1 may 2013

“El jefe de todo esto” (2006), de Lars von Trier


Mis notas a “El jefe de todo esto” (2006), de Lars von Trier


“El jefe de todo esto” es la película más divertida que he visto en mucho tiempo, un auténtico festín de ingenio, desconcierto y caricatura. Von Trier demuestra de nuevo su versatilidad, rodando ahora una barata, “modesta” película de oficina, y también su talento, condensado en un brillante guión pleno de vitriolo y de “hollín”, de hiel y de  cosquillas.

Algunos rasgos de su estilo son visibles desde el principio: las técnicas de distanciamiento, de obvia estirpe brechtiana (aquí vemos el reflejo de la imagen del director, encaramado a una grúa de rodaje, en el exterior del edificio acristalado donde transcurre la acción, mientras nos habla “en off” –“así que aquí tenéis una película”– con un tono zumbón, irónico, riéndose paternalmente de sus personajes e invitándonos a reírnos también de ellos); los experimentos visuales y de técnicas de rodaje (en esta película usa, o simula usar, un dispositivo electrónico aleatorio llamado “Automaton”, que de vez en cuando corta la sucesión de imágenes brusca e inesperadamente); las reflexiones y juegos en torno a la representación y al espacio de la misma, reflexiones y juegos que aquí adoptan un tono exageradamente farsesco o caricaturesco, en la persona –y en la “persona”– de Kristofer-Sven); y, naturalmente, un guión sólido, concienzudo, brillante en su concepción y en su acabado.

Los recursos brechtianos de Von Trier –esas apariciones en la grúa, siempre bonachonamente burlonas, al principio, al final y dos veces en el centro de la película, “como se interrumpe el juego de un niño para ponerle una inyección”– imposibilitan toda identificación con los caracteres: este ardid, lejos de dañar la película, eleva su potencial como comedia esperpéntica.

Naturalmente, no hay que confundir la estrategia de distanciamiento, mediante la aparición del autor como tal autor hablando de sus personajes, con ninguna manía egocéntrica o egocentrista de Von Trier (aunque no sea de modesta talla el ego del danés…).

El rodaje cortado, defectuoso, le sienta también como un guante a la historia: le da una espontaneidad, un aire “amateur”, descuidado, de textura entre documental y simplemente “cutre”, que perfila a los caracteres en su entorno, sin por ello hacérnoslos más próximos como caracteres o como seres humanos.

En cuanto a la representación, el espacio escénico y los actores, Von Trier verdaderamente se explaya sobre estos aspectos: la película se plantea como una comedia “intranscendente”, decidida a reírse de la seudo-cultura, y el personaje principal, el actor contratado para encarnar a “el jefe de todo esto”, es un auténtico símbolo del artista seudo-culto, pretencioso, egocéntrico y, en último extremo, ridículo. Y, naturalmente, Von Trier aprovecha esto hasta el extremo, haciendo que nos desternillemos ante las ora peregrinas ora grotescas ocurrencias y poses de “el jefe de todo esto”.

Jugando con la escena, Von Trier se deja llevar a escenarios más y más estrambóticos para las conversaciones “en terreno neutral”: una especie de centro de jardinería, un tíovivo, el zoo… La oficina, en cambio, es siempre un lugar casi desnudo, donde todo parece pasar en palabras (el programa Bruker 5, el contrato millonario con el islandés, las relaciones entre los empleados, las maniobras del verdadero “jefe de todo esto” para burlar a sus compañeros-empleados usando a Sven-Kristofer de chivo expiatorio, etc…).

Von Trier se ceba con los tics presuntuosos de los actores “de método”, como por ejemplo el fracasado y patético Sven-Kristofer: esa veneración por un don-nadie inventor de absurdos engolados o de anti-personajes anti-actorales, como es el admirado Gambini (dos títulos de sus obras: “El deshollinador de la ciudad sin chimeneas” y “El gato ahorcado”: descacharrante); ese desdén agresivo por las “vacas sagradas” del teatro, como Ibsen (motejado de imbécil, sentimental, idiota, carne de culebrón, etc., etc. –¡pero al que el actor remeda en su disparatado ditirambo a Ravn, el avieso factótum de toda la trama, llegado el momento decisivo de firmar, o no, el contrato de venta de la compañía!–); esas poses y miradas perdidas en la distancia, ese imbécil uso de los silencios enfáticos; esos toques ridículos de caracterización (el tizne en la frente).

Si la película se agotara en lo que he escrito, ya sería una gran película, una comedia ingeniosa e hilarante. Y, francamente, no creo que haya que caer en la trampa, indudablemente pedante (¡y más aún tratándose de esta película!), de creer que Von Trier quiere decirnos, en “El jefe de todo esto”, mucho más de lo que nos dice (aunque evidentemente hay más en el filme de lo que el campechano personaje de la grúa pretende hacernos creer). Pero sí me parece que se puede ir algo más allá de la superficie meramente risible de la película.

He aquí una sentencia de calado: “El sentido de nuestra comedia diaria es desenmascarar la comedia. Al fin y al cabo, la catástrofe ya ha ocurrido. La cuestión es saber qué hay detrás de la catástrofe”.

Interpretada esta sentencia a la luz de la trama, parece evidente que Von Trier ve la oficina donde transcurre la acción, y por extensión (naturalmente graduable a voluntad) todas las oficinas de nuestra sociedad occidental, como un entorno de roles: un ámbito en el que todo el mundo, aparte de desempeñar una función, hace un papel. La oficina sería “el gran teatro del mundo”. Y no hay más que ver las reacciones que un actor que distorsiona tanto su papel como Sven-Kristofer provoca en los otros “actores” de la oficina (la sindicalista agresiva, la “buena chica” romántica, la hipersensible, el rústico eficiente, etc.), es decir, precisamente en un ámbito donde todos los roles aparecen originaria, problemáticamente trastornados (el verdadero jefe hace de empleado, los verdaderos empleados hacen de compañeros…).

En esta fiesta de roles, en este engañoso carnaval, la irrupción de la exmujer del “protagonista”, que es ahora la abogada del airado islandés (al que es imposible oír vociferar sin partirse de risa), enriquece con su doble rol la parte final del filme, donde parece que la ética se cuela en la trama (¿debe Sven-Kristofer firmar el odioso contrato preparado por Ravn para vender la empresa al islandés, dejando en la calle a los compañeros que, ignorantes de su añagaza, le adoran?): la mujer de Sven-Kristofer le aconseja sobre cómo matizar su actuación, cómo competir con Ravn por el “amor” de los otros, cómo pulir su representación en vista de un clímax moral que culmine todos los malentendidos.

Pero no hay que tomarse en serio este giro “ético” del guión: se trata de una comedia, se trata de un deplorable actor ante un bochornoso papel; y finalmente son la vanidad, la pedantería, la seudo-cultura (desde el principio, declaradamente, el blanco de toda la farsa), las que se imponen: primero, el falso “jefe de todo esto” se regodea, delante del público, en exhibir su representación histriónica del “terrible dilema” que lo atormenta en el momento de la firma decisiva (“es para que le miremos”, dice desengañada su exmujer, la ahora abogada del islandés); y luego, en cuanto Sven-Kristofer oye el nombre de Gambini en boca del furibundo islandés, se desmorona y firma el contrato sin más contemplaciones: ¡lo que es un giro y y un remate brillante de la descomunal farsa!

Y entonces la película termina, porque el director “al igual que vosotros, tiene ganas de irse a casa”; pero no se va sin disculparse, muy al estilo de la comedia clásica, tanto ante los que esperaban más de la película como ante los que esperaban menos, “y los que han recibido lo que esperaban, se lo merecen”.

Anoto una auto-ironía del guión de Von Trier: “la vida es como una película ‘Dogma’: el hecho de que a veces sea difícil entender lo que se dice no quiere decir que no sea importante”.

Y otro momento de ironía: el paso de la escena en el tejado “entre hombres que no tienen nada que reporcharse” hablando de la “explosión gambínica definitiva” a invitarnos a “irnos a casa olvidando todo lo visto”, justo antes de contemplar a los dos protagonistas, el actor y Ravn, intercambiando reproches, precisamente en un cine, mientras uno de ellos chupa un helado de infantil diseño.

En suma, otra gran obra de Von Trier (en tono menor, si se quiere, pero los guiones de Von Trier no son nunca menores…), esta vez en forma de comedia original y brillante, divertidísima en su caricatura de un actor pretencioso y llena de malicia y de sentido en el examen de un entorno oficinesco, teatral de por sí y adicionalmente perturbado en este caso, para nuestro continuo regocijo, por una distorsión de roles de insólitas e hilarantes consecuencias.                (30 de abril de 2013)

1 comentario:

  1. He leído el comentario mediante el móvil y estoy escribiendo esta anotación del mismo modo. Se puede hacer sin problemas, bien es verdad que con menos comodidad que usando un ordenador de mayor tamaño.
    No he visto la película, así que no puedo juzgar la idoneidad de tu crítica. Pero sí puedo confirmar que cumple magníficamente la misión de animar o disuadir de verla. En este caso, ya estoy desando echarle el guante, bien mediante compra, alquiler, préstamo o descarga. Al fin y al cabo compartimos la pasión, aunque con distinto grado de intensidad y dedicación, por el danés de Tréveris.

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