19 nov 2015

“3 bodas de más” (2013), de Javier Ruiz Caldera


La dentadura del post-becariado
(Mi comentario a “3 bodas de más” (2013), de Javier Ruiz Caldera)
 
Al señor Director del Departamento de Biología Marina de la Facultad de X.

Estimado colega,
            Como, a raíz del aparente interés mostrado por cierta publicación extranjera en una modesta investigación de la señorita Ruth Belloso, pudiera suceder que dicha señorita emprendiese gestiones con vistas a una transferencia de su proyecto hacia tu Departamento, me tomo la libertad de poner en tu conocimiento algunos hechos relevantes acerca de dicha señorita, con la certeza de que en su momento, de darse la circunstancia expresada, tales hechos podrían servirte como valiosa indicación para tomar una decisión acertada tocante a las pretensiones de dicha señorita.

La señorita Belloso es una alcohólica, incapaz de consumir solamente una cerveza, muy aficionada a la ingestión en serie de recargados cócteles y perfectamente habituada a beberse de un trago una botella entera de tequila.

Su dipsomanía no se detiene ante el hecho, del que ella es sobradamente consciente, de que suele desembocar con harta frecuencia en una pérdida completa del autocontrol y del sentido de sí misma.

En esas lamentables condiciones físicas y anímicas, la señorita Belloso se entrega al desenfreno sexual, literalmente con cualquier hombre, dado su estado, durante las fases etílicas, de completa e insuperable alienación mental.

No hay excepción a este comportamiento, puesto que cualquier otro remate, de por sí excepcional, de sus noches (amistoso, verbal, romántico) no es ni puede ser otra cosa que el prólogo a nuevos episodios de redomada dipso-ninfomanía la noche siguiente.

Porque hay que reconocer que la señorita Belloso, para quien el sexo no es, por principio y por experiencia, más que una gimnasia de borrachos, mantiene, cuando se halla en estado de sobriedad, inmaduras fantasías románticas (un príncipe azul o, dicho en términos actuales –y casi idénticos–, un novio “cool”).

Estas fantasías afectan con frecuencia a su trabajo: cuando se encuentra en estado de ensoñación, de comunicación por mensajería telefónica, de emocionantes expectativas o efusivos trasnoches, su rendimiento en el laboratorio se ve grandemente mermado.

En ningún caso puede considerársela como una cientítica profesional comprometida. Su materia de investigación no es para ella más que una solución alimenticia transitoria, algo que hace sin ningún entusiasmo mientras le ocurren, y hace por que le ocurran, sucesos más interesantes, tales como amoríos, borracheras y experiencias sexuales de todo jaez.

Esta falta de compromiso con su trabajo vira, con frecuencia, hacia vivos amagos o ramalazos de rebeldía o de deslealtad.

Por ejemplo, es en connivencia con un becario con el que se ennovió durante quince días como su investigación llegó a la mentada revista extranjera, por medio de un envío postal realizado a espaldas del laboratorio que dirijo (laboratorio que, de haber sido formalmente consultado, hubiera mostrado su aquiescencia a la difusión del trabajo, y hasta la hubiera promovido usando sus modestos medios).

La repercusión obtenida por la monografía de la señorita Belloso, por modesta que haya sido, ha puesto en evidencia, más allá de toda duda razonable, el nulo grado de profesionalidad de alguien que es capaz de obrar de manera tan innoble. Puesto que, no satisfecha con lo ya obrado, la señorita Belloso, nada más conocerse el interés foráneo en esa monografía, se ha dirigido a mí en términos rotundamente inadmisibles.

Ante todo, ha exigido del laboratorio, sin el menor escrúpulo ni cortapisa en sus términos imperiosos, más presupuesto para su proyecto, mayor remuneración para ella, un equipo de investigadores a su servicio y, casi casi, comida de “catering” servida en su despacho directamente desde las cocinas del “Ritz”.

Y no le ha bastado con estas demandas desorbitadas. Ha seguidamente amenazado –sí, he escrito “amenazado”– con que, si sus exigencias no eran atendidas en el acto, se llevaría su proyecto de investigación a otra universidad.

Y es por esto por lo que me pongo en contacto contigo, responsable como eres de un centro muy reputado en nuestra disciplina y en el que por ello la señorita Belloso, estoy seguro, fijará con preferencia sus miras, si es que finalmente se decide a llevar a cumplimiento –y creo de veras que lo hará– sus terminantes amenazas.

No querría que te vieras obligado a decidir sobre su admisión o no en tu Departamento sin conocer antes en profundidad, y de buena tinta, qué clase de persona podrías inadvertidamente introducir en tu entorno de trabajo.

No debes ignorar, por ejemplo, que ella ha estado envuelta en operaciones de tráfico de drogas. Ni una vez ni dos, sino numerosas veces, se ha recreado entre amigos en el relato jocoso de cómo introdujo en nuestro país bolas de estupefacientes desde Marruecos, por el simple y furtivo procedimiento de ocultarlas dentro de su útero.

Ni tampoco creo que se pueda pasar por alto cómo, en un arrebato, atropelló con su coche a una persona durante la celebración de un boda y seguidamente, ni corta ni perezosa, se dio a la fuga, sin preocuparse tras el accidente de nada más que de ir al encuentro de otro de sus hombres.

Cierto es que ella se da siempre a la fuga, después de destrozar, con sus maniobras torpes y aceleradas, el faro del coche que tiene la desgracia de hallarse junto a un espacio que a ella le parece suficiente y expedito para aparcar su vehículo. Y la señorita Belloso ha destrozado el faro de la mitad de los coches de Madrid, por lo menos.

Si todo esto no fuera bastante, y puesto que afirman, creo que con razón, que a las personas se las conoce por sus amigos, podría describir a algunos de esos “amigos” de la señorita Belloso, que terminarían de completar su muy lastimoso retrato.

Amiga de ella es, en primer lugar, su madre: una estrambótica entrenadora de gimnasia que recurre de continuo, y alardea de ello, a la contratación de prostitutos masculinos, o efebos, o como se llamen en ese submundo, incitando al mismo tiempo a la hija a entregarse sin restricciones al sexo (consigna materna que, a su alcoholizada manera, la hija sin duda obedece a pies juntillas).

Muy amigo, medio novio, guinda romántica para las fantasías de la señorita Belloso, es un lamentable cirujano plástico al que conoció casualmente en una boda. El doctor, barbudo y trajeado, la enamoró y la sedujo, con toda intención, y anduvieron tonteando y besándose por ahí (¡y por todas las otras partes del cuerpo!) durante una temporada. Una temporada tan intensa y plena que al espabilado doctorcito le faltó tiempo para informar a la señorita Belloso de que estaba saliendo con una novia formal, en la persona de una minusválida que casualmente le debía, precisamente a él, su minusvalía.

La señorita Belloso mostró bien sus terribles carencias psíquicas cuando se mostró dispuesta a ignorar y a perdonar el lamentable “olvido informativo” de él, y a seguir adelante con la bonita historia de los dos. Y no menos cuando creyó seriamente que, debido a un rollo de una noche (o de dos) –pues ella no era aún nada más que eso, un “rollo” del doctor–, un hombre como el cirujano, no especialmente abyecto, iba a abandonar, pisoteando amor, compasión, sentido del deber o cualquier otra cualidad humana, a la mujer de cuya invalidez, por una gran desgracia, él mismo era responsable.   

Pero es que la señorita Belloso es así: impulsiva, espontánea, natural, “ellamisma”, todos esos epítetos tan resultones de los anuncios de compresas.

La decepción causada por el doctor mentiroso (pero no traidor) la señorita Belloso se la curó en el laboratorio. Pero no a base de concentrarse en lo suyo, y de ponerse a trabajar a fondo sin más distracciones, sino, lejos de ello, enrollándose con un becario bastante patético que deambulaba por allí.

El chico no hacía otra cosa que eso, la verdad: deambular. Alguna fotocopia, gorronear porciones de las fiambreras ajenas, perder generosamente el tiempo frente a vídeos idiotas de Youtube. Tratándose de un becario sin sueldo, podría haberse dedicado al menos a protestar o a quejarse, pero qué va, nada de eso. Se trataba de un auténtico idiota, dedicado a nada y aspirando a nada, compartiendo un piso en alquiler forzosamente financiado por papá y mamá, y encantado de ser llevado e invitado allí donde alguien le ofreciera, por eso de ser joven, guapo y “cool”, un plato o un polvo.

Y con esta “joya” de becario, con esta boquita o dentadura famélica e insaciable, se enrolló la señorita Belloso –ella misma siendo poco más que una post-becaria, reconozcámoslo–, después de que el barbudo cirujano le dejara bien claro, a base de darle largas y largas, que ni loco iba a dejar tirada en la cuneta a su pobre novia-víctima.

Estos son los comportamientos de la señorita Belloso, estos son sus amigos, esta es ella. Es muy triste que tengamos que vérnoslas con investigadoras así, pero ya se sabe que a la universidad llegan (y, lo que es peor, de la universidad salen), durante estos últimos años, estudiantes imposibles (que, a su debido tiempo, devienen becarios o investigadores imposibles). La señorita Belloso es un ejemplo paradigmático de que el sueño de la educación universitaria para todos produce licenciados monstruosos.

A veces, cuando observó a la señorita Belloso en su escritorio, fingiendo que mira por el microscopio o que anota alguna medición, me fijo en su cara, agitada por sus marejadas y nubarrones interiores, y tengo que reconocer que posee un rostro verdaderamente expresivo, flexible, versátil, cuyas innúmeras modulaciones traducen a la perfección sus incesantes vaivenes íntimos. ¿Por qué no se habrá dedicado a la interpretación en cine o teatro –suelo preguntarme en esas ocasiones– en vez de al ingrato, y para ella rotundamente inapropiado, dominio de la Biología Marina? Con un rostro como el suyo, con un aprendizaje paulatino de la profesión dramática y con un nombre artístico adecuado (que combinara autenticidad y progresión, algo así como… Inmaculada Cuesta), esta deplorable investigadora de laboratorio hubiera podido, y quizá pudiera aún, ser algo, o algo más que algo, en el mundo del espectáculo.   

Firmado: la señora Directora del Departamento de Biología Marina de la Facultad de Y.   

(26 de octubre de 2015)

27 oct 2015

“Alatriste” (2006), de Agustín Díaz Yanes


Un tercio, sin exagerar
(Mi comentario a “Alatriste” (2006), de Agustín Díaz Yanes)

En el instituto nos han obligado a ver esta película (como la han puesto en horas de clase, no ha habido modo de que nos zafáramos). Luego, el profe nos ha preguntado si nos había parecido interesante y si nos había dado ganas de leer los libros en que se basa. Alguno ha respondido lo que todos pensábamos: que la peli es un rollo macabeo, y que después de verla habría que estar loco para acercarse a menos de dos metros de las novelas del tal Reverte.
Por lo que uno observa en la peli, los libros deben de consistir en un montón de pequeñas historias, que empiezan sin avisar, que se entremezclan sin orden y que no terminan en nada. O sea, lo ideal para asegurarse a la vez aburrimiento y dolor de cabeza…
Además, es fácil deducir que el señor Pérez es un pelmazo de las descripciones. Me imagino docenas de páginas dedicadas a explicar por escrito lo que una simple foto mostraría a un solo golpe de vista. Digo esto suponiendo que la serie de estampitas que forman la peli, muy como de cuadro, muy cuidadas, muy bonitas, son reflejo de la manera de escribir del Pérez.
Luego están las filosofías. Sin duda que las novelas incluyen muchos de esos pasajes tediosos e incomprensibles que abundan en nuestro libro de la asignatura de filosofía. Los personajes están siempre, sobre todo antes de morir, hablando del más allá, del pecado, de Dios. Y algunos hasta pergeñan visajes místicos (como la frecuente mirada en blanco del amigo catalán de Alatriste). Todo ello es muy cansino y muy alucinado, y hace suponer a un Pérez teólogo, o sea, insoportable.
Por cierto, creo que él es además seguidor de Descartes (si es que no me estoy liando con los autores...). Eso, o bien sufre de una tortícolis crónica que ha degenerado en un trauma mental. Aventuro estas suposiciones porque en la peli, y seguro que también en la novela, casi no hay vez en que se mate en la que no se ponga la guinda de un vistoso degüello. Hasta un tipo que se mata a sí mismo lo hace rajándose aplicadamente el pescuezo. No creo que esto sea casual, o sea, que esté falto de abstrusas razones, pero, en cualquier caso, es terriblemente monótono…
Por cierto, es igual de monótono que los amigos (y los enemigos) del protagonista Alatriste. Son todos unos macarras, todos unos chulos navajeros que desenvainan rápido por un quítame allá esas pajas. También de estos matones que van por ahí pinchando a tíos como si fueran aceitunas y que hablan todo el rato como el puto culo se cansa uno, la verdad.
Uno de ellos debe de ser el personaje gracioso, en las novelas (pero no es muy gracioso). Es un tipo imposible, un gordo con gafas que va de aquí para allá, como todos los demás, sacando la espada venga o no a cuento (por fortuna para él, al final le hacen el favor de encarcelarle, supongo que para protegerle de su propia imprudencia…). Ni idea de por qué este sujeto comparte tertulia política con el embrutecido Alatriste, que evidentemente no lee a diario la prensa. En fin, a juzgar por la película, en la novela debe de contarse de modo estrambótico esta relación de Alatriste con el tal Quebeo o Quebeco (de quien, por cierto, pese a que hace coplillas, no hemos oído ni una palabra en clase: lo que es normal, ya que estudiamos literatura, no arqueología o paleografía…). La relación entre los dos ya es bastante estrambótica de por sí, si se piensa no sólo en sus respectivos currículos, sino también en la expectativa de vida de un hombre de la época (y no digamos de los soldados de la época, entre los que se cuenta el combativísimo Alatriste…). Y para acumulaciones de cosas estrambóticas ya tenemos bastantes en la televisión…
Siempre conjeturando a partir de la película, Pérez tiene toda la pinta de ser uno de esos escritores empeñados en ser “super-originales” y “extra-modernos” a toda costa. Me apuesto cualquier cosa a que en sus libros las escenas de batalla están impresas todas en tinta azul y un poco borrosa, como para dar la impresión de niebla o de humo. Por lo menos en la peli, son siempre así… Y –otra suposición– las intervenciones de Alatriste en los diálogos seguro que están compuestas con una letra más pequeña y fina, y cursiva, y en tinta desvaída, o sea, de una manera que el actor, con su peculiar forma de hablar, forzada hasta lo inverosímil, ensaya de reproducir fielmente… ¿Pero a quién de nuestra clase del instituto, o incluso de nuestra generación, pueden atraerle estos ridículos vanguardismos cosméticos?
Pérez, siempre hablando sobre sus novelas “alatristonas” basándome en su adaptación cinematográfica, demuestra ser un excelente cronista deportivo, eso sí. Según se las describe, las batallas tienen la transcendencia de los grandes partidos de los miércoles, y España parece enfrentarse, entre las brumas flamencas, contra el Anderlecht o el Ayax, con Alatriste desempeñándose como rocoso defensa central. Comento esto porque, aparte de estar desconectados por completo de las muchas microhistorias que suceden a los personajes, o sea, aparte de tratarse de puros caprichos o estampas visuales, no se ve muy bien qué pintan esta especie de partidos de clasificación en la gran historia con mayúsculas (o sea, la que estudiamos en los libros de Historia). Está la foto (hoy en el Prado, creo) de la obtención de la Champions League en Breda, está la prórroga épica (con muchos hombres menos sobre el terreno de juego que el equipo rival) del partido de Rocroi, y hay otros varios lances del noble deporte en encuentros en la cumbre, pero no se ve qué tiene que ver nada de todo ello con la Historia con mayúsculas, más allá de alusiones a “la decadencia”, “la corrupción” o “la pobreza”, siempre muy oportunas y muy adecuadas entre españoles. Siendo así, francamente, para crónicas deportivas yo prefiero hojear el “Marca” en la cafetería… Y en cuanto a la historia de verdad, ya la estudiamos en la asignatura dedicada a ella.
Y luego, ves algún detalle de la película, y te das cuenta de que el libro no da la impresión de estar muy bien escrito. Por ejemplo, en alguna de esas cartas leídas en “off”, que se supone deben sonar en nuestros oídos como sonarían documentos redactados verdaderamente en aquella época, se usa el verbo “decir” dos veces casi seguidas (esto, por no hablar de su prosaísmo pedestre…). ¡Y yo estoy seguro, aunque mi opinión sea sólo la de un estudiante, de que una reiteración tan obvia no era elegante, ni adecuada, ni usual, en las cartas que se cruzaba la gente letrada del Siglo de Oro!
              No, no nos ha gustado en absoluto la película (creo que, al expresar este disgusto, hablo en nombre de toda mi clase), nos ha parecido larguísima, lenta, confusa, pretenciosa, engolada, vacua, banal. Y me parece imposible que alguno de nuestros docentes piense que, tras haberla visto, siquiera un solo alumno va a sentir la menor atracción por las novelas “alatristonas” del señor Pérez. No son para ojos ni para mentes de jóvenes estudiantes, en mi modestísima opinión, los rasgos de sus novelas que la peli refleja (entiendo que con fidelidad, y entiendo que con el consentimiento o la colaboración del propio señor Pérez) y que yo he tratado de inventariar: el miniaturismo, la descriptomanía, la propensión teológico-mística, la monotonía hampona, el estrambote relacional, las fantasías tipográficas, la deportivización histórica, el cutrerío redactor. A mí, por lo menos –aprovecho este comentario para dejar constancia por escrito, solemnemente, de mi firme voluntad al respecto–, si me pillan con uno de los libros de “Alatriste” en las manos, que por favor me conduzcan de inmediato al servicio de Urgencias psiquiátricas más próximo.                    (24 de octubre de 2015)

21 oct 2015

“Amanece, que no es poco” (1988), de José Luis Cuerda


Hombres cultivados en rústico solar
(Mi comentario a “Amanece, que no es poco” (1988), de José Luis Cuerda)

No hay otra razón que la índole de su humorismo para justificar la pervivencia, e incluso la estatura casi legendaria, de “Amanece, que no es poco” en la memoria colectiva de los españoles de mi generación. Desde el punto de vista cinematográfico, la obra es de dirección, montaje, fotografía, etc. muy rudimentarios, despuntando sólo de entre esta mediocridad general alguna de las interpretaciones. Es solamente vista desde la perspectiva de su comicidad como la película adquiere una entidad destacable, e incluso única, en algunos aspectos. Me aplicaré, en los próximos minutos, a analizar esa comicidad, haciendo el esfuerzo (que no será menor, por las razones que se verán) de reducir al mínimo las referencias a las innumerables anécdotas o personajes del filme.  

“Amanece, que no es poco” es, declaradamente, una película de “sketches”, cuyo único rasgo común es su localización en un peculiar pueblo español y a los que no se intenta engarzar por medio de ninguna línea argumental; dos o tres historias particulares (entendiendo por “historia” la aparición de los mismos personajes en diversos “sketches”) se agotan en sí mismas, desconectadas del resto y del conjunto, que queda así reducido a mera acumulación de escenas chistosas.

La sucesión ininterrumpida de “sketches” depara bromas eficaces y otras cuyo impacto no va más allá del desconcierto. Hay chistes que nos hacen reír y otros que delatan (demasiado) el espíritu de su tiempo, y que por ello nos decepcionan con su humor rancio. Unos son ingeniosos e hilarantes, otros son simplemente ridículos, o vulgares, o fallidos. En mi opinión, la proporción de chistes o escenas que uno podría salvar (es decir, apreciar intelectualmente y recompensar con una sonrisa hoy en día) no excedería del diez por ciento.

La comicidad de los “sketches” se basa, en un amplísimo número de casos, en exagerar o distorsionar un registro culto de lenguaje, un nivel de conversación o un marco de referencias. Con esto quiero decir que se ponen en boca de los toscos aldeanos expresiones que el “decorum” vedaría, por demasiado elevadas; o bien se les enzarza en coloquios impensables, por exquisitos, entre personajes como ellos; o bien se dejan correr y obrar en su entorno alusiones improcedentemente cultas (madrigales italianos, arias operísticas, novelas de vanguardia). Y la comicidad surge, como es evidente, del contraste entre los rústicos personajes y su cultísimo modo de expresarse y relacionarse.

Otra de las apoyaturas humorísticas del filme la constituyen las bromas sexuales. Por un lado, el uso de un lenguaje no trivial en este campo, en boca de los primitivos pueblerinos, ya es de por sí chocante, lo que se aprovecha reiteradamente; por otro, se propone (y se insiste en ello una y otra vez) una revuelta popular, en demanda de la atribución y “gestión” colectiva de una turgente mujer recién traída al pueblo por el alcalde, para su “uso” privativo; además, se alude sin equívoco a un caso de feliz pedofilia, se menciona explícita y reiteradamente un uxoricidio, y se hace a una aldeana loar, medio risueña, la prostitución; y todo ello, claro está, en un tono y con un propósito humorísticos.

No, evidentemente “Amanece, que no es poco” no ha envejecido nada bien, desde el punto de vista de la “corrección política” (aunque, curiosamente, su autor, allá por 1988, no sea una figura del “antiguo régimen” ideológico, sino uno de los aguerridos “progres” y “bienpensantes” del cine español actual, es decir, de treinta años después…). Muestra evidente de esto son también, y muy llamativamente, las repetidas bromas a cuenta del personaje negro, de sus prestaciones sexuales, de su posición en la comunidad, etc. Por el contrario, no hace falta decir que la irreverencia religiosa era en 1988, como lo es ahora, una “licencia poética” inmune a todo criterio de corrección o incorrección... 

El humorismo se potencia con algunas ocurrencias absurdas o sinsentidos lógicos (un niño deprimido, una “buena muerte”). A veces cobra tonos tiernos o patéticos (la campesina y el hombre-planta), a veces se desliza hacia la ironía política (la recepción del alcalde, los comicios femeninos), a veces linda la broma cósmica (el amanecer por el lado equivocado). Y en general, éstos son, a mi juicio, los momentos que más certera y perdurablemente despiertan nuestra hilaridad; esos momentos que, por desgracia, no alcanzan, según calculaba yo antes, sino al diez por ciento de la duración de la película. 

El guión, pensando y escrito para la risa, se enriquece empero con recursos propios del realismo mágico (hombres-plantas, hombres que levitan), con algún guiño pirandelliano (personaje sin personaje) y con algún momento musical de entrañable “naïveté” (la canción sobre el corazón cantada en la escuela). Estas adiciones, fantasiosas o inocentes, contribuyen a realzar el carácter original y único de la película, transcendiendo un humorismo a menudo lastrado por los defectos descritos, y son quizá, treinta años después, la razón básica de la perduración de “Amanece, que no es poco” en la memoria de tantas personas.

Muy al contrario, en el extremo opuesto de la imaginación y la gracia, nos defraudan y abochornan las escenas en que se introducen (falsos) extranjeros en escena (estadounidenses, belgas, rusos), con la intención de hacernos reír con el marcado acento foráneo de su español, con su esterotípica actitud o con su sola presencia (destacadamente, esos estudiantes "yankees", que aparecen y reaparecen, una y otra vez, como un mal sueño, a lo largo del metraje…).

             A mi juicio, el balance global de la obra resulta, una vez ponderados sus aspectos positivos y negativos, desfavorable. Como he tratado de demostrar, sólo ciertos rasgos del humorismo y ciertos destellos del guión de “Amanece, que no es poco” merecen aplauso y perdurabilidad. El empeño de crear un “Bosque animado” (la película inmediatamente anterior del autor) libérrimo, más atópico y atemporal, más cómico y moderno, más personal y fantasioso, obtiene solamente un éxito parcial y relativo. Y la película termina por ser, en lo que tiene de acumulación de personajes y de microhistorias, una “Colmena” (otra obra clásica de los años ‘80) rural y chusca, que, a (decepcionante) diferencia de la excelente “Colmena” de Mario Camus, nos dice con frecuencia más, sin querer, del tiempo en que se rodó que del no-tiempo en que transcurre, y que en buena medida contemplamos hoy, por esa misma razón, no como una obra intemporal, sino como una obra simplemente antigua.                     (17 de octubre de 2015)

16 oct 2015

“La gran familia española” (2013), de Daniel Sánchez Arévalo


La hermandad del Gol naciente
(Mi comentario a “La gran familia española” (2013), de Daniel Sánchez Arévalo)
 
Aunque “La gran familia española” es una película con suficiente personalidad y solidez, yo no puedo evitar considerarla, por encima de todo, como una imponente exhibición de las dotes de su autor. El ya no tan joven Daniel Sánchez Arévalo causa la impresión de un talento que se despereza, de un talento cuya fuerza dormida parece al fin agitarse y disponerse a realizaciones hasta ahora impensables (y empleo este calificativo movido por mi tibia recepción, en su momento, de “Azuloscurocasinegro”).
Sánchez Arévalo, guionista y director de “La gran familia española”, brilla, en esta obra singular, en una amplia variedad de facetas (tan amplia, que prefiero enumerarlas a listarlas de corrido):
1) Se le ha ocurrido la brillante idea de situar una historia familiar (la celebración de una boda, en una familia de cinco hermanos varones y de padres separados, celebración que obra como un catalizador de las relaciones, conflictos, afectos, memorias, etc., que ligan a unos con otros) en el momento justo, y casi durante la duración justa (incluyendo las horas preliminares), de “la mayor ocasión que vieron los siglos”, es decir, la final del Mundial de Sudáfrica 2010, de imperecedero recuerdo para tantos individuos y familias españoles similares a los descritos en la película. Este recurso (la trama de la ficción en el marco de un memorable acontecimiento deportivo auténtico), que podría ser una ocurrencia trivial, se trata y explota con maestría, integrándolo armoniosamente en la trama o, por mejor decir, en las diversas tramas del filme. (Me permito aquí la acotación erudita de citar una pieza de Fassbinder, allá por los ’80, que usaba también un partido de fútbol en la cumbre, en este caso de la “Mannschaft”: se trata de “El matrimonio de Eva Braun”, si no recuerdo mal).
2) Domina diversos tonos, y es capaz de alternarlos y combinarlos con toda destreza. Por un lado, el registro dramático, con las historias serias del padre abandonado por su mujer, del fracasado hijo mayor, del triángulo amoroso carcomido por los escrúpulos fraternales; por otro, el registro más humorístico o cómico, con los avatares del accidentado matrimonio entre los dos cuasi adolescentes y con oportunos gags (el camarero, la prima). Ora se nos presenta el ánimo desolado del padre, aún enamorado de su mujer, o bien asistimos a los altibajos de su crisis de salud, crisis a raíz de la cual la boda es momentáneamente postergada (lo que propicia que, mientras el padre se recupera –o no–, los hermanos interactúen intensamente y los asistentes más desapegados sigan el electrizante encuentro deportivo), o bien se nos describe, con precisión y delicadeza, el denso conflicto de afectos entre los dos hermanos a cuenta de la novia que, siéndolo antaño de uno, lo es ahora de otro. Ora somos testigos divertidos de los descubrimientos y desconciertos de los jóvenes novios (y de la pintoresca hermana de la novia), o bien nos hacen reír el entrañable hermano retrasado o la sobrina forofa del equipo español y de su icónico guardameta. De una y de otra veta, la seria y la ligera, el escritor-director sabe extraer interés, emoción, sonrisas.
3) Todos los personajes aceleradamente mentados en el número anterior están pintados con mimo y con relieve. Los diez o doce caracteres esenciales en la acción, que son bastantes, nos parecen pocos, y además cercanos, dada la destreza del escritor-director para caracterizarlos e irlos alternando a lo largo del filme. Y no es el menor mérito que esto se logre con tanta naturalidad y (aparente) sencillez.
4) Nunca se agotan los recursos expresivos con que el rodaje nos sorprende, nos entretiene, nos complace. Hay siempre una interpolación, un nuevo juego de cámara, una nueva estrategia en la perspectiva o en la narración, cuya imaginación y cuya eficacia son admirables (pienso, por ejemplo, en la declaración “policial” de los tres personajes implicados en el robo, en el montaje paralelo, diálogos incluidos, de la confesión de los dos novios a sus respectivas familias, o en el planteamiento musical, que resulta tan sorprendente como coherente, de la ceremonia de la boda).
5) Las interpolaciones en el relato merecen capítulo aparte: ya el inicio (la carta del novio-niño) es de un vigor y un encanto avasalladores, pero recuerdo también la evocación (mediante fotografías y música) de los días pasados por los novios y la hermana de la novia en la playa, o el “momento (de comedia) musical” de la ceremonia de la boda. El cambio de ritmo y de tono que suponen, la solvencia artística (también) en estas inteligentes miniaturas, y su poderoso efecto sobre la narración, son otros tantos aspectos dignos de elogio.
6) La fotografía de “La gran familia española” es, de por sí, ya una obra de arte: la caída de la tarde, la llegada del ocaso, se capturan con una nitidez y una belleza emocionantes. La carpa en que la concurrencia sigue el partido crucial, la piscina al sol vespertino (cuando, justo tras la suspensión de la boda, charlan los novios sobre su relación), la misma piscina de noche (cuando se reconcilian el hermano y su novia, la ex del hermano mayor), el porche de la casa (donde las hermanas se sinceran y abrazan) o el vacío conjunto de sillas (ahora que la celebración nupcial ha sido interrumpida) reciben igualmente un tratamiento fotográfico esmerado.
7) Enmarcar la historia en el mítico musical “Siete novias para siete hermanos” (cuyas evocadoras imágenes inician y concluyen la película) es también un acierto: es originalísimo desde el punto de vista narrativo, y sitúa perfectamente (y, por contraste con el almíbar hollywoodense, con un punto de amargura) la historia en su temática y en sus valores (exaltación del valor de la familia y de las virtudes familiares, seguimiento de modelos míticos de familia, ambición, densidad y frustración de los grandes empeños vitales…). La apelación a una “gran familia” norteamericana para construir “la gran familia española” tiene un sentido irónico (pero es una ironía triste, sin hiel), tanto como la revelación final de la esterilidad y de la total mentira (o total abnegación) subsiguiente que fundamentaron tan magno proyecto… (Añado incidentalmente, al hilo de “Siete novias…”, que el empleo de música también norteamericana en las interpolaciones es, del mismo modo, pertinente y eficaz).
8) Sánchez Arévalo es un escritor solvente, como puede colegirse de muchos de los diálogos. Me gustan especialmente los que sostienen los dos hermanos implicados (uno en el pasado y otro en el momento actual) con la misma mujer. Las conversaciones de los adolescentes también son muy plausibles (e hilarantes), algo a lo que sin duda contribuye también el talento actoral de algunos o de todos ellos (Patrick Criado, por ejemplo).
9) Por encima de todo, es evidente que el argumento (el número de hermanos, sus idiosincrasias particulares, las interacciones entre ellos) ha sido cuidadosamente ideado, organizado y puesto por escrito. A pesar de ello, y siendo por una vez quisquilloso con la película, en la red de tramas paralelas, sobre el fondo de la historia de la boda (todo lo cual se desarrolla, como ya dije, en el contexto del “escalofrío” nacional de aquella histórica noche de julio, y dentro del marco referencial de “Siete novias para siete hermanos”, como he intentado explicar), encuentro que flaquea y queda un tanto suelta (y medio resuelta) la trama del robo (el derrotado y deprimido hermano mayor robando el oro del padre gravemente enfermo). Respecto de los diálogos, un momento notablemente débil es la unánime carcajada de todos los testigos (sin excepción alguna) ante la confesión de virginidad (y de sus motivos, sean sinceros o no) de los novios adolescentes (una reacción mayoritaria de incredulidad o de jocosidad sería comprensible; que la reacción sea unánime denota, en este punto, una escritura puramente, complacientemente ideológica). Y, en punto a los personajes, queda sin explicación el hecho de que la madre no aparezca en ningún momento en pantalla, ni siquiera en forma de recuerdo o de evocación.
10) La gran versatilidad de Sánchez Arévalo, en los tonos, en las tramas, en los recursos, que enumero como una virtud más, la última y quizá la principal, de “La gran familia española”, es precisamente lo que me hace depositar grandes esperanzas en lo que vislumbro. Vislumbro un autor que puede elegir su tono, sus relatos, su estilo, sus personajes, su público, puesto que en esta “comedia seria” acredita sobradamente su preparación para abordar y convencer con cualquiera de ellos. La película, de hecho, se me aparece ante todo, ya lo he dicho más arriba, como un muestrario o catálogo de sus dotes, condensadas en noventa variados, ágiles y solventes minutos. De ser yo consejero suyo, le recomendaría optar por el drama sin aderezos ni palancas comerciales, dejando de lado la temática y la problemática adolescentes: el drama de sentimientos, el drama de caracteres, el drama de mensaje (bien ejemplificados en esas agudas frases sobre ganar y perder, o sobre la oportunidad que depara el tiempo, oportunidad que es “como los quesitos: hay que comérsela cuando toca, guardándola se estropea”).        (13 de octubre de 2015)

12 oct 2015

“Todos están muertos” (2014), de Beatriz Sanchís


El acné de las momias de Groenlandia
(Mi comentario a “Todos están muertos” (2014), de Beatriz Sanchís)

Se trata de una película sobre el paso a la madurez. Y de un drama familiar. Y de una historia de amistad adolescente. Y de una obra de realismo mágico, en que los muertos conviven con los vivos. Y de una indagación sobre el poder de la música. Y de una fantasía espiritista. Y de un relato sobre psicosis como la agorafobia o la depresión. Y de una búsqueda de la propia identidad sexual. Y de una miniatura intimista, rodada intramuros, levemente claustrofóbica. Y de…

Concretando, o sea, descendiendo de la categoría a la anécdota: hay una madre, antigua estrella del rock español de los ’80 (ahora estamos en 1996), que vive enclaustrada con su hijo cuasi (es decir, pre) adolescente y con su animosa, pero secreta y gravemente enferma, madre mexicana. La madre mexicana logra, con ayuda de una comadre santera, devolver a la vida y a la casa a su otro hijo, o sea, al hermano de la ex cantante, hermano cuya muerte en un accidente de tráfico precipitó a la artista en su penoso estado actual. Este hermano era también un músico, que tocaba junto a la hermana en un grupo, ahora olvidado, llamado “Groenlandia” y deshecho, como la hermana misma, por la tragedia acaecida. El hermano, otro cuasi (es decir, post) adolescente, se queda deambulando por la casa (sólo su hermana puede verlo y departir con él), intentando como mejor puede anudar lazos entre la madre demente y el muchacho en confusión. El hijo conoce a un chaval medio guitarrista que, cuando se entera de quién es la madre, se hace amigo de él para acercarse a ella, porque la recuerda en su apogeo, así como su grupo y sus canciones. La madre y el músico en fárfara, al que ella bien podría triplicar la edad, se caen bien, se atraen, se besan. El hermano muerto, siempre presente, reacciona con disgusto. Lo mismo el hijo de la mujer, que sorprende a la pareja y se siente conmocionado, sin tener muy claro de quién tiene celos: si de su madre o si del chico, porque, en el fondo, puede que él, el hijo, “sea maricón”. Sea como fuere, la madre se va haciendo más flexible, más positiva, más sociable, entre la compñía benefactora (una vez deshechos algunos malentendidos...) del hermano muerto que pulula por la casa y la devoción asidua del mozalbete meló y mitomano. Entretanto nos enteramos, casi al vuelo, de que en realidad el hijo es producto del amor incestuoso de los dos hermanos músicos. También entretanto, los dos amigos, o sea, el hijo y el guitarrista, van practicando canciones para un festival “scout”. Cuando todo está encauzado en la casa y en los corazones, los dos amigos se reconcilian, el festival se celebra, el modesto conjunto canta una canción del antiguo grupo de la madre (escrita por el hermano muerto) y la madre vence su agorafobia para ir a ver y a aplaudir a su hijo, recobrado por fin desde el fondo de sus superadas depresión y alienación.
 
Lo prometo: este batiburrillo de trastornos mentales, redenciones, zombis, incestos y “mariconadas”, se nos cuenta de modo totalmente serio, incluso un punto pomposo. Y eso aunque la estrambótica historia incluya una auto-rapada, maquinilla mediante, del chaval (rapada de la cabellera, que no del ostensible bozo), a modo de “rito iniciático” (tras de lo cual renuncia a la pacata música “scout” en favor del viril rocanrol), una mezcolanza chocante entre rock ochentero y santería mexicana, diálogos inconcebibles de la madre y de la abuela con el hermano o hijo muerto, una franca invitación a drogarse para poder ver a los difuntos "como Dios manda", y un patético errar por la casa, sin ton ni son, del finado convocado de ultratumba e imposibilitado de marcharse de vuelta allí.
Serias o ridículas en su recepción, son tantas las cuerdas pulsadas –nos decimos en cuanto aprehendemos la pluralidad de tonos de la película– que, a poco, la pieza será, si no muy buena, sí al menos interesante, variada y entretenida. Esta asunción optimista entraña un grave error, que muy pronto empezamos a expiar dolorosamente n nuestras carnes: el guión es deslavazado, los diálogos son ramplones, la fotografía es desvaída y uniforme, los caracteres, pese a todo su dramatismo, son romos e inexpresivos, los actores son deprimentes (con mención especial para el inexpresivo zagal con bozo y su concienzudamente fea madre), el ritmo es premioso, y, en suma, el largometraje comienza, a la media hora, a hacerse muy, muy largo; tanto que, media hora después, cuando aún falta otra media para el final, se hace preciso recurrir a artimañas inconfesables para abreviar, o al menos para aliviar, la soporífera proyección.
En conclusión: “Todos están muertos” es una película muy, muy decepcionante, cuya ambición en cuanto a temas o a tonos queda del todo desacreditada por su realización final. El repertorio de géneros presuntuosamente abordados se traduce en una lista de frustraciones sucesivas y superpuestas. Un drama intimista, uno familiar, uno intramuros, uno psicológico, requieren mucho más que alevosa lentitud, diálogos deshilachados, anécdotas mínimas y miradas vacías para despertar emoción y comprensión. Musicalmente, la mestiza banda sonora (con alternancia de rancheras y rocanrol) propone muchas piezas, ninguna de las cuales acierta siquiera a remedar las viejas (o perennes) glorias ni de la ranchera ni del rocanrol. Y, en lo que toca al “realismo mágico” (la evocación del mexicano Juan Rulfo y de las ánimas vivientes en “Pedro Páramo” parece obligada), si el piso en que transcurre la mayor parte de “Todos están muertos” pretende tener algo de la Comala rulfiana, es una Comala sin relieve y sin fondo, sin ecos y casi sin voces.          (9 de octubre de 2015)


 

9 oct 2015

“Las brujas de Zugarramurdi” (2013), de Alex de la Iglesia


De mal en mujer
(Mi comentario a “Las brujas de Zugarramurdi” (2013), de Alex de la Iglesia)

Cuantos admiramos, o hemos admirado, la imaginación peculiar y desbordante de Alex de la Iglesia, su talento para revisitar, recrear y realzar hasta insólitas cimas de calidad el género vernáculo de la comedia disparatada, ese su don versátil para confeccionar esmerados guiones y para vestirlos visualmente, no podemos evitar sentir, al término de la proyección de “Las brujas de Zugarramurdi”, un regusto de decepción.

La película podría haber sido (y, de hecho, como tal parecía proponerse) una contribución vigorosa, tan personal como “carpetovetónica”, al muy venerable argumento dramático de “la guerra de los sexos”. Todo el planteamiento del filme y muchos de sus diálogos se enmarcan justamente en ese propósito: mostrar la crispación, los extremos de conflicto y de cataclismo, a que la exacerbada polaridad masculino-femenino puede arrastrar, en nuestra época, a seres humanos de todo punto normales. El matrimonio deshecho del atracador protagonista, las humillantes relaciones de pareja de su compinche, el sojuzgamiento exconyugal del señor de la tienda de oro, las confidencias maritales del policía divorciado a su conmilitón, son otras tantas ocasiones (y expansiones) de agresividad, de perplejidad, de rencor, de amargura, frente a los desmanes, o la pura idiosincrasia, del otro sexo. Tratándose en todos los casos de hombres que expresan o desahogan o hurgan en sus laceraciones íntimas, sería por mi parte mentir el ocultar o el atenuar la naturaleza profunda, agresiva, vibrantemente misógina de los caracteres y de sus discursos.

Del lado femenino, el alegato final de la reina de las brujas suena más bien fantasioso que visceral, y acusa más deudas respecto del argumentario (y, explícitamente, de un modo visual hasta lo abrumador, incluso de la –o al menos de una– mitología) feminista-matriarcal que respecto de una experiencia tan particular, íntima y cotidiana como la que cada uno de los varones del reparto va desnudando a lo largo del filme. Digamos que, mientras la bruja reina habla de leyenda (una diosa ancestral, cuya parusía se aguarda y prepara) y de historia (de la Venus de Moellendorf a Thatcher/Merkel, nada menos), los simples, los prosaicos varones respiran (o supuran) vida por la herida de sus emparejamientos desgarradores.

Pero debemos tener presente que, en “Las brujas de Zugarramurdi”, lo que la película finalmente llega a ser no admite comparación con lo que la película podría haber sido (y, como dije, creo que pretendía ser). Los diálogos salvajemente misóginos ("las mujeres son arañas", "las mujeres nunca piensan lo que parece que piensan, sin que se sepa qué piensan de verdad", "las mujeres arrancan los huevos de los hombres", etc., etc.) y la simétrica reivindicación belicosa de “lo eterno femenino” quedan sueltos, aislados, perdidos en un conjunto narrativo que, en vez de integrarlos, los emplea con tanto vigor como poca constancia, diríamos que tan extensamente (formulados por tantos personajes) como poco intensamente (diluidos o traicionados por la estructura misma de la narración). 

El arranque del filme es enérgico y, sin ser del todo original, tiene no obstante toques muy “iglesiescos” (como la figura del Cristo o el uso de los personajes de la Puerta del Sol); además, está muy bien rodado, en mi opinión, y desemboca en una espectacular persecución automovilística por las calles de Madrid (algo que, al menos yo, no estoy habituado a ver en el cine), persecucion que, a su vez, evoluciona muy naturalmente hacia una especie de “road movie” basada en una situación, o en varias, entre surrealistas y cutres (el niño –cómplice del atraco– que no ha hecho aún ni la merienda ni los deberes, el señor de Badajoz retenido entre los delincuentes que han raptado el taxi que el buen hombre ocupaba, la esposa enfermera cumpliendo desquiciadamente en su hospital con el reparto de medicinas…), situaciones que son, una vez más, felizmente “iglesiescas” (añado de pasada que, a mi juicio, no son tan “iglesiescos”, en cambio, los dos caracteres principales, a los que le falta originalidad y relieve –y la película se resiente de ello–). 

Hasta aquí todo tiene sentido, ritmo, interés, plausibilidad. Pero todas estas cualidades se pierden en el mismo instante en que la bruja joven hace su aparición en escena. Los efectos de este personaje sobre la trama, y sobre la película en general, son devastadores, desde el mismo momento en que los dos atracadores comienzan a babear para intentar seducirla, olvidan en consecuencia (y de modo muy poco convincente) el saco con el botín, han de regresar a la mansión de las brujas, y uno de ellos termina por descubrirse como “víctima” (intimidada) del ardiente enamoramiento de la joven y bella hechicera.

Creo que lo dicho en el anterior párrafo bastará para dar una idea de la mutación que el filme sufre con la aparición de la enamoradiza maga. La distracción en “los negocios” de los prófugos, su excitación sexual natural e inducida (la bruja masturbándose con la escoba), la inesperada y medio complacida sumisión al vehemente arrebato pasional de la bella maléfica, son otras tantas desviaciones o distorsiones del planteamiento inicial (y subterráneo) del filme. Y, lejos de complicarlo o de enriquecerlo (“los caprichos y avatares del amor en plena guerra de sexos”), lo echan a perder, dada la incongruencia, la gratuidad, la insistencia, la fluctuación, de la asimétrica historia de amor, ni posible ni oportuna ni interesante ni convincente. 

La bruja joven, el singular romance, los (demasiados) momentos en que ella y su amado fugitivo presiden la escena, constituyen sólo el inicio de un inexorable declive en el guión, que, con la entrada en la cueva inmensa donde todo el brujerío se congrega para su periódico ritual (y entonces faltan aún unos treinta minutos para que la película concluya…), se precipita en picado hacia un delirio de la peor especie. Y la prolongadísima culminación de la película, en esos interminables y abigarrados momentos de la caverna, es un completo disparate, tanto desde el punto de vista cinematográfico (con un rodaje que llega a aburrir y a marear, todo a la vez), como desde el narrativo (puesto que todas las líneas argumentales confluyen simultánea, alocada y confusamente), como desde el discursivo (la confesión de homosexualidad del policía es extemporánea y, una vez más, desenfoca los claros designios iniciales del guión), como desde el ideológico (la arenga vindicativa de lo feminil culmina en la deificación de una criatura, en cuanto anhelado mesías desfacedor de los milenarios entuertos hechos a la mujer, que resulta ser… un jovencísimo macho), como desde el visual (con esa Venus monstruosa hasta lo grotesco, y sus ciclópeas inclemencias alimenticias y escatológicas).

En una palabra: la media hora final (incluyendo la superflua coda en el teatro) echa a perder por completo una obra ya muy dañada desde la aparición (y la peripecia) de la bruja joven. Y, por lo uno y por lo otro, “Las brujas de Zugarramurdi” se desmorona con estrépito, cual la monstrua de la enorme gruta en que el guión y el rodaje alcanzan el clímax de su delirio. (Me pregunto, incidentalmente, si esa gruta en que la película se rodó es la misma en cuyas entrañas rumorosas comenzó el antiguo, el real suceso de “brujería”, allá a principios del siglo XVII –suceso del que la película, claro está, sólo aprovecha el nombre mítico–).

“¿Prefieres estar con tus amigos antes que conmigo?”. Esta es la pregunta (formulada por la hechicera venusta) que la película pretendía explorar: sus honduras de desafío y de tiranía, su desprecio universal implícito, sus simultáneas tentación y acusación, los abismos casi insondables de cualquiera de sus múltiples entonaciones (el reproche, la ironía, la endecha) y de cualquiera de sus (desgraciadamente) muy poco múltiples respuestas... En una palabra, la forma y el fondo, la causa y la consecuencia, el latido y el eco, de esas realidades misteriosas y personales de todo hombre a las que conocemos como mujer, sexualidad, atracción, seducción. Lamentablemente, la hechicera de rubios cabellos y tersas facciones se hizo presente en la película (al parecer, la misma mujer también en la vida del guionista-director…) para dar al traste con toda indagación o especulación no sentimental respecto de todo ello y, de remate, para arrojar sin contemplaciones toda veleidad en ese sentido al gineceo desmesurado de una cueva de alucinaciones, de enardecimientos y de monstruosidades.     (6 de octubre de 2015)

6 oct 2015

“El otro lado de la cama” (2002), de Emilio Martínez-Lázaro


Sonata para somier, movimiento único
(Mi comentario a “El otro lado de la cama” (2002), de Emilio Martínez-Lázaro)

Hay algo todavía más lamentable que una comedia que no consigue hacer reír (ni siquiera sonreír): una comedia que lo intenta, desesperada e infructuosamente, una y otra vez, con una tenacidad sólo comparable a su impotencia. El empeño resultaría digno de elogio si los medios empleados estuvieran a la altura del esfuerzo, y la inoperancia inspiraría compasión (o algo parecido a ella) si un solo rasgo en la película dejara atisbar o entrever una voluntad artística fallida. No dándose el caso ni de lo uno ni de lo otro, todo lo que uno experimenta, durante y tras la visión de esta deplorable comedia, es, pura y simplemente, eso que comúnmente se llama “vergüenza ajena”.

“El otro lado de la cama” contiene algunos de los más bochornosos ensayos de comicidad que me ha sido dado presenciar en el cine. Me vienen a la mente de inmediato, sin ninguna necesidad de una convocatoria consciente, el personaje y las intervenciones del detective, ejemplos insuperables de humorismo infantil e incapaz; asimismo, las apariciones y las expresiones de la compañera de oficina (esas enumeraciones increíbles e irritantes, acerca de las que uno no sabría decir a ciencia cierta si tienen por objeto divertir o bien enconar al espectador); igualmente, esa escena inconcebible, una auténtica cima del humor malo de solemnidad, del humor de irrefragables efectos depresivos, del humor elevado a la enésima impotencia, en que un actor embutido en una máscara profiere estúpidamente “niño-melón, niño-melón” (en el contexto, por cierto, de una profanación, rayana en lo indignante, de la venerable “Yerma” lorquiana).

Nótese que en ningún momento estoy refiriéndome, y menos para censurarlo, a un humor absurdo o disparatado, marcado por el surrealismo, el delirio o la astracanada. La película no puede aspirar ni de lejos a la noble categoría de una comedia delirante o absurda (categoría que, con harta frecuencia, denota no poca inteligencia o imaginación en su creador). No, estoy reprochando a “El otro lado de la cama”, sencillamente, que su comicidad es muy escasa, muy facilona y muy ineficaz.

Los personajes principales no pueden considerarse más agraciados que el detective o que la compañerita, desde el punto de vista del humor. Alterio no tiene más gracia que la de su equívoca situación, Vega y Verbeke cumplen con lo que se espera de dos actrices jóvenes, atractivas y famositas en un producto descaradamente comercial como éste, y Toledo, caricato de brocha tan gorda como su tripa o su barba, carece de toda “vis comica” digna de ese nombre. Los diálogos sobre gays (a lo que parece, un tema candente o de moda en 2002, al menos en los ambientes pintados en la comedia), la seducción Vega-Toledo, el partido de tenis en que Alterio y Toledo “ajustan cuentas”, son otros tantos momentos en que resulta sumamente fácil constatar todas las muchas carencias y limitaciones del sedicente humorismo de la película.

El enredo que constituye el argumento del filme es igualmente decepcionante. Falta toda finura, todo ingenio, toda sorpresa. Para ser una comedia de parejas y de infidelidades, faltan chispa, ironía, filosofía o sabiduría mundana, escepticismo, perspicacia acerca de los “eternos” masculino y femenino… No, esto no es una comedia vienesa, no es ni Lubitsch ni Wilder. Lejos de ello, tenemos como “ideólogo” de la trama (y acaso de la película entera) al taxista amigo de los protagonistas, cuya brillante aportación al enredo, al texto y al subtexto de la obra consiste en un solo mensaje y una sola palabra: “follar”.

En el enredo se echan de menos, además, una (o varias) vueltas de tuerca, algún giro inesperado y, sobre todo, una resolución satisfactoria. Tal como está, el argumento es demasiado sencillo, lineal, previsible y decepcionante. El final coral y feliz lía a la compañera con el taxista (en otro anti/antológico diálogo, ahora un cruce de manidos lugares comunes), empareja igualmente a dos lesbianas (en un intercambio verbal cuya gracia y finura palidecen al lado del ritual de seducción entre dos perros callejeros, antes de su acoplamiento…) y, sobre todo, restaura, más o menos, el “statu quo” inicial entre los cuatro protagonistas. Pero lo hace de un modo esquemático, artificioso, precipitado, sin otro conflicto ni otra aclaración que los que tienen lugar en la pista de tenis, cerrando en falso, es decir, dejando abierta (en sordina, y con algunos cabos sueltos), la historia soterrada de engaño, traición y revancha entre amigos que es el meollo del filme (filme del cual, digámoslo en este punto, se rodó, dado su éxito comercial, una segunda parte, que no he visto ni pienso ver). 

“El otro lado de la cama” no es simplemente una comedia de enredo. Se presenta, explícita y presuntuosamente, como una comedia musical. Y, en esta línea, asume el elemento esencial de las bien conocidas obras hollywoodenses del género, a saber, canciones que expresan los estados emocionales de los personajes (“No sé qué hacer”, “Dime que me quieres”, “Salta”, etc.), entonadas y coreografiadas siguiendo las convenciones establecidas.

En una visión de conjunto de la película y sus componentes, he de confesar que las canciones son, seguramente, lo más apreciable de “El otro lado de la cama”. Se trata de éxitos del pop español de los años ’80, en su mayor parte, y yo las calificaría, en general, como estupendas canciones, que la película recoge, adapta y usa adecuadamente. Por desgracia, como digo (por desgracia para la película, quiero decir), alguna de esas composiciones musicales vale más, como obra de arte, que la película entera… 

Muy distinto es el caso de las coreografías diseñadas para servir a las canciones. Tocante a ellas, hemos de recaer en los epítetos negativos ya prodigados a la película: las coreografías son, tanto como el humor “ensayado” a lo largo del metraje, deplorables, bochornosas, vergonzosas. Cuatro o cinco niños haciendo figuras que un buen maestro de gimnasia o de música organizaría en media hora en un patio de colegio inspiran rubor en el espectador, y no una ni dos veces, sino todas las veces (porque todas las veces se repiten los mismos movimientos, saltos, dibujos…), y dejan en la retina la impresión de un paupérrimo trabajo, desde el punto de vista de la danza o de la imaginería escénica, para una obra que osa proponerse como “comedia musical”.

 En resumen, mi valoración de “El otro lado de la cama” es muy desfavorable. En mi opinión, se trata de una muy decepcionante comedia (sin gracia) musical (sin baile) de enredo (sin enredo).    (4 de octubre de 2015)

29 sept 2015

“La lengua de las mariposas” (1999), de José Luis Cuerda


El juego de la memoria produce quimeras
(Mi comentario a “La lengua de las mariposas” (1999), de José Luis Cuerda)
 
En esta película, lo que no es una nadería es un imposible, lo que no es un imposible es una falsedad, y lo que no es una falsedad es una caricatura todavía peor que una falsedad.
Una simple enumeración, cuya prolijidad no habrá empero (mucho me temo) manera de aliviar, me dispensará de laboriosas (y, a la postre, baladíes) taxonomías.
Un matrimonio entre una beata medio mística, súbdita de Cristo Rey, y un republicano azañista, que ha tenido, antes de casarse, una hija (ahora una moza asilvestrada) con una mujer del mismo pueblo (a la que ahora, inválida, ya no ve). Un niño asmático que durante su primer día de clase no se desprende de su artilugio respiratorio ni para salir a la pizarra y luego no lo vuelve a mostrar en toda la película. Un hermano adolescente que tiene y toca un saxofón (ojo, estamos en un pueblo gallego de la España de 1936). Un agricultor que acoge a una niña china (¿inclusera?) a la que luego convierte en su mujer. Una jovencita sino-galaica que, de un fulgurante flechazo visual, se queda prendada del hermano saxofonista (el sentimiento es recíproco). Una declaración de amor visual mientras el chico toca al saxofón, como solista de la orquesta (en la que es casi un debutante), “En er mundo”, pasodoble emocionante justo al final del cual (¡y ni un minuto antes!) el padre/marido/dueño de la chica china se la lleva casi a rastras. Una niñita que a los seis años, o menos, es ya la novia oficial del niño protagonista, con el que sostiene tiernos coloquios. Un arcádico baño de niños y niñas, juntos y solos (sin personas mayores), y casi desnuditos, en una poza o remanso de los alrededores del pueblo, baño en el cual el tierno infante y su no menos tierna novia se miran con amor e irrisorio pudor. Una historia (la cuota celta, diríamos) de una chica arrebatada y marcada en la espalda por un lobo, y otra de una campesina enardecida sexualmente por los ladridos desgañitados de un mastín llamado “Tarzán”. Un aldeano, encarnado por el inefable Guillermo Toledo, que se luce como elocuente rapsoda de sus gestas sexuales con la zorrita del perrazo (valga la redundancia animal), y naturalmente como amante fogoso, de pantalones vertiginosamente bajados. Un baile de carnaval que despliega un muestrario de máscaras y de disfraces dignos de la suntuosa Venecia. Un maestro que aguarda pacientemente junto a la ventana hasta que la clase soliviantada se calma, y que entonces da deferentemente las gracias por el silencio recobrado a sus alborotados discendos. Un maestro que acaricia la idea de prestar su Kropotkin de cabecera a su cándido pupilo, para iniciarlo en la lectura de libros, pero que a la postre se decide por la, quizá más adecuada, “Isla del tesoro”. Un maestro, de confesión anarquista, que ejemplifica con la naturaleza, la invoca como autoridad y se exalta con sus maravillas. Un maestro anarquista que simpatiza con la República. Un maestro que guarda algún latinajo para propinárselo al párroco y que se ejercita en la entomología, o sea, una eminencia multidisciplinar que maneja con igual soltura el calepino que el microscopio. Un maestro que sólo sabe mostrar al niño mariposas muertas, y que cuando las suelta a volar lo hace como quien arroja al suelo un desecho (lo que hace a lo que son: por eso no se nos muestra su vuelo). Un maestro que enseña al niño, con deliberado dogmatismo y rotundo prosaísmo teológico, que el infierno es la crueldad, o que somos nosotros (o, sartreanamente, los otros). Un maestro ácrata que habla y actúa como un regeneracionista, obstinado en hacernos recordar a los Giner o Palacios de los memorables poemas machadianos epónimos. Un cacique, o un matón local, que parece salido de una opereta bufa, incluidos los bigotes de mala (pero risible) catadura. Un cacique hosco que salta de su asiento como un resorte a la sola mención de la palabra “libertad”, como si, usada sin contexto ni atributos, significara o contrariara algo. Unos falangistas de guardarropía que profieren solamente, y de continuo, como si fuera una onomatopeya, “¡Arriba España!, ¡Arriba España!”. Una metamorfosis, repentina y completa, del niño (de seis añitos, tímido, huidizo y devoto de su maestro) en un mequetrefe vociferante y en un atlético (a pesar de su asma) perseguidor y lanzador de piedras. Una multitud de asistentes al ominoso “paseo” que parece bailotear la conga cuando está haciendo (vago) amago de quebrar el cordón policial. Una ambientación histórica que consiste en dos frases adhoc insertadas con fórceps, un par de carteles pegados al desgaire en un muro, unos segundos de una emisión de radio (usada como fondo sonoro) y, eso sí, un generoso puñado de estereotipos (el cacique malencarado, el cura ceñudo, el corrompido hijo del cacique, el ufano pastoreador de los ministriles, etc., etc.). Una Galicia provinciana, ora rural ora urbana, que, en 1936, parece el Jardín del Edén, con felices aldeanos, idílicas vecindades y pastoriles trabajos. Unas interpretaciones (salvo la del gran Fernán Gómez) que no se tienen en pie, con premio especial para el niño y su hermano, y goyas “horríficos” (¿acaso no los hay honoríficos?) para sus inconcebibles padres. Y un autor del guión que, curiosamente, se llama Rafael Azcona, igual que el brillantísimo guionista de los años ’60, coincidencia esta que, siendo ciertamente prodigiosa, no me parece la menor nadería, o imposibilidad, o falsedad, o distorsión, de todas las muchas que esta película, paradigma de vacuidad y de inverosimilitud, contiene.     (26 de septiembre de 2015)