Mis
notas a “Carlos” (2011), de Oliver Assayas
Cualquier
observación sobre esta película debe comenzar por un panegírico de la
portentosa actuación de Edgar Ramírez. Ramírez es un auténtico camaleón, capaz
de imponerse en las más variados apariencias (el joven guerrillero a lo “Che”,
el talludito hombre de negocios barrigudo, el señor maduro veraneando distendido
en cualquier playa) y en todas las combinaciones posibles de pilosidades
faciales (con bigote, con barba, lampiño, con patillas), vistiendo con igual
prestancia atuendos de lo más diverso, representando igual de bien a un
jovencito revolucionario idealista que a un hombre justo al borde del inicio de
la decadencia física, imprimiendo unas tremendas solidez y energía a toda la
serie de sus sucesivas impersonaciones.
Destacadamente, en
la memorable interpretación de Edgar Ramírez, hay que aplaudir su capacidad de
trabajar, y de hacerlo muy bien, en varios idiomas: Ramírez (nacido en
Venezuela) actúa con igual convicción en español que en inglés que en francés (¡y
con ocasionales líneas en alemán y en árabe!). Esta versatilidad políglota, y
la impresión de estar oyendo en sus labios un idioma real (no lastrado por un
mal acento, o no aprendido, artificiosamente, de memoria y manifiestamente “ad
hoc”), está al alcance, diría yo, de muy pocos actores.
En conjunto, el desempeño actoral de Edgar
Ramírez en esta película es prodigioso, un auténtico desafío físico,
lingüístico, de tonos y de caracterizaciones, un desafío que cuesta concebir
que no fuera en su momento reconocido con un galardón en ningún certamen de
renombre.
Hay que reconocer,
sin que sea en demérito de Ramírez, que el arco temporal de la película
“favorece” una interpretación plausible: “Carlos” se inició “en serio” en la
actividad terrorista (tras su período de formación en torno a 1970, en los días
del Septiembre Negro y la expulsión de los palestinos de Jordania) en 1973, a sus 24 años, con
diversos ataques, en Francia e Inglaterra, contra medios y personas sionistas;
tuvo sus “años de gloria” entre 1973 y 1985, es decir, entre sus 24 y sus 36
años (con dos hitos bien marcados en su carrera de activista: la toma de la
sede de la OPEP en Viena, en diciembre de 1975, y la oleada de bombas en
Francia en 1982-1983); y conoció un período de creciente inactividad y
marginalidad entre 1985 y 1994, año en que fue por fin detenido, sometido a
juicio y condenado a cadena perpetua (nuevamente en términos de edad, entre sus
36 y sus 45 años). Considerando pues que la película abarca el período
1973-1994, Edgar Ramírez (cuya edad desconozco) se ve enfrentado al reto de dar
vida a una persona que pasa, durante las tres horas de película, de los 24 a los 45 años, o sea, un
lapso temporal que no exige de exagerados alardes de caracterización (aunque
Ramírez muestra su talento hasta para engordar, siempre “al servicio del
guión”).
Las dos décadas que
la película recorre nos muestran con estupenda fluidez y elocuencia el giro
asombroso que la historia política del mundo experimentó en tan breve espacio
de tiempo: si al principio la cinta nos traslada a aquella época de terrorismo
internacional semi-aficionado y desde luego muy ideologizado (aquellos
secuestros de aviones llevados a cabo con una audacia sólo propia de fanáticos,
aquellas bombas caseras segando unas cuantas vidas inocentes –cuando el
terrorismo no golpeaba aún “al por mayor”– al servicio siempre de una causa
bien guarnecida de retórica, la locura de los acontecimientos de Munich 1972,
la causa palestina como el caballo de batalla de mil y una explosiones,
secuestros, estragos, asesinatos, la larga sombra de las Grandes Potencias
jugando su juego con docenas de pequeñas piezas por todas las casillas del
tablero…), al final de la historia hemos llegado ya al mundo post-1989, cuando
la lógica y la retórica empleadas son ya tan unánimes como desprovistas de todo
idealismo, y cuando sólo unos cuantos “Estados canallas” se atreven aún a
desequilibrar, por su cuenta y riesgo, la quietud de un mundo ahora bien
concertado (“el mejor de los mundos” o, en la jerga de entonces, “el fin de la
historia”). (Desde luego, el mundo de 1994 no es todavía el mundo post-2001, el
del terrorismo islamista ciego e implacable y las guerras sobre Oriente Medio;
ni tampoco el mundo post-2007, convulsionado por la crisis económica y
financiera, la emergencia abrumadora de China y la ebullición en el seno del
mundo árabe).
El personaje de “Carlos”
refleja como un caleidoscopio este mundo siempre cambiante y ocasionalmente
convulso: “Carlos”, al principio un idealista revolucionario, un combatiente a
lo “Che” Guevara, va evolucionando hacia el “profesionalismo” de sus siniestros
talentos, hacia la venta de sus servicios primero al mejor postor (en tiempos
de ideologías decrecientes) y luego a quienes “se dignan” ofrecer asilo a su
figura, cada vez más obsoleta, más desacreditada, más innocua, más superflua.
Hasta el punto de que al final “Carlos” no es más que una patética imagen de un
hombre que pretende mantener aún el control (de algo), cuando no es más que un
juguete roto e inútil que, sobre todo, molesta a los dueños que, casi por
piedad, le han ofrecido un refugio (o un escondrijo, o una ratonera). Y así, le
vemos pasear sus aires de gran señor, su señorío de “administrador” o de “empresario”
del terror, por escenarios cada vez más marginales, recónditos, apestados, del
tablero internacional (Yemen, Iraq, Siria, Sudán…).
Lo dicho hasta
ahora bastará para transmitir mi aprecio de la película, como reflejo de una
época en la trayectoria de un hombre que, al principio, aspiró a configurarla
con su compromiso y su actuación decidida, y que, al final, acabó en prisión a
perpetuidad, detenido o entregado con vergüenza por su último país de acogida,
y juzgado y condenado, para alivio universal, como el asesino que fue.
La fidelidad a
la(s) época(s), en la indumentaria, en el atrezzo, en la música (hay una
preciosa escena en que “Carlos” juguetea eróticamente con una pistola y una
granada sobre el cuerpo de una de sus novias; la estampa está llena de luz, las
ropas son ostensiblemente setenteras y suena de fondo “Yolanda”, de Pablo
Milanés: es un momento perfectamente evocador del “Zeitgeist” de entonces), esa
fidelidad “atmosférica”, siendo digna de elogio, obra en ligero detrimento de
una aproximación más desde el punto de vista de la política internacional. Que
no se me malentienda: aparecen grandes personajes de la política de entonces
(Bruno Kreisky, Yuri Andropov, el argelino Buteflika) y, desde luego, las
grandes líneas políticas están nítidamente dibujadas (la proclama revolucionaria,
antiimperialista, de “Carlos” a su novia, al inicio del filme; la expulsión de
Siria, por el portavoz gubernamental, de “Carlos”; el amargo reconocimiento,
por el terrorista alemán, de que todo ha cambiado, de que “Carlos” no es ya nada
más que una curiosidad o una antigualla, y de que “la guerra” se ha terminado y
perdido). Y, sin embargo, en momentos como la acción en Viena, se echan de
menos más detalles sobre el trasfondo político (que sin duda hubo: crisis del
petróleo, guerra del Yom Kippur) de la acción prosaicamente terrorista, y
minuciosamente descrita desde el punto de vista (concreto, práctico, inmediato)
de sus cerebros y ejecutores.
La película (hay
que señalar esto, si se pretende enjuiciarla con ecuanimidad) tiene su origen
en una serie de TV, cuyas originales cinco horas se han visto comprimidas, para
hacer posible su distribución comercial, en tres: sin duda, esto ha entrañado
la desaparición de muchas escenas –alguna, o muchas, sin duda políticas; pero
también otras de acción, como el ataque con granadas contra dos aviones El Al
en el aeropuerto de Orly, en 1975, dejado fuera en el montaje final–). Ni que
decir tiene que no se puede ver la película sin que uno sienta unas enormes
ganas de ver también la serie de TV.
Hay muchas escenas en la película que quedan
para el recuerdo; ahora me viene a la cabeza el incidente en la frontera suiza,
que nos muestra con toda crudeza la brutalidad ciega, nihilista, de muchos de
aquellos militantes revolucionarios (el personaje representativo es la salvaje
alemana Nada, de la que el racional “Carlos” desconfía siempre); y, sobre todo,
la visita al terrorista “retirado” del militante activo (ambos son alemanes, y
menciono de paso que los activistas alemanes juegan un gran papel en la
película, como lo tuvieron históricamente, en aquellos años ’70), militante que
pretende infructuosamente reclutarle para el nuevo grupo de “Carlos” (tras la
expulsión de éste del FPLP, a raíz del “fracaso” de la acción de Viena).
Es igualmente
memorable, aunque acaso sobre todo por su larga duración (más de una hora, en
parte mostrando las difíciles gestiones en varios aeropuertos norteafricanos para
poner un término “honroso” al incidente), el relato de la toma de la sede de la
OPEP, la huida subsiguiente con los rehenes y el tortuoso, ambiguo desenlace de
la espectacular operación.
Resulta muy difícil
juzgar una película tan interesante como ésta, tan histórica, tan verista, tan
llena de referencias a una época que, aun siendo entonces sólo un niño,
recuerdo bien (¡cuántos hechos de esta película y de esta época no me llegaron
entonces a través de nuestra modesta televisión en blanco y negro!), tan fiel
como Historia y tan entretenida como ficción. Es una película que todo
espectador corriente contempla con agrado (pues sigue eficazmente las
convenciones del género de acción), y una película que puede resultar
apasionante para toda persona interesada en la política internacional o en la
historia contemporánea.
(8 de mayo de 2013)
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