Mis
notas a “Mein Führer” (2007), de Toni Levy
Esta es una
película que juega a la vez la carta de la comedia y la carta de la seriedad.
Esto es ciertamente ambicioso (y más para una película de hora y media escasa)
–ojo, “ambicioso” no es siempre sinónimo de “loable”–, pero resulta
manifiestamente fallido. El empeño jocoso se queda a medias o se distorsiona,
por culpa de un guión muy insuficiente. Y el empeño serio, dramático, conduce a
regiones ambiguas cuando no sencillamente inaceptables.
La comedia tiene
poca gracia, hay que reconocerlo. Ocasionalmente uno ríe, ante la burla de los
ridículos y machacones rituales de saludo de los nazis (al menos, de los nazis
“de salón”) y, sobre todo, ante los sarcasmos inspirados por el burocratismo de
la policía y la administración nazis (“no entregaré al prisionero sin el
formulario Q-572”,
insiste un policía ante un conmilitón que, pistola en mano, se lo reclama, bajo
una lluvia de bombas enemigas).
Pero, cuando se
trata de ridiculizar a Hitler, las cosas cambian. Levy intenta todo por parodiarlo,
degradarlo, caricaturizarlo, pero, cuando el humor no es de brocha muy gorda
(Hitler haciendo el perrito es montado, con evidente salacidad, por un perro
auténtico…), es simplemente pueril (¿qué tiene de gracioso ver a Hitler en
chándal, o haciendo flexiones?, ¿es divertido representar a la amante del
todopoderoso Führer confesando en alta voz “no siento nada”, mientras él hace
lo posible por satisfacerla?).
Del lado serio, la
película nos reconoce al final lo que, a su modo, ha estado intentando hacer a
lo largo de todo el metraje: comprender a Hitler. Dice la coda del film:
“Dentro de cien años los actores seguirán caracterizando a Hitler, porque
seguiremos queriendo comprender lo que nunca llegaremos a comprender: la
realmente verdadera verdad sobre Hitler” (la cita no es literal). Y, entre
bromas y veras, llegar justamente a “die wirklich wahrest Wahrheit über Hitler”
es lo que la película pretende.
Aquí también
flaquea –y amplia, y ambigua, y peligrosamente– la película. Por entre las
muchas (y, como he dicho, dudosamente graciosas) tonterías, asoma una
explicación psicológica del antisemitismo y la crueldad del Führer. Bueno, de
hecho asoma y perdura, porque se la muestra y se la explora en diferentes
momentos y desde diferentes ángulos. Resulta que la sevicia y el racismo del
líder nazi fueron debidos al maltrato a que de niño lo sometió su padre... Eureka,
gran hallazgo, piedra filosofal, panacea explicativa del perverso carácter del
gran genocida.
Levy ya no suelta
este bocado del trauma infantil; lejos de ello, lo viste y reviste. Y, en un
momento clave de la acción, cuando la mujer del judío está en condiciones de
ahogar al Führer con una almohada, el marido se lo impide alegando que “es un
niño”.
No creo que hagan
falta muchos más comentarios sobre las pretensiones y la profundidad
psicológica del lado serio de la película...
Pero bueno, puestos
a comprender a Hitler, ¿por qué no ir un poco más allá y, casi casi, disculparle?
Venga, hombre, no podía ser tan malvado ni inhumano… Y ahí tenemos un momento
en que el Führer se disculpa (aun sin usar esta palabra) por el holocausto ante
el preceptor judío, alegando que él, Hitler, de hecho hubiera preferido la
solución malgache a la solución final…
La evolución lógica
es previsible: frente a este “pobre hombre” traumatizado y lleno de defectos, con
frecuencia manipulado por seres peores que él, y atravesando además un momento
de desánimo (de ahí la llamada al actor judío, para que refuerce la
auto-convicción del Führer), los auténticos malvados, perversos sin paliativos
(sin infancias difíciles, etc.), son Himmler y, sobre todo, el avieso Goebbels.
Naturalmente, este par de demonios andan conspirando para “ser califa en lugar
del califa”, por decirlo al modo del inolvidable Iznogud. ¿No da pena, el
pobrecito Hitler?
Como se puede ver,
toda la parte seria de la película está muy desenfocada. El análisis es irrisorio;
las inferencias, ambiguas; el marco completo de relaciones, disparatado, cuando
no simplemente siniestro. Uno llega casi a preguntarse: ¿no se tratará, después
de todo, de “reivindicar” a Hitler…?
El actor que
encarna a Hitler tiene un rostro imposible (esa nariz puntiaguda, esas
protuberancias de carne por todas partes de la cara). El sujeto se llama Helge
Schneider (quizá suizo, como el propio director de la cinta), y da la talla de
actor representando a este Hitler
imposible (naturalmente, el “auténtico” Hitler es el Bruno Ganz de “El
hundimiento”, de Oliver Hirschbiegel).
En otra escala hay
que medir la actuación de Ulrich Mühe, siempre sobrio, siempre eficaz. Incluso
en esta fruslería de film, Mühe muestra ser lo que es: uno de los mejores
actores alemanes contemporáneos.
Por cierto, su
papel es también imposible, como lo era el de su interlocutor. Se trata de un
ex/actor judío (ahora recluido en el campo de Sachsenhausen), que se ve
reclutado, con el fin de animar y entrenar al Führer (su voz, su porte) en
vista de un discurso importante, por un Goebbels que desea ver más vitalista al
líder (días después querrá verle muerto, y conspirará para ello con Himmler…).
Pues bien, Ulrich Mühe (en la película llamado Adolf Grünbaum –nombre bastante
ridículo, yo diría–) hará con Hitler funciones de preceptor de actores, pero
también de preparador físico, de consejero privado, de técnico de auto-ayuda y,
dicho queda, de psicoanalista (de psicoanalista de baratillo, evidentemente).
El final de la
película (que recupera la situación de un inicio donde aún no teníamos ninguna
clave para entenderla) alude muy claramente a un gran clásico: “El gran
dictador”, de Charles Chaplin. Se trata también aquí del discurso de un sosias
(en “Mein Führer”, solamente de la voz de un sosias, puesto que el “gran
dictador” de verdad está en la tribuna) ante una multitud de adictos al régimen.
Y, como en la gran obra de Chaplin, el discurso “esperado” acaba siendo una
pieza de desmitificación y movilización (hay que decir que el discurso de
Chaplin era mucho más poderoso, humano, político y emotivo que el que Levy
escribe para Hitler y su entrenador; el discurso de Levy casi no ambiciona más
que desmitificar al Líder, con argumentos que –a diferencia de los de Chaplin–
simplemente lo ridiculizan: hacerse pis en la cama, ser impotente, etc.).
En resumen, una película fallida, con pies de barro, que avanza a pasos inciertos
(humor) o descaminados (drama), y que, acaso por ello, frente a una obra como
la de Chaplin, o incluso como “El hundimiento”, tiene felizmente una clara, y
no muy diferida, fecha de caducidad. (8-abril-13)
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