Mis
notas a “Bright Star” (2009), de Jane Campion
“Bright Star” trata
de la relación entre el poeta John Keats y su vecina Fanny Brawne, desde que se
conocen a finales de 1818 (cuando ella tiene dieciocho años y él veintitrés)
hasta la partida del poeta hacia Italia, en septiembre de 1820, en busca
infructuosa de una recuperación, o de una remisión, de su enfermedad: la
tuberculosis que terminará con su vida en febrero de 1821, en Roma.
La película es muy
bella, muy sensible y muy hábil, conjugando a la perfección el “biopic”, la
película “literaria”, el retrato costumbrista y la historia de amor.
Como “biopic”, la
historia sigue los fallidos (pecuniariamente hablando, claro está) esfuerzos
literarios del joven Keats, un médico entregado a la “bohemia” precariedad de
su vocación menos terrenal pero más íntima. La fidelidad a la vida de Keats nos
lleva al cuarto sórdido en que su hermano (y casi su único familiar) agoniza de
tisis (un mal familiar, parece); a la casa de Hampstead que él, junto al poeta
Charles Brown, comparte con los Brawne (que ocupan la otra mitad de la misma);
a los bosques y prados en que él y Fanny comparten su amor, esos dos o tres
años dorados y difíciles.
El elemento
literario es evidente en las numerosas lecturas, en alta voz o “en off”, de
poemas de Keats (que yo recuerde ahora, “Endymion”, la “Oda al Ruiseñor” –leída
durante los títulos de crédito finales–, “La Belle Dame sans Merci” y “Bright
Star”, que da título al film); conocemos también el fracaso crítico que
cosecharon los poemarios de Keats (aunque un cierto Reynolds nos da un juicio
crítico favorable y agudo de “Endymion”, glosando pedagógicamente el “inmaduro
e inmenso” poema); y muchas opiniones de Keats sobre la poesía –sin duda recogidas
de su abundante, y al parecer extraordinaria, correspondencia– encuentran su
expresión en los frecuentes diálogos entre el poeta y su amada.
En este sentido,
merece mencionarse el desdén de Keats por los poetas “ingeniosos”, pero
desprovistos de emoción; sin duda, él no se cuenta en las filas de esos
“dandies” arrogantes, fríos y amargados; otro objeto del menosprecio del poeta
es la preceptiva literaria (ese “cadáver”): la poesía, en su opinión, debe
brotar “con la naturalidad con que brotan las hojas del árbol, y si no, es
mejor que no nazca”.
Las lecciones de
John a su amada Fanny, curiosa por la poesía y ansiosa de aprender acerca de ella,
son otro vehículo para acercarnos a la “poética” del malogrado Keats: es elocuente,
y prístina, la imagen del nadador en el lago: no se trata de llegar a la otra
orilla, se trata de la vivencia de nadar, de la sensación del agua, de la
experiencia que está más allá del pensamiento; una experiencia que, además,
construye y consolida el ánimo.
Una palabra debe decirse sobre el tono
costumbrista que Campion logra en algunas escenas, sin dejarse llevar en
absoluto a abusar de él (como luego explicaré): vemos bailes (que
inevitablemente nos hacen pensar en las novelas de Jane Austen –fallecida por
cierto en 1817, el año anterior al inicio de la acción en “Bright Star”–), el
bello canto “a capella” de los hombres del club local, una cena navideña,
escenas de la vida cotidiana en la Inglaterra de principios del siglo XIX.
Pero el acento se
pone, una vez bien enmarcada biográfica y literariamente la historia, en la
relación entre John y Fanny, una relación que poco a poco va estrechándose e
inundando por completo de emoción la película.
Lo peculiar, lo
memorable de esta historia de amor, es que Campion nos la cuenta, de principio
a final, desde el punto de vista de Fanny (incluso la imagen del modesto
cortejo fúnebre de Keats en Roma será poco más que una evocación sugerida a
Fanny por la lectura de la carta anunciándole la muerte de su amado). Y es un
punto de vista sensible, curioso, apasionado, abnegado, constante, dolorido,
ilusionado, desesperado: en una palabra, completamente configurado, y
transfigurado, por el amor que lo domina por completo.
Fanny es, ella
misma, una creadora: una costurera orgullosa de su arte y de su buen gusto,
alguien anímicamente preparado para entender ese otro urdir que es la poesía
del “señor Keats”, por el que, de momento, no siente más que curiosidad y
atracción.
Campion insiste, desde los títulos de crédito
iniciales, en este espíritu artístico, creativo, habituado al detalle y
cuidadoso del mismo, de Fanny (“No voy a ofrecer al pobre hermano del señor
Keats algo que no sea perfecto”, dice al preparar un regalo para el enfermo
Tom), y en efecto este espíritu será esencial para entender, y creer en, la
adhesión de Fanny al paupérrimo y enfermizo poeta (con el que querrá casarse
incluso cuando todo parece perdido: la fortuna, la salud, la misma posibilidad
de un futuro...).
Desde el momento en
que el amor de Fanny por John queda patente (cuando, tras el estúpido mensaje
de San Valentín enviado por Brown, el irritante compañero de vivienda de Keats,
éste se muestra celoso y ella le confiesa que “ha perdido la alegría”), desde
ese momento la película entra en un mundo diferente, de colores, de palabras y
de ritmo propios y muy bellos; para mí, esta segunda mitad de la película es lo
más memorable de ella, y lo que la convierte en una excelente pieza de cine.
Toda la película
transcurre en un ambiente doméstico, modesto, cotidiano, en interiores donde
mujeres cosen, o preparan la comida, o atienden a niños; pero esta
“introversión” o domesticidad de la película se carga de emoción, y de belleza,
cuando el amor viste la rutina, las tareas, la atmósfera cotidiana, con sus
luces y sus temores, con sus delicias y sus suplicios.
Fanny está sentada
en la cama, con el corazón ahíto de emociones, y la cortina ante la ventana
abierta se hincha al soplo del viento: una imagen en verdad preciosa. Los dos
enamorados pasean del brazo tras la niña hermana de Fanny y, cada vez que ésta
se vuelve, ellos se quedan automáticamente inmóviles: otro momento muy bello,
de jovialidad y de sentimientos bien acordados. Fanny con los niños, en una
sala llena de mariposas, que revolotean en la tarde luminosa: otra espléndida
metáfora del sentirse enamorado. Y la enumeración de imágenes o composiciones
así podría continuar…
Ella cose, él está
sentado bajo un árbol: así nace, una tarde como otra, la “Ode to Nightingale”,
un clásico de las letras inglesas.
Campion nos muestra,
con estupenda sensibilidad, la poesía de esa vida cotidiana, una vez que el
amor ha entrado en ella.
Poco a poco, debido
a una ausencia de él (intentando componer, para “triunfar”, en la isla de
Wight), vamos descubriendo la importancia y la intensidad de la palabra escrita
en este mundo de costumbres y de sentimientos que hoy pueden parecernos tan
lejanos.
Y poco a poco la
película se convierte en una maravillosa muestra de la sensibilidad verbal de
aquellos tiempos, cuando una simple carta, y la espera de una simple carta,
podían decidir o cambiar o amargar una vida.
Hay espléndidos
momentos epistolares en la película: cartas leídas en alta voz o fuera de
imagen, cartas llenas de sentido y de verdad, cartas escritas con el buen gusto,
la sensibilidad, el cuidado y el respeto de los mejores modales de salón.
“Cuando recibo una
carta, sé que el mundo es real; sólo eso me importa”, dice Fanny. Y la película
–insisto– es un himno a la palabra, a la carta, a la verbalidad. ¿Cómo podría
no serlo, en vista de las maravillosas palabras que los dos enamorados se
dirigen?
Fanny, a su familia o en sus cartas: “Esto es
el amor. Nunca más bromearé sobre él. Duele tanto que podría morir.”. Y, con
Keats ya en Italia, desesperada: “Tiene que haber otra vida. No pueden habernos
creado para sufrir así.”
La palabra lo es
todo: cuando leen en el sofá “La Belle Dame sans Merci”, uno sabe que está
asistiendo a un acto de amor, a un acto genuino e intenso de amor; también cuando
ella lee una carta de él en un prado de flores azules; o cuando escuchamos el
intercambio de réplicas entre los dos; o cuando tras la muerte de él, ella se
queda sin palabras. La palabra lo es todo. E invitarnos a un mundo así es, en
estos tiempos, un logro casi más ético (o político) que estético por parte de
la directora de la película.
Quedan en la
memoria esas imágenes de habitaciones inundadas de luz, esos contraluces sobre
mujeres en sus labores, sobre esas bordadoras o lectoras, casi vermeerianas,
junto a una ventana, en una tarde serena…
“Finjamos que
volveré en primavera”, convienen cuando él se va a Italia (sin esperanza, sólo
para no decepcionar a sus amigos, que le han comprado un pasaje en un barco hacia
el benigno clima mediterráneo…).
En un momento dado,
aparece otro icono de otrora, que, como la palabra escrita, ha quedado
arrumbado en nuestros días: el mechón de cabello.
La relación entre
Fanny y Keats es perfectamente casta (como lo fue en la realidad). Y, sin
embargo, como nos encontramos, manifiestamente, en una época completamente
“remota”, no se adivina ni el más mínimo atisbo de “represión sexual” en sus
actitudes; evidentemente, el mundo mental y social de la época romántica era
muy diferente al actual; y no creo que el crítico más salaz se atreva a leer
los poemas de Keats como ejemplos de “sublimación”.
Una noticia entre
poetas que me ha hecho reír: “Un soneto trataba sobre el tema de si el amor
propio podría ser la décima musa”.
Una palabra sobre
los actores: la guapa Abbie Cornish está magnífica como Fanny; el esmirriado
Ben Whishaw acaba también, poco a poco, convenciendo. Y Paul Schneider cumple
en el (más fácil) papel del irritante y estúpido Charles Brown, ese
inexplicable compañero y confidente de Keats obstinado en desairar a la pobre
Fanny.
Y otra palabra acerca
de la música, a mi entender el elemento más débil de la película: lo que de
adecuación y belleza le sobra a la palabra le falta, podríamos decir, a la
banda sonora.
“Bright Star” es mejor que la supuestamente mejor película de Jane
Campion (la sórdida “El piano”): aun con puntos en común, por cierto también
evidentes en “El retrato de una dama” (perspectiva femenina, vida cotidiana,
relaciones no convencionales), la que nos ocupa alcanza grandes cotas de belleza
y expresividad visual (los momentos descritos más arriba, por ejemplo) y de
sensibilidad y empatía con los caracteres. Digamos que, donde en “El piano”
había barro, aquí hay flores; y que lo que entonces era un sucio libro de
cuentas entre colonos, aquí es un delicado poema de la campiña inglesa. La
película me gusta mucho más que “El piano”, pero además creo que es mejor, por
todo lo que he intentado explicar. (27-abril-13)
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