalista agresiva, la
“buena chica” romántica, la hipersensible, el rústico eficiente, etc.), es
decir, precisamente en un ámbito donde todos los roles aparecen originaria,
problemáticamente trastornados (el verdadero jefe hace de empleado, los
verdaderos empleados hacen de compañeros…).
En esta fiesta de
roles, en este engañoso carnaval, la irrupción de la exmujer del “protagonista”, que es ahora la abogada
del airado islandés (al que es imposible oír vociferar sin partirse de
risa), enriquece con su doble rol la parte final del filme, donde parece que la
ética se cuela en la trama (¿debe Sven-Kristofer firmar el odioso contrato
preparado por Ravn para vender la empresa al islandés, dejando en la calle a
los compañeros que, ignorantes de su añagaza, le adoran?): la mujer de Sven-Kristofer
le aconseja sobre cómo matizar su actuación, cómo competir con Ravn por el
“amor” de los otros, cómo pulir su representación en vista de un clímax moral que culmine
todos los malentendidos.
Pero no hay que
tomarse en serio este giro “ético” del guión: se trata de una comedia, se trata
de un deplorable actor ante un bochornoso papel; y finalmente son la vanidad,
la pedantería, la seudo-cultura (desde el principio, declaradamente, el blanco
de toda la farsa), las que se imponen: primero, el falso “jefe de todo esto” se
regodea, delante del público, en exhibir su representación histriónica del
“terrible dilema” que lo atormenta en el momento de la firma decisiva (“es para
que le miremos”, dice desengañada su exmujer, la ahora abogada del islandés); y
luego, en cuanto Sven-Kristofer oye el nombre de Gambini en boca del furibundo
islandés, se desmorona y firma el contrato sin más contemplaciones: ¡lo que es
un giro y y un remate brillante de la descomunal farsa!
Y entonces la
película termina, porque el director “al igual que vosotros, tiene ganas de
irse a casa”; pero no se va sin disculparse, muy al estilo de la comedia
clásica, tanto ante los que esperaban más de la película como ante los que
esperaban menos, “y los que han recibido lo que esperaban, se lo merecen”.
Anoto una
auto-ironía del guión de Von Trier: “la vida es como una película ‘Dogma’: el
hecho de que a veces sea difícil entender lo que se dice no quiere decir que no
sea importante”.
Y otro momento de
ironía: el paso de la escena en el tejado “entre hombres que no tienen nada que
reporcharse” hablando de la “explosión gambínica definitiva” a invitarnos a
“irnos a casa olvidando todo lo visto”, justo antes de contemplar a los dos
protagonistas, el actor y Ravn, intercambiando reproches, precisamente en un
cine, mientras uno de ellos chupa un helado de infantil diseño.
En suma, otra gran obra de Von Trier (en tono menor, si se quiere, pero
los guiones de Von Trier no son nunca menores…), esta vez en forma de comedia
original y brillante, divertidísima en su caricatura de un actor pretencioso y
llena de malicia y de sentido en el examen de un entorno oficinesco, teatral de
por sí y adicionalmente perturbado en este caso, para nuestro continuo regocijo,
por una distorsión de roles de insólitas e hilarantes consecuencias. (30 de abril de 2013)
He leído el comentario mediante el móvil y estoy escribiendo esta anotación del mismo modo. Se puede hacer sin problemas, bien es verdad que con menos comodidad que usando un ordenador de mayor tamaño.
ResponderEliminarNo he visto la película, así que no puedo juzgar la idoneidad de tu crítica. Pero sí puedo confirmar que cumple magníficamente la misión de animar o disuadir de verla. En este caso, ya estoy desando echarle el guante, bien mediante compra, alquiler, préstamo o descarga. Al fin y al cabo compartimos la pasión, aunque con distinto grado de intensidad y dedicación, por el danés de Tréveris.