1 may 2013

“Mein Führer” (2007), de Toni Levy


Mis notas a “Mein Führer” (2007), de Toni Levy


Esta es una película que juega a la vez la carta de la comedia y la carta de la seriedad. Esto es ciertamente ambicioso (y más para una película de hora y media escasa) –ojo, “ambicioso” no es siempre sinónimo de “loable”–, pero resulta manifiestamente fallido. El empeño jocoso se queda a medias o se distorsiona, por culpa de un guión muy insuficiente. Y el empeño serio, dramático, conduce a regiones ambiguas cuando no sencillamente inaceptables.

La comedia tiene poca gracia, hay que reconocerlo. Ocasionalmente uno ríe, ante la burla de los ridículos y machacones rituales de saludo de los nazis (al menos, de los nazis “de salón”) y, sobre todo, ante los sarcasmos inspirados por el burocratismo de la policía y la administración nazis (“no entregaré al prisionero sin el formulario Q-572”, insiste un policía ante un conmilitón que, pistola en mano, se lo reclama, bajo una lluvia de bombas enemigas).

Pero, cuando se trata de ridiculizar a Hitler, las cosas cambian. Levy intenta todo por parodiarlo, degradarlo, caricaturizarlo, pero, cuando el humor no es de brocha muy gorda (Hitler haciendo el perrito es montado, con evidente salacidad, por un perro auténtico…), es simplemente pueril (¿qué tiene de gracioso ver a Hitler en chándal, o haciendo flexiones?, ¿es divertido representar a la amante del todopoderoso Führer confesando en alta voz “no siento nada”, mientras él hace lo posible por satisfacerla?).

Del lado serio, la película nos reconoce al final lo que, a su modo, ha estado intentando hacer a lo largo de todo el metraje: comprender a Hitler. Dice la coda del film: “Dentro de cien años los actores seguirán caracterizando a Hitler, porque seguiremos queriendo comprender lo que nunca llegaremos a comprender: la realmente verdadera verdad sobre Hitler” (la cita no es literal). Y, entre bromas y veras, llegar justamente a “die wirklich wahrest Wahrheit über Hitler” es lo que la película pretende.

Aquí también flaquea –y amplia, y ambigua, y peligrosamente– la película. Por entre las muchas (y, como he dicho, dudosamente graciosas) tonterías, asoma una explicación psicológica del antisemitismo y la crueldad del Führer. Bueno, de hecho asoma y perdura, porque se la muestra y se la explora en diferentes momentos y desde diferentes ángulos. Resulta que la sevicia y el racismo del líder nazi fueron debidos al maltrato a que de niño lo sometió su padre... Eureka, gran hallazgo, piedra filosofal, panacea explicativa del perverso carácter del gran genocida.

Levy ya no suelta este bocado del trauma infantil; lejos de ello, lo viste y reviste. Y, en un momento clave de la acción, cuando la mujer del judío está en condiciones de ahogar al Führer con una almohada, el marido se lo impide alegando que “es un niño”.

No creo que hagan falta muchos más comentarios sobre las pretensiones y la profundidad psicológica del lado serio de la película...

Pero bueno, puestos a comprender a Hitler, ¿por qué no ir un poco más allá y, casi casi, disculparle? Venga, hombre, no podía ser tan malvado ni inhumano… Y ahí tenemos un momento en que el Führer se disculpa (aun sin usar esta palabra) por el holocausto ante el preceptor judío, alegando que él, Hitler, de hecho hubiera preferido la solución malgache a la solución final…

La evolución lógica es previsible: frente a este “pobre hombre” traumatizado y lleno de defectos, con frecuencia manipulado por seres peores que él, y atravesando además un momento de desánimo (de ahí la llamada al actor judío, para que refuerce la auto-convicción del Führer), los auténticos malvados, perversos sin paliativos (sin infancias difíciles, etc.), son Himmler y, sobre todo, el avieso Goebbels. Naturalmente, este par de demonios andan conspirando para “ser califa en lugar del califa”, por decirlo al modo del inolvidable Iznogud. ¿No da pena, el pobrecito Hitler?

Como se puede ver, toda la parte seria de la película está muy desenfocada. El análisis es irrisorio; las inferencias, ambiguas; el marco completo de relaciones, disparatado, cuando no simplemente siniestro. Uno llega casi a preguntarse: ¿no se tratará, después de todo, de “reivindicar” a Hitler…?

El actor que encarna a Hitler tiene un rostro imposible (esa nariz puntiaguda, esas protuberancias de carne por todas partes de la cara). El sujeto se llama Helge Schneider (quizá suizo, como el propio director de la cinta), y da la talla de actor representando a  este Hitler imposible (naturalmente, el “auténtico” Hitler es el Bruno Ganz de “El hundimiento”, de Oliver Hirschbiegel).

En otra escala hay que medir la actuación de Ulrich Mühe, siempre sobrio, siempre eficaz. Incluso en esta fruslería de film, Mühe muestra ser lo que es: uno de los mejores actores alemanes contemporáneos.

Por cierto, su papel es también imposible, como lo era el de su interlocutor. Se trata de un ex/actor judío (ahora recluido en el campo de Sachsenhausen), que se ve reclutado, con el fin de animar y entrenar al Führer (su voz, su porte) en vista de un discurso importante, por un Goebbels que desea ver más vitalista al líder (días después querrá verle muerto, y conspirará para ello con Himmler…). Pues bien, Ulrich Mühe (en la película llamado Adolf Grünbaum –nombre bastante ridículo, yo diría–) hará con Hitler funciones de preceptor de actores, pero también de preparador físico, de consejero privado, de técnico de auto-ayuda y, dicho queda, de psicoanalista (de psicoanalista de baratillo, evidentemente).

El final de la película (que recupera la situación de un inicio donde aún no teníamos ninguna clave para entenderla) alude muy claramente a un gran clásico: “El gran dictador”, de Charles Chaplin. Se trata también aquí del discurso de un sosias (en “Mein Führer”, solamente de la voz de un sosias, puesto que el “gran dictador” de verdad está en la tribuna) ante una multitud de adictos al régimen. Y, como en la gran obra de Chaplin, el discurso “esperado” acaba siendo una pieza de desmitificación y movilización (hay que decir que el discurso de Chaplin era mucho más poderoso, humano, político y emotivo que el que Levy escribe para Hitler y su entrenador; el discurso de Levy casi no ambiciona más que desmitificar al Líder, con argumentos que –a diferencia de los de Chaplin– simplemente lo ridiculizan: hacerse pis en la cama, ser impotente, etc.).

En resumen, una película fallida, con pies de barro, que avanza a pasos inciertos (humor) o descaminados (drama), y que, acaso por ello, frente a una obra como la de Chaplin, o incluso como “El hundimiento”, tiene felizmente una clara, y no muy diferida, fecha de caducidad.     (8-abril-13)

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