1 may 2013

“El jefe de todo esto” (2006), de Lars von Trier


Mis notas a “El jefe de todo esto” (2006), de Lars von Trier


“El jefe de todo esto” es la película más divertida que he visto en mucho tiempo, un auténtico festín de ingenio, desconcierto y caricatura. Von Trier demuestra de nuevo su versatilidad, rodando ahora una barata, “modesta” película de oficina, y también su talento, condensado en un brillante guión pleno de vitriolo y de “hollín”, de hiel y de  cosquillas.

Algunos rasgos de su estilo son visibles desde el principio: las técnicas de distanciamiento, de obvia estirpe brechtiana (aquí vemos el reflejo de la imagen del director, encaramado a una grúa de rodaje, en el exterior del edificio acristalado donde transcurre la acción, mientras nos habla “en off” –“así que aquí tenéis una película”– con un tono zumbón, irónico, riéndose paternalmente de sus personajes e invitándonos a reírnos también de ellos); los experimentos visuales y de técnicas de rodaje (en esta película usa, o simula usar, un dispositivo electrónico aleatorio llamado “Automaton”, que de vez en cuando corta la sucesión de imágenes brusca e inesperadamente); las reflexiones y juegos en torno a la representación y al espacio de la misma, reflexiones y juegos que aquí adoptan un tono exageradamente farsesco o caricaturesco, en la persona –y en la “persona”– de Kristofer-Sven); y, naturalmente, un guión sólido, concienzudo, brillante en su concepción y en su acabado.

Los recursos brechtianos de Von Trier –esas apariciones en la grúa, siempre bonachonamente burlonas, al principio, al final y dos veces en el centro de la película, “como se interrumpe el juego de un niño para ponerle una inyección”– imposibilitan toda identificación con los caracteres: este ardid, lejos de dañar la película, eleva su potencial como comedia esperpéntica.

Naturalmente, no hay que confundir la estrategia de distanciamiento, mediante la aparición del autor como tal autor hablando de sus personajes, con ninguna manía egocéntrica o egocentrista de Von Trier (aunque no sea de modesta talla el ego del danés…).

El rodaje cortado, defectuoso, le sienta también como un guante a la historia: le da una espontaneidad, un aire “amateur”, descuidado, de textura entre documental y simplemente “cutre”, que perfila a los caracteres en su entorno, sin por ello hacérnoslos más próximos como caracteres o como seres humanos.

En cuanto a la representación, el espacio escénico y los actores, Von Trier verdaderamente se explaya sobre estos aspectos: la película se plantea como una comedia “intranscendente”, decidida a reírse de la seudo-cultura, y el personaje principal, el actor contratado para encarnar a “el jefe de todo esto”, es un auténtico símbolo del artista seudo-culto, pretencioso, egocéntrico y, en último extremo, ridículo. Y, naturalmente, Von Trier aprovecha esto hasta el extremo, haciendo que nos desternillemos ante las ora peregrinas ora grotescas ocurrencias y poses de “el jefe de todo esto”.

Jugando con la escena, Von Trier se deja llevar a escenarios más y más estrambóticos para las conversaciones “en terreno neutral”: una especie de centro de jardinería, un tíovivo, el zoo… La oficina, en cambio, es siempre un lugar casi desnudo, donde todo parece pasar en palabras (el programa Bruker 5, el contrato millonario con el islandés, las relaciones entre los empleados, las maniobras del verdadero “jefe de todo esto” para burlar a sus compañeros-empleados usando a Sven-Kristofer de chivo expiatorio, etc…).

Von Trier se ceba con los tics presuntuosos de los actores “de método”, como por ejemplo el fracasado y patético Sven-Kristofer: esa veneración por un don-nadie inventor de absurdos engolados o de anti-personajes anti-actorales, como es el admirado Gambini (dos títulos de sus obras: “El deshollinador de la ciudad sin chimeneas” y “El gato ahorcado”: descacharrante); ese desdén agresivo por las “vacas sagradas” del teatro, como Ibsen (motejado de imbécil, sentimental, idiota, carne de culebrón, etc., etc. –¡pero al que el actor remeda en su disparatado ditirambo a Ravn, el avieso factótum de toda la trama, llegado el momento decisivo de firmar, o no, el contrato de venta de la compañía!–); esas poses y miradas perdidas en la distancia, ese imbécil uso de los silencios enfáticos; esos toques ridículos de caracterización (el tizne en la frente).

Si la película se agotara en lo que he escrito, ya sería una gran película, una comedia ingeniosa e hilarante. Y, francamente, no creo que haya que caer en la trampa, indudablemente pedante (¡y más aún tratándose de esta película!), de creer que Von Trier quiere decirnos, en “El jefe de todo esto”, mucho más de lo que nos dice (aunque evidentemente hay más en el filme de lo que el campechano personaje de la grúa pretende hacernos creer). Pero sí me parece que se puede ir algo más allá de la superficie meramente risible de la película.

He aquí una sentencia de calado: “El sentido de nuestra comedia diaria es desenmascarar la comedia. Al fin y al cabo, la catástrofe ya ha ocurrido. La cuestión es saber qué hay detrás de la catástrofe”.

Interpretada esta sentencia a la luz de la trama, parece evidente que Von Trier ve la oficina donde transcurre la acción, y por extensión (naturalmente graduable a voluntad) todas las oficinas de nuestra sociedad occidental, como un entorno de roles: un ámbito en el que todo el mundo, aparte de desempeñar una función, hace un papel. La oficina sería “el gran teatro del mundo”. Y no hay más que ver las reacciones que un actor que distorsiona tanto su papel como Sven-Kristofer provoca en los otros “actores” de la oficina (la sindicalista agresiva, la “buena chica” romántica, la hipersensible, el rústico eficiente, etc.), es decir, precisamente en un ámbito donde todos los roles aparecen originaria, problemáticamente trastornados (el verdadero jefe hace de empleado, los verdaderos empleados hacen de compañeros…).

En esta fiesta de roles, en este engañoso carnaval, la irrupción de la exmujer del “protagonista”, que es ahora la abogada del airado islandés (al que es imposible oír vociferar sin partirse de risa), enriquece con su doble rol la parte final del filme, donde parece que la ética se cuela en la trama (¿debe Sven-Kristofer firmar el odioso contrato preparado por Ravn para vender la empresa al islandés, dejando en la calle a los compañeros que, ignorantes de su añagaza, le adoran?): la mujer de Sven-Kristofer le aconseja sobre cómo matizar su actuación, cómo competir con Ravn por el “amor” de los otros, cómo pulir su representación en vista de un clímax moral que culmine todos los malentendidos.

Pero no hay que tomarse en serio este giro “ético” del guión: se trata de una comedia, se trata de un deplorable actor ante un bochornoso papel; y finalmente son la vanidad, la pedantería, la seudo-cultura (desde el principio, declaradamente, el blanco de toda la farsa), las que se imponen: primero, el falso “jefe de todo esto” se regodea, delante del público, en exhibir su representación histriónica del “terrible dilema” que lo atormenta en el momento de la firma decisiva (“es para que le miremos”, dice desengañada su exmujer, la ahora abogada del islandés); y luego, en cuanto Sven-Kristofer oye el nombre de Gambini en boca del furibundo islandés, se desmorona y firma el contrato sin más contemplaciones: ¡lo que es un giro y y un remate brillante de la descomunal farsa!

Y entonces la película termina, porque el director “al igual que vosotros, tiene ganas de irse a casa”; pero no se va sin disculparse, muy al estilo de la comedia clásica, tanto ante los que esperaban más de la película como ante los que esperaban menos, “y los que han recibido lo que esperaban, se lo merecen”.

Anoto una auto-ironía del guión de Von Trier: “la vida es como una película ‘Dogma’: el hecho de que a veces sea difícil entender lo que se dice no quiere decir que no sea importante”.

Y otro momento de ironía: el paso de la escena en el tejado “entre hombres que no tienen nada que reporcharse” hablando de la “explosión gambínica definitiva” a invitarnos a “irnos a casa olvidando todo lo visto”, justo antes de contemplar a los dos protagonistas, el actor y Ravn, intercambiando reproches, precisamente en un cine, mientras uno de ellos chupa un helado de infantil diseño.

En suma, otra gran obra de Von Trier (en tono menor, si se quiere, pero los guiones de Von Trier no son nunca menores…), esta vez en forma de comedia original y brillante, divertidísima en su caricatura de un actor pretencioso y llena de malicia y de sentido en el examen de un entorno oficinesco, teatral de por sí y adicionalmente perturbado en este caso, para nuestro continuo regocijo, por una distorsión de roles de insólitas e hilarantes consecuencias.                (30 de abril de 2013)

“Bright Star” (2009), de Jane Campion


Mis notas a “Bright Star” (2009), de Jane Campion


“Bright Star” trata de la relación entre el poeta John Keats y su vecina Fanny Brawne, desde que se conocen a finales de 1818 (cuando ella tiene dieciocho años y él veintitrés) hasta la partida del poeta hacia Italia, en septiembre de 1820, en busca infructuosa de una recuperación, o de una remisión, de su enfermedad: la tuberculosis que terminará con su vida en febrero de 1821, en Roma.

La película es muy bella, muy sensible y muy hábil, conjugando a la perfección el “biopic”, la película “literaria”, el retrato costumbrista y la historia de amor.

Como “biopic”, la historia sigue los fallidos (pecuniariamente hablando, claro está) esfuerzos literarios del joven Keats, un médico entregado a la “bohemia” precariedad de su vocación menos terrenal pero más íntima. La fidelidad a la vida de Keats nos lleva al cuarto sórdido en que su hermano (y casi su único familiar) agoniza de tisis (un mal familiar, parece); a la casa de Hampstead que él, junto al poeta Charles Brown, comparte con los Brawne (que ocupan la otra mitad de la misma); a los bosques y prados en que él y Fanny comparten su amor, esos dos o tres años dorados y difíciles.

El elemento literario es evidente en las numerosas lecturas, en alta voz o “en off”, de poemas de Keats (que yo recuerde ahora, “Endymion”, la “Oda al Ruiseñor” –leída durante los títulos de crédito finales–, “La Belle Dame sans Merci” y “Bright Star”, que da título al film); conocemos también el fracaso crítico que cosecharon los poemarios de Keats (aunque un cierto Reynolds nos da un juicio crítico favorable y agudo de “Endymion”, glosando pedagógicamente el “inmaduro e inmenso” poema); y muchas opiniones de Keats sobre la poesía –sin duda recogidas de su abundante, y al parecer extraordinaria, correspondencia– encuentran su expresión en los frecuentes diálogos entre el poeta y su amada.

En este sentido, merece mencionarse el desdén de Keats por los poetas “ingeniosos”, pero desprovistos de emoción; sin duda, él no se cuenta en las filas de esos “dandies” arrogantes, fríos y amargados; otro objeto del menosprecio del poeta es la preceptiva literaria (ese “cadáver”): la poesía, en su opinión, debe brotar “con la naturalidad con que brotan las hojas del árbol, y si no, es mejor que no nazca”.

Las lecciones de John a su amada Fanny, curiosa por la poesía y ansiosa de aprender acerca de ella, son otro vehículo para acercarnos a la “poética” del malogrado Keats: es elocuente, y prístina, la imagen del nadador en el lago: no se trata de llegar a la otra orilla, se trata de la vivencia de nadar, de la sensación del agua, de la experiencia que está más allá del pensamiento; una experiencia que, además, construye y consolida el ánimo.

 Una palabra debe decirse sobre el tono costumbrista que Campion logra en algunas escenas, sin dejarse llevar en absoluto a abusar de él (como luego explicaré): vemos bailes (que inevitablemente nos hacen pensar en las novelas de Jane Austen –fallecida por cierto en 1817, el año anterior al inicio de la acción en “Bright Star”–), el bello canto “a capella” de los hombres del club local, una cena navideña, escenas de la vida cotidiana en la Inglaterra de principios del siglo XIX.

Pero el acento se pone, una vez bien enmarcada biográfica y literariamente la historia, en la relación entre John y Fanny, una relación que poco a poco va estrechándose e inundando por completo de emoción la película.

Lo peculiar, lo memorable de esta historia de amor, es que Campion nos la cuenta, de principio a final, desde el punto de vista de Fanny (incluso la imagen del modesto cortejo fúnebre de Keats en Roma será poco más que una evocación sugerida a Fanny por la lectura de la carta anunciándole la muerte de su amado). Y es un punto de vista sensible, curioso, apasionado, abnegado, constante, dolorido, ilusionado, desesperado: en una palabra, completamente configurado, y transfigurado, por el amor que lo domina por completo.

Fanny es, ella misma, una creadora: una costurera orgullosa de su arte y de su buen gusto, alguien anímicamente preparado para entender ese otro urdir que es la poesía del “señor Keats”, por el que, de momento, no siente más que curiosidad y atracción.

 Campion insiste, desde los títulos de crédito iniciales, en este espíritu artístico, creativo, habituado al detalle y cuidadoso del mismo, de Fanny (“No voy a ofrecer al pobre hermano del señor Keats algo que no sea perfecto”, dice al preparar un regalo para el enfermo Tom), y en efecto este espíritu será esencial para entender, y creer en, la adhesión de Fanny al paupérrimo y enfermizo poeta (con el que querrá casarse incluso cuando todo parece perdido: la fortuna, la salud, la misma posibilidad de un futuro...).

Desde el momento en que el amor de Fanny por John queda patente (cuando, tras el estúpido mensaje de San Valentín enviado por Brown, el irritante compañero de vivienda de Keats, éste se muestra celoso y ella le confiesa que “ha perdido la alegría”), desde ese momento la película entra en un mundo diferente, de colores, de palabras y de ritmo propios y muy bellos; para mí, esta segunda mitad de la película es lo más memorable de ella, y lo que la convierte en una excelente pieza de cine.

Toda la película transcurre en un ambiente doméstico, modesto, cotidiano, en interiores donde mujeres cosen, o preparan la comida, o atienden a niños; pero esta “introversión” o domesticidad de la película se carga de emoción, y de belleza, cuando el amor viste la rutina, las tareas, la atmósfera cotidiana, con sus luces y sus temores, con sus delicias y sus suplicios.

Fanny está sentada en la cama, con el corazón ahíto de emociones, y la cortina ante la ventana abierta se hincha al soplo del viento: una imagen en verdad preciosa. Los dos enamorados pasean del brazo tras la niña hermana de Fanny y, cada vez que ésta se vuelve, ellos se quedan automáticamente inmóviles: otro momento muy bello, de jovialidad y de sentimientos bien acordados. Fanny con los niños, en una sala llena de mariposas, que revolotean en la tarde luminosa: otra espléndida metáfora del sentirse enamorado. Y la enumeración de imágenes o composiciones así podría continuar…

Ella cose, él está sentado bajo un árbol: así nace, una tarde como otra, la “Ode to Nightingale”, un clásico de las letras inglesas.

Campion nos muestra, con estupenda sensibilidad, la poesía de esa vida cotidiana, una vez que el amor ha entrado en ella.

Poco a poco, debido a una ausencia de él (intentando componer, para “triunfar”, en la isla de Wight), vamos descubriendo la importancia y la intensidad de la palabra escrita en este mundo de costumbres y de sentimientos que hoy pueden parecernos tan lejanos.

Y poco a poco la película se convierte en una maravillosa muestra de la sensibilidad verbal de aquellos tiempos, cuando una simple carta, y la espera de una simple carta, podían decidir o cambiar o amargar una vida.

Hay espléndidos momentos epistolares en la película: cartas leídas en alta voz o fuera de imagen, cartas llenas de sentido y de verdad, cartas escritas con el buen gusto, la sensibilidad, el cuidado y el respeto de los mejores modales de salón.

“Cuando recibo una carta, sé que el mundo es real; sólo eso me importa”, dice Fanny. Y la película –insisto– es un himno a la palabra, a la carta, a la verbalidad. ¿Cómo podría no serlo, en vista de las maravillosas palabras que los dos enamorados se dirigen?

 Fanny, a su familia o en sus cartas: “Esto es el amor. Nunca más bromearé sobre él. Duele tanto que podría morir.”. Y, con Keats ya en Italia, desesperada: “Tiene que haber otra vida. No pueden habernos creado para sufrir así.”

La palabra lo es todo: cuando leen en el sofá “La Belle Dame sans Merci”, uno sabe que está asistiendo a un acto de amor, a un acto genuino e intenso de amor; también cuando ella lee una carta de él en un prado de flores azules; o cuando escuchamos el intercambio de réplicas entre los dos; o cuando tras la muerte de él, ella se queda sin palabras. La palabra lo es todo. E invitarnos a un mundo así es, en estos tiempos, un logro casi más ético (o político) que estético por parte de la directora de la película.

Quedan en la memoria esas imágenes de habitaciones inundadas de luz, esos contraluces sobre mujeres en sus labores, sobre esas bordadoras o lectoras, casi vermeerianas, junto a una ventana, en una tarde serena…

“Finjamos que volveré en primavera”, convienen cuando él se va a Italia (sin esperanza, sólo para no decepcionar a sus amigos, que le han comprado un pasaje en un barco hacia el benigno clima mediterráneo…).

En un momento dado, aparece otro icono de otrora, que, como la palabra escrita, ha quedado arrumbado en nuestros días: el mechón de cabello.

La relación entre Fanny y Keats es perfectamente casta (como lo fue en la realidad). Y, sin embargo, como nos encontramos, manifiestamente, en una época completamente “remota”, no se adivina ni el más mínimo atisbo de “represión sexual” en sus actitudes; evidentemente, el mundo mental y social de la época romántica era muy diferente al actual; y no creo que el crítico más salaz se atreva a leer los poemas de Keats como ejemplos de “sublimación”.

Una noticia entre poetas que me ha hecho reír: “Un soneto trataba sobre el tema de si el amor propio podría ser la décima musa”.

Una palabra sobre los actores: la guapa Abbie Cornish está magnífica como Fanny; el esmirriado Ben Whishaw acaba también, poco a poco, convenciendo. Y Paul Schneider cumple en el (más fácil) papel del irritante y estúpido Charles Brown, ese inexplicable compañero y confidente de Keats obstinado en desairar a la pobre Fanny.

Y otra palabra acerca de la música, a mi entender el elemento más débil de la película: lo que de adecuación y belleza le sobra a la palabra le falta, podríamos decir, a la banda sonora.

“Bright Star” es mejor que la supuestamente mejor película de Jane Campion (la sórdida “El piano”): aun con puntos en común, por cierto también evidentes en “El retrato de una dama” (perspectiva femenina, vida cotidiana, relaciones no convencionales), la que nos ocupa alcanza grandes cotas de belleza y expresividad visual (los momentos descritos más arriba, por ejemplo) y de sensibilidad y empatía con los caracteres. Digamos que, donde en “El piano” había barro, aquí hay flores; y que lo que entonces era un sucio libro de cuentas entre colonos, aquí es un delicado poema de la campiña inglesa. La película me gusta mucho más que “El piano”, pero además creo que es mejor, por todo lo que he intentado explicar.                     (27-abril-13)

“Las manos sobre la ciudad” (1963), de Francesco Rosi


Mis notas a “Las manos sobre la ciudad” (1963), de Francesco Rosi


He aquí una excelente, modélica y, en cierta medida, fundacional película política. Una de esas películas que abrieron el camino al cine político italiano (de tan consolidado prestigio al cabo de estas cinco décadas).

Es una obra en blanco y negro, y una obra nigérrima, donde se nos muestran bajo una luz crudísima los entresijos y las maniobras de la política miserable y la corrupción rampante en el ayuntamiento de una gran ciudad italiana en pleno desarrollo urbanístico (Nápoles a principios de los años ’60).

La advertencia que cierra el filme es más bien un manifiesto o una proclamación ideológica del mismo: “Los personajes y los hechos retratados en esta película son imaginarios. Es auténtica en cambio la realidad social y ambiental que produce estos personajes”. Y, en efecto, el filme está obsesionado con explorar, hundiendo bien el escalpelo, esa realidad social y ambiental.

En ese empeño, Rosi nos lleva a las barriadas míseras de Nápoles, a esas barriadas que los esbirros de los “grandes hombres” recorren intercambiando favores, empleos, dádivas, por votos para las próximas elecciones (hay estampas obscenas, como un insultante reparto de billetes por un tipo que pregunta jocoso a otro de su cuadrilla: “¿has visto cómo se hace la democracia?”).

Vemos esas casas y a esas gentes, el chantaje o el soborno sobre ellas (sin recibir esos nombres, las visitas de los edecanes a esas barriadas no son otra cosa que amenazas o que limosnas, la pura presión o la pura compra clientelares sobre voluntades pobres, ignorantes, forzosamente miopes…).

Del otro lado, Rosi nos pasea también por el salón de plenos municipal donde contienden airadamente los partidos, un salón que es un auténtico gallinero en el que no hay más que, precisamente, peleas de gallos ansiosos por dominar y esquilmar, en beneficio propio, el corral.

El paisaje político rezuma de actividad y de ansiedad, como un febril hormiguero, porque las elecciones se aproximan; en este contexto, el escándalo Nottola (dos muertos en un accidente en una obra del concejal-constructor) amenaza con llevarse por delante a la mayoría de derechas del ayuntamiento. Y más cuando la derecha se ha visto obligada a aceptar una comisión de investigación acerca del accidente en la obra, comisión que, a duras penas, la mayoría de sus miembros (debidamente fieles a los todopoderosos) consiguen mantener “ignorante” o “invidente” de las irregularidades y corruptelas mil del “hombre fuerte” Nottola.

El momento preelectoral, la coincidencia del desastre (el hundimiento de la casa de barriada, que es, por cierto, un admirable momento cinematográfico de verismo, intensidad y cronométrica puesta en escena) con la crucial coyuntura de las inminentes elecciones, mueven a Rosi a guiarnos también a los “sancta-sanctorum” políticos donde se forjan las alianzas más aberrantes, las transacciones más repugnantes, las componendas más vergonzosas. Y así nos presentamos en la casa particular de un esteta, visitamos oscuros salones municipales, entramos en remotas y discretísimas pizzerías…

Porque el concejal-constructor Nottola debe quedar fuera de las listas, so pena de acarrear el desastre a su partido (la Democracia Cristiana, es evidente). El problema es que Nottola no quiere dejar su puesto de concejal. Ocurre lo inevitable: Nottola emprende la aventura en solitario, se hace fuerte con sus votos en el ayuntamiento, termina aprovechándose de la mayoría simple de la derecha para maniobrar con sus decisivos votos y conservar su sillón municipal. Y Rosi nos lleva a presenciar todos estos movimientos “subterráneos”, astutos, decididos, manifiestos, implacables.

No se disimula la perspectiva muy de izquierdas desde la que el film se escribe y se rueda: el concejal de izquierdas De Vita es siempre la voz de la razón y la justicia, en medio de tanto abuso y atropello, y es él quien promueve (y obtiene) la comisión de investigación, es él quien da voz al escándalo moral que todos sentimos en vista de las infinitas irregularidades político-adminsitrativas a mayor beneficio del ominoso Nottola, es él quien vocea al final de la película, en otro tumultuoso pleno municipal, la esperanza, la necesidad de que la gente tome conciencia, el hecho de que eso está de verdad sucediendo, la desesperación de los hombres del jaez de Nottola ante el cambiante estado de cosas (“La gente está tomando conciencia; por eso los Nottola arramblan con todo, con razón y sin ella, con la corrupción o con la fuerza”; la cita no es literal).

Hay momentos en la película, sobre todo en esa antecámara municipal de paredes desnudas, en la que entran agrupados y cavilosos los serios hombres encorbatados a maniobrar, en que uno cree asistir a un momento similarmente agitado de la antigua república romana, a un contubernio parejo, entre senadores igualmente grises y mezquinos, acaecido hace dos mil años entre esos mismos muros. En momentos así, el filme se nos aparece como una propuesta más intemporal o más “esencial” de lo que su sedicente intención coyuntural induce a creer.

No hay que decir que las tropelías descritas en la película no han perdido nada de su actualidad: venta de terrenos públicos a particulares, modificaciones torticeras de planes urbanísticos, transacciones orientadas a una futura recalificación inmobiliaria que producirá pingües beneficios, desatención de medidas de seguridad en la edificación, absoluta promiscuidad entre la actuación y los intereses políticos y los privados (negocios, lucro, codicia desatada).

Durante la investigación descubrimos el completo laberinto de deberes (incumplidos) y responsabilidades (diluidas) de los servicios municipales (un servicio hace las normas, otro las impone, ninguno vigila que se cumplan, etc.); son momentos casi kafkianos.

El principio ya es poderoso (el atroz Nottola “coge” con sus manos la ciudad y hace ademán de moverla de sitio), y el guión mantiene ese vigor y esa intensidad agresiva, militante, movilizadora, durante todo el metraje: ello es evidente en la figura del vehemente concejal izquierdista De Vita, pero también en la del honesto médico centrista (al que tienen que recordarle, por supuesto en “petit comité”, las reglas de la política, donde “la indignación moral no sirve para nada” y “el único pecado verdaderamente grave es no ser elegido”), así como en esas escenas, ya glosadas, de conversaciones o de negociaciones en la sombra (“en política eres amigo o no cuando eres útil”).

Una perspectiva tan exterior, tan “política”, deja realmente a los caracteres de lado; no es la psicología, no son los porqués lo importa: sólo el poder, el poder al servicio del dinero, eso es lo único, lo absoluto. Aun así, se ofrecen, casi tentativamente, algunos momentos de soledad con Nottola (reflexiona en su despacho, visita una iglesia…); pero sabemos que el odioso “factótum” no piensa, sino que sólo maquina, que no hay en su mente ni en su conciencia otra cosa que sed de poder y de dinero, una gula incontenible de suelo y de ladrillo que le hagan más y más rico o, sencillamente, que le mantengan aún unos momentos sobre la arriesgada ola de millones que le arrastra (“el dinero no es como un coche que se puede dejar en el garaje; es como un caballo, al que hay que dar de comer a diario”).

Nottola es un hombre que sabe lo que la gente quiere (“importan los nombres, no la bandera”, dice al anunciar su decisión de concurrir a los comicios en solitario), y que sabe comprar voluntades; en un momento dado, junto a sus secuaces, parece perplejo (“les he dado todo: puestos, dinero, ¿qué más quieren?”), pero pronto comprende que el éxito es acaso más sencillo que ese “darles todo”: “tú promételes” (lo que obrará el milagro de la re-elección…).

En la crítica a estas élites degeneradas Rosi critica también, de nuevo por boca de De Vita, al pueblo aborregado que una y otra vez vota por políticos tan depredadores y corruptos.

La película transcurre, admirablemente, cuando la acción lo requiere, a pie de calle: vemos las barriadas ínfimas, la visita de los políticos a ellas, las obras de edificación, el bullicio de una noche electoral, los socorros tras el desplome de la casa en construcción (desplome prodigiosamente rodado, como ya he dicho); pero quizá lo más memorable de este filme sobresaliente son esas conversaciones privadas entre hombres completamente al margen de esas calles tangibles y esos seres de carne y hueso (¡sus electores!), con los que no tienen otro vínculo que ocasionales discursos de podrida retórica en los que cada palabra se convierte en una mentira y cada frase en una añagaza; quizá lo más memorable de esta película es ese retrato en negro (negro como la pez) de lo que hombres sin el menor escrúpulo hacen de la noble tarea de dirigir una colectividad, promover el desarrollo de una villa o administrar los fondos de dinero y de confianza depositados en sus manos ávidas, prensiles, rapaces.          (22 de abril de 2013)

“París, bajos fondos” (1952), de Jacques Becker


Mis notas a “París, bajos fondos” (1952), de Jacques Becker


Una puta a la que ha “echado el ojo”, además de su chulo, el jefe de la banda criminal a la que éste pertenece, queda prendada –y el sentimiento es recíproco– de un expresidiario que intenta regenerarse como obrero. El amor de ambos, súbito, intenso, obvio, tiene por fuerza que desembocar en una pelea a muerte entre el obrero y el chulo, de resultas de la cual éste es asesinado y el obrero, debido a una añagaza del jefe de los criminales, acaba camino de la prisión –se entrega voluntariamente, para liberar al amigo al que el capo ha denunciado como asesino–. No llega a ingresar en la cárcel, sin embargo, pues antes se las arregla para evadirse de la policía e ir de inmediato en busca del malvado hampón, responsable de la muerte de su amigo (tiroteado por la policía durante la fuga), de la entrega abnegada de la mujer a su lascivia (en busca de una mediación ante la policía en favor el pobre obrero) y de la ruina de su propio proyecto de regeneración personal. El obrero busca al criminal, lo acorrala en el patio de una comisaría (a la que se ha acogido pidiendo amparo) y lo mata como a un perro, pero esta vez ya no es prisión, sino la pena de muerte lo que le aguarda. Y el telón de la película cae al tiempo que lo hace la guillotina sobre el cuello del pobre hombre, loca, desesperadamente enamorado de la prostituta, leal sin límites a su amigo (como éste lo fue para con él), honesto hasta el tuétano pese a la maraña criminal en que ha terminado envuelto.

La pregunta es: ¿cómo una historia tan sórdida, tan sangrienta, tan suburbana, tan terrible, puede convertirse en una película tan sumamente bella, expresiva, emocionada y emocionante? “París, bajos fondos” es, sencillamente, una maravilla, una joya del cine francés (y del cine “tout court”).

Ya el primer cuarto de hora es extraordinario: el ambiente ribereño, la excursión dominical a los boscosos alrededores de París, los “ciudadanos” llegando en barca al “exotismo” de las orillas del Sena distantes de la capital, nos evocan a Renoir (“Un domingo en el campo”). Pero sólo entonces empieza la sensacional escena de la “guingette” (ya se sabe: ese “bistrot”, merendero y sala de baile, todo en uno, pintado una y otra vez por Auguste Renoir o los impresionistas, en esas afueras parisinas donde el ocio dominical congregaba a una población abigarrada de capitalinos). Qué inolvidable deleite de movimientos de cámara, de atmósfera, de riquísima fotografía en blanco y negro, de concentración y vigor narrativo, de pura expresividad y sensualidad (Simone Signoret girando y girando en su danza sin apartar los ojos de Serge Reggiani…).

Cuando la secuencia de la “guinguette” termina, uno cree haber asistido a un gran momento de cine. Pero pronto se da uno cuenta de que la película va a mantener ese tono y esa altura artística durante mucho tiempo. Y, en efecto, los ambientes a la vez precisos y evocadores, la fotografía que explota al máximo las mil posibilidades y tonalidades entre el blanco y el negro, la cuidadísima ambientación (el vestuario, los fiacres, los bares y hoteles de barriada, la carpintería de Reggiani, la guarida de los malevos, la casita idílica de la anciana, los muros de la prisión, incluso el camión celular de la policía), la energía narrativa y descriptiva, la precisión (la pelea a navaja, que es casi un duelo de sombras, contrastado, intenso, totalmente verosímil), la sensualidad (ese momento en que Signoret despierta a Reggiani acariciándole con una pajita las orejas y la nariz), la concentración (sabemos de la muerte de Anatole, de la amistad Reggiani-Boussières y de la treta de Dauphin en uno o dos minutos, y con apenas unas líneas de diálogo y unos pocos movimientos de cámara), todos esos logros del puro talento cinematográfico, van a mantenerse a lo largo del metraje. El resultado es memorable, naturalmente, y “París, bajos fondos” (o “Casque d’Or”, que es el título original, por el mote que la canallesca aplica en la película a la rubia Signoret) es hoy un clásico.

Y qué película tan francesa: ese “amour fou”; esa cuadrilla de maleantes que –con sus mostachos, sus gorras o sombreros, sus impecables y vistosos trajes– lucen a cual más “chic”; esa mirada presta a la ensoñación o al lirismo (el canto de los pájaros, el despertar de los amantes en la casita de la ribera, la visión final de los dos amantes bailando –como un ensueño, en la cabeza de “Casque d’Or”, justo después de la cruel ejecución judicial de su gran amor, representándose lo que ese amor fue durante un instante, lo que pudo haber sido durante una vida entera…–).

Maravilloso el rostro, la mirada, la pose, de Signoret: una mirada inteligente y comprensiva, irónica y por momentos dulce, como de alguien que ha vivido mucho pero es aún capaz de ilusión; una belleza ordinaria, pero fresca, intensa, original; un cuerpo en cuyas sinuosidades los hombres conocen, o imaginan, el vértigo (un policía le dice a otro que ella podría ser suya por unos francos, pero precisamente en ese momento, cuando ella ha acudido a la puerta de la prisión a –nada más– besar a Reggiani, sabemos, gracias a esas líneas del muy sensible guión, que el amor de una mujer así –no el cuerpo, no el placer fingido, sino el amor con mayúscula– está más allá de todo precio).

La escena de la fuga es, como no podía ser menos, muy vistosa (ese muro en parte iluminado, en parte en sombra), pero resulta inverosímil: quizá sea esto lo más grave que podría decirse de la película, y es ciertamente un pecado muy, muy venial…

Una elipsis rotunda: ella le despierta a él de su siesta en la ribera, a pleno sol, y, seguidamente, los dos despiertan en la cama de la cabaña junto al río, tras una noche de amor. Es una elipsis tan púdica como convincente, pues los espectadores sabemos hace tiempo que ya todo está dicho entre Signoret y Reggiani, que ese amor entre los dos es tan repentino como auténtico, tan apasionado como duradero –y ha sido sellado con un homicidio–.

Magnífica también la persecución y el asesinato de Claude Dauphin (el perverso Félix Leca, líder de la banda de chulos y maleantes), tiroteado sin compasión en el patio de la comisaría por un Reggiani ciego por vengar a su amigo Raymond (por cierto, qué bella también la historia de amistad entre Reggiani y Raymond Broussières: qué ordinaria y qué auténtica).

Pese al torbellino de pasiones que la historia relata, a uno no le queda la impresión de haber asistido a un espectáculo naturalista, determinista, truculento, sino, muy al contrario, a una bella, comprensiva, poética narración de un amor acaso desesperado, pero redimido de toda sordidez o negrura por su misma sencillez y verdad. La amabilidad de Jean Renoir está más presente en la cinta (Becker aprendió con Renoir, al fin y al cabo) que los tonos sombríos de un Zola. Y a uno le vienen más a las mientes, pese a lo terrible del relato, “Bola de sebo” o los relatos galantes de Maupassant que la “Nana” de Zola.

Ello sin perjuicio del evidente, y deliberado, realismo: en la película se dicen tacos, se dan bofetadas generosamente, el amor y la lucha son sumamente plásticos, táctiles; y hasta un cochero se pone a orinar contra un árbol, junto al muro de la prisión.

La película se sitúa en el cambio de siglo, naturalmente en los bajos fondos parisinos, y el retrato de ese mundillo de “apaches” y de “guinguettes”, de hampones y proxenetas de medio pelo, de menestrales y lechuguinos, de “bistrots” de suburbio en que los burgueses se aventuran (“¡este local es un corta-cabezas, aquí nos asesinan!”, se asusta entre risas una señora bien, regocijada de antemano de la emoción de bailar con obreros fornidos o con maleantes medio “amateurs”…) y de hoteles modestos donde “no hace falta” hacer preguntas (excelente el efecto logrado cuando nos enteramos por fin de a qué han ido Signoret y uno de los rufianes, al final de la película, a uno de esos misérrimos hoteles), es sumamente evocador, igualmente estilizado que fidedigno.

La fastuosa fotografía en blanco y negro saca el mayor provecho de ese París de decorados, de esos interiores de estudio, de esas arboledas y riberas suburbanas sin el menor exotismo.

Una nota curiosa, y erudita, es que Simone Signoret, que llevaba un año comprometida con Yves Montand, rodó esta película al tiempo que Montand rodaba la igualmente magistral “El salario del miedo”, de H. G. Clouzot. Espléndida cosecha la del cine francés de aquel año.

“París, bajos fondos” transcurre en el breve espacio de tres o cuatro días. Es una lección de fluidez y claridad narrativa (entre otras muchas virtudes artísticas), una especie de “caso moral” (él se entrega a la policía para que su amigo sea liberado, ella se entrega al jefe de la banda para que obtenga, gracias a sus contactos con policías corruptos, la liberación de Reggiani; el amigo muere injustamente por causa de Reggiani, éste morirá intencionadamente por haber vengado a su amigo y por haber osado amar a “Casque d’Or”) y un museo de estampas, a cual más pulcra y más esmerada, del París de fines del siglo XIX.                              (16-abr-13)

“El exótico Hotel Marigold” (2011), de John Madden


Mis notas a “El exótico Hotel Marigold” (2011), de John Madden


Esta película es, sobre todo, un prontuario de aforismos de auto-ayuda, esto es, positivos y vigorizantes (aforismos en este caso especialmente orientados a personas que comienzan su tercera edad). Y es también una sentida declaración de amor a la India.

Ya la melodía inicial (“Strangers in the Night”, el clásico de Sinatra) da el tono: romanticismo lánguido, encuentros en el atardecer (de la vida), belleza y emociones apacibles.

La historia es simple: siete jubilados ingleses se asientan, sobre todo por escasez de medios para costearse algo mejor, en un destartalado hotel de la ciudad india de Jaipur. Y, una vez allí, comienzan las interacciones entre ellos (amistosas, sentimentales) y con el entorno (la poblada y bulliciosa ciudad), se despliega su nueva mentalidad de pensionistas en un entorno remoto y diferente, se decantan sus memorias o reflexiones acerca de sus vidas pasadas y de sus nuevas vidas.

En general, los vaivenes anímicos de los caracteres tienen que ver con sus expectativas o experiencias sentimentales (hay ligones, hay un matrimonio en crisis, hay un homosexual en busca de su amante indio de juventud).

El punto de reflexión lo pone sobre todo el diario (o blog), leído en off, de Judi Dench, que medita sobre la vida en general y sobre las circunstancias actuales de este grupo de maduros exiliados.

En conjunto, la película se trata de un vehículo entretenido y muy amable para hacernos partícipes de una mentalidad afirmativa, abierta, esperanzada, vitalista.

Un lema (parece que indio) que se nos reitera una y otra vez condensa la “filosofía” del filme: “Al final todo saldrá bien, y, si no sale bien, es que todavía no es el final”. Esperanza, optimismo, fe en una continuidad siempre para lo mejor, espíritu positivo, moral alta: éste el tono y el mensaje de la película.

El tratamiento narrativo es de comedia tranquila, con momentos de reflexión y de melancolía, con apartes de sensibilidad y de contemplación.

En la misma modulación del filme, dos sentencias más: “El único fracaso es no intentarlo”, y “El éxito se mide por cómo afrontamos la decepción, que siempre llega”.

E igualmente otras de las meditaciones de Dench acerca del miedo a cambiar o de la necesaria aceptación de los cambios (consejos especialmente oportunos para los ancianos incipientes de la película), y, una octava más grave, sus preguntas por la razón de nuestro dolor cuando alguien muere (¿la pérdida del amigo, o acaso nuestra futura muerte, repentinamente evocada?) o por la libertad o el control de nuestra emotividad en esos momentos de intensa pena.

La “filosofía” sencilla y positiva de la película, unida al tono de comedia sosegada, aseguró, en el momento del estreno, su buena recepción por el público (¿sobre todo por el “público-objetivo” de sus productores?).

Por otro lado, “El exótico Hotel Marigold” es también, como he dicho, una declaración de amor a la India. Sus autores retratan con entusiasmo una ciudad de Jaipur superpoblada y hormigueante, cuajada de color y de agitación, repleta de jóvenes y de vehículos, compensando con holgura sus carencias con su entusiasmo, sus arcaísmos con su empuje irresistible.

Nuevamente la voz en off de Dench verbaliza lo que vemos ante nosotros: “¿Existe otro lugar donde sea mayor la agresión a nuestros sentidos?”. O: “Es como una ola: si te resistes te arrastra, pero si te zambulles…”.

También la imagen de la India es colorista (lo que corresponde al pintoresquismo de los siete ancianos, que creo que no he mencionado), amable (los ancianos son pintorescos sin acritud o amargura –pese a sus crisis o sus rarezas–; la India mostrada no es menos amable: sin delincuentes, sin pordioseros, sin fanáticos) y positiva (los jubilados miran siempre, con mejores o peores ojos, hacia el futuro, nadie abandona “la lucha” o se abandona a la desesperanza; lo mismo la sociedad india, que no se arredra nunca ante el peso de las tradiciones, o ante las deficiencias o las desigualdades).

El amor por la India, y amor no sólo “paisajístico”, se refleja también en el muy simpático retrato del joven gerente del hotel. El personaje encarnado por Dev Patel muestra un entusiasmo arrebatador, que ignora, cuando no distorsiona en su favor, los defectos de su “extraordinario” hotel o los contratiempos sucesivos que le sobrevienen (financieros, familiares, o de ambos tipos combinados). Siempre enérgico, optimista a prueba de bombas, insultantemente joven, incansable e imaginativo, inocente y servicial, inconsciente de la increíble superioridad, resistencia, proyección, que le confieren simplemente su edad y su espíritu de euforia, el personaje de Dev Patel podría muy bien representar, en la intención del guionista, a esa nueva India que despierta para el mundo de su provinciano sueño de siglos.

Una de las preocupaciones de Dev Patel es poder casarse con su novia, la bella Sunaina (así llamada en el filme), pese a la oposición de su madre (la de Patel), que prefiere un matrimonio arreglado al estilo tradicional, y pese a la oposición, también, en cierto modo, del hermano de la chica (el próspero director de un “call center” de una compañía multinacional).

Esta subtrama nos deja ver otro frente del actual combate de la juventud india por la modernidad: la libertad para amar y para elegir cónyuge.

Todavía otra cita, sobre la mentalidad india, ahora en boca de Tom Wilkinson, el juez homosexual en búsqueda de su primer, lejano amor: “Esta gente vive la vida como un privilegio, no como un derecho. Lo considero una enseñanza”.

A estas alturas no hay que decir que todo en la película es muy “políticamente correcto”: el juez gay es un personaje normal y normalizado (por sus compañeros del Hotel Marigold); la convivencia con y la integración en el entorno indio no son en absoluto problemáticos (la inicialmente xenófoba –literalmente: se trata sobre todo de miedo– Maggie Smith va abandonando sus prejuicios y temores mediante el contacto con su sirvienta india –descubriendo en ella, poco a poco, a una persona “normal”…–); el mensaje mismo del filme, tan positivo, amable y estimulante, no puede ser más “políticamente correcto” o más adecuado a la mentalidad social imperante (siempre, como los personajes de la película, promoviendo el salir, el consumir, el creer, el viajar, el visitar, el hacer, el comenzar, el intentar: todos esos verbos…).

En suma, una película agradable y entretenida: una píldora, para administrar sobre todo a sesentones (pero que los indófilos pueden asimismo ingerir con provecho), bien edulcorada, vitaminada y coloreada. El efecto terapéutico (o el efecto placebo) será más intenso si se toma con el estómago, y quizá también con la cabeza, vacíos.                       (14-abril-13)

“Mein Führer” (2007), de Toni Levy


Mis notas a “Mein Führer” (2007), de Toni Levy


Esta es una película que juega a la vez la carta de la comedia y la carta de la seriedad. Esto es ciertamente ambicioso (y más para una película de hora y media escasa) –ojo, “ambicioso” no es siempre sinónimo de “loable”–, pero resulta manifiestamente fallido. El empeño jocoso se queda a medias o se distorsiona, por culpa de un guión muy insuficiente. Y el empeño serio, dramático, conduce a regiones ambiguas cuando no sencillamente inaceptables.

La comedia tiene poca gracia, hay que reconocerlo. Ocasionalmente uno ríe, ante la burla de los ridículos y machacones rituales de saludo de los nazis (al menos, de los nazis “de salón”) y, sobre todo, ante los sarcasmos inspirados por el burocratismo de la policía y la administración nazis (“no entregaré al prisionero sin el formulario Q-572”, insiste un policía ante un conmilitón que, pistola en mano, se lo reclama, bajo una lluvia de bombas enemigas).

Pero, cuando se trata de ridiculizar a Hitler, las cosas cambian. Levy intenta todo por parodiarlo, degradarlo, caricaturizarlo, pero, cuando el humor no es de brocha muy gorda (Hitler haciendo el perrito es montado, con evidente salacidad, por un perro auténtico…), es simplemente pueril (¿qué tiene de gracioso ver a Hitler en chándal, o haciendo flexiones?, ¿es divertido representar a la amante del todopoderoso Führer confesando en alta voz “no siento nada”, mientras él hace lo posible por satisfacerla?).

Del lado serio, la película nos reconoce al final lo que, a su modo, ha estado intentando hacer a lo largo de todo el metraje: comprender a Hitler. Dice la coda del film: “Dentro de cien años los actores seguirán caracterizando a Hitler, porque seguiremos queriendo comprender lo que nunca llegaremos a comprender: la realmente verdadera verdad sobre Hitler” (la cita no es literal). Y, entre bromas y veras, llegar justamente a “die wirklich wahrest Wahrheit über Hitler” es lo que la película pretende.

Aquí también flaquea –y amplia, y ambigua, y peligrosamente– la película. Por entre las muchas (y, como he dicho, dudosamente graciosas) tonterías, asoma una explicación psicológica del antisemitismo y la crueldad del Führer. Bueno, de hecho asoma y perdura, porque se la muestra y se la explora en diferentes momentos y desde diferentes ángulos. Resulta que la sevicia y el racismo del líder nazi fueron debidos al maltrato a que de niño lo sometió su padre... Eureka, gran hallazgo, piedra filosofal, panacea explicativa del perverso carácter del gran genocida.

Levy ya no suelta este bocado del trauma infantil; lejos de ello, lo viste y reviste. Y, en un momento clave de la acción, cuando la mujer del judío está en condiciones de ahogar al Führer con una almohada, el marido se lo impide alegando que “es un niño”.

No creo que hagan falta muchos más comentarios sobre las pretensiones y la profundidad psicológica del lado serio de la película...

Pero bueno, puestos a comprender a Hitler, ¿por qué no ir un poco más allá y, casi casi, disculparle? Venga, hombre, no podía ser tan malvado ni inhumano… Y ahí tenemos un momento en que el Führer se disculpa (aun sin usar esta palabra) por el holocausto ante el preceptor judío, alegando que él, Hitler, de hecho hubiera preferido la solución malgache a la solución final…

La evolución lógica es previsible: frente a este “pobre hombre” traumatizado y lleno de defectos, con frecuencia manipulado por seres peores que él, y atravesando además un momento de desánimo (de ahí la llamada al actor judío, para que refuerce la auto-convicción del Führer), los auténticos malvados, perversos sin paliativos (sin infancias difíciles, etc.), son Himmler y, sobre todo, el avieso Goebbels. Naturalmente, este par de demonios andan conspirando para “ser califa en lugar del califa”, por decirlo al modo del inolvidable Iznogud. ¿No da pena, el pobrecito Hitler?

Como se puede ver, toda la parte seria de la película está muy desenfocada. El análisis es irrisorio; las inferencias, ambiguas; el marco completo de relaciones, disparatado, cuando no simplemente siniestro. Uno llega casi a preguntarse: ¿no se tratará, después de todo, de “reivindicar” a Hitler…?

El actor que encarna a Hitler tiene un rostro imposible (esa nariz puntiaguda, esas protuberancias de carne por todas partes de la cara). El sujeto se llama Helge Schneider (quizá suizo, como el propio director de la cinta), y da la talla de actor representando a  este Hitler imposible (naturalmente, el “auténtico” Hitler es el Bruno Ganz de “El hundimiento”, de Oliver Hirschbiegel).

En otra escala hay que medir la actuación de Ulrich Mühe, siempre sobrio, siempre eficaz. Incluso en esta fruslería de film, Mühe muestra ser lo que es: uno de los mejores actores alemanes contemporáneos.

Por cierto, su papel es también imposible, como lo era el de su interlocutor. Se trata de un ex/actor judío (ahora recluido en el campo de Sachsenhausen), que se ve reclutado, con el fin de animar y entrenar al Führer (su voz, su porte) en vista de un discurso importante, por un Goebbels que desea ver más vitalista al líder (días después querrá verle muerto, y conspirará para ello con Himmler…). Pues bien, Ulrich Mühe (en la película llamado Adolf Grünbaum –nombre bastante ridículo, yo diría–) hará con Hitler funciones de preceptor de actores, pero también de preparador físico, de consejero privado, de técnico de auto-ayuda y, dicho queda, de psicoanalista (de psicoanalista de baratillo, evidentemente).

El final de la película (que recupera la situación de un inicio donde aún no teníamos ninguna clave para entenderla) alude muy claramente a un gran clásico: “El gran dictador”, de Charles Chaplin. Se trata también aquí del discurso de un sosias (en “Mein Führer”, solamente de la voz de un sosias, puesto que el “gran dictador” de verdad está en la tribuna) ante una multitud de adictos al régimen. Y, como en la gran obra de Chaplin, el discurso “esperado” acaba siendo una pieza de desmitificación y movilización (hay que decir que el discurso de Chaplin era mucho más poderoso, humano, político y emotivo que el que Levy escribe para Hitler y su entrenador; el discurso de Levy casi no ambiciona más que desmitificar al Líder, con argumentos que –a diferencia de los de Chaplin– simplemente lo ridiculizan: hacerse pis en la cama, ser impotente, etc.).

En resumen, una película fallida, con pies de barro, que avanza a pasos inciertos (humor) o descaminados (drama), y que, acaso por ello, frente a una obra como la de Chaplin, o incluso como “El hundimiento”, tiene felizmente una clara, y no muy diferida, fecha de caducidad.     (8-abril-13)

“Asalto al tren Pelham 123” (2009), de Tony Scott


Mis notas a “Asalto al tren Pelham 123” (2009), de Tony Scott


Nueva versión de la película realizada por Joseph Sargent en 1974 (con Walter Matthau y Robert Shaw) sobre la novela de John Godey acerca del secuestro de un vagón del metro de Nueva York. Cuando vi aquella película por primera vez, me pareció original, trepidante, vigorosa, memorable. Ante la obra de Tony Scott, la única impresión es la de estar viendo, sin el menor escalofrío, otra simple película de acción.

Tratándose de T. Scott, es imposible que la mitad de la película (o más) no parezca un simple videoclip. En este caso, la música es de rap. Pues vale.

Los personajes principales (sobre todo, Travolta) y las relaciones entre ellos son bastante disparatados y totalmente inverosímiles. Los diálogos son ridículos (más cuanto más serios: p.ej., el intercambio sobre catolicismo e inocencia entre los dos protagonistas); las reacciones y giros, absurdos (resulta que el psicópata Travolta es un tipo con un plan milimétrico, resulta luego que es un exbroker de Wall Street lleno de resentimiento contra la ciudad, resulta que el asalto al tren le hace multimillonario –aunque el secuestro como tal fracase: ¿entonces por qué jugarse la vida?–, resulta al final que le pide a Washington que le pegue un tiro: como se ve, todo muy coherente…); la empatía generada por los personajes (incluso por el “ciudadano medio” Washington), inexistente; la progresiva adhesión de Travolta a su honesto (pero martirizado) interlocutor, un sinsentido; y la película en general, poco más que una visita a los coches de choque de la feria…

Como faltan recursos para (o interés en) mantener la tensión en el entorno subterráneo, la película gira rápidamente al cine de acción, desde luego en las anchas e iluminadas calles de la superficie. Se vuelcan en el filme entonces toneladas de basura verbal (tacos por doquier), se le invade de coches y de motos de policía que empiezan pronto a colisionar realmente a lo tonto (tan a lo tonto que alguien tiene que preguntar por fin: “¿Pero a nadie se le ocurrió emplear un helicóptero para trasladar el dinero del rescate?”), se le trufa de asesinatos a sangre fría de gente indefensa. O sea, a falta de suspense (probablemente por falta de talento en el guionista y/o el director), buenas son flotas de vehículos circulando a toda pastilla, choques espectaculares, palabrotas a mansalva y crímenes gratuitos. Poco, muy poco que ver con la película de 1974…

Puestos a sacar punta, ¿a qué diablos esperan los francotiradores desplegados en el túnel del metro, una vez que tienen a tiro a Travolta? Parece que los autores de la película tienen que convocar a los francotiradores, por exigencias del sentido común, pero que se niegan a utilizarlos como es debido, para que la película no concluya demasiado pronto ni demasiado limpiamente…

Continua presencia en pantalla de los dos caracteres principales, y desperdicio miserable del “material humano” del vagón (que igual podrían ser ovejas, para el aprovechamiento dramático que se les da…). El grupo de rehenes hubiera debido proveer de emoción y de empatía al filme, si el guión no trabajara tan indesmayablemente en favor únicamente de las dos superestrellas Travolta y Washington.

Washington es realmente un superhéroe: es el mejor director de trenes, el mejor psicólogo, el mejor negociador, el mejor policía, el mejor marido, el mejor todo. Esto es tan inverosímil como risible.

Hablando de cosas risibles, las dos casualidades (¡dos!) que llevan a Washington, ya en la superficie, a darse de frente con Travolta (la primera vez, al salir de la alcantarilla; la segunda, al recorrer a pie el puente de Manhattan). Que suceda una vez, pase; pero que suceda dos, ya es demasiado… Pero claro, estaba olvidando que Washington es un super-héroe. Y los super-héroes, por definición, tienen un sexto sentido y toda la suerte del mundo…

No sólo es un super-héroe: es “el puto héroe” de Travolta. ¡A tocarse los pies!

En una película así, por supuesto, el final (o parte de él) tenía que ser una persecución de coches… Claramente, Tony Scott no soporta la “claustrofobia” del metro, y está impaciente por llevar su montaña rusa y sus “bumper cars” al aire libre.

Hay gotitas patrióticas (el hombre del metro que protege a la chica, por eso de haber sido tanto el protector como el marido de la mujer soldados aerotransportados) y, por supuesto (esto es América) más-que-gotitas familiares (Washington, su mujer y el grotesco encargo del bidón de leche –“¿por qué no una botella?”, pregunta él; ¡pues porque piensa hacer una tarta para celebrar que vas a matar a Travolta, hombre, que no te enteras!–).

Algo que me gusta en la película es el tratamiento del alcalde. Sería improcedente esperar la menor reflexión o crítica política en una película como ésta, de modo que el aire de comedia, los sarcasmos del alcalde, su aire de cínico despistado, son lo que deben ser, y cumplen a la perfección. James Gandolfini está excelente en el papel de este politicastro mujeriego que está ya de vuelta de todo, en la política y en la vida. Los improperios de Travolta a la clase política nos parecen, viendo a este alcalde ácido y ya semi-retirado zarandeado por los acontecimientos de este día de perros, dirigidos a la persona equivocada…

En suma, “Asalto al tren Pelham 123” es una revisitación distorsionada y fallida de la recordada película homónima de los años ‘70. Un simple producto de acción, que desdeña por completo el suspense, que fracasa con los personajes, que no transmite nada. No es cine de catástrofes, ni de caracteres, ni policíaco, ni sociológico: es simplemente cine de palomitas.           (5 de abril de 2013)