6 jun 2013

“Carlos” (2010), de Oliver Assayas


Mis notas a “Carlos” (2011), de Oliver Assayas


Cualquier observación sobre esta película debe comenzar por un panegírico de la portentosa actuación de Edgar Ramírez. Ramírez es un auténtico camaleón, capaz de imponerse en las más variados apariencias (el joven guerrillero a lo “Che”, el talludito hombre de negocios barrigudo, el señor maduro veraneando distendido en cualquier playa) y en todas las combinaciones posibles de pilosidades faciales (con bigote, con barba, lampiño, con patillas), vistiendo con igual prestancia atuendos de lo más diverso, representando igual de bien a un jovencito revolucionario idealista que a un hombre justo al borde del inicio de la decadencia física, imprimiendo unas tremendas solidez y energía a toda la serie de sus sucesivas impersonaciones.

Destacadamente, en la memorable interpretación de Edgar Ramírez, hay que aplaudir su capacidad de trabajar, y de hacerlo muy bien, en varios idiomas: Ramírez (nacido en Venezuela) actúa con igual convicción en español que en inglés que en francés (¡y con ocasionales líneas en alemán y en árabe!). Esta versatilidad políglota, y la impresión de estar oyendo en sus labios un idioma real (no lastrado por un mal acento, o no aprendido, artificiosamente, de memoria y manifiestamente “ad hoc”), está al alcance, diría yo, de muy pocos actores.

 En conjunto, el desempeño actoral de Edgar Ramírez en esta película es prodigioso, un auténtico desafío físico, lingüístico, de tonos y de caracterizaciones, un desafío que cuesta concebir que no fuera en su momento reconocido con un galardón en ningún certamen de renombre.

Hay que reconocer, sin que sea en demérito de Ramírez, que el arco temporal de la película “favorece” una interpretación plausible: “Carlos” se inició “en serio” en la actividad terrorista (tras su período de formación en torno a 1970, en los días del Septiembre Negro y la expulsión de los palestinos de Jordania) en 1973, a sus 24 años, con diversos ataques, en Francia e Inglaterra, contra medios y personas sionistas; tuvo sus “años de gloria” entre 1973 y 1985, es decir, entre sus 24 y sus 36 años (con dos hitos bien marcados en su carrera de activista: la toma de la sede de la OPEP en Viena, en diciembre de 1975, y la oleada de bombas en Francia en 1982-1983); y conoció un período de creciente inactividad y marginalidad entre 1985 y 1994, año en que fue por fin detenido, sometido a juicio y condenado a cadena perpetua (nuevamente en términos de edad, entre sus 36 y sus 45 años). Considerando pues que la película abarca el período 1973-1994, Edgar Ramírez (cuya edad desconozco) se ve enfrentado al reto de dar vida a una persona que pasa, durante las tres horas de película, de los 24 a los 45 años, o sea, un lapso temporal que no exige de exagerados alardes de caracterización (aunque Ramírez muestra su talento hasta para engordar, siempre “al servicio del guión”).

Las dos décadas que la película recorre nos muestran con estupenda fluidez y elocuencia el giro asombroso que la historia política del mundo experimentó en tan breve espacio de tiempo: si al principio la cinta nos traslada a aquella época de terrorismo internacional semi-aficionado y desde luego muy ideologizado (aquellos secuestros de aviones llevados a cabo con una audacia sólo propia de fanáticos, aquellas bombas caseras segando unas cuantas vidas inocentes –cuando el terrorismo no golpeaba aún “al por mayor”– al servicio siempre de una causa bien guarnecida de retórica, la locura de los acontecimientos de Munich 1972, la causa palestina como el caballo de batalla de mil y una explosiones, secuestros, estragos, asesinatos, la larga sombra de las Grandes Potencias jugando su juego con docenas de pequeñas piezas por todas las casillas del tablero…), al final de la historia hemos llegado ya al mundo post-1989, cuando la lógica y la retórica empleadas son ya tan unánimes como desprovistas de todo idealismo, y cuando sólo unos cuantos “Estados canallas” se atreven aún a desequilibrar, por su cuenta y riesgo, la quietud de un mundo ahora bien concertado (“el mejor de los mundos” o, en la jerga de entonces, “el fin de la historia”). (Desde luego, el mundo de 1994 no es todavía el mundo post-2001, el del terrorismo islamista ciego e implacable y las guerras sobre Oriente Medio; ni tampoco el mundo post-2007, convulsionado por la crisis económica y financiera, la emergencia abrumadora de China y la ebullición en el seno del mundo árabe).

El personaje de “Carlos” refleja como un caleidoscopio este mundo siempre cambiante y ocasionalmente convulso: “Carlos”, al principio un idealista revolucionario, un combatiente a lo “Che” Guevara, va evolucionando hacia el “profesionalismo” de sus siniestros talentos, hacia la venta de sus servicios primero al mejor postor (en tiempos de ideologías decrecientes) y luego a quienes “se dignan” ofrecer asilo a su figura, cada vez más obsoleta, más desacreditada, más innocua, más superflua. Hasta el punto de que al final “Carlos” no es más que una patética imagen de un hombre que pretende mantener aún el control (de algo), cuando no es más que un juguete roto e inútil que, sobre todo, molesta a los dueños que, casi por piedad, le han ofrecido un refugio (o un escondrijo, o una ratonera). Y así, le vemos pasear sus aires de gran señor, su señorío de “administrador” o de “empresario” del terror, por escenarios cada vez más marginales, recónditos, apestados, del tablero internacional (Yemen, Iraq, Siria, Sudán…).

Lo dicho hasta ahora bastará para transmitir mi aprecio de la película, como reflejo de una época en la trayectoria de un hombre que, al principio, aspiró a configurarla con su compromiso y su actuación decidida, y que, al final, acabó en prisión a perpetuidad, detenido o entregado con vergüenza por su último país de acogida, y juzgado y condenado, para alivio universal, como el asesino que fue.

La fidelidad a la(s) época(s), en la indumentaria, en el atrezzo, en la música (hay una preciosa escena en que “Carlos” juguetea eróticamente con una pistola y una granada sobre el cuerpo de una de sus novias; la estampa está llena de luz, las ropas son ostensiblemente setenteras y suena de fondo “Yolanda”, de Pablo Milanés: es un momento perfectamente evocador del “Zeitgeist” de entonces), esa fidelidad “atmosférica”, siendo digna de elogio, obra en ligero detrimento de una aproximación más desde el punto de vista de la política internacional. Que no se me malentienda: aparecen grandes personajes de la política de entonces (Bruno Kreisky, Yuri Andropov, el argelino Buteflika) y, desde luego, las grandes líneas políticas están nítidamente dibujadas (la proclama revolucionaria, antiimperialista, de “Carlos” a su novia, al inicio del filme; la expulsión de Siria, por el portavoz gubernamental, de “Carlos”; el amargo reconocimiento, por el terrorista alemán, de que todo ha cambiado, de que “Carlos” no es ya nada más que una curiosidad o una antigualla, y de que “la guerra” se ha terminado y perdido). Y, sin embargo, en momentos como la acción en Viena, se echan de menos más detalles sobre el trasfondo político (que sin duda hubo: crisis del petróleo, guerra del Yom Kippur) de la acción prosaicamente terrorista, y minuciosamente descrita desde el punto de vista (concreto, práctico, inmediato) de sus cerebros y ejecutores.

La película (hay que señalar esto, si se pretende enjuiciarla con ecuanimidad) tiene su origen en una serie de TV, cuyas originales cinco horas se han visto comprimidas, para hacer posible su distribución comercial, en tres: sin duda, esto ha entrañado la desaparición de muchas escenas –alguna, o muchas, sin duda políticas; pero también otras de acción, como el ataque con granadas contra dos aviones El Al en el aeropuerto de Orly, en 1975, dejado fuera en el montaje final–). Ni que decir tiene que no se puede ver la película sin que uno sienta unas enormes ganas de ver también la serie de TV.

 Hay muchas escenas en la película que quedan para el recuerdo; ahora me viene a la cabeza el incidente en la frontera suiza, que nos muestra con toda crudeza la brutalidad ciega, nihilista, de muchos de aquellos militantes revolucionarios (el personaje representativo es la salvaje alemana Nada, de la que el racional “Carlos” desconfía siempre); y, sobre todo, la visita al terrorista “retirado” del militante activo (ambos son alemanes, y menciono de paso que los activistas alemanes juegan un gran papel en la película, como lo tuvieron históricamente, en aquellos años ’70), militante que pretende infructuosamente reclutarle para el nuevo grupo de “Carlos” (tras la expulsión de éste del FPLP, a raíz del “fracaso” de la acción de Viena).

Es igualmente memorable, aunque acaso sobre todo por su larga duración (más de una hora, en parte mostrando las difíciles gestiones en varios aeropuertos norteafricanos para poner un término “honroso” al incidente), el relato de la toma de la sede de la OPEP, la huida subsiguiente con los rehenes y el tortuoso, ambiguo desenlace de la espectacular operación.

Resulta muy difícil juzgar una película tan interesante como ésta, tan histórica, tan verista, tan llena de referencias a una época que, aun siendo entonces sólo un niño, recuerdo bien (¡cuántos hechos de esta película y de esta época no me llegaron entonces a través de nuestra modesta televisión en blanco y negro!), tan fiel como Historia y tan entretenida como ficción. Es una película que todo espectador corriente contempla con agrado (pues sigue eficazmente las convenciones del género de acción), y una película que puede resultar apasionante para toda persona interesada en la política internacional o en la historia contemporánea.                               (8 de mayo de 2013)  

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