1 may 2013

“París, bajos fondos” (1952), de Jacques Becker


Mis notas a “París, bajos fondos” (1952), de Jacques Becker


Una puta a la que ha “echado el ojo”, además de su chulo, el jefe de la banda criminal a la que éste pertenece, queda prendada –y el sentimiento es recíproco– de un expresidiario que intenta regenerarse como obrero. El amor de ambos, súbito, intenso, obvio, tiene por fuerza que desembocar en una pelea a muerte entre el obrero y el chulo, de resultas de la cual éste es asesinado y el obrero, debido a una añagaza del jefe de los criminales, acaba camino de la prisión –se entrega voluntariamente, para liberar al amigo al que el capo ha denunciado como asesino–. No llega a ingresar en la cárcel, sin embargo, pues antes se las arregla para evadirse de la policía e ir de inmediato en busca del malvado hampón, responsable de la muerte de su amigo (tiroteado por la policía durante la fuga), de la entrega abnegada de la mujer a su lascivia (en busca de una mediación ante la policía en favor el pobre obrero) y de la ruina de su propio proyecto de regeneración personal. El obrero busca al criminal, lo acorrala en el patio de una comisaría (a la que se ha acogido pidiendo amparo) y lo mata como a un perro, pero esta vez ya no es prisión, sino la pena de muerte lo que le aguarda. Y el telón de la película cae al tiempo que lo hace la guillotina sobre el cuello del pobre hombre, loca, desesperadamente enamorado de la prostituta, leal sin límites a su amigo (como éste lo fue para con él), honesto hasta el tuétano pese a la maraña criminal en que ha terminado envuelto.

La pregunta es: ¿cómo una historia tan sórdida, tan sangrienta, tan suburbana, tan terrible, puede convertirse en una película tan sumamente bella, expresiva, emocionada y emocionante? “París, bajos fondos” es, sencillamente, una maravilla, una joya del cine francés (y del cine “tout court”).

Ya el primer cuarto de hora es extraordinario: el ambiente ribereño, la excursión dominical a los boscosos alrededores de París, los “ciudadanos” llegando en barca al “exotismo” de las orillas del Sena distantes de la capital, nos evocan a Renoir (“Un domingo en el campo”). Pero sólo entonces empieza la sensacional escena de la “guingette” (ya se sabe: ese “bistrot”, merendero y sala de baile, todo en uno, pintado una y otra vez por Auguste Renoir o los impresionistas, en esas afueras parisinas donde el ocio dominical congregaba a una población abigarrada de capitalinos). Qué inolvidable deleite de movimientos de cámara, de atmósfera, de riquísima fotografía en blanco y negro, de concentración y vigor narrativo, de pura expresividad y sensualidad (Simone Signoret girando y girando en su danza sin apartar los ojos de Serge Reggiani…).

Cuando la secuencia de la “guinguette” termina, uno cree haber asistido a un gran momento de cine. Pero pronto se da uno cuenta de que la película va a mantener ese tono y esa altura artística durante mucho tiempo. Y, en efecto, los ambientes a la vez precisos y evocadores, la fotografía que explota al máximo las mil posibilidades y tonalidades entre el blanco y el negro, la cuidadísima ambientación (el vestuario, los fiacres, los bares y hoteles de barriada, la carpintería de Reggiani, la guarida de los malevos, la casita idílica de la anciana, los muros de la prisión, incluso el camión celular de la policía), la energía narrativa y descriptiva, la precisión (la pelea a navaja, que es casi un duelo de sombras, contrastado, intenso, totalmente verosímil), la sensualidad (ese momento en que Signoret despierta a Reggiani acariciándole con una pajita las orejas y la nariz), la concentración (sabemos de la muerte de Anatole, de la amistad Reggiani-Boussières y de la treta de Dauphin en uno o dos minutos, y con apenas unas líneas de diálogo y unos pocos movimientos de cámara), todos esos logros del puro talento cinematográfico, van a mantenerse a lo largo del metraje. El resultado es memorable, naturalmente, y “París, bajos fondos” (o “Casque d’Or”, que es el título original, por el mote que la canallesca aplica en la película a la rubia Signoret) es hoy un clásico.

Y qué película tan francesa: ese “amour fou”; esa cuadrilla de maleantes que –con sus mostachos, sus gorras o sombreros, sus impecables y vistosos trajes– lucen a cual más “chic”; esa mirada presta a la ensoñación o al lirismo (el canto de los pájaros, el despertar de los amantes en la casita de la ribera, la visión final de los dos amantes bailando –como un ensueño, en la cabeza de “Casque d’Or”, justo después de la cruel ejecución judicial de su gran amor, representándose lo que ese amor fue durante un instante, lo que pudo haber sido durante una vida entera…–).

Maravilloso el rostro, la mirada, la pose, de Signoret: una mirada inteligente y comprensiva, irónica y por momentos dulce, como de alguien que ha vivido mucho pero es aún capaz de ilusión; una belleza ordinaria, pero fresca, intensa, original; un cuerpo en cuyas sinuosidades los hombres conocen, o imaginan, el vértigo (un policía le dice a otro que ella podría ser suya por unos francos, pero precisamente en ese momento, cuando ella ha acudido a la puerta de la prisión a –nada más– besar a Reggiani, sabemos, gracias a esas líneas del muy sensible guión, que el amor de una mujer así –no el cuerpo, no el placer fingido, sino el amor con mayúscula– está más allá de todo precio).

La escena de la fuga es, como no podía ser menos, muy vistosa (ese muro en parte iluminado, en parte en sombra), pero resulta inverosímil: quizá sea esto lo más grave que podría decirse de la película, y es ciertamente un pecado muy, muy venial…

Una elipsis rotunda: ella le despierta a él de su siesta en la ribera, a pleno sol, y, seguidamente, los dos despiertan en la cama de la cabaña junto al río, tras una noche de amor. Es una elipsis tan púdica como convincente, pues los espectadores sabemos hace tiempo que ya todo está dicho entre Signoret y Reggiani, que ese amor entre los dos es tan repentino como auténtico, tan apasionado como duradero –y ha sido sellado con un homicidio–.

Magnífica también la persecución y el asesinato de Claude Dauphin (el perverso Félix Leca, líder de la banda de chulos y maleantes), tiroteado sin compasión en el patio de la comisaría por un Reggiani ciego por vengar a su amigo Raymond (por cierto, qué bella también la historia de amistad entre Reggiani y Raymond Broussières: qué ordinaria y qué auténtica).

Pese al torbellino de pasiones que la historia relata, a uno no le queda la impresión de haber asistido a un espectáculo naturalista, determinista, truculento, sino, muy al contrario, a una bella, comprensiva, poética narración de un amor acaso desesperado, pero redimido de toda sordidez o negrura por su misma sencillez y verdad. La amabilidad de Jean Renoir está más presente en la cinta (Becker aprendió con Renoir, al fin y al cabo) que los tonos sombríos de un Zola. Y a uno le vienen más a las mientes, pese a lo terrible del relato, “Bola de sebo” o los relatos galantes de Maupassant que la “Nana” de Zola.

Ello sin perjuicio del evidente, y deliberado, realismo: en la película se dicen tacos, se dan bofetadas generosamente, el amor y la lucha son sumamente plásticos, táctiles; y hasta un cochero se pone a orinar contra un árbol, junto al muro de la prisión.

La película se sitúa en el cambio de siglo, naturalmente en los bajos fondos parisinos, y el retrato de ese mundillo de “apaches” y de “guinguettes”, de hampones y proxenetas de medio pelo, de menestrales y lechuguinos, de “bistrots” de suburbio en que los burgueses se aventuran (“¡este local es un corta-cabezas, aquí nos asesinan!”, se asusta entre risas una señora bien, regocijada de antemano de la emoción de bailar con obreros fornidos o con maleantes medio “amateurs”…) y de hoteles modestos donde “no hace falta” hacer preguntas (excelente el efecto logrado cuando nos enteramos por fin de a qué han ido Signoret y uno de los rufianes, al final de la película, a uno de esos misérrimos hoteles), es sumamente evocador, igualmente estilizado que fidedigno.

La fastuosa fotografía en blanco y negro saca el mayor provecho de ese París de decorados, de esos interiores de estudio, de esas arboledas y riberas suburbanas sin el menor exotismo.

Una nota curiosa, y erudita, es que Simone Signoret, que llevaba un año comprometida con Yves Montand, rodó esta película al tiempo que Montand rodaba la igualmente magistral “El salario del miedo”, de H. G. Clouzot. Espléndida cosecha la del cine francés de aquel año.

“París, bajos fondos” transcurre en el breve espacio de tres o cuatro días. Es una lección de fluidez y claridad narrativa (entre otras muchas virtudes artísticas), una especie de “caso moral” (él se entrega a la policía para que su amigo sea liberado, ella se entrega al jefe de la banda para que obtenga, gracias a sus contactos con policías corruptos, la liberación de Reggiani; el amigo muere injustamente por causa de Reggiani, éste morirá intencionadamente por haber vengado a su amigo y por haber osado amar a “Casque d’Or”) y un museo de estampas, a cual más pulcra y más esmerada, del París de fines del siglo XIX.                              (16-abr-13)

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