Mis
notas a “París, bajos fondos” (1952), de Jacques Becker
Una puta a la que
ha “echado el ojo”, además de su chulo, el jefe de la banda criminal a la que
éste pertenece, queda prendada –y el sentimiento es recíproco– de un
expresidiario que intenta regenerarse como obrero. El amor de ambos, súbito,
intenso, obvio, tiene por fuerza que desembocar en una pelea a muerte entre el
obrero y el chulo, de resultas de la cual éste es asesinado y el obrero, debido
a una añagaza del jefe de los criminales, acaba camino de la prisión –se
entrega voluntariamente, para liberar al amigo al que el capo ha denunciado
como asesino–. No llega a ingresar en la cárcel, sin embargo, pues antes se las
arregla para evadirse de la policía e ir de inmediato en busca del malvado
hampón, responsable de la muerte de su amigo (tiroteado por la policía durante la
fuga), de la entrega abnegada de la mujer a su lascivia (en busca de una
mediación ante la policía en favor el pobre obrero) y de la ruina de su propio proyecto
de regeneración personal. El obrero busca al criminal, lo acorrala en el patio
de una comisaría (a la que se ha acogido pidiendo amparo) y lo mata como a un
perro, pero esta vez ya no es prisión, sino la pena de muerte lo que le
aguarda. Y el telón de la película cae al tiempo que lo hace la guillotina
sobre el cuello del pobre hombre, loca, desesperadamente enamorado de la
prostituta, leal sin límites a su amigo (como éste lo fue para con él), honesto
hasta el tuétano pese a la maraña criminal en que ha terminado envuelto.
La pregunta es:
¿cómo una historia tan sórdida, tan sangrienta, tan suburbana, tan terrible,
puede convertirse en una película tan sumamente bella, expresiva, emocionada y
emocionante? “París, bajos fondos” es, sencillamente, una maravilla, una joya
del cine francés (y del cine “tout court”).
Ya el primer cuarto
de hora es extraordinario: el ambiente ribereño, la excursión dominical a los
boscosos alrededores de París, los “ciudadanos” llegando en barca al “exotismo”
de las orillas del Sena distantes de la capital, nos evocan a Renoir (“Un
domingo en el campo”). Pero sólo entonces empieza la sensacional escena de la
“guingette” (ya se sabe: ese “bistrot”, merendero y sala de baile, todo en uno,
pintado una y otra vez por Auguste Renoir o los impresionistas, en esas afueras
parisinas donde el ocio dominical congregaba a una población abigarrada de
capitalinos). Qué inolvidable deleite de movimientos de cámara, de atmósfera,
de riquísima fotografía en blanco y negro, de concentración y vigor narrativo,
de pura expresividad y sensualidad (Simone Signoret girando y girando en su
danza sin apartar los ojos de Serge Reggiani…).
Cuando la secuencia
de la “guinguette” termina, uno cree haber asistido a un gran momento de cine.
Pero pronto se da uno cuenta de que la película va a mantener ese tono y esa
altura artística durante mucho tiempo. Y, en efecto, los ambientes a la vez
precisos y evocadores, la fotografía que explota al máximo las mil
posibilidades y tonalidades entre el blanco y el negro, la cuidadísima
ambientación (el vestuario, los fiacres, los bares y hoteles de barriada, la
carpintería de Reggiani, la guarida de los malevos, la casita idílica de la
anciana, los muros de la prisión, incluso el camión celular de la policía), la
energía narrativa y descriptiva, la precisión (la pelea a navaja, que es casi
un duelo de sombras, contrastado, intenso, totalmente verosímil), la
sensualidad (ese momento en que Signoret despierta a Reggiani acariciándole con
una pajita las orejas y la nariz), la concentración (sabemos de la muerte de
Anatole, de la amistad Reggiani-Boussières y de la treta de Dauphin en uno o
dos minutos, y con apenas unas líneas de diálogo y unos pocos movimientos de
cámara), todos esos logros del puro talento cinematográfico, van a mantenerse a
lo largo del metraje. El resultado es memorable, naturalmente, y “París, bajos
fondos” (o “Casque d’Or”, que es el título original, por el mote que la
canallesca aplica en la película a la rubia Signoret) es hoy un clásico.
Y qué película tan
francesa: ese “amour fou”; esa cuadrilla de maleantes que –con sus mostachos,
sus gorras o sombreros, sus impecables y vistosos trajes– lucen a cual más “chic”;
esa mirada presta a la ensoñación o al lirismo (el canto de los pájaros, el
despertar de los amantes en la casita de la ribera, la visión final de los dos
amantes bailando –como un ensueño, en la cabeza de “Casque d’Or”, justo después
de la cruel ejecución judicial de su gran amor, representándose lo que ese amor
fue durante un instante, lo que pudo haber sido durante una vida entera…–).
Maravilloso el
rostro, la mirada, la pose, de Signoret: una mirada inteligente y comprensiva,
irónica y por momentos dulce, como de alguien que ha vivido mucho pero es aún
capaz de ilusión; una belleza ordinaria, pero fresca, intensa, original; un
cuerpo en cuyas sinuosidades los hombres conocen, o imaginan, el vértigo (un
policía le dice a otro que ella podría ser suya por unos francos, pero
precisamente en ese momento, cuando ella ha acudido a la puerta de la prisión a
–nada más– besar a Reggiani, sabemos, gracias a esas líneas del muy sensible
guión, que el amor de una mujer así –no el cuerpo, no el placer fingido, sino
el amor con mayúscula– está más allá de todo precio).
La escena de la
fuga es, como no podía ser menos, muy vistosa (ese muro en parte iluminado, en
parte en sombra), pero resulta inverosímil: quizá sea esto lo más grave que
podría decirse de la película, y es ciertamente un pecado muy, muy venial…
Una elipsis rotunda:
ella le despierta a él de su siesta en la ribera, a pleno sol, y, seguidamente,
los dos despiertan en la cama de la cabaña junto al río, tras una noche de
amor. Es una elipsis tan púdica como convincente, pues los espectadores sabemos
hace tiempo que ya todo está dicho entre Signoret y Reggiani, que ese amor entre
los dos es tan repentino como auténtico, tan apasionado como duradero –y ha
sido sellado con un homicidio–.
Magnífica también
la persecución y el asesinato de Claude Dauphin (el perverso Félix Leca, líder
de la banda de chulos y maleantes), tiroteado sin compasión en el patio de la
comisaría por un Reggiani ciego por vengar a su amigo Raymond (por cierto, qué
bella también la historia de amistad entre Reggiani y Raymond Broussières: qué ordinaria
y qué auténtica).
Pese al torbellino
de pasiones que la historia relata, a uno no le queda la impresión de haber
asistido a un espectáculo naturalista, determinista, truculento, sino, muy al
contrario, a una bella, comprensiva, poética narración de un amor acaso
desesperado, pero redimido de toda sordidez o negrura por su misma sencillez y
verdad. La amabilidad de Jean Renoir está más presente en la cinta (Becker
aprendió con Renoir, al fin y al cabo) que los tonos sombríos de un Zola. Y a
uno le vienen más a las mientes, pese a lo terrible del relato, “Bola de sebo”
o los relatos galantes de Maupassant que la “Nana” de Zola.
Ello sin perjuicio
del evidente, y deliberado, realismo: en la película se dicen tacos, se dan
bofetadas generosamente, el amor y la lucha son sumamente plásticos, táctiles;
y hasta un cochero se pone a orinar contra un árbol, junto al muro de la
prisión.
La película se
sitúa en el cambio de siglo, naturalmente en los bajos fondos parisinos, y el
retrato de ese mundillo de “apaches” y de “guinguettes”, de hampones y
proxenetas de medio pelo, de menestrales y lechuguinos, de “bistrots” de
suburbio en que los burgueses se aventuran (“¡este local es un corta-cabezas,
aquí nos asesinan!”, se asusta entre risas una señora bien, regocijada de
antemano de la emoción de bailar con obreros fornidos o con maleantes medio
“amateurs”…) y de hoteles modestos donde “no hace falta” hacer preguntas
(excelente el efecto logrado cuando nos enteramos por fin de a qué han ido
Signoret y uno de los rufianes, al final de la película, a uno de esos misérrimos
hoteles), es sumamente evocador, igualmente estilizado que fidedigno.
La fastuosa
fotografía en blanco y negro saca el mayor provecho de ese París de decorados,
de esos interiores de estudio, de esas arboledas y riberas suburbanas sin el
menor exotismo.
Una nota curiosa, y
erudita, es que Simone Signoret, que llevaba un año comprometida con Yves
Montand, rodó esta película al tiempo que Montand rodaba la igualmente
magistral “El salario del miedo”, de H. G. Clouzot. Espléndida cosecha la del
cine francés de aquel año.
“París, bajos
fondos” transcurre en el breve espacio de tres o cuatro días. Es una lección de
fluidez y claridad narrativa (entre otras muchas virtudes artísticas), una
especie de “caso moral” (él se entrega a la policía para que su amigo sea
liberado, ella se entrega al jefe de la banda para que obtenga, gracias a sus
contactos con policías corruptos, la liberación de Reggiani; el amigo muere
injustamente por causa de Reggiani, éste morirá intencionadamente por haber
vengado a su amigo y por haber osado amar a “Casque d’Or”) y un museo de
estampas, a cual más pulcra y más esmerada, del París de fines del siglo XIX. (16-abr-13)
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